11 diciembre 2006

El sueño

Sólo una cosa no existe. 
Es el olvido.
Borges. 

Otra vez. De nuevo la noche acechaba. Tras las cortinas de la ventana de su dormitorio la oscuridad pérfida, insondable, comenzaba lentamente a cubrir con su poderoso e inexorable manto todo lo que, hasta hacía poco minutos, era propiedad de la luz, de la claridad, de la vida. Temía a la noche. Lo atemorizaba. Volvería a dormir. A soñar. El sueño. El mismo sueño una y otra vez. Siempre la misma visión. El mismo escenario. Desde hacía casi treinta años. ¿O eran más? Recordaba al principio despertar, enérgico, y reírse al pensar en él. Ya no. Tal vez porque ya no era una persona madura segura de sí mismo, sino un viejo débil cargado de nostalgia por un pasado que no volvería. Todo empezaba al sumirse en la inconsciencia. Se encontraba sin saber cómo ni por qué en una gran extensión de terreno, llana, sin límites visuales aparentes, sin vegetación. O casi. Tierra gris, quemada, reseca y estéril. En el centro un único árbol, enorme, de aspecto tétrico y corroído por el tiempo aparecía, muerto en apariencia, con enormes ramas que dibujaban extraños arabescos en el aire antes de caer, al fin, hasta casi rozar el suelo. Por doquier sobrevivían a duras penas pequeños arbustos de menos de medio metro de altura, como únicos rescoldos de una naturaleza que parecía haber renunciado a poner su semilla en lugar tan despreciable. Era de noche. Oscuras y densas nubes copaban el cielo escondiendo casi por completo a la luna. Poco a poco sus ojos se iban acostumbrando a esa negritud, ritual por el que tenía que pasar en cada ocasión para poder, por fin, vislumbrar un suelo que hasta ese momento sólo intuía. Era entonces cuando finalmente los veía. Cadáveres. Cuerpos de hombres y mujeres que se distribuían sin ningún orden a lo largo de toda la llanura. Todos incompletos. Algunos sin piernas, otros sin brazos. Algunos a los que les faltaban dedos en las manos o en los pies. Otros con las bocas entreabiertas, en las que se podía distinguir con claridad la ausencia de dientes o lenguas. Arrancadas. Los había sin uñas o a los que le faltaban tiras de piel en algún lugar de su anatomía. Mujeres con senos cortados y palos introducidos en sus genitales. Hombres sin sus testículos. También se veían cuerpos extrañamente inflados, con el aspecto informe e irreal del cadáver recién sacado del mar, mientras otros, calcinados, presentaban sus brazos en alto, retorcidos, como en un último y desesperado intento de pedir auxilio. Había un detalle, importante, que denotaba lo fantástico del sueño: ninguno de ellos poseía facciones. Eran sólo eso, cuerpos con cabezas, pero en éstas, nada. Ni pelo ni orejas. Ni ojos ni nariz. Sólo la existencia de una boca les otorgaba un aspecto levemente humano.

Él caminaba entre ellos, sin poder evitar pisarlos. Los miraba sin sentir pena ni compasión. Más bien con desprecio. O con indiferencia. No sabía el porqué, pero intuía que eran basura, despojos, gente que no merecía ninguna de las prebendas que Dios había otorgado a los hombres. Ni siquiera la principal, la vida. En ese momento, tras el horizonte, el sol comenzaba a salir y cada uno de sus rayos, al alcanzar a los cuerpos los destruía violentamente, haciéndolos desaparecer. Él sentía como su cuerpo, dormido, se estremecía de placer. Finalmente ese sol castigador lo iluminaba desde lo más alto del cielo, a él, sólo a él, en el centro de esa tierra yerma y desierta. Dueño absoluto de ella, sin nada ni nadie, salvo la inquietante presencia del monstruoso árbol, que le hiciese sombra. Solía despertar en ese maravilloso instante. Por entonces, claro, no temía a la noche. Era poderoso, lo sabía. Y lo disfrutaba. A pesar de ello jamás se lo contó a ninguno de sus cercanos, ni siquiera cuando con el paso de los años comenzaron a producirse ligeras y extrañas variaciones. Al principio no hubo problemas. Tan sólo era que el número de cadáveres esparcidos por aquella tierra estéril aumentó de manera considerable, llegando a ser tantos que había lugares por los que no se podía caminar si no era ya directamente sobre ellos. Y la incomodidad. Recordaba también cómo fue creciendo la incomodidad. Esta situación seguía solucionándose con ese amanecer redentor que lo liberaba de estorbos y lo erigía de nuevo como el único dios de su propiedad.

No recordaba la fecha exacta. Cuando el cambio sustancial, el que introdujo el terror se produjo. Lo que convirtió, de manera definitiva, el sueño en pesadilla. ¿Hacía ya diez años de ello? En su paseo nocturno por la inconsciencia uno tras otro, noche tras noche, uno por noche, cada uno de los cadáveres, con su fantasmagórico y aterrador aspecto, se fue levantando del suelo, y cuando el resto de yacentes desaparecían destruidos por la luz, ellos quedaban en pie, con la cabeza girada hacia él, como si lo mirasen sin ojos, lo señalasen sin dedos y lo acusasen sin voz, hasta que, sudoroso y febril, conseguía despertar. Este alzamiento no era desordenado, como creyó al inicio. Lo seres (no podía llamar hombres a aquellos cuerpos informes) iban estableciendo una especie de círculo alrededor del gigantesco árbol muerto, rodeado todavía éste, a su vez, de cientos de postrados cadáveres. Notaba cómo lo acechaban, los escuchaba susurrar en un tono tenebroso. Siseaban. Gemían. ¿O era el viento? Hacía unos años había viajado a Europa para que un especialista lo tratase, puesto que su cuerpo había llegado a un grado de extrema debilidad. La causa, por supuesto, sus vanos intentos, incluso con pastillas, de no dormir. Ya no lo soportaba. No quería volver cada noche allí. Le aterraba. Aquello lo estaba matando. Pero su estancia europea y el tratamiento que le aplicaron no sirvieron para nada e incluso se le agudizó el problema por lo que, cuando consiguió regresar a casa, ingenuo él, llegó a pensar que sería entonces cuando los muertos le dejarían descansar. Craso error.

Así, día tras día, aislado ya de un mundo al que no pertenecía, había llegado hasta hoy. En los últimos tiempos sentía que cada noche, cada nueva reedición de su horrible pesadilla, anunciaba un nuevo giro, un vuelco, algo que iba a suceder. Tal vez un final, una explicación. En la noche anterior todos los cuerpos habían quedado en pie, ninguno de ellos fue ya destruido. Todos girados hacia él. En silencio. Ya no se escuchaba nada. El viento debía haber desaparecido.  Quizás... ¿Esta noche?

Era muy tarde. Como siempre la enfermera de turno (ya ni las reconocía) le había traído y hecho tragar, con la habitual mezcla de benevolencia e indiferencia de las de su gremio, el lote de fármacos, incluidos somníferos, con los que cada día intentaba seguir engañando a la muerte. Se había levantado una suave brisa que mecía las cortinas levemente. Sin darse cuenta, poco a poco, las paredes de sus cuarto se fueron difuminando. Pasó al sueño en un instante. Como siempre. De nuevo estaba allí, en la que antaño consideró su propiedad más segura. Tuvo, como siempre, que acostumbrar otra vez los ojos a la oscuridad y, lentamente, empezó a vislumbrar sombras en todas las direcciones. Miles y miles de sombras en círculos que parecían no haberse movido de su posición desde la pasada noche. Quietas. Expectantes. Como buitres a la espera. De repente el árbol, aquel árbol cuya figura y forma conservaba en su memoria desde hacía tantos años, comenzó a desaparecer, a volatilizarse en el aire. Todo lo demás permanecía estático a su alrededor. Él también. El tiempo parecía haberse detenido hasta que, por último, el árbol desapareció por completo. En su lugar, en el mismo sitio donde siempre había estado, observó la presencia de otro cadáver postrado que, con parsimonia, se levantó. Mientras eso ocurría el resto de cadáveres empezó a abrir un pasillo cuyo destino final era él. Siempre con las cabezas vueltas hacia su posición, controlándolo, con un rictus inexpresivo en la boca.

Ese último cadáver caminó con paso firme y seguro por ese pasillo. Percibía algo extraño, diferente en él, pero... ¡Maldita vejez! Su vista, siempre excelente, ya también le fallaba... ¡Hasta en sueños! Sí. Este rostro tenía algo distinto. Sus facciones estaban marcadas. Además... ¿Erá él? No podía ser, lo conocía... ¿Salvador? Había pasado tanto tiempo desde que se enfrentara a él, desde que tuviera que obligarle a morir por el bien del país. Siempre lo había considerado un peligro. Una anomalía histórica que hubo que eliminar. Ya lo alcanzaba, estaba frente a él... ¿Qué querría?... ¿Que le pidiese perdón por lo que hizo?... ¿Una disculpa final?... Comenzaba a esbozar esa sonrisa de superioridad que tanto aterró a sus enemigos cuando observó que Salvador empuñaba un arma que levantó con parsimonia, apuntándole al corazón, sin dirigirle una sola palabra. Se asustó. Sintió miedo. Sus pies parecían de plomo, no podría huir, además, ¿adónde?. Lo miró, suplicante, esperando clemencia. No obtuvo ninguna respuesta. Miró entonces a su alrededor, buscando cualquier ayuda que le pudiera ofrecer alguno de los otros, cualquier gesto. Nada. El fin parecía inevitable. Iba a morir. Comenzó a llorar. De repente sintió cómo un rayo de luz acariciaba su mejilla. El sol comenzaba a aparecer, perezoso, tras el horizonte. Él lo salvaría. Después de todo no permitiría el asesinato de uno de sus hijos predilectos, él, que tanto había hecho por mantener el orden natural. Los destruiría. A todos. A Salvador. A los demás. Sí. Como tantas veces en el pasado, pero... ¿qué sucedía?... ¿por qué no pasaba nada? Todos seguían allí y el arma de Salvador seguía apuntando a su corazón. El sol ascendía despacio en el cielo, iluminando pasivamente el escenario del drama. Justo cuando llegó a lo más alto, en esas cabezas de muertos, sin pelo ni orejas, sin ojos ni nariz, apareció una sonrisa torva, dura que fue degenerando en estruendosa risa cruel, sardónica, brutal. Enloquecedora.

Con el fragor casi no escuchó cómo saltaba el seguro de la pistola. Sintió los ojos de Salvador clavados en los suyos. No había un ápice de piedad en ellos. Sólo venganza. Tal vez justicia. Seguro, placer.

El disparo retumbó a lo largo de toda la llanura. 

Última hora. Agencias:

El ex dictador chileno Augusto Pinochet falleció ayer noche mientras dormía a causa de un infarto de miocardio, según fuentes confirmadas del gobierno chileno. Pinochet se encontraba confinado en su residencia a la espera de los más de trescientos juicios que tenía pendientes por crímenes contra la humanidad...

La Laguna, verano 2000

28 noviembre 2006

Mileuristas, la generación sin voz (y dos)

(Continuación del post anterior)

Es el momento de aportar alguna luz que ayude a comprender el fenómeno de la generación mileurista, aportar ideas que favorezcan una mejor comprensión de un hecho social que está marcando, aunque no se quiera ver, el principio de este siglo en nuestro país. Lógicamente no es posible entender todas la claves, pero una vez comentada su génesis hay evidencias que nos hablan claramente de la debilidad mileurista y la sistemática ausencia de su voz. Los mileuristas carecen por completo de referentes sociales, políticos y culturales propios de su generación. Hemos crecido escuchando lo bien que escribían, lo modernos que eran y la fuerza narrativa que tenían las obras de Juan José Millás, Umbral, Rosa Montero, Eduardo Mendoza, Vázquez Montalbán, Terenci Moix... Pero lo grave es que aún hoy dichos autores (incluso los muertos) son la referencia literaria de este país. Se sigue hablando de los mismo y los mismos siguen convirtiéndose en la repetitiva y cansina voz de la cultura de España. No han surgido figuras propias de la generación mileurista que hayan dado un puñetazo en la mesa y mandado a un rincón necesario y apartado (durante un tiempo prudencial) a todos estos escritores. Y el problema no se limita a las letras. El problema en el mundo del periodismo y la política es aún más lacerante. Desde hace veinte años los mismos hombres y mujeres se dedican cada día a hacer y deshacer sobre la política nacional desde el ámbito periodístico. Gente como Gabilondo, Enric Sopena, Jiménez Losantos, María Antonia Iglesias, Carnicero, Miguel Ángel Aguilar, Luis del Olmo (auténtico jurásico) y tantos otros no sólo pasean de manera hipócrita sus manoseadas consignas o escupen sus incendiarias soflamas (siempre ajenas a la realidad de los problemas de la sociedad española), sino que los mileuristas completamente enajenados y pésimamente educados en el ejercicio de pensar por sí mismos con criterio, los defienden, admiran o defenestran (si es que los conocen) con el ardor y el tesón de los que defienden a los suyos. Y estas actitudes (ya sean el desconocimiento, la adoración o el odio) suponen un tremendo error de perspectiva. Porque el problema principal es que ellos no son (ni pueden ser) portavoces las nuevas inquietudes generacionales. Pueden pretender aparentar una preocupación (que en el fondo no sienten) por los jóvenes y su problemática, pero sus problemas son otros, sus miedos son otros y su prioridades son otras. Y ninguno de los mileuristas, ninguno de nosotros aparece ahí, en primera línea del combate informativo, marcando una agenda distinta y por tanto dando una explicación diferente de lo que sucede. ¿Es posible que hoy día un tipo de 28 años se convierta en el director de un periódico de tirada nacional? Se nos antoja imposible pero eso sucedía hace veinticinco años cuando un joven Pedro J. era nombrado director de Diario 16. ¿Es posible que jóvenes de poco más de treinta años den un golpe de mano en los partidos tradicionales y se hagan con el poder arrinconando a la vieja guardia? También parece completamente imposible que ello suceda hoy, pero hace treinta años González y Guerra se hacían con la dirección del viejo PSOE y ponían los cimientos de su transformación a la realidad entonces vigente. Ante estos ejemplos expuestos... ¿Qué credenciales aportan los mileuristas para dar un giro social y político? En política la nada. Nada más lamentable que comprobar que las nuevas generaciones de los partidos se componen de abrazafarolas que cuentan ya con suficiente edad como para tener hijos casi adolescentes (si hubieran tenido esos hijos a la edad de sus padres). ¿Y en periodismo? Los descubrimientos de los últimos años como Mamen Mendizábal en televisión o Cayetana Álvarez de Toledo y David Gistau en prensa escrita, me sirven como tristes ejemplos (patético el paternalismo de Ansón con Cayetana en las páginas dominicales de El Mundo) para enlazar con otra de las peores costumbres que se ha implantado como un virus en nuestra generación: el ansia por recibir la felicitación y la palmadita en la espalda por parte de nuestros mayores.

La mal llamada en España generación del 68, los jóvenes que hicieron la dichosa transición, aquellos chicos tan concienciados, tan izquierdosos, los que a cientos corrieron (o eso dicen) delante de los grises. Ellos hoy son el verdadero cáncer de nuestra sociedad y una de las fuentes principales de las desdichas mileuristas. Son sus padres. Son los que los sobreprotegieron de niños, los que les contaron lo mucho que habían hecho por este país, los que proponían (tan falsos ellos) que debían continuar su labor, los que agitaban sus proclamas y sus ideas como bandera mientras que al tiempo se transformaban en mandatarios soberbios, en corruptos, en evasores fiscales, o simplemente adoptaban formas de vidas ajenas a sus discursos sin que por ello cambiaran una coma de ellos. Los que miran con desdén a los mileuristas y dicen apenarse de que los jóvenes no recojan el testigo de sus luchas, traicionando así el espíritu de libertad que España vivió a finales de los 70. Esos son los mismos que se han convertido en políticos corruptos o alejados de la realidad, en especuladores inmobiliarios, en avaros empresarios, en sindicalistas afines al poder y a no trabajar, en padres y madres de familia convencionales y en definitiva, en beneficiarios totales del estado de las cosas. Ellos han sido los que traicionaron el dichoso espíritu, los manoseados ideales con los que se les llena la boca cuando hablan. Algunos de los mileuristas han observado con interés esa caída de sus mayores en sus propias contradicciones sin intervenir, otros se afanan en hacer méritos delante de ellos y les dan la razón arremetiendo contra su propia generación sólo para defender infantilmente la ficción sostenida por sus padres, y lo últimos tan sólo pasan de todo. Los baby boomers no fueron los primeros que descubrieron el enorme poder y atracción que ejercía la juventud pero (como apunta Freire) sí fueron los primeros con los medios y la intención de mantenerse jóvenes para siempre. El problema era que para conseguirlo tenían que infantilizar a las generaciones posteriores porque si no su juventud, su prevalencia, se vería amenazada. He ahí otra de las causas de la adultescencia mileurista.

Los baby boomers no tienen intención de ceder el poder y pretenden ejercerlo desde una eterna juventud y una reforzada vitalidad, o como dicen ellos, desde las ideas y los proyectos. Justo aquello que dicen que es de lo que carecen los mileuristas. Sin entrar a conocer o explicar si fue antes el huevo o la gallina, lo cierto es que han conseguido (o los mileuristas no han conseguido evitar) una sociedad en la que los jóvenes trabajan sin garantías de futuro en beneficio de los baby boomers, que encima se quejan de la falta de ímpetu de los primeros al tiempo que la fomentan apartándolos siempre de la toma de las decisiones importantes. Los baby boomers parasitan el trabajo y la vitalidad de los mileuristas y como vampiros sociales, se quedan con lo mejor de sus trabajos e ideas y los recompensan con estúpidas palmaditas en la espalda con las que los jóvenes se contentan. Muchas veces es la única manera que tienen de verse distintos y apreciados por el poder. Un ejemplo evidente, sino el más claro, es la posición de los doctorandos de este país, que tras terminar sus carreras trabajan como animales realizando la ciencia más creativa y puntera de este país mientras se les considera estudiantes, se le paga como estudiantes y lo que es más triste, muchos terminan considerándose a sí mismos como estudiantes. Pero no dan el puñetazo encima de la mesa. Agazapados tras sus ordenadores sueñan con la salvación personal, con tener la suerte de ser ellos uno de los pocos que se hagan imprescindibles para sus mayores y así conseguir la limosna de la estabilidad. En grupo debieran mandar al sistema a la mierda para provocar el caos necesario y la crisis catártica. Pero eso no sucederá.

Los mileuristas un día se van a dar cuenta de que se les pasó su momento. Cuando la lógica natural haga que los baby boomers mueran (al menos socialmente hablando) van a notar sorprendidos, que ya no eran para nada jóvenes, de que no se puede ser joven con cuarenta años y de que otros sí lo serán. Tal vez también se den cuenta de que ellos no han hecho nada por sí mismos, y que siempre se tuvieron que apoyar en otros para poder cumplir algunos de sus sueños y sus reivindicaciones. Por fin serán conscientes de que siempre fueron filtrados... Lo peor sobrevendrá cuando observen a otros, los realmente jóvenes, intentando hacer lo que ellos no supieron ni se atrevieron por sus complejos y su infantilismo: hacerse con el poder de la sociedad, con la influencia, apartando de un plumazo respetuoso a sus mayores y creando la sociedad que les tocaba hacer y no los restos, ideológicamente putrefactos de otros. No se conocen todavía las características de la generación joven que viene a sustituir a la mileurista, todo el mundo habla de su falta de formación, de su mala educación o de su adicción compulsiva a las nuevas tecnologías. Pero si hay algo que nadie parece negar es que es claramente más agresiva que la mileurista y que no se ha dejado engañar por el cuento de que sólo con estudios tendrán mejor futuro. Mal futuro para los mileurista, tan blandos y solitarios. ¿Habrá tiempo todavía para cambiar algo por nosotros mismos?

26 noviembre 2006

Mileuristas, la generación sin voz

Es la generación, en número de miembros, mejor preparada de la historia de este país. Nacidos en el baby boom de los años 70 los mileuristas forman parte de una generación lógicamente heterogénea, pero con una serie de rasgos comunes que la vertebran e identifican. Uno de ellos, determinante y tremendamente significativo, es estar formada por personas que poseen en su gran mayoría estudios superiores (licenciaturas, diplomaturas...) teóricamente bien preparados y formados, con conocimientos en idiomas y perfectamente adaptados a las nuevas tecnologías. Hace unos días terminé de leer el ensayo que Espido Freire ha escrito sobre ellos. Es un libro escrito con urgencia, interesante, descriptivo más que analítico, un intento válido de encontrar algunas respuestas más allá de los convencionalismos habituales con los que esta generación es tratada. Sigue la estela de otro libro, escrito hace ya algunos años por Eduardo Verdú, que tenía un magnífico y acertado nombre: adultescentes. Un nombre que por sí mismo describe a la perfección otro de los aspectos más importante de esta generación: su falta, consciente y aceptada pero también inducida y promovida, de madurez, compromiso y responsabilidad.

Mileuristas, la generación adultescente, también hubiera servido como título para este post. Pero a pesar de lo clarificadora que resulta la segunda acepción prefiero quedarme tan sólo con el término de mileuristas puesto que ha servido como punta de lanza para poner de relieve una realidad que todos veíamos pero a la que nadie era capaz de poner un nombre. Ésta es nuestra generación, somos mileuristas, un término que necesariamente debe ampliar su significado para no limitarse a un simple enfoque económico (que no será objeto de este análisis) sino también social. Debe abarcar las connotaciones que han forjado a los miembros de esta generación como adultos, la incapacidad manifiesta de hacerse valer por ellos mismos, el parasitismo que la generación anterior hace de su trabajo y su juventud y las circunstancias políticas que acompañaron a su crecimiento y desarrollo.

Los mileuristas, ya en la treintena la mayoría de ellos, no existen para nadie. Y sobre todo no existen para ellos mismos. Como miembros de una tribu o secta se reconocen entre ellos mediante el sentimentalismo, la nostalgia y la televisión. Pero no forman grupos de presión ni de ideas. Tal vez su rasgo distintivo en ese sentido sea su pasión por las ONG´s y lo políticamente correcto. Es una generación insegura y frágil que presenta un enorme potencial desaprovechado. Criada entre los abrazos y los mimos de los baby boomers así como malacostumbrada a su sobreprotección, se dejaron dócilmente engañar por la idea de que con estudios su vida sería más plena y fácil desde un punto de vista económico y social. Se dejaron llevar del colegio a los institutos y de allí a las universidades porque eso era lo se tenía que hacer. Algo que sus padres les aconsejaban de manera impositiva, unos padres que no quisieron echar de casa a los 18 a sus hijos sino hacerse colegas de ellos sin perder por ello la autoridad. En el pecado tienen su penitencia ahora, cuando algunos de ellos se enfrentan desesperados a la imposibilidad de echar de casa a sus vástagos a pesar de que ya tienen la edad con la que ellos concibieron a sus últimos hijos. Tras unas infancias generalmente cómodas y felices en las que los mileuristas se convirtieron en los primeros niños y adolescentes consumistas de este país, trasladaron su mundo de nunca jamás a las universidades, que comenzaron así su imparable camino en pos de convertirse en una mera prolongación de los estudios adolescentes y en una fábrica de generar mileuristas desconcertados. La finalización de los estudios universitarios supondría el principio del fin, el duro encontronazo con la realidad. Una realidad donde descubrirían que los valores tan progresistas que enarbolaban sus mayores eran meras soflamas, que las ideas que éstos decían defender poco tenían que ver con la realidad del mundo empresarial y que encima empezarían a ser tratados con desprecio por los baby boomers, puesto que inmersos en su arrogancia, éstos sólo veían unos jóvenes desideologizados, confusos y poco dispuestos a trabajar de la manera sometida y mal pagada que exigía el mercado para ellos. Una traición a todo lo que ellos habían conseguido por y para este país.

Asustados y molestos descubrieron que el mundo real no era el previsto en sus planes: no iban a ganar dinero rápido, no iban a mejorar las vidas de sus padres, no podrían cambiar el mundo, no se iban a poder independizar con rapidez porque no tenían ni siquiera desarrollados los instrumentos necesarios para valerse en soledad y encima la vivienda, gracias a la especulación de la generación de sus padres, se había convertido en un escollo inexpugnable. Se vieron solos, en la dura frialdad de la realidad. Ya no eran los protagonistas de sus vidas sino meros secundarios de los que tenían poder y dinero y de los que hacían una política hipócritamente ideológica que no sólo no les afectaba, sino que además no se preocuparon por entender porque notaban intuitivamente que el escenario social ya era otro, y que los que detentaban el poder político no se querían (interesadamente) enterar. Pero el problema fue que tampoco impusieron nuevas ideas que sustituyeran a las anteriores sino que como siempre, entre la indiferencia, la lucidez inútil y la debilidad de espíritu, se dejaron hacer, se dejaron mandar y dejaron que siguieran pensando y decidiendo por ellos. Tal vez se quejaron un poco. Gruñir y quejarse es una de sus mejores especialidades, pero incapaces de organizarse, imponerse, tomar el poder, improvisar y contestar, bajaron con rapidez los brazos, aceptaron los trabajos que les iban llegando, apartaron sus más profundas ilusiones en el fondo del armario interior y dedicaron todos sus esfuerzo a hacer lo que mejor sabían, lo que llevaban años haciendo: autosatisfacerse con lo que tenían, vivir el día a día de una sociedad capitalista a la que estaban espiritualmente plenamente acoplados, adaptando su consumo al máximo de lo que tenían y manteniendo una desconocida nueva actitud que convirtieron en adulta: jugar para siempre.

13 noviembre 2006

Alejandro

El sábado 11 de noviembre, tras un parto perfecto, fui tío por tercera vez. Mi hermana Mari compañera infatigable y constante en la vida de Espe, decidió que no iba a ser menos que su hermana pequeña y en el mismo año que ella, ha dado a luz a esta pequeña cosa que abre los ojos y parece mirar con cierta aprensión el agotamiento amigofamiliar que le espera en los próximos días. Mari, la chica de eterna sonrisa y fotogenia perfecta, se convierte así en madre, y yo me siento muy feliz de que tengamos otro Almeida en la familia y que estas navidades podamos por fin pasar un poco los unos de los otros y juguetear algo con los nuevos sobrinos (algo que era ya necesario...tanta intensidad familiar adulta....).

De manera que para terminar sólo me queda dar la bienvenida a Alejandro y mi felicitación a sus padres, no sin antes dejar constancia de un hecho relevante que se produjo el mismo día de su nacimiento. Como algunos de vosotros bien sabe y otros no tanto, el padre de la criatura es un bético de los de toda la vida, sufrido y feliz de serlo. Pero un nubarrón oscurece el futuro de su primogénito: las huestes enemigas han asaltado a su débil descendiente y han lanzado una opa hostil para hacerse con sus favores futbolísticos. Se cierne el peligro sobre la futura relación paterno-filial. He aquí la prueba fotográfica:



Es de esperar que el sabio padre logre atraer a su hijo lejos del lado oscuro de la fuerza, y ese carnet iniciático sólo sirva como futuro contrapeso negativo, un recuerdo de niñez necesario para el equilibrio de la fuerza bética del joven padawan...

Anguita

En estado puro:

¿Qué dogmas comunistas está dispuesto a renunciar?

Los comunistas no tenemos dogmas. Los encuentro en el sistema capitalista cuando habla de la mano invisible del mercado, que me parece una estafa al intelecto.

¿Necesita Andalucía un cambio en poder después de 24 años de mandato socialista?

Sí, primero en el poder, y después en el gobierno. El poder lo siguen detentando las mismas manos que anteriormente. El Gobierno del PSOE ha sido apoyado por la inercia, por el conformismo y por el franquismo sociológico.

Si fuera el portavoz de IU en el Congreso de los Diputados, ¿tendría razones para ser con él tan duro como lo fue con Felipe González?

Sí, sí, sí... porque, entre otras razones, aquí nadie habla de los contratos-basura, el paro, el abuso de las horas extraordinarias, los despidos de mujeres que se quedan embarazadas... En el ámbito social, Zapatero no sólo no ha hecho nada sino que está siendo regresivo, ya que se está cepillando el artículo 31 de la Constitución, pues en este país cada vez pagan menos los que tienen más, y más los que tienen menos. El conflicto capital-trabajo es central. Los demás son marginales. Ahí tiene que centrar la izquierda su debate.

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No añoro el pasado, me preocupa el hoy y el mañana. Anguita no está, no estará, ni tiene ya por qué estar. Ya sólo hay que escucharle. Como al anciano de la tribu. Pero asusta y produce bochorno ajeno comparar su capacidad para expresar claramente ideas con la ocultación sistemática de las mismas en los políticos actuales. Ya sea por interés o por completa ineptitud.

El resto de la entrevista en :

http://www.elsemanaldigital.com/arts/58998.asp?tt=

05 noviembre 2006

Asco

No hay nada como un enemigo común para aliarse con aquellos que en teoría son los más acérrimos adversarios. Aunque es de hace unos días no quería pasar por alto esta noticia, no quería dejar de escribir algo sobre esta unión. Los cristianos, los judíos y los musulmanes se unen en Jerusalén para atacar e intentar boicotear una marcha gay que ensuciaría la ciudad santa. No la ensucia la sangre de los muertos que estos grupos religiosos han provocado a lo largo de los años. En absoluto. La manchan los sodomitas, los pervertidos homosexuales. Temen y advierten que su santa ciudad no puede convertirse en una nueva Sodoma y Gomorra, se siente ofendidos por la marcha y anuncian medidas violentas para boicotearla. De esta forma, juntitos en santa comunión, las tres grandes religiones monoteístas nos muestran su cara más desagradable, reaccionaria y despreciable.

El problema no es menor. El problema no es sólo de radicales. Siempre quiero imaginar que habrá gente que sea capaz de vivir su religión de manera individual, desde la comprensión y el afecto. Pero lo cierto es que a lo más que suelen llegar es a tolerar aquello que su moral y sus leyes antiguas e irrisorias les obligan a denostar. Mira que hay que llegar a ser gilipollas para seguir al pie de la letra (o incluso de manera general) unas normas morales y de conducta dictadas hace dos mil años (en el mejor de los casos, por cierto), por mucho que se empeñen en retocarlas para darles un aire falso de modernidad. Pues bien, tal vez sea el momento de dejar a un lado el respeto, de abandonar la cómoda idea de no molestar, de volver por mis fueros y cuando me encuentre con creyentes volver a defender con vehemencia y ardor el ateísmo, atacando sin dudar las muchas debilidades y contradicciones que estas dañinas religiones presentan. Ya está bien de mirar a otro lado, de congratularnos de que al menos en Europa los católicos están más controlados, de que su influencia social es menor, de continuar con el pensamiento débil del respeto a todas las creencias cuando musulmanes, judíos y cristianos son los primeros que no cumplen jamás estas premisas. Y un carajo. Ahí están los profesores de religión campando a su anchas por los institutos, la CONCAPA (asociación de padres católicos) dando siempre la lata para obligar que las normas favorezcan sus creencias, el papa de Roma lanzando mensajitos a los políticos, el asco no oculto hacia los gays, las negativas a promover el uso del puto condón entre sus colonizados y puteados creyentes africanos, a los que no bastó con masacrarlos, esclavizarlos y condenar su futuro sino que encima se les inoculó con alguna de las tres dichosas religiones, el papel de la mujer en las sociedades musulmanas, la aceptación mundial de un estado, Israel, basado en la fe y la idea de destino y pueblo elegido... Hasta los cojones.

Ateísmo militante, nada de agnosticismo y demás milongas. Ateísmo y a la lucha. Se acabó la tregua. Sus creencias para ellos pero influencia social ninguna. Ya está bien de paños calientes.

29 octubre 2006

Children of men, una historia desesperada

Alfonso Cuarón (Y tu mamá también) firma una potente y creíble película de ciencia ficción que plantea un futuro inmediato y dramático en el que tras casi veinte años en los que no ha habido ningún nacimiento, nuestra raza se extingue sin remisión y sin esperanza. Un futuro localizado en una Inglaterra que sólo sobrevive al caos mundial generalizado gracias a un Estado totalitario, violento y fascista, en el que se prohíbe y castiga la presencia de inmigrantes ilegales (los fugis) mientras una sociedad fatalista y desmayada se compadece de sí misma y sufre los que sabe que son sus últimos días en el planeta, oscilando entre la desolación y la confusión. En medio de este panorama surge la figura de una fugi, una inmigrante ilegal, embarazada de ocho meses, última y única esperanza de nuestro futuro, que tendrá que atravesa la campiña inglesa protegida por un ex activista desencantado, alcohólico, fumador y fracasado que tratará de llevarla hasta un barco que, en teoría, la transportará a un lugar seguro. Un lugar donde el imaginario popular piensa que un grupo de científicos trata de evitar nuestra extinción. Perseguidos por unos radicales extremistas que consideran ese embarazo y la futura niña como la mejor arma para su lucha contra el sistema opresor, y siempre con la amenaza de las violentas fuerzas policiales, los personajes huyen en medio de la desesperación y la miseria general en busca de la última oportunidad de la humanidad.

Siendo interesante el argumento, que da pie a reflexiones sobre el ser humano, el significado de nuestra existencia y nuestros sentimientos de raza, lo cierto es que lo que más sobresale en la película (aparte de la magnífica interpretación actoral, con un inmenso Clive Owen y una desconocida pero efectiva actriz negra que encarna a la embarazada) es la puesta en escena, el diseño de producción y la firme y virtuosa labor del director. Filmada con un filtro que hace destacar los grises y atenúa los colores fuertes, la película nos presenta un futuro posible, verosímil, en el que ante una situación como la descrita se fortalecen los controles y las medidas que permiten mantener un mínimo de normalidad social a costa de la violenta represión de los elementos discordantes. El guión y las imágenes nos presentan con inteligencia decenas de retazos de esa realidad por la que desfilan los personajes y con las que el espectador se tiene que hacer una idea global sobre la situación, sobre lo que ha pasado en el resto del mundo y sobre las biografías vitales de los protagonistas y aquéllos otros que aparecen en los distintos episodios de la historia. Se consigue así un puzzle emocional y visual cuya parcial resolución aporta intensidad y fuerza a la película.

La historia sobrecoge, muestra a una humanidad repentinamente desorientada que se ha quedado sin metas ni objetivos. Una humanidad que siempre había sido capaz de perseguir egoístas fines particulares pero que se ve incapaz de soportar la idea de un futuro donde ella ya no vaya a estar presente. La caída a los infiernos de los personajes, en una huida que les llevará hasta unos de los guettos que el gobierno dispone para los inmigrantes ilegales, permite al director crear un crescendo emocional que encuentra su clímax y resolución en una sobrecogedora secuencia cerca del final, donde por un instante luce lo mejor de los seres humanos, su capacidad de entrega y desprendimiento puntual, antes de continuar su trayectoria hacia el fango y la ruindad que los miedos y la miseria le hacen recorrer con tanta asiduidad.

En definitiva, una interesante propuesta que se une a otras películas como Código 46 que, sin ser obras maestras, dejan un poso satisfactorio al que las ve y no dejan indiferente a nadie debido a la fuerza de sus planteamientos.

22 octubre 2006

Control

El problema es que Orwell está ya tan manoseado, citado y manipulado que ha perdido capacidad de impacto. Además en el fondo, el desarrollo tecnológico está superando claramente las posibilidades y el tipo de control que Orwell planteaba. La sociedad de control no es tan política como potencialmente comercial y económica. Tal vez moral. Casi me empieza a parecer más acertada la visión drogadicta, alucinógena y desquiciada de Philip K. Dick. Spielberg recogió muy bien el espíritu de su obra en la minusvalorada y nada desdeñable Minority Report: Control. Control total. En democracias no totalitarias y bajo regímenes amables. Por motivos lógicos, estadísticos, económicos, de salud... Metro de Madrid anuncia la mejora en el sistema de conteo de viajeros. Ya no basta con conocer el número de usuarios que se mete en el suburbano, hay que saber dónde van en cada momento y en qué líneas se meten. Ya no basta con torniquetes, se colocarán cámaras cenitales con las que se podrá ver qué líneas toman. Así, dicen con candor, se podrá conocer mejor las necesidades de cada línea, se podrá gestionar con mayor eficacia el número de trenes necesario para cada momento y el usuario saldrá beneficiado con un mejor servicio. Y un cuerno. Cualquier madrileño que coja el metro sabe a la perfección qué líneas y a qué hora presentan terribles y agotadoras aglomeraciones. Y nadie le explica con claridad a una población estresada y trabajadora, sin tiempo para reflexionar, los costes de privacidad que suponen estas mejoras. Es más útil atontarlos con la parafernalia de los nuevos juguetitos tecnológicos, que les enseñan y les muestran como importantes avances sociales cuando en realidad sólo sirven para tenerlos a todos más estudiados, más controlados, con menos posibilidades de improvisar o ser espontáneos.

Si a esta noticia le unimos otra que nos habla del nuevo billete electrónico que la Comunidad de Madrid va a implantar para el metro con un chip que se controlará con radiofrecuencia, igual que las carreteras de peaje, encontramos la realidad del futuro: siempre se sabrá dónde estás, hacia dónde vas, qué trenes coges, qué intercambiadores utilizas, por dónde entras y por dónde sales del metro. En todo momento. Porque siempre habrá que pasar por las zonas donde se implanten las máquinas registradoras. Posibilidad de control absoluto. Seguridad y eficacia nos venderán.

Y como yo no pienso de momento en la posibilidad totalitarismos políticos a la antigua, pero sí en totalitarismos sociales, empresariales económicos y publicitarios, todas estas noticias me desagradan y molestan. Veo más cerca (lo veo aquí, ya, ahora) la posibilidad de una realidad que supere aquella secuencia de Cruise andando por el centro comercial y el metro, en Minority Report, mientras le ofrecen publicidad a la carta en consonancia con lo que suele comprar habitualmente. Una información que lleva almacenada en su chip y que permite conocer más cosas de las necesarias sobre su persona. Y no me gusta.

Por cierto, Stalin y Hitler hubieran flipado ante la capacidades y recursos tecnológicos de control que en al actualidad existen. No conozco ningún avance científico que no haya sido utilizado finalmente en algún momento para fines perversos. Y en los últimos años, la verdad que el tema tecnológico se ha desarrollado con una velocidad de vértigo.

15 octubre 2006

La hipócrita moda de viajar

Viajar. Se ha convertido en un obsesión en sí misma para nuestra generación. Encerrados en asfixiantes horarios laborales que limitan el tiempo de ocio casi a la nada de lunes a viernes durante once meses al año, nuestra generación, la mileurista, descubrió pronto que había algo que nuestros padres jamás habían podido hacer y que los avances tecnológicos, la desaparición de la fronteras en Europa y el abaratamiento de los viajes internacionales y nacionales permitían realizar ocasionalmente con una rentabilidad personal y social muy importante. Convirtió el viajar en un signo de estatus, de relevancia entre amigos y familia. Mediante mecanismos aprendidos en sus años universitarios, estos jóvenes están avezados en la caza de las mejores y más baratas ofertas de vuelos y viajes, desligadas muchas veces de las agencias de viajes y con un coste económico que sin ser bajo, es rentable desde el punto de vista de la importancia que se otorga al hecho de escapar de la rutina durante unos días. Escapar... Sólo esa idea debería hacernos reflexionar sobre lo gris y monótona que resulta la vida diaria para tantos jóvenes que hace muy poco planeaban, ambiciosos, conseguir unas vidas completamente diferentes a las de sus padres, emocionalmente más ricas y laboralmente más emocionantes. Y a los que al final sólo les queda escapar.

Los mileuristas (escribiré un post próximamente sobre ellos (nosotros), cuando termine la lectura del libro de Espido Freire que los (nos) retrata) ansían esfumarse, escabullirse de sus obligaciones diarias, pero se han acostumbrado a que todo lo que realizan tenga y deba tener un valor añadido (algo grabado con fuego en nuestra conciencia capitalista). Viajar no sólo aporta la posibilidad de disfrutar de otros entornos y experiencias diferentes, sino que introduce nuevas variables en las conductas y relaciones sociales intrínsecamente relacionadas con el acto de viajar, pero fuera por completo de su ámbito inmediato. Viajar no es sólo viajar. Viajar es también tener la posibilidad posterior de contarlo. De hecho ya muchos sólo parecen viajar para eso, para contarlo. A este hecho les ha ayudado otra de las obsesiones de nuestra generación, que además han extendido a sus mayores y a sus hermanos pequeños. Se trata por supuesto del gusto por todo tipo de artefactos tecnológicos de última generación Gracias a ellos pueden registrar cada momento de sus emocionantes, extraordinarios y sorprendentes desplazamientos. Cada vez en busca de destinos más exóticos con los que poder impresionar (e impresionarse). Desde hace unos años hemos pasado de aquellos amigos, aficionados a la fotografía, que se tiraban horas para hacer un instantánea que consideraban mágica y especial, o de los miembros de la familia que eran los encargados (por tener cierto gusto e interés) de realizar las fotografías de los eventos familiares y que poseían cámaras tradicionales con un número limitado de fotos que tirar (principalmente por la pasta que costaban los revelados), a que cada miembro de la familia y cada miembro de un grupo de amigos tenga un cámara de fotos digital con la que hacer cientos de fotos (literal) en un fin de semana cualquiera de turismo. Todos ellos con una dedicación y un fervor que para sí hubiera deseado hasta el mismísimo Robert Capa. El asunto empeora con las cámaras de vídeo. La gente ya se perfecciona. Yo he sido testigo en la Casa-Museo de César Manrique, en Lanzarote, de cómo un tipo grababa en vídeo cada obra de la casa del artista (le daba igual que fuera un urinario o la piscina) mientras comentaba la jugada al micrófono del artefacto y hacía chistecitos idiotas con la intención (seguro) de luego atormentar a sus conocidos con las hermosas e impactantes imágenes de sus vacaciones. Mientas esto sucedía, su hija realizaba fotos por doquier con su cámara digital, importándole un carajo lo que fotografiaba y su mujer retransmitía en directo a su hermana, a través del móvil (gritando por supuesto) la belleza de los maravillosos paisajes lunares que esa isla proporciona Al escucharla entraban ganas de cometer un crimen basado en objetivos criterios estéticos.

Porque al final lo que permanece es esa actitud: se trata de viajar siempre que uno pueda, irse a dónde sea. Quedarse en casa es de tontos, de pobres. Sólo se queda uno en casa si no puede evitarlo. Da igual si existe motivación de algún tipo para ese viaje, si hay algo de real interés salvo el del mismo hecho de viajar. Y, por supuesto, después, contarlo a la vuelta. Mediante imágenes. Cientos a ser posible. Además, no hay que ser muy listo para saber que existen pocos genios o artesanos cualificados en cualquier arte en general. Es decir, lo de menos es la calidad de lo que muestres sino que lo muestres muchas veces, desde muchos ángulos distintos, muchas poses, muchas risas, muchas puestas de sol que fueron maravillosas pero que en imagen sólo son anodinas, muchos edificios y monumentos que descontextualizados carecen de toda importancia y presencia. Muchas veces muchas mismas cosas. Pero da igual. Algunas veces, pocas, encuentras una fotografía maravillosa, o simpática, o impactante entre toda la morralla que te enseñan, pero hay que tener una constancia y una paciencia infinita para esperarla y apreciarla. A veces, cuando llega esa joya, el sentido de la vista y de la estética está ya tan colapsado que ni siquiera se tiene fuerza para valorarla. ¿Por qué esa necesidad de vivir a través de lo que cuentas a los demás? No me vale la excusa de que se quiere compartir lo vivido. Es mentira. Es una falacia para mentes idiotas. ¿Nos estamos transformando en unos replicantes humanos capaces sólo de sentir a través de las imágenes?

Siempre ha existido gente con ímpetu viajero. Con un ansia descomunal por descubrir y sentir la realidad de otros lugares, de apoderarse de sensaciones y costumbres diferentes, de conocer parajes y paisajes singulares. Yo creo que todos poseemos algo de ese ímpetu en mayor o menor medida. A todos no gusta salir de nuestro entorno habitual y plantarnos en lugares diferentes. Descubrir la belleza de otras ciudades o sentir el aire fresco en una montaña perdida. Pero lo que no me creo es esta avalancha de Admunsens y Scotts urbanitas. Me parece un tara más de esta sociedad nuestra que nos obliga a sublimar nuestros problemas reales con dosis de imbecilidades varias, que tomamos dóciles y gustosos porque somos incapaces de decidir con madurez y criterio cuáles son nuestras preferencias, nuestras prioridades y nuestros hobbies, más allá de lo que la masa impone que es la moda.

Desde que hace unos meses Carol anunció que en navidades iría a Australia para visitar a su amiga Elena, y que yo había decidido que no iba a ir con ella he experimentado con cierta sorna el grado de tontería que se ha generado entre todos en torno al tema de los viajes, la relevancia que ha cobrado y el tótem en el que se ha convertido entre la gente de nuestra edad. Obviando comentarios de familiares y amigos muy cercanos cuya lógica confianza les permite soltarme lo que les dé la gana desde el cariño y la amistad, lo cierto es que todas las personas que, por un motivo u otro, se han enterado de la situación que se planteaba han reaccionado de la misma forma (eliminando los malévolos que han visto en ello algún problema oculto en nuestra relación): “¿tú no vas? ¿por qué? ¡qué tonto!... Anda que si yo pudiera...” Con dos cojones. Da igual que yo, educado, les respondiera que me parecían muchas horas de avión, que significaba utilizar todas las vacaciones de navidad, que en este momento por circunstancias personales me parecía que era un viaje demasiado lejos y demasiado largo para afrontarlo. También que a mí Australia tampoco me llamaba mucho... Da igual, el gesto de sorpresa en la cara no se les iba. A viajar no se renuncia. Definitivamente, yo era un gilipollas. Viajar (y encima a un lugar exótico como ése) significa demasiado emocionalmente en nuestra perdida generación para desperdiciar un cartucho de elefante como éste. Hasta ahora, tras las pertinentes explicaciones, me callo y cambio de asunto. Lo que pienso realmente lo estoy exponiendo aquí por primera vez. Vamos a ver: ¿por qué cojones tengo que ir yo a Australia? ¿En mi trayectoria vital ese país significa algo que compense y dé sentido a ese desplazamiento? A Australia sólo me liga el factor humano. El enorme placer que supondría volver a ver a Elena. El gustazo que significaría tomarme unos whiskies con ella y Rhyall. Charlar con ellos. Pero nada relacionado con esa zona del mundo. En mi vida, antes o después de conocer a Carol, nunca me habría planteado viajar allá. Entonces, ¿por qué tengo que ir? ¿sólo por ese motivo? Bueno, pero es que por ese motivo debería viajar antes a Francia a ver a mi hermano Migue, o podría irme a Colorado a tomarme otro copazo con Juanma. ¿Porque una oportunidad así no se puede desperdiciar? Como que oportunidad. Un viaje como ése cuesta 1500 euros del ala. Allá aquél al que le parezca poco. Para mí, desde luego, que todavía no he cobrado mi primera nómina, es una pasta, pero a todos los lúcidos que me miran con cara de pasmarote cuando les digo que no voy les invito que retiren ese dinero de sus cartillas y disfruten de ese viaje inaplazable. ¿Que podría conocer un sitio completamente diferente? Pues lo siento señores, a mí me gusta viajar pero ese ímpetu tan marcado no lo tengo. No me voy a marcar cada año un viaje de este tipo y la verdad es que si lo racionalizo, por cuestiones personales, literarias, sentimentales y culturales preferiría afrontar un viaje a la Patagonia argentina o un recorrido de meses por toda Latinoamérica. Que está claro. Que me cuesta bastante viajar lejos. Punto. Que es un viaje muy largo. Punto. Que es una pena no ver a Elena. Sí. Pero seguro que ella disfruta con la presencia de su amiga y yo, mientras, me tomaré muchos whiskies con mis hermanos en Sevilla. Y qué le vamos a hacer, lo siento, seré feliz y me lo pasaré muy bien. A pesar de no haber viajado a las antípodas. A pesar de no poder contar nada exótico a la vuelta.

01 octubre 2006

El muro

Levantará un muro EEUU en la frontera con México. Para tratar de impedir una inmigración ilegal que ya no le sirve como antaño y supone un peligro para su equilibrio interno, tanto económico como social. Un telón de acero posmoderno que representará mejor que cualquier ensayo o documental la nueva división del mundo. Occidente se quita lentamente la careta, abandona con alivio las formas que se autoimpuso tras la Segunda Guerra Mundial, el discurso se hace pragmático y sólo faltan dar los pasos definitivos en la dirección que socialmente se impone para que aceptemos como lógico el establecimiento de muros fronterizos defensivos (y ofensivos) que contengan los desvaríos de un Tercer Mundo que se niega a morir de inanición y pretende alterar nuestro precario equilibrio liberal.

No supone ninguna sorpresa ese muro. Los que se rasgarán las vestiduras desde este lado del Atlántico ni siquiera tendrán un segundo para reflexionar y darse cuenta que ese muro es nuestra valla con Marruecos. Una valla donde hace unos meses nos acostumbramos a ver hordas de desesperados que quedaban atrapados en los pinchos metálicos que científicamente colocamos para que eso mismo les sucediese. Una valla que ha desaparecido de nuestros telediarios y ha dejado de provocarnos indigestiones morales, gracias a que nuestro gobierno socialista pagó con generosos acuerdos a Marruecos para que vigilaran con interés su zona de la frontera y evitaran que nos tuviéramos que acostar con esas terribles imágenes en la retina. Imágenes en las que unos tipos se destrozaban sus ropas, sus pieles y sus vidas tratando de saltar esa valla de la vergüenza. Ahora ya no vemos nada. Ya no hay imágenes. Ya no hay pruebas. Sólo la horrible certeza de que Marruecos hará lo que nuestra hipócrita sensibilidad europea no quiere conocer pero desea desesperadamente que otros hagan por ella.

Pero nuestra valla no era un símbolo. El mar nos rodea. Las pateras y las carreras bajo los focos y la luna de Melilla han sido sustituidos por los cayucos. Y el mar de momento no hemos encontrado una manera de cerrarlo. El muro de EEUU sí lo es. Es el símbolo de un punto de inflexión. El país que creció, se consolidó y consiguió la hegemonía mundial gracias a la inmigración y su inteligente reconversión en americanos de corazón, abandona parte de su idiosincrasia, aprovecha el evidente hastío social actual, los miedos que se han generado, la eterna amenaza de la pérdida de trabajo que soportan las clases bajas y ha decidido que es el momento de dejar de repartir el pastel. Que es el momento de comerse lo que queda sin compartir con nadie más.

Este verano comentaba con unos amigos que creía que a lo largo de nuestra vida seríamos testigos de cambios brutales en las decisiones de los gobiernos respecto a la inmigración. Llegaría un momento (especulaba yo, entonces) en el que aceptaríamos de mejor o peor manera, con cierto pudor y molestia pero sin oponernos activamente a ello, la necesidad de cerrar nuestras fronteras no sólo con muros y vallas, sino también con armas y muertos. Ese giro desgraciadamente lo veremos. Y no será para asegurar nuestra supervivencia, sino nuestros privilegios.