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26 mayo 2023

Como profesores, somos el reflejo del alumno que fuimos

Como profesores, somos el reflejo de los alumnos que fuimos. Es algo que siempre he sentido con mayor intensidad cuando enseño Física, materia en la que soy especialista por formación, en cualquier nivel de la ESO y el Bachillerato.

Siempre he tenido buena memoria y, además, me gusta ejercitar la evocación para recordar todo lo que pensaba y decía cuando era más joven, no solo como un ejercicio d
e honestidad intelectual hacia la interpretación de mi pasado sino también como una manera de no desconectarme de las motivaciones y las sensaciones de mis alumnos adolescentes. Es evidente que, a medida que uno se va haciendo mayor, cada vez es más complicado el ejercicio, así como que resulta innegable que, aunque uno crea recordar nítidamente aquello que sucedió o pensó hace ya tantos años, lo que hacemos es reconstruir el pasado continuamente de la manera más amable posible para nuestro presente, con el objetivo de sobrevivir en nuestro hoy sin que nuestro yo de ayer venga a recordarnos ciertas traiciones vitales que aseguró que jamás cometería.

A pesar de estos condicionantes, creo recordar medianamente bien cómo enfoqué el aprendizaje de la Física cuando fui alumno, desde aquella primera versión absolutamente idealista de mi yo adolescente, en la que mientras aprendía los rudimentos de esta ciencia iba construyendo un posible yo futuro que ejercería la investigación científica (lo que me servía de motivación extra para esforzarme en comprender aquellas leyes que, de repente, daban sentido al universo), hasta aquella última versión de mí como estudiante, al final de una carrera universitaria al que llegué absolutamente extenuado, en la que sin haber perdido nunca del todo la pasión por conocer e indagar había ya extraviado por completo las ganas por emprender una carrera laboral relacionada con la investigación, lo que me llevó a distanciarme también de cierto compromiso con el aprendizaje.

Desde aquella pasión inocente, soñadora y algo naíf por la Física hasta el distanciamiento excesivamente crítico con ella por la realidad laboral que suponía la investigación al final del carrera universitaria, pasó casi una década en la que me hice adulto y construí los cimientos personales, ideológicos y morales de lo que hoy soy. A pesar de ciertas decepciones y una clara tendencia al diletantismo, y más allá del momento, muchas veces tardío y equivocado desde un punto de vista práctico en la vida universitaria pero siempre adecuado cuando fui adolescente, siempre mantuve como estudiante una constante cuando el aprendizaje de la Física me obligaba a pararme y a dedicar horas y horas a profundizar en su estudio para enfrentarme a los exámenes que llegaban: nunca disfruté por completo de la resolución de problemas (cada cual más enrevesado y desafiante) mientras que siempre disfruté intentando desentrañar las teorías científicas y sus consecuencias. Entender los porqués y profundizar en aquello que estudiaba justo cuando apenas disponía de tiempo para preparar los exámenes no fue nunca una buena decisión desde el punto de vista práctico, pero no era capaz de hacerlo de otra forma, a pesar de que era algo que debía haber siempre hecho algunas semanas y meses antes.

Recuerdo las riñas y las críticas, justificadas, a mi enfoque de aprendizaje por parte de mis mejores amigos de mi época universitaria, que tanto me ayudaron también cuando tuve que compaginar estudios y trabajo (un abrazo, mi cariño y mi agradecimiento para Dani, Juanma y Sergio). Nunca pude discutirles nada, seguramente tenían razón. Al menos en la universidad, al menos en ciertos momentos. Pero siempre dio igual. Nunca pude enfrentarme a la preparación de los exámenes solo repasando y haciendo una y otra vez una colección de problemas tipo que necesitaba conocer para aprobar. Quería algo más, pero nunca terminé por dedicar el tiempo suficiente para convertir esa pasión por el conocimiento en algo esencial y duradero a escala universitaria. Otros intereses como el cine, la literatura, la política o las tonterías protoadultas venían siempre a perturbar ese enfoque de aprendizaje que, a pesar de todo, sigo creyendo que es el más interesante y válido para aprender ciencia.

Todos los docentes saben que los primeros años, cuando uno empieza como profesor de Secundaria, tira de recursos propios, carisma y cercanía con los alumnos gracias a la propia juventud. También se aprovecha la experiencia transmitida por docentes más veteranos con los que se comparte departamento. Y, por supuesto, se han de dedicar horas, y horas, y horas a la preparación de las clases para no perder nunca el pie en el aula frente a 30 adolescentes. No hay mucho tiempo para nada más. Pero con el paso de los años, a medida que he ido afinando mi enfoque sobre cómo enseñar la Física y la Química en los distintos niveles educativos, también he dispuesto de más tiempo para reflexionar sobre la propia práctica docente. Y una de las pequeñas ramificaciones de esa reflexión, tal vez intrascendente en relación a los grandes temas, pero que a mí resulta tremendamente interesante, ha sido confirmar la intuición con la que abría este post: más allá de enfoques pedagógicos y metodológicos, la enseñanza que plantea cada docente de una asignatura siempre contiene una reminiscencia, un lazo invisible que la une con la relación que ese docente tuvo, como joven aprendiz, con aquello que hoy enseña. Y en la enseñanza de ciencias como la Física, me parece que la diversidad de profesorado en los departamentos aporta una riqueza fundamental a los alumnos que van pasando por distintos profesores en los diferentes niveles educativos.

Como ya se intuye por lo que he comentado, por mi propia experiencia con el aprendizaje de la Física en particular y de las ciencias naturales en general, me resulta insoportable avanzar sobre los conceptos teóricos sin provocar desafíos cognitivos a mis alumnos que les permitan ir más allá de las fórmulas y les obliguen a replantearse continuamente lo que creen ya conocer sobre aquello que trabajamos. Eso me hace convertir cada resolución de cada problema o cada explicación de un nuevo concepto (o simplemente de la unidad de una magnitud) en una especie de clase teórico-práctica que nos obliga a indagar en las consecuencias de esas teorías y conceptos que ellos ya creen conocer y manejar pero, en el fondo, apenas intuyen todavía su significado. Este enfoque, por supuesto, tiene un coste de oportunidad. Y ahí entran esos otros compañeros, mucho más prácticos que yo, que son capaces de no irse tanto por las ramas y, tal vez, ciertamente, profundizar menos en los conceptos de lo que a mí me gusta pero, a cambio, disponer de más tiempo para proponer problemas más desafiantes y más ricos con los que, finalmente, el alumno que se esfuerza también es capaz de alcanzar una comprensión profunda de los conceptos a partir de un enfoque didáctico diferente. O esos otros que prefieren entrelazar someras explicaciones teóricas con continuas prácticas de laboratorio que permiten al alumno no tanto trabajar el pensamiento abstracto pero sí vislumbrar las consecuencias reales de aquello que estudia.

Pero es fundamental no (auto)engañarse: no hay tiempo para todo y, por mucho que algunos se empeñen en eludir la realidad, el docente debe entender que cada decisión pedagógica y metodológica que toma supone, inmediatamente, cerrar las puertas a sus alumnos a otros planteamientos de aprendizaje que pueden ser igual de valiosos para ellos. De ahí la importancia que tiene ser humilde y que el docente, en lugar de construir ensoñaciones pedagógicas usando a sus alumnos como conejillos de indias, asuma la necesidad de integrar en su propuesta educativa algunas ideas de otras visiones didácticas de su materia.

Parece evidente y se puede extrapolar fácilmente de lo que escribo, que considero una pena (cuando no hay más remedio) y un error (cuando es evitable y no se evita por cuestiones de interés personal) que un alumno tenga más de dos cursos seguidos de la ESO y el Bachillerato al mismo profesor en una misma materia. Porque tras hablar con los que han sido mis compañeros de departamento de Física y Química todos estos años, o cuando leo a compañeros de otros institutos en las redes, he llegado a la conclusión de que, en general, sus enfoques didácticos, a veces tan dispares de los míos, tienen mucho valor porque representan no solo su visión de lo que debe ser la enseñanza de nuestra materia sino que también representan las necesidades de otros perfiles de alumnos que "no fueron yo" pero que ellos hacen carne a través de su forma de enseñar

Eso sí, no nos llevemos a engaños porque está en juego la calidad del aprendizaje de nuestros alumnos: no vale todo. En los últimos tiempos, se ha convertido en mediáticamente dominante un discurso educativo que, de facto, banaliza el conocimiento otorgando una preponderancia ridícula a lo experiencial en las aulas. Desde el balcón de mi materia, Física y Química, cuando cada curso alucino con la extraordinaria dificultad que supone para los alumnos de 2ºESO entender y asimilar la unidad de la aceleración, el m/s^2 (casi al mismo nivel de dificultad que tiene para los alumnos de Bachillerato comprender la ley de Lenz o la entropía), me exaspera ver cómo algunos pretenden convertir el necesario esfuerzo que supone aprender para ese joven alumno, guiado por su profesor, en una especie de castigo clasista donde ese mismo profesor deja de ser una ayuda para convertirse en un opresor.

De lo que yo hablo en este post es de la riqueza que aportan los matices didácticos en el enfoque de la enseñanza de una materia, de cómo la variedad de esos matices potencia el aprendizaje de nuestros jóvenes y de cómo el alumno que fuimos influye en el docente que somos hoy.

03 febrero 2023

Desertores de la tiza

Desertores de la tiza
. La potencia semántica del término es brutal, también venenosa. Y desde hace décadas ha cuajado con fuerza en el imaginario docente. Para muchos profesores de Primaria y Secundaria de la enseñanza pública en activo que cada día (cada día) intentan enseñar en aulas masificadas, se enfrentan cada día (cada día) al reto que supone la extraordinaria diversidad de su alumnado y sufren cada día (cada día) la falta de recursos y la consecuencias de políticas educativas segregadoras, estos desertores de la tiza (antiguos compañeros que dejaron la enseñanza diaria para dedicarse a otros menesteres dentro de la administración educativa o del mundo laboral) no son más que traidores a los que despreciar con cinismo mientras se teme lo que sus opiniones y sus decisiones desde las instancias superiores de la Administración, desde la comodidad del "afuera", puedan afectar a su trabajo diario, a la ya de por sí complicada labor diaria de enseñar.
 
Al mismo tiempo, debido al éxito del término asignado a esos exdocentes, su interpretación difiere entre nosotros, los profesores que seguimos dando clases cada día. No todos le damos el mismo significado y algunos, en mi opinión, sobreutilizan el término diluyendo, sin darse cuenta, su fuerza. Por ello, trataré de explicar cuándo, en mi opinión, ese compañero que hasta ayer trabajaba junto a mí cada día dando clases a ciento y pico (o más) alumnos cada semana deja de ser compañero y se convierte en un desertor de la tiza al que más que despreciar es necesario combatir.
 
¿Quiénes son estos desertores de la tiza y por qué son un cáncer para el sistema educativo español? 
 
Empecemos constatando un hecho sin ningún juicio de valor: existe una pléyade de docentes que en cuanto pueden, tras unos años de labor generalmente humilde y en ningún caso extraordinaria en diferentes centros, y tras conseguir su plaza fija como funcionarios, abandonan la docencia diaria en busca de nuevos proyectos laborales. Solo a partir de esta realidad, de esa condición necesaria pero no suficiente, se puede empezar a describir las características que hacen de ese desertor de la tiza alguien tan vilipendiado y despreciado por sus antiguos compañeros.

Para empezar a aclararnos creo que es útil señalar a los que, cumpliendo esa primera condición (abandonar el día a día de las aulas), es ridículo e incluso, en algunos casos, tremendamente injusto, considerarlos como desertores de la tiza:

  • No son desertores de la tiza, en general, esos compañeros que, por diferentes motivos, terminan dando el paso para desempeñar los puestos de dirección y jefatura de estudio. Ya, lo sé, todos los profesores conocemos casos de trepas infames que buscan desesperadamente su puestito directivo para no tener que soportar su cuota de fracaso diario en las aulas, pero es absurdo considerarlos a todos desertores de la tiza cuando en la mayoría de los casos su labor diaria, que afecta directamente al día a día de la vida de los colegios e institutos, supone un esfuerzo, una exposición y una responsabilidad realmente importantes. A veces, los profesores de la pública perdemos de vista la importancia que tiene que sea tu compañero, el que ayer era un docente de aula diaria y mañana puede volver a serlo, el encargado de dirigir y gestionar nuestros centros educativos. De manera que, como siempre digo, a priori, y hasta que me demuestren lo contrario con actitudes nepotistas o autoritarias, mi respeto absoluto por ellos y por su labor.
  • Tampoco considero desertores de la tiza a aquellos antiguos compañeros que, tras años en las aulas, deciden, por diferentes razones, abandonar la docencia para dedicarse a otras profesiones o a cuestiones de índole técnico/administrativo dentro de la Administración. Nunca me atrevería a juzgar de manera crítica decisiones vitales sobre las que no solo no tenemos nunca la información suficiente sino que tampoco tenemos ninguna autoridad moral para hacerlo.

Entonces, ¿quiénes son los famosos desertores de la tiza? Ahora ya, sí, podemos empezar a hablar de ellos.

Una característica que comparten muchos desertores de la tiza es que desde casi el principio, desde que obtienen su plaza de funcionario, empiezan a buscar desesperadamente, sin que les importe mucho cuestiones ideológicas o contradicciones de discurso, cómo incorporarse a los excesivamente numerosos (y opacos) cuadros de la Consejería de Educación de turno, donde la realidad es que se eligen o se vetan a las personas por enchufe o recomendación, por mera afinidad personal o ideológica. Otros, en cambio, optan por la liberación sindical o por lucrativas formas de parasitar a nuestra profesión tras abandonarla, dejándola de lado pero siempre dando lecciones sobre cómo ejercerla, ya sea en los centros de formación docente, como inspector, como candidato al Global Teacher Price, como docente de la educación para adultos o como docente universitario.

Sigamos profundizando en las peculiaridades de los desertores de la tiza centrándonos, por ser lo que mejor conozco, en los docentes de Secundaria. Empecemos por una realidad incontestable: de la noche a la mañana dejan de pisar los institutos. De repente, cada día, cuando suena el despertador y tras unos pocos años de amarga lucha, dejan de enfrentarse durante cada mañana a tres, cuatro o cinco grupos de 30-35 alumnos. De golpe y porrazo desaparece de sus vidas el permanente conflicto latente que supone la relación humana entre docente y adolescentes. Ojo, y por aclarar, nadie que me haya leído o conocido durante estos últimos 15 años que he sido profesor podrá pensar jamás que no disfruto de la docencia. Pero, al contrario de los ensoñadores profesionales, yo sí estoy cada día en las aulas y conozco de primera mano no solo la dificultad que supone la docencia sino también la extraordinaria energía que consume si quieres hacerlo bien. Por eso mismo, puedo entender perfectamente la extraordinaria tentación que supone para muchos compañeros seguir cobrando un sueldo excelente sin tener que dar clases diariamente. Pero claro,  una cosa es entender su debilidad y otra muy diferente es asumir que no se les puede criticar por ello cuando llega el momento de recordarles su trayectoria laboral para contrarrestar sus discursos educativos.

El desertor de la tiza es ese tipo que cuando daba clases, cuando fue tu compañero en el claustro de aquel instituto de pueblo en el que coincidisteis, nunca se hizo notar demasiado. No era mal compañero, tampoco necesariamente un mal profesor, pero jamás le viste como modelo de nada, nunca pensaste en él como una inspiración pedagógica, como un referente moral en relación al trato de los alumnos y su diversidad. como alguien que pudiera enseñarte a enseñar (al fin y al cabo, bastante tenía con metabolizar su propia dosis de fracaso docente diario, ese que se pega a nuestras ropas y no desaparece con los años).

Pero ahora, de repente, ese antiguo compañero, ese exprofesor, aparece en tus cursos de formación, o en tu instituto, o en tus redes sociales, o en los másteres de educación de tus futuros compañeros para explicarte (y contarle al mundo), no solo lo que haces mal cada día (cada día) en tu aula sino cómo hacerlo mucho mejor.

Casi siento pena por ellos. Debe ser terrible descubrir cómo se puede y se debe construir la gran revolución educativa, con nuevas metodologías innovadoras, competenciales e innovadoras, justo, justo cuando ya no se puede demostrar su seguro éxito en las aulas con adolescentes porque ya no trabajas en ellas.... Qué mala suerte, ¿no?

Siempre podrían volver a las aulas, claro. Pero, curiosamente, no vuelven jamás. Es comprensible, la ensoñación educativa necesita de apóstoles que construyan pulcras utopías pedagógicas cuya única fortaleza es que su fracaso en las aulas reales siempre se pueda achacar a otros, los otros, nosotros.

Siempre digo que el desertor de la tiza solidifica como tal a partir de los cinco años fuera de las aulas. Mi hipótesis es que tras esos años sin conexión real con las dificultades que supone la enseñanza diaria, el desertor de la tiza empieza a olvidar esa realidad, empieza a olvidar sus fracasos docentes, empieza a eludir en su memoria las veces que sus propias clases hicieron bostezar a sus alumnos, sus proyectos supuestamente innovadores fracasaron ante su incapacidad de gestionar la desidia y falta de interés de sus alumnos, empieza a ignorar todas las veces que como tutor fue incapaz de reconducir el comportamiento de su grupo o cómo no pudo dar una respuesta digna a las necesidades de todos sus alumnos porque la inclusión y el respeto a la diversidad chocan cada día con ratios y dinámicas de grupos y de aprendizaje que convierten nuestro día a día en un continuo caminar por el borde del abismo del fracaso docente. Con el paso de los años, la memoria selectiva le permite ver y criticar lo mal que lo hacen los que se quedaron en esas aulas mientras empieza a reivindicar sus logros: aquel proyecto que realizó con los alumnos de aquel centro, aquel aplauso que le dieron sus chicos de aquella tutoría tan maja el día que se despidieron en junio, cómo consiguió conectar con aquel alumno desahuciado por todos los profesores pero que tenía un potencial que, gracias a él, comenzó a desarrollar...

Así, sin notarlo apenas, sin que nadie de su entorno pueda hacérselo ver, se diluye, como gotas en la lluvia, la experiencia real docente en la memoria del que fuera un día profesor. Solo a partir de ese momento puede empezar a colaborar de manera plenamente activa en la construcción de la ensoñación pedagógica. Liberado de las cadenas de la realidad, el desertor de la tiza, en su nuevo papel de redentor pedagógico, empieza a dictar sentencias sobre los grandes  problemas de la educación y sus necesarias soluciones pretendiendo, además, que su voz tenga una legitimidad superior porque él sí ha sido profesor en estos niveles educativos. Ya puede defender la necesidad de implementar nuevas tecnologías y nuevas metodologías en las aulas porque ese cambio de enfoque pedagógico no lo va sufrir y no va a tener que dedicar ni una hora de su tiempo libre en formarse en aquello que asegura que es trascendente para la revolución educativa. Ya puede oponerse a la repetición de curso de manera general y con palabras duras (sin pararse a analizar las diferencias de nuestro sistema educativo con el de países como Francia o Alemania) porque nunca más volverá a estar sentado en una junta de evaluación que tenga que decidir sobre qué es mejor para ese alumno concreto al que, por supuesto, él tampoco tendrá que dar clases al curso siguiente. Ya puede defender leyes educativas delirantes cuya "filosofía es la correcta" porque no va tener que escribir nunca más una programación ni va a tener que adaptar su docencia para cumplir con una legislación que, en el aula real, va en contra las posibilidades de aprendizaje real de la mayoría de los alumnos. Ya puede empezar a construir totalitarios discursos engolados sobre la necesidad de la inclusión solo para imponerse en las conversaciones públicas a aquellos docentes que cada día (cada día) se matan por sus alumnos y fracasan, una y otra vez, cada puto día y cada puto curso, porque él nunca va a permitirse volver a fracasar (como ya lo hizo en ese pasado que elude recordar).

Termino con una petición a ese desertor de la tiza, antiguo compañero con ínfulas, sin vergüenza intelectual pero con proyección social: al menos, por pura dignidad, deja de llorar y deja de hacerte la víctima cuando tus grandilocuentes y relamidas opiniones sobre lo que debe significar la educación provocan que una marea de docentes vengan a reprocharte que todo lo que defiendes que se debe hacer es exactamente lo que nunca jamás volverás a hacer (y nunca hiciste realmente) porque lo de dar clases cada día (cada día) se te hace ya un poquito cuesta arriba. No es tu experiencia pasada la que enriquece tus opiniones sino que, precisamente, es tu experiencia pasada, diluida en el tiempo, la que distorsiona todo lo que dices. Se te discute y se te critica porque tus opiniones pretenden construirse desde la experiencia docente cuando los que te leemos y te escuchamos sabemos perfectamente que hace ya demasiado tiempo que no te vemos por los pasillos. Sigues teniendo todo el derecho de opinar sobre la educación, faltaría más, pero lo que has perdido y es hora de que lo asumas, es la autoridad que te podría otorgar la experiencia diaria.

15 julio 2022

Esta clase es muy importante

No creo ser un profesor extraordinario. Tampoco memorable. O al menos no memorable de la manera con la que el cine, la literatura y las ensoñaciones de algunos han  pervertido el imaginario social. Pero tampoco tengo duda alguna de que soy un profesor tremendamente útil para mis alumnos. Ya lo he escrito alguna vez pero creo necesario repetirlo: jamás de niño, ni en la adolescencia, ni en los primeros años de la universidad, me planteé una sola vez ser profesor. No tengo pudor en reconocer que voy más allá y, tal vez por mi propio recorrido vital, siempre me provocan cierta desconfianza aquellos que dicen haber sentido el aullido de la vocación desde que eran niños o adolescentes: ¿cómo se puede mirar al futuro pensando en un yo que no existe pero que da clases a los que hoy son como tú? Dejando de lado la anécdota (no deja de ser un prejuicio absurdo porque me he encontrado algunos buenos docentes que dicen haber querido serlo desde que eran pequeños) sigo recordando con extraordinario cariño a aquel chaval que fui y que soñaba, según la noche, con ser un astrofísico en un observatorio perdido del mundo o con hacer rugir a las gradas del Benito Villamarín tras marcar un gol decisivo y legendario con mi Betis. Después, mientras quemaba etapas vitales, también quise hacer cine. Y escribir.  Y estudiar Filosofía tras terminar la carrera de Física y haberme especializado en Astrofísica. Y...

Más allá de los sueños (del que ya no soy) seguí transitando por la vida y, tras desechar la idea de ser investigador científico, llegó la posibilidad de convertirme en docente de Secundaria y Bachillerato. Y ahí saltó la sorpresa: desde que entré en un aula en aquel septiembre de 2006 supe que había encontrado mi lugar en el mundo (laboral), que había sido capaz de conseguir un trabajo que realmente me entusiasma, me llena, en el que me siento útil cada día, al servicio de un derecho social tan básico como es la formación de los más jóvenes. Realmente disfruto con la responsabilidad laboral que tengo. ¿Tiene que ver todo esto algo con la dichosa vocación docente (que para algunos viene a ser una especie de sacerdocio pedagógico)? Venid a contarme otro cuento. Tratad de venderle esa milonga a los que os quieran comprar vuestros pueriles discursos pedagógicos, que siempre tratan de dejar fuera de foco lo sociolaboral en pos de un esencialismo que coloca sobre los hombros de cada docente el peso de todas las fallas del sistema. Es un trabajo. Lo repito: es un trabajo. Y cada mañana, cuando suena la alarma del despertador para ir a trabajar no siento ningún gozo en mi corazón sino una muy razonable cólera por ese despertar abrupto.

En los más de 15 años que llevo dando clases he tratado limitar e incluso asfixiar algunas de las cualidades de carácter que, siendo honesto, parece que poseo para llegar a mis alumnos y conseguir que me escuchen y atiendan a mis explicaciones con cierto interés, ya sea por aprender o como única manera de aprobar. Esa es una de las grandes responsabilidades que todo docente tiene: evitar que su carisma (si cuenta con él, claro) someta a esos adolescentes que lo respetan, impedir que su capacidad de fascinación termine comiéndose su labor diaria, intentar no terminar convertido en personaje, en gurú con público adolescente cautivo, en coach con ínfulas, con más ganas y deseo de epatar y trascender que de enseñar ese "humilde" contenido que ese día, esa clase, esos alumnos tienen que empezar a aprender para ir completando su necesaria formación académica. Convencerse cada día, cada clase, cada minuto de esa clase, que no hay nada más importante que conseguir que ese alumno, el del fondo, también sea capaz de entender eso que hoy está explicando.

Desconfía de todos aquellos profesores que aseguran que no les importa el temario y que a estas edades (en la ESO se escucha mucho) es mucho más importante que los alumnos aprendan "otras cosas". En el fondo, tras esa preocupación impostada por priorizar la gestión de las emociones en el aula, se esconden profesores enfermos de egotismo que no soportan "aburrir" en clase a sus alumnos con la enseñanza sistemática de los contenidos de su materia y alimentan su narcisismo con la exagerada atención que reciben de unos adolescentes que compiten equivocadamente por su interés adulto.

Mientras escribo los estoy viendo. Sé de lo que hablo. Estaban en cada claustro de cada instituto en el que trabajé. Pero resulta absolutamente necesario introducir un matiz a lo escrito porque puede llevar a equívoco: ser profesor de adolescentes es realmente jodido. Solo el que les ha dado clases sabe la extraordinaria dificultad que supone hacerlo, ser consciente de lo que cualquier error de trato o académico con ellos supone, lo difícil que es ganarse su confianza y lo tremendamente sencillo que es perderla. Por eso, ningún docente de Secundaria puede eludir la construcción de un clima de confianza, respeto y afecto con sus grupos de alumnos. Y eso nos obliga (sí, nos obliga) a atender a nuestros alumnos también en relación a sus emociones, a su situación personal, a cómo se siente en cada momento del curso. Por supuesto, eso supone dedicar parte de las clases que hagan falta a la resolución de conflictos o a la aclaración de equívocos que, si no se solucionan, terminarán emponzoñando el proceso de enseñanza-aprendizaje. Pero aquí la clave, lo más importante, es por qué debemos hacer eso, con qué objetivo. Y ese porqué, en mi opinión, es el opuesto del que propugnan los que dicen que "lo importante no es el temario sino que sean capaces de aprender otras cosas". Qué error. Qué tremenda equivocación. Nuestro deber moral y profesional como profesores de la enseñanza pública de un sistema educativo infrafinanciado y socialmente segregador es conseguir paliar y atenuar los problemas personales, familiares y económicos para que ese alumno siga estudiando, siga aprendiendo, siga esforzándose por sacar adelante sus estudios, más allá de las condiciones iniciales de las que partía, para que así tenga una oportunidad (siempre viciada) de futuro. Es decir, la Escuela debe atender a lo "personal" siempre con el objetivo fundamental de facilitar que ese alumno pueda seguir formándose y "aprobando" mientras va adquiriendo unos conocimientos que le permitirán mirar a su alrededor de una manera más crítica. Al final, convertir la Escuela en una especie de (pésima) asistencia social sin objetivo académico a los que no ayuda es, precisamente, a esos alumnos a los que se pretende proteger mientras se los incapacita social y académicamente para tener una oportunidad real de futuro. 

No existen recetas mágicas que permitan mejorar la labor docente. Yo mismo he escrito una serie de consejos para nuevos docentes que considero que deberían ayudar a todo el que empieza en esto, pero en el fondo no están tan alejados de la realidad los que consideran que la docencia tiene más de arte que de técnica. Muchos profesores en activo y pedagogos podrían establecer, en un marco de colaboración leal (que nunca nadie construye), unas líneas de acción que permitieran tanto al futuro docente como al que ya ejerce como tal mejorar, por un lado, la didáctica específica de su materia (eso que tanto se echa en falta) y, por otro, la gestión realista y prosaica de grupos humanos tan particulares como los formados por niños y adolescentes. Y aun así, no habría garantía alguna de éxito. Ninguna. Con el tiempo, cuando recordamos a aquellos que consideramos que fueron nuestros mejores profesores, cuando eliminamos de la ecuación equivocadas consideraciones personales y nos centramos en su capacidad para enseñar y nuestra  capacidad para aprender con ellos, surgen una serie de cuestiones inconmensurables que siempre entrelazan su carisma y su dedicación con su erudición y su control sobre aquello que enseñaban.

Nos quieren enseñar a ser mejores profesores. La idea no parece mala. Después está la realidad. Se destinan ingentes recursos económicos a anoréxicos cursos de formación que extienden la jornada docente con pobres resultados. Igual es hora de denunciar a tantos "formadores de profesores" que, aunque nunca dieron clase en un aula de Secundaria o tan pronto como pudieron se exiliaron de ellas, ofrecen formaciones banales que intentan hacer pasar por rompedoras y alternativas a lo tradicional sin ofrecer una sola prueba de que lo que proponen mejore nada. Y voy más allá. Porque en muchas de las rompedoras e innovadoras formaciones que se imparten es imposible eludir cómo el Mercado se va haciendo cada vez más influyente en las mismas Te lo explico, por si no lo entiendes: si detrás de tu "formación rompedora" y de tu crítica constante a las dinámicas clásicas de las aulas reales de la enseñanza pública está un Banco o una fundación privada permíteme que dude tanto de lo que me dices como, finalmente, de tu honestidad intelectual e ideológica cuando me aseguras que solo lo haces por el bien de los alumnos.

No hay mayor honestidad ni mejor muestra de afecto y respeto hacia nuestros alumnos adolescentes de hoy que dejarlos suficientemente preparados académicamente para encarar el aprendizaje de nuestra materia (o las que se entrelacen con ella) el curso siguiente. A partir de ahí, a partir de ese mínimo irrenunciable, todo lo que podamos añadir a la formación personal e intelectual de esos alumnos será el regalo que un docente entregado a su profesión les hará a esos jóvenes. Aquí es donde mi crítica al enfoque competencial de la educación se hace más rabiosa, al ver cómo se pretende convertir a los saberes en meros instrumentos (herramientas inanes) para obtener ciertas habilidades (evanescentes) cuando todo el sistema educativo debería estar enfocado justamente a lo contrario, a la adquisición de unos conocimientos básicos que permitan a los más jóvenes comprender el mundo que los rodea con cierta profundidad.

Nada mejor para ilustrar de manera concreta estas reflexiones generales sobre Educación que mi crítica a cierta deriva pedagógica en la que veo inmersa la enseñanza de mi materia, Física y Química. Y sé que pisaré algún charco, pero es lo que pienso: los profesores que renuncian de forma general a la instrucción directa para tratar de conseguir que los adolescentes aprendan los complejos y abstractos rudimentos de estas ciencias en la ESO están cometiendo la peor de las deslealtades posibles con ellos. Con estos profesores, los alumnos suelen ser incapaces de discernir lo que realmente está pasando. A diferencia de cuando sufren con los malos profesores que utilizan la instrucción directa (en cuyo caso son perfectamente conscientes de que no están aprendiendo nada), esos alumnos terminan el curso con unas notas excelentes y con una (equivocada) sensación de que controlan la materia. Hasta que en 3º ESO o 4º ESO (o 1º Bach.) se enfrentan en algún momento a la abstracción compleja que el nivel educativo exige y que el enfoque competencial ya no es capaz de enmascarar. Ahí se dan de bruces con la realidad y solo los más capaces o los que pueden pagar un profesor particular (¡ay la equidad!) tienen la posibilidad de enjuagar los déficits de conocimientos previos. No me lo tenéis que contar. Lo he visto. Alumnos que en 4ºESO no habían trabajado en profundidad el concepto de desplazamiento o aceleración ni sabían interpretar una gráfica de movimiento o formular pero me contaban lo bien que se lo habían pasado y las muy buenas notas que habían sacado con proyectos (cartulineros) y trabajos cooperativos en cursos anteriores. Cuando llegan a Bachillerato con esa base formativa las consecuencias todavía son peores.

Termino con una anécdota. Todos los profesores sabemos que tenemos tics en el aula, latiguillos que repetimos con mayor frecuencia de la que nos gusta reconocer. Cada año, al final de curso, cuando la relación con mis alumnos llega a su momento de mayor fluidez y la cercanía y el afecto mutuo es más que evidente, suelen decirme que una de las cosas que más los estresa de mí (y, al mismo tiempo, a muchos ya los divierte) es que entro en el aula a todo tren, arrasando, gritando mi "hola, hola" habitual mientras con cara seria (esa que a medida que avanza el curso va convirtiéndose en media sonrisa imposible de ocultar porque ya sé que ellos saben lo que voy a decir) les advierto: "¡vamos, vamos, que esta clase es muy importante!".

Esta clase es muy importante.

En el fondo nunca les he mentido. Porque así me tomo yo mi profesión. Esa es mi manera de enfocar la docencia. Cada clase es importante, es trascendente; no habrá otra como ella. Esa clase puede ser a primera, antes del recreo o a última. Me es absolutamente indiferente. Esa clase es muy importante. Mucho. Es la mejor oportunidad que tendrán esos alumnos para aprender con profundidad una serie de conocimientos a los que la gran mayoría de ellos jamás podrían acceder sin mi intermediación. Y lo pagamos entre todos. Con nuestros impuestos. Cómo no va a ser importante. Ellos lo merecen.

16 abril 2021

Ni fachas ni reaccionarios, somos profesores de izquierdas

No es una acusación nueva, es un cliché recurrente que desde hace años me encuentro en redes sociales, foros y blogs cada vez que, tanto otros profesores como yo mismo, nos posicionamos como firmes defensores de un enfoque educativo centrado en la formación intelectual y académica de nuestros alumnos, en la adquisición de una serie de conocimientos relevantes que, una vez asimilados, les permitan no solo alcanzar una comprensión razonable de la sociedad en la que viven, de su historia, de su herencia cultural y científica, sino también tener esa mínima oportunidad que la formación reglada ofrece a todos de tener alguna opción (siempre viciada por el origen socioeconómico) de elección en el futuro laboral. 

De esta forma, cada vez que alguno de nosotros se posicionaba frente a un enfoque competencial de la educación reglada, patrocinado sin pudor por el Mercado y que vacía de sentido y profundidad a la Escuela, o se rebelaba turbado contra esa pueril educación emocional que, inspirándose en los principios putrefactos de la psicología positiva, asegura pretender convertir la felicidad del niño en el centro de la enseñanza cuando el fondo solo anhela imponer conductas y modos de vida porque no es más que un enfoque pedagógico fundamentado en un totalitario adiestramiento conductual, aparecían indefectiblemente ciertas críticas que apelaban a nuestra incapacidad de adaptarnos a la "Educación del siglo XXI" o denunciaban lo rancio y "viejuno" de nuestras posiciones intelectuales. Tiene cierto sentido, somos profesores de trinchera, no estamos como otros (como ellos) en las redes para construir una "marca personal". La mierda esa del branding no casa fácilmente con la dura realidad diaria de nuestra labor en esos centros públicos que jamás pisarán los hijos de algunos que nos critican.

Opresor de la tiza me llamó en una ocasión uno de esos vividores, siempre serviles con el poder político, funcionarios con plaza que con rapidez se percatan de lo bien que se puede vivir emancipándose de las aulas (y de su realidad prosaica, agotadora, de su cuota de fracaso diario) en el exilio dorado de algún centro de formación del profesorado. Tipos que terminan programando cursos intelectualmente anoréxicos para un público docente cautivo al que terminan mirando por encima del hombro por considerarlos profesores incapaces de llevar a la práctica (esa a la que ellos, curiosamente, renunciaron) esas cuatro ideas mal digeridas que permanecen en su memoria tras leer cuatro libros "de referencia" sobre pedagogía transformadora y radical

Solo hay una cosa más peligrosa en nuestro entorno docente que el tonto que no lee nada y opina de todo sin fundamento: el tonto que lee poco, lee mal, lee sin contexto y solo con el objetivo de confirmar su iluminación, para alimentar la vanidad de sentirse diferente al otro, solo para tener la capacidad de citar pobremente a los que verdaderamente pensaron críticamente sobre algo que él apenas es capaz de intuir pero que le permite disfrazarse intelectualmente de erudito en ciertos ámbitos pedagógicos que destilan tanta mediocridad como ínfulas de trascendencia.

Estas últimas semanas este tipo de acusaciones, que habitualmente permanecen subterráneas, limitadas a interacciones entre docentes anónimos y que pretenden deslegitimar cualquier crítica a la supuesta modernidad pedagógica que propugnan ciertos visionarios (siempre de la mano invisible del Mercado), han dado cierta vuelta de tuerca, han tomado una nueva dimensión.

Estos son solo dos ejemplos. Opiniones de trazo grueso provenientes de dos personas de las que jamás hubiera esperado niveles de argumentación tan precarios. El primer tuit es de Jordi Adell, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. El segundo es de César Rendueles, profesor universitario y autor de ensayos tan estimulantes como Sociofobia

  

No creo que tenga nada que ver con estos tuits errados y desafortunados de Jordi Adell y de César Rendueles (lo intuyo en el caso de Adell y lo tengo absolutamente claro en el caso de Rendueles, al que llevo leyendo muchos años) pero tengo la sensación de que estas dos opiniones (y tantas como estas) son consecuencia de la sorpresa e incomodidad que ha causado en el socialismo oficialista la aparición de un sólido y firme ruido crítico docente contra la nueva ley educativa procedente de profesores de Primaria y Secundaria que no tienen ningún complejo en admitir que son de izquierdas, que son votantes de partidos de izquierdas, pero que contemplan con enorme preocupación tanto algunos aspectos conceptuales de la nueva ley como los rumores que aparecen sobre la modificación del currículo que proyecta realizar el Gobierno.

Somos muchos los docentes que sentimos legítima indignación, rabia y sorpresa ante declaraciones como esta de la ministra Celaá:

"Ya no es suficiente el aprendizaje memorístico y acumulativo"

¿En serio, señora ministra? ¿De verdad cree que en nuestras clases nos limitamos a exigir a nuestros alumnos que aprendan de manera memorística, acumulativa y sin ningún sentido? ¿Y usted después se pondrá en manos de médicos que nunca aprendieron nada útil con nosotros? ¿Qué tiene que decirle a todos mis compañeros de promoción universitaria a los que, como astrofísicos, se rifaron en el extranjero mientras que aquí les fue imposible labrarse un futuro? ¿Que su problema era su "formación enciclopedista" y por eso en 20 años no han podido regresar a su país?

También somos muchos los docentes que leemos con media sonrisa declaraciones tan pretenciosas y estrambóticas como estas de César Coll (uno de los principales encargados de la modificación del actual currículo) a cuenta de lo que los alumnos deben saber o no:

"Lo importante no es saber mucho, sino saber lo que se sabe y lo que no se sabe. Y, sobre todo, tener herramientas para poder aprender lo que no se sabe cuando se tenga la necesidad de saberlo".

Señor Coll, está feo plagiar a Berlanga sin citarlo. Lo de no decir nada pareciendo que dices algo profundo para que nadie note el vacío real de lo que se está transmitiendo resulta cada vez más complicado de esconder. No estamos en los 90. Muchos expertos educativos deberían leer y releer a Sokal con humildad.

En el imaginario pedagógico se ha instalado que cuando un docente fracasa con el método tradicional de enseñanza lo que fracasa es el método, pero cuando fracasa un docente innovador usando metodologías activas, ese fracaso es debido a un mal enfoque del proceso de enseñanza. De esta forma, en el caso del docente tradicional, el método es el problema y será su resistencia al cambio lo que lo convertirá en culpable y mal profesional. En el caso del docente innovador el método nunca se impugna y será disculpado si continúa profundizando en el cambio pedagógico.

Los medios que escriben con pretendida profundidad sobre Educación han conseguido inocular en la sociedad esta idea: no importa que el docente fracase y que su labor no repercuta en un aprendizaje real de sus alumnos si lo hace con el método "cool" que han convertido en dogma. Un docente inútil tradicional siempre servirá como "hombre de paja" para atacar a la vieja Escuela. Lo curioso es que un docente inútil innovador también servirá para lo mismo: no ha sido capaz de deconstruirse lo suficiente como para alcanzar el nirvana de la Nueva Educación.

Todo esto significa dos cosas: hay un método tradicional de enseñar que prioriza la transmisión de conocimientos, sin ignorar ni desdeñar la dificultad que supone aprender, que nunca podrá vencer porque nadie ensalzará sus éxitos y sus fracasos serán expuestos con saña. Y por otro lado, hay una innovación educativa que nunca podrá perder porque sus éxitos serán difundidos y glorificados sin mesura pero nadie la responsabilizará jamás de sus fracasos.

Los socialistas han vuelto a recurrir a los mismos expertos educativos de siempre para reconstruir el mismo proyecto pedagógico que ya fracasó hace 30 años y que (será lo que dirán) terminará fracasando de nuevo por culpa de los mismos de siempre: los profesores. Es lo que tienen las utopías educativas débiles construidas en departamentos universitarios ajenos a la realidad social: no tienen ninguna posibilidad de éxito pero están perfectamente diseñadas para que sus creadores puedan eludir su responsabilidad en el naufragio.

Creo que algunos en el poder creyeron que tras sufrir a la peor derecha en términos educativos de la democracia (Wert y la LOMCE), la izquierda docente crítica iba a quedarse callada ante los disparates pedagógicos de la izquierda oficialista por el peligro que suponen los partidos políticos de derecha cuando son los responsables de organizar la Educación. Pero claro, para ello tendrían que haber optado por defender lo que el PSOE de manera cobarde (una vez más), con el decepcionante y triste silencio de su socio de gobierno (Unidas Podemos), ha vuelto a hurtar al debate público: bajadas de ratio en Primaria y Secundaria, disminución de las horas lectivas de los docentes, exigencia de una enseñanza más personalizada y un verdadero control de las irregularidades y anomalías que provoca en el sistema educativo español la existencia de una enseñaza concertada parasitaria de lo público y pilar incontestable de la segregación socioeconómica y de la degradación de la enseñanza pública.

No, no somos fachas ni reaccionarios. Y lo sabéis. Tal vez eso sea lo que más nerviosos os pone a algunos. Somos profesores de izquierdas. Y para darnos lecciones de compromiso ideológico igual tendríais que demostrar que vuestra trayectoria laboral e ideológica en los claustros de los centros en los que dais clases (¿dais clases?) es tan coherente como las nuestras. Somos perfectamente conscientes de que coincidimos en el diagnóstico de los problemas de nuestro sistema educativo con muchos compañeros conservadores. Y sabemos que utilizáis esa supuesta contradicción contra nosotros. Pero esa contradicción no existe. Muchos de ellos (a diferencia de otros que parecen ser "de los nuestros") trabajan codo con codo con nosotros, dan clases todos los días, se preocupan por sus alumnos y merecen nuestro respeto. Nuestras soluciones ideológicas a los problemas educativos nunca coincidirán exactamente con las suyas. Es más, sabemos que en otro contexto nos tendremos que enfrentar a ellos cuando sus ilegítimas aspiraciones de clase les obliguen a defender chiringuitos educativos privados sufragados con dinero público. Pero hoy día peleamos contra un mismo enemigo: ese asfixiante discurso pedagógico mediáticamente institucionalizado que pretende diluir la importancia intelectual de la Escuela y que se promociona socialmente como progresista cuando su germen ideológico es un cínico neoliberalismo tan superficialmente victimista como profunda y repugnantemente elitista.

03 abril 2021

Sobre la dificultad de enseñar y el esfuerzo que supone aprender

Como profesor (de ciencias, en mi caso), una de las cuestiones básicas que rápidamente debes comprender para que tus clases sean medianamente útiles es darte cuenta de la importancia y la potencia que tienen las (equivocadas) ideas previas que tienen nuestros alumnos de la ESO y Bachillerato respecto a por qué se producen ciertos fenómenos naturales (caída de los cuerpos, estaciones, percepción de la luz...) o el significado de magnitudes como el peso, la aceleración, el calor o la temperatura.
 
Tan equivocada resulta esa creencia racionalista de que definiendo estricta y claramente los conceptos y después utilizándolos en problemas-tipo el alumno medio debe empezar a manejar con soltura intelectual esos conocimientos como pretender que cada alumno puede construir esos conocimientos de manera individual (o colectiva) a través de un "hacer" huero que algunos consideran que convierte en prácticamente innecesaria la transmisión de saberes.
 
El profesor debe usar esas ideas previas, manosearlas, retorcerlas lo máximo posible, llevarlas a contradicción irresoluble. Los estudiantes no van a abandonarlas fácilmente ni por una definición estricta ni por una fórmula matemática. Serán incluso capaces de compaginar lo que ya pensaban previamente con la resolución de los problemas que plantees a poco que no te impongas la necesidad continua de reforzar el aprendizaje de esos conceptos. Profundiza en esas contradicciones que conllevan, provoca intelectualmente a tus alumnos, que se rían de sí mismos, que se sorprendan ante la inconsistencia de lo que pensaban que era una verdad absoluta. Solo así, lentamente, una mayoría comenzará a asimilar que esa idea previa carece de sentido y a tener la posibilidad de sustituirla por esa nueva que pretendes explicarles.
 
¿Y después? Lo cierto es que es mucho más fácil para muchos de ellos comprender, aceptar y recordar que lo que pensaban era un error que aprender, interiorizar y entender la complejidad de aquello que daban por sentado y que ha resultado ser mucho más complicado que lo que pensaban. Porque esto segundo supone un esfuerzo personal de aprendizaje que hay que estar realmente dispuesto a realizar.
 
Es decir, la prosaica realidad nos muestra que si lo haces muy bien como profesor tu mayor triunfo será conseguir que tus alumnos sean capaces de renunciar a prejuicios profundamente asentados en sus cabezas (ya incluso a esas edades). Que empiecen a dudar, a hacerse preguntas. Si además consigues que entiendan el porqué de su error previo y el significado real de aquello que explicas, tu trabajo como docente será realmente bueno. En serio. Muy bueno. Aunque no hayan construido un mural con cartulinas repletas de información copiada la tarde anterior de Wikipedia.
 
Cuando hablamos de enseñar no solo se trata de que los alumnos aprendan lo que no saben sino también de que entiendan lo equivocados que están respecto a lo que creen saber y que asuman lo mucho que desconocen. Este planteamiento educativo, ajeno por completo a esa errónea dicotomía entre "ciencias o letras" (que a veces todavía se alimenta en nuestros centros educativos), conlleva entender que solo se puede opinar de algo cuando se tiene cierto conocimiento científicamente consensuado sobre ello, y que además, resulta muy beneficioso adquirir un vocabulario adecuado para expresar las ideas propias con suficiente profundidad.
 
Respetar el conocimiento no significa someterse a ningún poder tecnocrático. Al contrario, significa hacerte con las herramientas adecuadas para enfrentarte a ese cuñadismo pseudocientífico en el que vivimos sumergidos y que pretende imponer sus puntos de vista sin que nadie le pueda confrontar. En el fondo, su objetivo fundamental es someter la opinión del que humildemente admite cierta ignorancia sobre un tema particular a la suya, para elevarse sobre él e imponerle su voluntad, sus sesgos cognitivos e incluso su maximalismo ideológico. 
 
"La temperatura no mide el calor de los cuerpos","el frío no existe","los cuerpos no tienen ni calor ni frío"... Tus alumnos sonríen, se sorprenden, alucinan fugazmente con los ejemplos, te dicen que esa misma tarde "meterán la mano en el congelador" para explicarles a sus padres que el congelador no les "da" frío ninguno, que es su propia mano la que está transmitiendo calor, perdiendo energía y que, al moverse más despacio las partículas que la forman, disminuye finalmente su temperatura y por eso "sienten" frío. Un alumno se sube a la mesa del profesor y tira al mismo tiempo un hoja de papel y una goma. Está completamente seguro seguro de que la goma caerá más rápido porque pesa más. Sus compañeros piensan lo mismo pero, ¿seguro que será así? ¿La velocidad de caída depende de la masa de un cuerpo? Mete en dos cajas iguales un "tocholibro" y un bolígrafo, ciérralas adecuadamente y déjalas caer desde la misma altura para observar cuál llega antes al suelo... ¿Curioso, no? ¿Qué es una reacción química sino una reorganización de los átomos existentes dentro de sustancias que desaparecen para construir nuevas sustancias con nuevas propiedades? ¿Cuando cambias de amigos y creas nuevos grupos desapareces como persona o eres la misma persona construyendo nuevas relaciones completamente diferentes a las anteriores? ¿Desparecen entonces lo átomos de cada elemento químico en una reacción?...  ¿Pueden tus alumnos convertirse en partículas de una sustancia en diferentes estados de la materia según la energía que van adquiriendo?: 
 
— "Vamos a convertirnos en un grupo de partículas. Ahora sois partículas de un gas, ¿cómo os moveríais?"
 
— "¡¡Cada uno "a su bola", profe, somos partículas-zombi y nos vamos chocando entre nosotros y con las paredes!! " (y lo hacen, vaya que si lo hacen...). 
 
En ese momento, mientras el aula hierve, mientras los haces pensar, mientras ellos se ríen y empiezan a desmadrarse, mientras intentas explicarles la realidad a través de ejemplos que les pueden servir para visualizar fenómenos naturales complejos, mientras intentas construir imágenes mentales que les permitan acceder a un nuevo nivel de conocimientos tú, como profesor, debes controlar el ritmo educativo de esa aula, surfear la ola emocional que tú mismo brevemente has provocado, bajar las revoluciones, reducir tus expectativas y tus ensoñaciones, recordar que el evento solo es útil como herramienta puntual, pararlo todo y convertir en lenguaje científico esas analogías, impedir que el aprendizaje se diluya en lo anecdóticamente experiencial, promover la adquisición de un vocabulario que les permita a tus alumnos la próxima vez no tener que jugar para entender sino apoyarse en lo ya conocido para profundizar. No te crezcas, no empieces a pensar en ese hilo de Twitter que mañana vas a escribir explicando al mundo ese nuevo método revolucionario, esa gamificación, esa actividad colaborativa, ese nuevo proyecto con el que tus alumnos parecen haber caído en tus redes y parecen haber sido capaces de aprender mucho mejor que todas las generaciones previas de alumnos (y mucho mejor, claro, que todos los alumnos de tus compañeros). Porque lo más jodido de todo esto, de nuestro día a día laboral docente, es aprender a convivir con cierto nivel de fracaso diario, asumir que muchos olvidarán mañana lo que aprendieron hoy, que a poco que te descuides recordarán lo bien que se lo pasaron el otro día en tu clase haciendo algo diferente pero si profundizas (¿quieres profundizar?), comprobarás que algunos no recordarán hoy ya casi nada de lo que ayer parecieron entender tan bien. Pero que esto no te lleve al desánimo ni al derrotismo, en absoluto, recuerda que tu labor es de zapa, que eres uno más de todos esos docentes que van a ayudar a la formación intelectual de esos alumnos, que debes aportarles cada día un nuevo refuerzo a lo que parecieron aprender ayer, un nuevo granito de arena que sumar a su formación, seguir enseñando con interés, dedicación, profesionalidad y cierta modestia. Porque el trabajo bien hecho siempre suma aunque no luzca, aunque se note y se valore mucho menos de lo que a todos nos gustaría. 
 
En mi opinión, los profesores de Física y Química (aquí, brevemente, me centro explícitamente en mi materia para clarificar mi tesis) no valoramos del todo la enorme dificultad que entraña entender (y explicar a esos niveles educativos, por tanto) conceptos como posición, espacio, desplazamiento, velocidad o aceleración en 2º y 3º ESO. Que cualquier explicación es necesariamente limitada, que jamás una fórmula permite acercarse a la comprensión real de estos conceptos. Tal vez por eso desconfío tanto de los que alegremente pretenden sustituir la explicación por el hacer, o de los que defienden la integración de conocimientos en proyectos interdisciplinares que siempre quedan preciosos sobre el papel pero que, en general, limitan la profundización real de un alumno en los conocimientos de una materia. Son los mismos que suelen minusvalorar (por "tradicional") la importancia de un profesor dándole vueltas, una y otra vez, a un solo concepto, a una idea, con un ejemplo tras otro, con un enfoque y después con otro diferente, dentro de una actividad o mediante una analogía, solo para ir consiguiendo, con enorme esfuerzo, ver cómo se van encendiendo, una a una, las miradas de casi todos sus alumnos cuando alcanzan por fin a intuir (nunca todos de la misma manera) algo de aquello que se está trabajando. 
 
Es mi experiencia, primero como alumno, ahora como profesor: en el mejor de los casos (es decir, con un buen profesor que es capaz de conectar con sus alumnos), el alumno nunca termina de comprender todo lo que se le explica en el aula. Ni falta que hace. Los docentes deben dominar la materia que enseñan pero ello no los capacita inmediatamente para el "arte de enseñar". Han de ser capaces de ponerse en el lugar del otro, del alumno al que presentan por primera vez esos conocimientos tan complejos que para él, adulto e instruido, ya son tan simples. Este es el motivo fundamental por el que para nuestros adolescentes la enseñanza presencial es imprescindible: solo el profesor que mientras explica es capaz de interpretar los silencios, las miradas e incluso la respiración de sus alumnos será capaz de resultarles de utilidad. La exigencia intelectual no está reñida con la atención a la diversidad de un aula plural en la que muchos alumnos realmente intentan comprender lo que explicas pero ello les supone un enorme esfuerzo (que jamás se debe minusvalorar). Y tal vez por eso considero tan importante el silencio en el aula, ese silencio que provoca la atención plena de los alumnos cuando un profesor capta su atención y les explica, ese silencio tan equivocadamente interpretado, denostado y despreciado por tantos en la actualidad. 
 
No existe alternativa alguna a ese silencio (comprometido con su aprendizaje) de los alumnos cuando un profesor explica un concepto nuevo en clase usando todas las herramientas de comunicación de las que dispone. Solo ese silencio activo es promesa de un aprendizaje real. Tras la explicación, tras ese momento de confianza del alumno hacia su profesor, será el momento de las dudas, de la (re)construcción del conocimiento a través de sus (precarias) preguntas y nuestras (pobres) respuestas. Será la hora del (rico) balbuceo intelectual, del intercambio de ideas. Es evidente que ese silencio del alumno proviene, idealmente, de su plena disposición hacia el aprendizaje. Si ese silencio nace del miedo, emana del (absurdo) desprecio adolescente hacia el adulto que pretende enseñarle algo o, simplemente, surge del desinterés, nunca será un silencio productivo. 
 
La posibilidad de aprendizaje real llegará después. En primer lugar en soledad, cuando el alumno se enfrente a lo que ha creído intuir que entiende perfectamente en clase y termine dándose cuenta de que no es así, de que no es capaz ni de reproducir ni de construir esos conocimientos por sí mismo. Después volverá a clase, volverá a su profesor, con preguntas, con inquietudes: "profe, contigo en clase lo entiendo todo pero después, en casa, no soy capaz de hacer nada". Los adolescentes siempre tienden al relato exagerado, falto de matices pero también inteligentemente exculpatorio. Lo que parece un halago también supone una descarga de responsabilidad, supone un problema recurrente que el docente debe saber reconocer y manejar en las siguientes clases. También se debe entender como una de esas reflexiones lúcidas adolescentes que transmite con nitidez la dificultad real que supone aprender.
 
Lo cierto es que, en el mejor de los casos, el aula apenas supone una posibilidad para el alumno. Solo eso. La posibilidad de un aprendizaje real. Una intuición. La intuición de que comprende lo que explica un buen profesor. La intuición de que tiene sentido lo explicado, de que con ello podrá crecer. Aprender. Y de que a medida que profundice en ese aprendizaje más posibilidades tendrá de compartirlo con sus compañeros, de convertirlo en materia de discusión intelectual, en una experiencia colectiva. El aula no es suficiente. Nunca lo fue. Pero es la clave de todo. El aula nos abre la primera puerta a un aprendizaje diferente. Será después (a veces mucho después) cuando el interés y el esfuerzo de cada alumno por darle sentido a lo intuido terminarán por darle valor a nuestra labor.

28 marzo 2021

"Mirar": una obligación moral docente

Hace unas semanas una compañera, amiga y excelente orientadora de mi instituto, me comentaba de manera jocosa que parecía tener un imán para que me vinieran los alumnos a contarme problemas personales que en algunas ocasiones les afectan profundamente y en otras tan solo provocan situaciones pasajeras de caos emocional que nosotros, como adultos, solo podríamos calificar como irrelevantes pero que la adolescencia distorsiona y hay que saber respetar y manejar con cierto tacto. Me hizo reflexionar sobre por qué me sucede eso. Y sobre cómo a mí no me cuesta nada, en mi día a día docente, compatibilizar mi preocupación personal por mis alumnos con la exigencia intelectual que intento proyectar desde mis clases, una exigencia que planteo desde hace años en mi discurso público a través de la defensa explícita del conocimiento como motor de la Escuela y de mi crítica hacia ciertos planteamientos de innovación pedagógica que considero letales para nuestros estudiantes.
 
En este punto me parece necesario dejar patente que, en mi opinión, el objetivo fundamental de la Escuela debe ser la formación intelectual y cultural de nuestros jóvenes y no su bienestar emocional. Es decir, la adquisición de unos conocimientos básicos que no solo les permitan convertirse en adultos con posibilidad de construir un criterio propio con fundamento (ideal), sino también forjarse una carrera profesional que no dependa por completo de sus orígenes socioeconómicos (pragmatismo). Y de ahí mi defensa cerrada de la Escuela pública. Una defensa que algunos olvidan. 
 
Pero esa formación académica (que supone esfuerzo y un gran compromiso del alumno con sus estudios) no es sencilla para muchos adolescentes. Tanto por sus capacidades como por los condicionantes socioculturales, socioeconómicos, sociofamiliares y coyunturales que afectan profundamente a sus vidas. En Secundaria y Bachillerato damos clases a personas muy jóvenes que ya no son niños (no hay mayor error para un docente que tratarlos como tal) pero que están muy lejos aún de ser adultos. Protoadultos, en ocasiones luminosos e inquietantemente lúcidos, otras veces insoportablemente pretenciosos y victimistas. Siempre en permanente construcción de un yo social precario e inestable, dependiente de todo tipo de opiniones y juicios extremos propios de la edad.
 
Todos hemos sido adolescentes en los mismos institutos y conocemos de primera mano la crueldad que acompaña a muchas de las relaciones que se construyen en esas edades, la repulsiva (y granítica) jerarquización social que se establece y la construcción de absurdos enfrentamientos personales. Con los años, ya como adultos, desde la lejanía temporal, tendemos a relativizar la jungla social adolescente e incluso a romantizarla, a considerarla como una etapa de aprendizaje personal, sin atender a los detalles, al daño provocado, al dolor sentido. Olvidamos el sufrimiento de muchos mientras unos pocos, en cambio, tienden a exagerarlo para seguir alimentando su marca personal social.
 
El acoso escolar es mucho más complejo de detectar y evaluar de lo que a la opinión pública le gustaría. Suele estar repleto de matices, de grises, de tiempos muertos, de ambigüedades. A todos nos encanta juzgar a posteriori, y mucho más cuando el relato te lo ofrecen compactado en una crónica periodística o montado en una película con la música adecuada. Pero lo realmente jodido (y mucho más complicado) es bajar un escalón y pretender valorar, paliar e impedir el dolor provocado por los "microacosos" diarios que tantos alumnos sufren en el día a día de sus vidas escolares.
 
¿Cuándo decidimos como sociedad que a un adolescente por ser diferente, no ser "popu", ser gordo, ser flaco, tener gafas, leer, llevar demasiadas veces la misma ropa, ser buen estudiante (o no serlo y además no pertenecer al grupo socialmente adecuado), ser introvertido o ser un friki se le iba a poder humillar, putear y despreciar? Y ni siquiera estoy hablando de homofobia, racismo o machismo (palabras mayores, más drámáticas, más miserables). No, la pregunta es cuándo y por qué decidimos asumir que chicos y chicas de estas edades, a los que obligamos a convivir en un mismo espacio durante años, deben sufrir estas vivencias como una especie de "rito de paso madurativo" dentro de nuestras escuelas e institutos. Está claro que lo pase fuera no lo podemos controlar pero, ¿lo que pasa dentro tampoco?
 
Creo que es necesario reflexionar sobre nuestro papel como profesores en el control y contención de los acosos y de los microacosos escolares que se producen en nuestros institutos. Considero que jugamos un papel clave para minimizar su impacto en las vidas de nuestros alumnos y que no siempre estamos a la altura. Me explico.
 
Somos profesores. Nuestro objetivo fundamental es enseñar, implicar a los alumnos en su aprendizaje, que adquieran conocimientos, que estén suficientemente preparados para los siguientes cursos. Pero si nos cansamos de decir (porque es verdad) que nuestra labor está en las antípodas del youtuberismo docente, toca asumir las consecuencias: damos clases a adolescentes y tenemos la obligación, como Escuela, de que su aprendizaje se desarrolle en un espacio lo más libre posible de los condicionantes sociales que surgen por la imposición de su coincidencia física. Si como sociedad los obligamos a reunirse en nuestras aulas es nuestra obligación protegerlos de los aspectos más negativos de esa interacción.
 
Cada curso, desde hace años, suelto la misma chapa el primer día a todos mis grupos: "solo hay una cosa peor que faltarme al respeto a mí como profesor: faltarle el respeto a vuestros compañeros. En mis clases no hay ninguna pregunta tonta pero siempre hay tontos que se ríen de las preguntas". En esa doble advertencia intento resumir mi absoluto rechazo a cualquier intento de control emocional por parte de unos pocos del clima social de mi aula. Como docentes nos toca asumir una responsabilidad moral que va mucho más allá de ser brillantes explicando nuestras materias. Y que en ningún caso es incompatible con la exigencia académica. Tenemos que obligarnos a "mirar" a nuestros alumnos. Y hay compañeros que "miran", compañeros incapaces de "mirar" y otros (demasiados) que eligen no hacerlo. 
 
¿A qué me refiero con lo de "mirar"? En el fondo todo docente sabe perfectamente de lo que hablo. Aunque le joda y prefiera que no se lo recuerden. "Mirar" a nuestros alumnos significa pararte a interaccionar con ellos, convertirte en un adulto secundario de su vida en el que poder confiar para un situación puntual. "Mirar" significa no considerar irrelevantes unas lágrimas sin explicación, una respuesta extemporánea, una provocación gratuita. Significa preocuparte por las situaciones personales de tus alumnos (porque también determinan sus estudios). "Mirar" significa preguntarles por las causas de su bajo rendimiento y escucharlos sin juzgar (ni justificar). "Mirar" significa estar pendiente de sus interacciones sociales cuando caminas por los pasillos, no bajar la cabeza, no inhibirte de manera cobarde. "Mirar" significa no dejar pasar (y hacer como que no has escuchado nada) ninguna actitud o detalle machista, homófobo o racista para no meterte en problemas.
 
"Mirar" significa entrar por la puerta de tu instituto y entender que, durante cada minuto que pasas allí, parte de tu responsabilidad laboral es procurar que esos adolescentes no se hagan daño entre sí, que no profundicen dentro del espacio educativo en sus relaciones tóxicas. "Mirar" supone llegar a las evaluaciones y, al menos, conocer el nombre de tus alumnos antes de intentar balbucear una opinión sobre su bajo rendimiento. "Mirar" significa estar dispuesto a "perder" parte de ese tiempo del que no disponemos (porque nuestro ritmo laboral, a pesar de lo que piensan nuestros haters, es frenético) en conversar unos minutos con ese alumno para entender qué le está pasando.
 
"Mirar" significa estar dispuesto a cruzar puntualmente cierta fronteras peligrosas pero también supone aceptar nuestras naturales limitaciones profesionales (y renunciar a cualquier pretensión redentora). "Mirar" supone conocer crudas realidades personales y terribles situaciones familiares cuya solución escapa por completo de nosotros, entender que apenas podrás poner un parche temporal a la vida de ciertos chavales pero que intentar hacerlo supone una obligación moral ineludible. ¿Cómo dices? ¿Qué no es para lo que crees que te contrataron cuando sacaste la plaza? Hazles un favor. Haznos un favor. Hazte youtuber.
 
Eso sí, es primordial ser prosaico cuando "miramos" a nuestros alumnos: no solo ser capaz de trabajar desde cierta lejanía emocional sino también entender que hacerlo así es es lo más adecuado. Pocas cosas más equivocadas que el mesianismo docente. Pocas cosas más equivocadas que el sentimentalismo impostado. Nada más ruin que tratar de apropiarse del dolor de los alumnos para sufrir de manera vicaria por ellos. Solo hay algo peor que el docente que "no mira": el docente emocionalmente totalitario. Ese que te dice que "llora" en su casa por algún alumno. Que no puede dormir... Desconfía de él.