18 septiembre 2020

La huelga que no hice

 
Siempre he defendido que los profesores no deben eludir su responsabilidad social y han de posicionarse con argumentos frente a la realidad de la Educación Pública. Es insoportable ver a tantos y tantos docentes-estrella y gurús de cambalache esconderse siempre tras sus análisis intelectualoides, ridículos flippeos, gamificaciones motivadoras y emocionantes proyectos educativos (también tras sus supuestas clases magistrales e impostadas equidistancias políticas) para no dar la cara y no bajar al barro de la realidad de las nefastas consecuencias de la gestión política de la Educación de nuestros gobernantes en las últimas décadas. Aclaro, por si alguien se pierde: no respeto ni me fío de ningún experto pedagógico o docente, ya sea innovador educativo, crítico tradicionalista o profesor a pie de aula que jamás pone el foco de sus críticas y quejas educativas en la importancia de las ratios en la Escuela Real, la segregación socioeconómica que provoca la doble red concertada-pública (y, aquí en Madrid, también el Programa Bilingüe dentro de la Enseñanza Pública), la ausencia de recursos e infraestructuras que son claves para la formación de los alumnos más necesitados o la imposibilidad real de una enseñanza que atienda a las necesidades individuales de los alumnos cuando muchos profesores deben dar clases, cada semana, a 150-200 (o más) alumnos. Tipos que siempre obvian, en sus duras críticas al sistema educativo, la enorme desventaja que generan los diferentes puntos de partida sociofamiliar de los alumnos, el contexto de aula (real) en el que los alumnos (sobre)viven en ciertos barrios o nuestras propias limitaciones como profesores para ayudarlos a que no desistan en seguir formándose. Es más, estoy muy cansado de algunos compañeros que optan por estigmatizar los comportamientos disruptivos y "antiacadémicos" de ciertos alumnos como una manera de justificar su desidia o incapacidad profesional e ignorar cualquier análisis socioeconómico de nuestra labor (el clásico "yo solo doy clases"). Y aquí no estoy hablando precisamente de los #innoducators, sino de los que todavía leen hoy con pasión a Moreno Castillo
 
Pero, a pesar de tener tantas cosas tan claras, la realidad es que me ha costado mucho posicionarme públicamente respecto a la huelga indefinida que está en marcha en la educación madrileña desde el 10 de septiembre gracias un grupo combativo de docentes y con la cobertura legal que les ha dado finalmente CNT-AIT. Y mi silencio que, no nos engañemos, a (casi) nadie importa, a mí me estaba haciendo daño. Desde que empecé a trabajar como profesor de la Enseñanza Pública madrileña en 2006 he hecho todas las huelgas educativas convocadas salvo una, la de 2010, cuando nos bajaron el sueldo a todos los funcionarios españoles. No es irrelevante que no hiciera aquella huelga. Sí, también hice aquellas huelgas que solo convocaba CGT (incluso la indefinida aquella que, a día de hoy, con lo que uno lee en las redes sociales, me sorprende que fracasara cuando tantos afirman haberla hecho. Esos "tantos" que la hicieron imagino que son los hijos de aquellos "tantos" que corrieron delante de los grises). Es importante, en este momento, aclarar algo que, para mí, es trascendente y sigo pensando casi 15 años después: los docentes funcionarios tenemos una doble responsabilidad cuando convocamos huelgas: entrelazar nuestras (legítimas) luchas laborales con el beneficio concreto y la defensa cerrada de una Enseñanza Pública digna y de calidad para nuestros alumnos. Esas son las huelgas y movilizaciones que para mí siempre han merecido la pena. Y de ahí el lema que siempre he defendido: las huelgas en defensa de la Enseñanza Pública se secundan siempre
 
Ya sufrí la incomprensión de algunos a finales de abril cuando no vi razón en no regresar a las aulas en ciertos niveles educativos (4º ESO y 2º Bach.) para darle un final adecuado al curso aprovechando que la situación de la pandemia en España había mejorado notablemente. Nuestro miedo como profesores, el miedo de los padres y el miedo de la Administración tras lo sucedido en los meses anteriores se impusieron y no volvimos a las aulas. El fraude de la teledocencia se impuso. Poco que criticar. Se puede entender. Llegaba el verano. Hubo una desconexión general. Poco a poco, desde mediados de julio, cuando los datos de contagios en España crecían fundamentalmente debido a Aragón y Cataluña, empezó a mostrarse la realidad de la gestión absolutamente desastrosa de uno de los gobiernos más inoperantes y estúpidos que he conocido (el que dirige Ayuso en Madrid). Los contagios crecían en Madrid, y, a medida que avanzaba agosto, los profesores empezaron a darse cuenta de que, ahora sí, como le iba a pasar a tantos otros currantes, iban a volver a trabajar "presencialmente". Y el miedo a volver a las aulas comenzó a propagarse entre nosotros, un miedo cerval, exagerado (o no), tan comprensible emocionalmente para un hipocondríaco como yo como inaceptable desde cualquier punto de vista ideológicamente racional si como docente te consideras un trabajador más. Vivimos en sociedad, la gestión del riesgo debe ser colectiva, liderada por nuestro gobernantes, y victimizarse públicamente en una situación como la que vivimos ("vamos a al matadero en septiembre", "ya verás cuando muramos uno de nosotros") no debería ser alternativa intelectual para nadie sin detenerse un instante a mirar alrededor para analizar, desapasionadamente, qué pasaría si todos los demás trabajadores, los padres de nuestros alumnos, optasen (o pudiesen optar, no son funcionarios) por esa misma actitud. 
 
Llevo más dos meses leyendo con enorme interés opiniones de compañeros docentes, he asistido (sin participar) a asambleas sindicales telemáticas, he sido testigo de cómo se iba construyendo una voz intersindical que declaraba la guerra al Gobierno de Ayuso con una estrategia conservadora pero, en esta ocasión, digna de aprecio. También he visto cómo este planteamiento sindical defraudaba las expectativas de muchos docentes madrileños que abogaban por una mayor radicalidad en las acciones a plantear. Los sindicatos docentes con representación en Madrid, especialmente CCOO, tienen poco en cuenta la frustración acumulada de una generación docente (me incluyo) a la que han decepcionado y a la que son ya incapaces de representar laboral e ideológicamente porque han perdido toda autoridad moral. 
 
¿Entonces? ¿Dónde estoy yo? Tras semanas de lecturas, dudas y reflexiones tocaba tomar una decisión y, curiosamente, fue este manifiesto en defensa de la huelga indefinida compartido por Panadero en Twitter, uno de los tipos que más respeto me merece en las redes sociales educativas, el que terminó por aclararme las cosas en sentido contrario a lo ahí defendido. Hay que leerlo.

No. Aunque me ha costado mucho NO estoy secundando la huelga indefinida educativa en Madrid. ¿Por qué? Porque considero que, en las circunstancias actuales, su auténtico fundamento es la defensa de la salud laboral de los docentes. Porque aunque se enmascare con palabras grandilocuentes esa es la realidad de la reivindicación: el drama es nuestra salud amenazada, nuestro miedo al contagio, un miedo legítimo pero también un miedo de clase, un miedo de funcionario, un miedo del que se lo pude permitir. Pero yo no soy capaz de conciliar ese miedo personal (que lo tengo, soy un jodido hipocondríaco de manual) con el abandono (mediante una huelga indefinida que sí me puedo permitir económicamente durante un tiempo por mi modo de vida) de mis alumnos de Villaverde, uno de los barrios más jodidos por la pandemia en Madrid. 

Vivo desde hace más de una década con una mochila cargada de rabia y frustración por las barrabasadas con las que los diferentes gobiernos del PP de Madrid han arrasado con una Educación Pública en la que, a pesar de todo, no puedo dejar de creer porque mis alumnos, esos que nunca me han fallado y que, sin saberlo, son uno de los motores de mi vida, me han mostrado que incluso en estas circunstancias la Pública sigue siendo útil para que muchos de ellos logren luchar por labrarse un futuro personal y laboral digno. No recuerdo las veces que he defendido que había que dejarse de pantomimas, de batucadas reivindicativas, de estúpidas performances, de las "huelgas sindicales de primavera de El Corte Inglés". No puedo enumerar las veces que he reivindicado una huelga real, definitiva, seria e indefinida para defender a la Enseñanza Pública, bajar las ratios reales, disminuir la carga lectiva de los profesores, reducir el número de alumnos a los que un docente puede atender en un curso, eliminar el pijobilingüismo segregador o volver a poner encima de la mesa el fraude que supone una Enseñanza Concertada que, sufragada con el dinero de todos, permite a unos pocos seleccionar a los compañeros de aula de sus hijos.

Entonces llega septiembre de 2020, se convoca una huelga indefinida en la Enseñanza Pública de Madrid gracias a un movimiento docente ajeno al sindicalismo oficial y... no la secundo. Joder. Nunca eso de "cabalgar las contradicciones" tuvo tanto sentido para mí. Qué difícil es todo.

Podía ser peor. Curiosamente (quién me lo iba a decir), y tras muchas dudas y reflexiones, la estrategia sindical "oficialista" resulta ser la que más me convence: huelgas parciales como elemento de presión y evaluación crítica (pero también realista) de las condiciones en las que volvemos a las aulas. Presión para que las promesas de refuerzos docentes se cumplan y para que que el curso 2020-2021 pueda avanzar presencialmente como sea.

No podemos abandonar completamente en el momento más complicado de sus vidas educativas a nuestros alumnos ni a sus familias, tenemos que intentar la presencialidad (o esa trampa que supone la semipresencialidad) mientras la situación general de salud lo permita. No podemos defender en septiembre la no reapertura de las aulas sin reflexionar sobre las consecuencias reales de ello. Si ya la teledocencia fue inútil en el último trimestre del curso pasado pensar en ella como posibilidad real con alumnos a los que no conocemos es un mal chiste. Y defender que lo que se busca con la huelga indefinida en estos momentos es una (siempre necesaria) reducción de ratio por motivos de salud cuando debería ser por motivos de equidad social solo pone de manifiesto el porqué real de este movimiento docente. El posible cierre de los centros educativos debe ser paralelo a un confinamiento general. Reniego de nuestra supuesta excepcionalidad y, en todo caso, defiendo que serán nuestros gobernantes los que en un momento dado, ante un riesgo real, terminarán clausurándonos por miedo a los padres.

Tenemos que seguir acumulando la rabia para batallas futuras pero nadie me va a convencer a estas alturas de que la renuncia de un profesor a dar sus clases por miedo a contagiarse se puede traducir en una defensa instrumental de la Enseñanza Pública. No, esto es otra cosa. Respetable. Pero es otra cosa.

09 septiembre 2020

Mari en la memoria. Ocho años.


 
La memoria es caprichosa y, por algún motivo, este recuerdo no se diluye con los años, permanece con gran intensidad y siempre me reconforta: estamos en Caño Guerrero, en esa playa de Huelva que tantos sevillanos llevan colonizando cada verano desde hace tanto tiempo, en aquella casa grande pero desvencijada, casi a pie de playa, que durante varios veranos mi madre alquiló para que los hermanos nos fuéramos reuniendo con ella (por turnos, claro, nunca cabíamos todos) durante dos semanas. Por entonces, mi relación con Mari había mejorado considerablemente tras unos años de cierta frialdad. Su divorcio, su enfermedad y su vuelta (que iba a ser temporal) a la casa de mi madre para sobrellevar con su ayuda tanto las consecuencias del agresivo tratamiento de aquel puto cáncer de mama que le había atacado en 2009 como la crianza de su hijo habían hecho que, cada vez que yo volvía a Sevilla, especialmente en navidades, nos volviéramos a ver con tiempo de calidad en casa de mi madre y hubiésemos aprendido a volver a disfrutar de nuestra mutua compañía. Ya superábamos la treintena todos los hermanos y empezábamos a aprender a superar las diferencias con menos soberbia, menos arrebatos de niñato y más empatía. ¡Cuánto ayudaron la llegada de los sobrinos, los hijos de Mari y Espe, para eso! Aquellos últimos años volví a encontrarme con mi hermana, con su liderazgo familiar (ese que todos asumíamos con naturalidad), con su sonrisa desvaída, su fortaleza impostada, con su humor cabrón, con esa mala leche que sabía siempre presentar envuelta en terciopelo. Pero también intuí (sin llegar nunca a comprender en toda su dimensión) su dolor, un enorme dolor emocional que iba mucho más allá de su enfermedad y del miedo que se instaló ya para siempre en su frágil cuerpo, un dolor y una desorientación vital que le habían hecho romper con amistades de años, encerrarse en el núcleo familiar y volcarse completamente en la atención de su pequeño. Por supuesto, durante aquellos años, tuve la enorme suerte de tener un entorno propicio para pasar tiempo con su hijo, mi sobrino Ale, que había nacido en 2006 y que era un amor de niño, un oso amoroso que, desde que llegabas a casa, se te enganchaba como un koala, te iba a despertar cada mañana con locas ganas de jugar contigo y te buscaba en todo momento con devoción. Con esos ojos, con esa mirada tan profunda e inocente que te desarmaba. De todos los recuerdos que tengo de Ale de aquellos años hay dos que permanecen vívidos en mi memoria. Uno es cómo parecía darle una extraña paz acariciar levemente mi pelo cuando nos tirábamos en el sofá a ver alguna cosa en televisión y él, inmediatamente, buscaba refugio emocional en aquel tipo de los pelos largos que, al parecer, era hermano de su madre y, por tanto, alguien de confianza. El otro recuerdo, tan jodido, tan jodidamente triste, ya está contado aquí. 

Pero volvamos a Caño Guerrero, a uno de los últimos recuerdos felices que tengo de Mari, una historia que siempre me hace sonreír al evocarla, incluso ahora cuando trato de relatarla. Estamos en el verano de 2011, Mari se está recuperando satisfactoriamente de su cáncer de mama y le van a reconstruir (¿le han reconstruido ya?) los senos. Mi madre, siempre tan fuerte y cabezona, ha ido aprendiendo a delegar en ella muchos detalles de la organización de la nueva vida que llevan juntas. Formaban por entonces una extraña pareja las dos. Tras la muerte de mi padre y mi hermana Mercedes en 2002, y tras la marcha de los últimos hijos de su casa, mi madre se había tenido que ir acostumbrando a regañadientes a vivir sola en una casa que se había vuelto extrañamente silenciosa tras décadas de desbordante bullicio y griterío. La vuelta de Mari a casa, aún siendo por una desafortunada circunstancia, le regaló vida a mi madre, que no solo obtuvo compañía sino la posibilidad de volver a cuidar de alguien, de volver a hacer algo a lo que ha dedicado su vida. Desde que se instaló en su casa, Mari dejó que mi madre estuviese pendiente de ella, cuidando de sus comidas y sus descansos Y, aunque en ocasiones se quejara, siempre me pareció que la queja era puro postureo, que realmente agradecía esa atención, como si la necesitase en aquel momento tan complicado de su vida, como si mi madre y su casa se hubiesen convertido en una isla donde refugiarse momentáneamente de la tempestad.

Es de noche, hemos vuelto de la playa y ya queda atrás el caos de los baños de los niños, las duchas de los adultos y la gestión de las cenas. Es de las pocas ocasiones que nos recuerdo en el salón porque casi siempre preferíamos el patio exterior (igual los mosquitos o el frío nocturno de la playa onubense nos obligaron al traslado). Los niños ya están acostados, el tráfico de cervezas, "chocolate" (licor de orujo), ginebra y whisky es constante. Siempre bebimos demasiado los Almeidas, para qué negarlo. Hay un enorme buen rollo en el ambiente. Hay ganas de disfrutar, de disfrutarnos,  de celebrar la vida a la que Mari parecía estar regresando. Mari está en su salsa, se la ve relajada, la Cruzcampo corre feliz por sus venas aunque cada vez que pilla otro botellín participa de un extraño teatrillo con mi madre, siempre sobria y vigilante, que la mira con ojo carmelero advirtiéndole en silencio que no debe extralimitarse. Nos estamos riendo. No, esa no es la descripción más ajustada, nos estamos descojonando, algunos casi no pueden respirar, el alcohol ayuda, también esa extraña confianza que siempre mantienen los hermanos aunque nuestras vidas y formas de ser sean tan diferentes. Aquella noche éramos muchos (nunca todos, desde hace décadas, salvo en los funerales), también algunos cuñados, y ahí está Mari, enredada en su intento de chiste (qué malos hemos sido siempre para los chistes), ese que ya no recuerdo y que ni he intentado recordar (para qué); lo importante era esa letanía, esa repetición a la que abocaba aquella historia y en la que Mari se aplicaba con ardor haciéndonos a todos reír sin parar, mientras ella seguía y seguía con esos ojillos suyos que se le ponían cuando empezaba a tener muchas cervezas en su cuerpo, con ese balbuceo tan característico que intentaba enmascarar con alguno de sus latiguillos. El chiste, que parecía no tener fin, terminó por acabar entre jadeos de risas y miradas cómplices, y la pelota pasa a Espe, otra de mis hermanas y pareja de vida de Mari. Aprovecho alguna de mis actividades de tutoría con adolescentes y le pregunto qué haría ella si estuviera en una barca con sus dos hijos, su madre (la mía) y su marido (Dani) y se diera cuenta de que la barca no soporta el peso de todos sus ocupantes: "¿a quién tirarías al agua?". Espe, que también va calentita, como todos, mira un segundo a Dani (por aquella época algo pasado de peso) y, completamente seria y con el desparpajo y maravillosa naturalidad que la caracterizan, suelta: "el ballenato al agua". Estoy escribiéndolo y joder, me estoy descojonando. Estábamos algunos doblados por la risa, incapaces de articular palabra. Sigo dando por saco cuando logro recuperarme y le planteo: "vale, pero la barca sigue jodida, hay que tirar a alguien más". Espe, ya en su salsa, parece pensarlo un segundo y exclama: "¡la abuela al agua!". Destrozados, por el suelo, el gesto de indignación fingida de mi madre, la cara falsamente compungida de Espe, las risas, aquellas benditas risas, música sentimental para nuestros tristes oídos. Y allí estaba Mari, tan viva otra vez, tan viva hoy mientras la recuerdo, sin parar de reír, en sintonía momentánea con el mundo, levantándose a por otra cerveza con la mirada reprobatoria de mi madre: "¡es la última, mamá, tranquila!".

Y yo hoy, ocho años después de su muerte, nueve años después de esta historia, todavía me encuentro a veces mí mismo, cuando recuerdo aquella noche mágica, especial, gritándole desesperado: "¡ve a por otra cerveza, Mari, coge otro puto botellín, no dejes que termine nunca esta noche, aguanta, no dejes que el tiempo siga avanzando!".