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16 septiembre 2008

Los bares de Madrid

Vivir Madrid es, de alguna manera, vivir sus bares. El centro de esta ciudad renueva su oferta puntualmente, casi mes a mes, a veces parece que cada semana, aunque tal vez lo único nuevo de ese lugar al que se llega sólo por caminar por esa esquina aún inexplorada, es la presencia de uno mismo en él... Los bares, las cervecerías, los restaurantes, las tabernas, las tascas, las cafeterías, los cafés, son lugares de encuentro, de acogida, de renovación, de reunión, de risas (y lágrimas ocasionales), de charlas varias, intrascendentes tantas veces y, por supuesto, lugar de conversaciones, coloquios y debates. Hace años que me di cuenta (desde que dispuse de dinero para entrar por fin en ellos desde el exilio obligado y joven del botellón) de que yo era un auténtico rastreador de cafés y bares con algo especial, un cazador en busca de un ambiente, una oscuridad, unas mesas, una música. Un rastreador de momentos futuros. Paseando por la ciudad, como el domador de versos, deambulando por sus calles, redescubriendo sus esquinas, mi sexto sentido está siempre alerta, dispuesto, evaluando casi sin querer cada nuevo sito que se abre o descubro, estudiándolo, analizando sus posibilidades, en segundos, casi sin darme cuenta. Porque no todos ellos sirven, la gran mayoría es desechado, pues me susurran al oído o me escupen a la cara rápidamente lo que quiero saber y puedo esperar de ellos.

Una de las necesidades más extrañas del ser humano es su afán por clasificar. Clasificar, etiquetar y crear categorías de todo aquello que lo rodea. También se puede clasificar a las personas por el tipo de local al que les gusta acudir, ya sea de manera habitual o para un encuentro ocasional, o incluso por la bebida que toman con más placer, o la hora a la que prefieren quedar. En mi experiencia todo ello suele tener una relación directa con el tipo de socialización que prefieren: más divertida, superficial, profunda, pretenciosa...

Pero lo que los años me han hecho ver con claridad es que no son sólo las personas las que eligen las conversaciones que van a tener, sino que es el lugar, con su ambiente, semioscuro o luminoso, con música o en silencio, jazzístico o más bien rockero, de copas o cervecero, lo que decide el giro que una conversación va a deparar: si será íntima, o cachonda, profunda o superficial, entrañable o soporífera...

En mis últimos tiempos como rastreador, he obtenido dos nuevas piezas. La primera es un café en las cercanías de la Filmoteca (con la que comparte además el nombre) que parece tener escrito en su entrada: ven y conversa sobre cine, tras ver la película, con un ambiente informal pero cómodo, más de media tarde que de noche.

El otro es un bar de copas y café en un esquina de la calle Huertas, oscuro, mesitas bajas, ambiente un tanto decadente, con multitud de antiguos teléfonos que acechan desde las paredes a la espera de una llamada desde otro tiempo, con una música suave que favorece la charla tranquila, que alterna con fluidez diferentes voces españolas, entre las que sobresale por la insistencia de su presencia la de Sabina, y también la de Serrat. Allí esta última semana acabé dos veces: la primera para despedir a un amigo que abandona la ciudad de manera temporal en busca de las verdes praderas inglesas, y la segunda para pasar una larga tarde, prolongada hasta la noche, regada de whiskys que iban cayendo con una cadencia suave, mientras conversaba sobre Newton y Descartes, sobre Borelli y Hooke, sobre fluxiones e infinitésimos, Leibniz y Huygens, del tío Nocilla, Asimov y su psicohistoria...

Las mejores historias se desarrollan en los bares. Los mejores encuentros. Las peores despedidas. Las risas.

El rastreador sigue al acecho