13 septiembre 2006

Caminar

Camina con la mira perdida, más delgado, más sucio, más ajeno al mundo real que nunca. Circula siempre por los mismos lugares, dando vueltas sobre su propia miseria, como si un muro invisible le impidiera salir hacia otras calles, como si creyera que así pertenece al menos a algún sitio. Miradas de desprecio se posan sobre él, negativas hastiadas le responden, el paso aceleran los que no quieren tenerlo cerca. Pero él nunca desiste, ya no comprende el rechazo que provoca, ha descendido ya demasiados peldaños por la escalera del infortunio. Camina sin remisión hacia un completo autismo social. Casi no reacciona ante ningún estímulo externo. En cualquier momento, mientras pasees por la Plaza de Cascorro, deambules por Embajadores o te acerques a la Plaza de la Cebada, un hilo de voz emergerá de la nada, dirigiéndose hacia ti o hacia otro. Un hilo de voz que recuerda con dificultad cómo tronaba hace años esa garganta. Un hilo de voz que siempre emite la misma letanía: “¡Amigo! ¿Tienes una moneda?”. Nada más. Sólo eso. Nunca fuerza, nunca te persigue. El desprecio y la indiferencia suele ser la respuesta habitual. Pasamos a su lado sin ni siquiera lanzarle una mirada compasiva. Ya nos cansamos de hacerlo. La rutina de la miseria. La costumbre de la desgracia.

Hace ya cuatro años. Hacía muy poco que vivía en Madrid. Aceleraba el paso para ver un partido en un bar cercano. Fue la primera vez que lo vi. Más sano, menos ido, con más pelo. La misma tristeza en su mirada. Le di unas monedas. Tranquilicé mi conciencia y entré en el bar. No noté su presencia hasta unos segundos más tarde. Detrás de mí echaba excitado mis monedas y otras en una máquina tragaperras. Sus ojos brillaban con el fuego del deseo, con la esperanza de la promesa. El camarero siguió mi mirada y captó lo que observaba. Con evidente condescendencia y asco, como si mirara a un despojo que habría que eliminar, un infrahumano sin sentimientos ni miedos, me comento con desdén: “El mierda éste, siempre pidiendo para gastárselo todo en las máquinas”. Después, tras observar que el tipo había perdido ya el dinero y andaba pidiendo a otros clientes, salió de la barra y a empujones lo sacó del local.

Camina siempre solo. Jamás le he visto con nadie. Muerto en vida. Una vida sin presente ni futuro. Algún día te lo encontrarás. Desde las sombras, sin sonrisa, dentro de unos vaqueros gastados que parecen deseosos de llegar al suelo, ajenos al cuerpo que intentan ocultar. Te pedirá una moneda. Seguramente no se la darás. Yo, ya, tampoco. Pero al menos, si puedes, evita ese gesto superfluo de impaciencia y asco. Hazlo, aunque sólo sea por ti. Para no darte asco a ti mismo.

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