31 octubre 2015

Cambiar de piel

Recuerdo escucharlo, a Alberto, amigo, profesor de filosofía, compañero en mi primer curso como profesor (qué gran año, cuánta buena gente), un tipo inteligente, un dandi, un grande, y recuerdo sorprenderme ante lo que me decía. Hace ya varios años de esto pero parece que fuera ayer cuando lo miraba con extrañeza mientras él reflexionaba en voz alta y se confesaba con absoluta tranquilidad ante mí: “estoy cambiando de piel, Pepe, noto que estoy en periodo de mutación”. Lo decía con esa voz suya, tan personal, tan particular, tan suave como firme, tranquila pero convencida, con un tono que impedía cualquier conato de sarcasmo porque al escucharla entendías que, tras la aparente simpleza del mensaje, se escondía un mundo de experiencias vitales que apenas podías intuir. Se lo veía introspectivo. Era mayor que yo. Más de una década nos separaba. Él sentía que estaba de nuevo ante uno de esos puntos de inflexión que la vida le iba planteando. Con una hija. Con dos divorcios. Algo estaba de nuevo cambiando. Yo sonreí en silencio, incapaz de responder, de aportar nada, confuso, mientras degustaba su Lavagulin, en el salón de su casa, recostado en su sofá, sin comprender exactamente de qué estaba hablando. Esa iba a ser una madrugada de aprendizaje, un aprendizaje dilatado en el tiempo, porque entonces, en aquel momento, poco o nada de lo que me decía me alcanzó realmente. El whisky siguió desapareciendo de aquella botella mientras otro amigo se incorporaba a nuestro encuentro y otros temas, otras historias, terminaron centrando la conversación. Temas e historias con las que yo me sentía cómodo, con las que disfrutaba y que eran las que propiciaba: impersonales, asépticas, divertidas o pretenciosamente trascendentes. Cine o literatura. Filosofía. Ciencia o trabajo. Risas. Boutades. Sarcasmo. Pero todavía a Alberto le daría tiempo para dejarme otra reflexión, que con el tiempo me marcaría y que ya nunca podría olvidar, mientras en mi vida cambiaban paradigmas y se derruían antiguas certezas: “la amistad, al final, no puede sustentarse en la conversación, en los intereses comunes, en la diversión. Eso es una mentira que dura poco. Lo personal, el preocuparse del otro, de lo que siente, conocer y compartir sus miserias, sus debilidades e ilusiones, ser parte de su historia porque él es parte de la tuya, eso termina siendo lo fundamental”. Tal vez no fueran esas sus palabras exactas, pero eso es ya intrascendente, porque esas palabras sí translucen a la perfección la lectura final que yo hice de ellas.

Desde mi adolescencia, una vez superada una niñez enfermiza, dócil y ajustada a las normas, siempre he sido considerado por los más cercanos como alguien visceral, duro con la palabra y directo en el enfrentamiento, alguien que no se paraba a pensar si lo que decía hacía daño porque lo importante era mantener un discurso intelectual honesto. Aunque molestase. Aunque provocara un incendio. Un capullo, vaya. Si algo de lo que escuchaba en mi entorno familiar o entre los amigos más cercanos me parecía una estupidez (o ellos directamente eran los que me parecían estúpidos) hacer ver que eso era lo que pensaba era una de las maneras de presentar al mundo mi DNI social. Era mi tarjeta de presentación en la vida adulta. Uno más. Tan especial, yo. Tan irrelevante. Yo. No he sufrido nunca grandes depresiones, no he aceptado jamás que el dolor me permitiera esconderme del mundo por demasiado tiempo y he procurado disfrutar al máximo de todo aquello que me proporcionaba placer. Pero más allá de un discurso político público que con los años cada vez ha sido más fácilmente identificable como “de izquierdas”, lo cierto es que en la práctica, en la vida real, yo, como tantos progres, siempre me he movido dentro de un esquema de vida diaria ferozmente liberal: individualismo, egotismo y esencialismo. Nada más sencillo (nada más imbécil) que sentirse diferente y especial: en los gustos culturales, en las prácticas sociales y en las putas ortodoxias políticas.

Los años han ido pasando, proporcionándome experiencias vitales tan ricas como dolorosas. Creo que ser profesor de secundaria ha influido de manera decisiva en mi evolución personal, en mi forma de intentar entender a los demás, en comprender que nada se consigue cuando uno se encastilla en sus obsesiones personales, porque carece de sentido intentar superar los problemas sin apoyarse en los demás. El otro existe. Y sin el otro somos realmente poca cosa. La empatía, esa puta empatía de la que todos hablan y pocos entienden ni practican se aprende desde la experiencia. Nada más triste que trabajar con grupos completos de la ESO en los que se vislumbra que muy pocos de los chicos que los forman conocerán la tranquilidad de una vida acomodada. Que muchos de ellos formarán parte de esas frías estadísticas que los considerarán fracasados escolares. Chicos y chicas estupendos que pocos conocerán, a los que nadie preocuparán, y que terminarán pudriéndose en vidas adultas miserables porque, no nos engañemos, es lo que el mundo espera de ellos. Sí, son los años, es el tiempo que pasa, claro, porque solo con el tiempo te das cuenta de que muchas de tus certezas desaparecen, de que los discursos se pudren cuando no tienen raíces fuertes y que ser honesto, coherente y leal con los que te rodean es sin duda la única manera de seguir caminando por el mundo sin vergüenza.

He ido comprendiendo que existe un desajuste real, una contradicción fundamental entre lo que siento y lo que se espera de mí, entre lo que me gustaría ser y la proyección que los otros hacen de mí. Me aburre mi antiguo yo, me aburren aquellas discusiones infinitas donde quedar por encima era mucho más importante que escuchar lo que el otro decía. Me aburren los guantazos dialécticos gratuitos. Me aburre la soberbia solipsista. Me aburren los que nunca escuchan, los que dicen que escuchan sin escuchar, los que se refugian en un yo misántropo y egocéntrico para esconder su miserable realidad. Lo que haces, lo que dices, solo importa si termina importándole también a alguien más. No porque lo que hagas o digas vaya a ser mejor o peor en función de eso, sino porque de nada vale la lucidez en el vacío, la inteligencia en el desierto, la brillantez en el erial. Me acerco a los cuarenta, los muertos colonizan desde hace años mis sueños, cada vez me apetece menos la contienda estéril, la sórdida esgrima, el enfrentamiento gratuito. Tal vez sea hora de asumir que yo también estoy cambiando de piel, mutando. Sin saber bien a qué.

24 octubre 2015

Un instante. La eternidad.

La observo a través del cristal del vagón del tren que acaba de detenerse en el andén de enfrente. Su cara, surcada por las arrugas de una vida sin retoques de imagen, revela que ha superado ya, sin duda, los cincuenta. Viste con la informalidad que solo permite la seguridad en una misma, y su pelo, cortado a media melena, absolutamente cano, lo recoge sobre su espalda mediante una simple coleta. De repente, justo mientras el tren empieza a frenar en la estación, apoya la cabeza lentamente, con una extraña ternura, sobre el hombro de su pareja. Una leve sonrisa asoma a sus labios y su rostro, mientras se acomoda sobre el cuerpo de él, transmite una inusual y perturbadora mezcla de afecto, abandono, sosiego y seguridad. Su pareja, un hombre corpulento, con el pelo negro y corto, que aparenta acabar de superar los cuarenta, nunca podrá ver lo que yo acabo de presenciar, solo sentirá cómo la cabeza de ella se apoya sobre su hombro, como tantas otras veces, incapaz de vislumbrar cómo para ella la complejidad del mundo, de la historia, de sus vidas, acaba de desaparecer durante una fracción de segundo. La felicidad es un acontecimiento, tan inesperado como efímero. Un instante. Y justo cuando piensas que todo deja de importar, que nada podrá ser ya igual, te das cuenta de que la vida continúa, de que es imposible aferrarte a un momento que ya no existe, que tan solo es ya un recuerdo, tal vez un desvarío más de la memoria. El tren se vuelve a poner en marcha, él la obliga a separarse de su cuerpo, rompe el espacio-tiempo, le comenta cualquier banalidad, ella ríe de manera forzada. Sólo le quedará el recuerdo. No estará segura de él.

03 octubre 2015

Los genes "sociales" que nunca investigó la CEOE

No parece mal tipo, no, tal vez un poco coñazo, demasiado intenso, con ese acento, ¿no es de Madrid, no? Cada año lo mismo, con cada tutor, cada nuevo curso. Lo jodido es que esta vez esta charla llega demasiado pronto. El año pasado pasé desapercibido durante meses. Al final me ficharon. Aunque no se enteraron ni de la mitad. No siempre fue así. No siempre fui así. Yo hace años era de sobresaliente, un niño listo, era un niño encantador, o eso decían todos, casi un empollón, un niño bueno. Me encantaba hacer los deberes en casa, cuidar mi caligrafía, la puta caligrafía, aun hoy se sorprenden los profesores con lo bien que escribo, y en el fondo, aunque nunca lo demuestro, todavía siento un orgullo idiota cuando me lo dicen, cuando me recuerdan lo que ya soy consciente que no soy, cuando la sospecha de lo que podía haber sido inunda mi ego y eso, durante un segundo, delante de mis compañeros, me reconforta, me da una absurda sensación de triunfo. Soy listo, sí, yo soy listo, solo es que no quiero,  pero si me pusiera, si volviera a estudiar, a centrarme... Joder, es que el tío no deja de hablar... Que sí, que lo he pillado, que me has pillado. Bueno, parece legal, me cae bien. No parece querer joderme. Lo miro a los ojos y él me devuelve la mirada, tal vez me termine arrepintiendo pero le voy a decir la verdad, que sí, hostias, que sí, que es el primer día de clase y ya he llegado fumado a primera hora. Bueno, fumado es poco. Pero tampoco le voy a decir que casi no me sostengo sentado. Mientras lo escucho intento focalizar su cara, pero se me distorsiona. Me centro en su voz, aprovecho que no para de hablar. Lo que no sabe el pavo este es que llevo así desde hace año y medio. Que sí, que ya tengo 15 años, que sí, pesao, que ya sé que he pasado a 2º ESO con un montón de asignaturas suspensas. Pero bueno, dijeron que daba igual, que hiciera lo que hiciera pasaría de curso. Me dice que a partir del año que viene no tendrá sentido seguir en el instituto si repito, que habría que buscar nuevos caminos. Hago como si entendiera lo que me dice, siempre digo que los entiendo, pero no entiendo una mierda de lo que me dicen. Si ya no tengo que venir al instituto, ¿qué voy a hacer? ¿Matarme a porros? ¿Juntarme con los del parque? ¿Quedarme en mi casa mirando a la pared? Bueno, digo mi casa por decir algo. Ya no vivimos en mi casa. Por eso de la crisis y toda esa mierda. Ahora hemos alquilado una habitación en otra casa y dormimos juntos en ella mamá y yo. En el fondo menos mal que mi hermana ya no vive con nosotros. La echo de menos, la verdad, y mira que me echaba broncas la hija de puta: "que si tienes que estudiar, que si otra vez expulsado, que si no fumes porros en casa...." Pero al menos nos reíamos, y conseguía que mamá no llorara tanto. Ayer mamá estaba contenta, le habían cogido para el curro ese. Lo único raro es que tiene que dormir en esa casa donde trabaja limpiando. Yo le he dicho que no me importa dormir solo durante los próximos dos meses, pero la verdad es que va a ser un poco extraño, por eso de la otra familia en la casa y eso. Da igual, tampoco creo que pase mucho tiempo allí. Me iré por la tarde con los colegas. Joder, el tutor sigue intentado comerme la cabeza, que sí, que lo sé, que fumar porros es una mierda, lo que tú digas, será que no los has probado porque a mí me sientan de puta madre. Todo es mucho más divertido y a mí me sirven para mandar al carajo mis mierdas. Hace meses que no he vuelto a pensar en mi padre. Pero no quiero problemas, en serio, yo quiero seguir viniendo al instituto, qué voy a hacer si no, prometo no volver a fumar antes de entrar, lo voy a intentar. Lo que sea para que me dejes en paz. Y voy a intentar estudiar. Sí. En serio. Joder. Si yo quiero. Voy a intentar aprobar. Que sí. Si yo sé que puedo. Solo tengo que centrarme y estudiar. Todos lo dicen, ¿no?: "céntrate". Todos lo repiten: "si te centras todo te irá mejor". Debe ser verdad. No me van a mentir. Debe ser fácil. Debo hacerlo. Debo centrarme. Debo estudiar cada tarde. Debo atender a cada clase. Debo atender a cada profesor. Debo esforzarme cada día. Dicen que es lo normal...  No sé, no sé si seré capaz, pero si no lo consigo será por mi culpa, claro. Si no lo hago es porque no quiero, ¿no?... Porque yo soy listo, sí, solo es que no quiero, pero si me pusiera, si volviera a estudiar, a centrarme...