Dedicarte
a la docencia durante 10 años ofrece cierta perspectiva. Pasar curso tras curso
dentro las aulas de la enseñanza pública en Madrid, cada vez más complicadas y
masificadas gracias a la doble segregación Concertada/Pública y Bilingüe/No
Bilingüe, permite, si trabajas con los ojos abiertos y vives de manera activa
tu profesión, construir un opinión sobre lo que enseñamos, cómo lo enseñamos y
el contexto social y legislativo en el que podemos enseñar. Cuando curso tras
curso cambias de centro y terminas comprobando que existen realidades
inalterables cuyo origen es ese contexto socioeconómico y familiar del alumnado
que menosprecia la Administración, eres aun más consciente de cómo el auge
mediático de la innovación educativa y las nuevas pedagogías no son más que la
manera con la que el sistema esconde sus vergüenzas e intenta imponer sus
necesidades económicas a la escuela. No basta con la experiencia docente (que
es imprescindible), creo firmemente que todo profesor que intente construir un
argumentario fuerte sobre la educación y sus consecuencias está obligado a
estar continuamente leyendo. Pero no hablo de leer sobre nuevas técnicas
pedagógicas y cómo con ellas los alumnos alcanzarán ese insustancial y tiránico
estado de absoluta felicidad, sino que hablo de leer sobre economía, política,
filosofía y actualidad para realmente comprender el contexto real en el que trabaja
cada día.
Una
mirada curiosa e indagadora permite asegurar a todo el que sea honesto con la
razón intelectual que, más allá de esa realidad determinista de origen socioeconómico
y familiar que afecta decisivamente a la trayectoria educativa de los alumnos,
no existen verdades absolutas en relación a las mejores maneras de enseñar. En
cada centro no constreñido por proyectos educativos totalitarios y que permite
libertad de método pedagógico a sus profesores se observa con facilidad cómo
los mejores profesores, los que terminan calando en el alumno, aquellos que
permanecerán en su memoria para siempre, nunca tienen un único perfil: no
tienen por qué ser jóvenes ni mayores, ni innovadores tecnológicos ni representantes de la vieja escuela, ni han de ser obligatoriamente cercanos y
empáticos, ni necesariamente distantes. Pero hay una constante que se cumple inevitablemente en todos ellos y que surge siempre que los alumnos hablan sobre
ellos, sobre sus mejores profesores. Es una certeza transversal: esos profesores les enseñaron.
Les enseñaron cosas. Aprendieron con ellos. Aprendieron conocimientos.
Conocimientos que en los siguientes cursos les facilitaron la vida para
aprender nuevos conocimientos. No hablan así de aquellos que fueron buenos o cariñosos
con ellos, aunque eso lo valoren. A esos profesores los aprecian pero no suelen ser
los que los marcan. De los que hablan con esa profunda admiración adolescente
que solo surge en los momentos especiales son de los otros, de los que les
enseñaron de verdad, de los que les abrieron las puertas de saber. Aunque solo
fuese una rendija durante un solo curso.
La
enseñanza de contenidos (eso que algunos llaman "instrucción" de manera despectiva) es la única que, paradójicamente, deja
espacio al alumno para la crítica y la rebelión. Para el uso de la razón y de
la reflexión. No se puede enseñar nada desde la nada. No se puede aprender nada
cuando la nada inunda las aulas. Por mucho que las "flipeemos". Solo desde una defensa expresa del conocimiento podemos defender una escuela realmente
útil para la sociedad. Por eso hay que luchar contra ese mantra liberal que,
desgraciadamente, los viejos y caducos partidos socialdemócratas europeos han
terminado asumiendo como propio: "hay que poner la escuela al servicio de
la sociedad". En absoluto. La escuela (pública) es un servicio de la
sociedad a sus ciudadanos.
El
alumno solo encontrará ese espacio de libertad en las escuelas si sus
profesores no son elegidos por empresas, entidades religiosas o estados
totalitarios. Es irónico que aquellos que defienden poner el dinero público en
manos de empresas privadas u organizaciones religiosas para que eduquen a sus
hijos según sus limitantes principios ideológicos son los mismos que lanzan cada
día soflamas histéricas sobre el supuesto control ideológico de los alumnos por
parte del Estado a través de los profesores funcionarios. Hay que no tener ni puñetera
idea de cómo funcionan los IES y los colegios públicos para creerse algo así. La
oposiciones y el anoréxico mercado laboral hacen que exista una enorme
pluralidad de voces en la enseñanza. ¿Control ideológico de la información que
le llega a los alumnos? ¿Control ideológico y moral de la labor docente? No lo duden, si quieren encontrarlo saben
dónde buscar: en la enseñanza privada y privada-concertada.
Actualmente
vivimos inmersos en una nueva batalla por la "modernidad" de la
educación. De momento apenas roza el día el día de las aulas pero se está
convirtiendo en una clamor mediático que construye los cimientos para el asalto
final del capitalismo al mundo de la enseñanza ¿Eres profesor? Pues o eres
innovador o eres una rémora. Y por innovación hay que dejar de pensar en nuevas
tecnologías. La cosa no va por ahí.La
"nueva" educación psicoafectiva, cuyos mayores defensoresse encuentran curiosamente en cierta clase
media pijoprogre que ha convertido la crianza de los hijos en un proyecto vital
totalitario, intenta modelar emocionalmente a los alumnos y (re)construirlos
según valores pretendidamente positivos.
Lo
que finalmente se busca son consumidores dóciles y trabajadores entrenados (el
puto coaching) emocionalmente para tolerar la frustración. Consumidores poco
exigentes, sin criterio propio, sin rabia. Trabajadores adiestrados (¿amaestrados?)
en las competencias y habilidades que el mercado considera adecuadas y
aprovechables. Sin conocimientos, sin posibilidades económicas de alcanzar
estudios superiores de nivel, las clases populares (vamos, los pobres) vuelven
a estar de nuevo condenadas. Pero eso sí, estarán "educados",
"entrenados" no solo para soportar su miseria y
"comprenderla", sino también para justificarla. No sabrán nada de nada pero creerán
que lo que les pasa es normal, natural. Y ese será el gran triunfo de la nueva educación,
esa que promete hacerlos felices a todos tan solo mientras sean niños y adolescentes, para después abandonarlos en manos de un Mercado que pueda disponer de ellos "eficazmente". Y los siga formando durante toda su vida.
¿Cómo
conseguir que un alumno comprenda que nada gana con focalizar su energía
adolescente en negar el aprendizaje que le propone la escuela?
Vivimos en un
tiempo en el que el antiintelectualismo se ha infiltrado en todas las capas
sociales, el conocimiento se banaliza y la persona instruida en cualquier saber
debe disfrazarse coloquialmente de "friki" para poder sobrevivir en
su entorno social. Solo deslumbra el que alcanza el éxito, aunque sea debido a
la futilidad más absurda. Lo racional ha perdido de nuevo la batalla, no solo
contra lo emocional sino también contra una frivolidad hedonista que provoca
arcadas. Se desprecia sin tapujos cualquier amago de conocimiento demostrado,
de dato contrastado o de opinión argumentada. No hace falta saber, dicen. Y llevan
años intentando trasladar ese lema, propio de imbéciles, a la escuela. Se
denuesta la "transmisión de conocimientos" (¡anatema!) cuando es la
única manera de ser leales con las nuevas generaciones, para que maticen su
arrogante (y natural) adanismo adolescente con la comprensión de una historia
previa a su vidas donde se ofrecieron muchas posibles soluciones a muchas de
las preguntas y desafíos intelectuales y vitales a los que ellos se han de
enfrentar. No se trata de acotar esas soluciones, sino de ampliar los horizontes
de las posibles respuestas.
Potenciar la
creatividad no puede convertirse en dilatar de manera dramática esa época de la
infancia en la que se le aplaude de manera exagerada al niño cualquier
actividad supuestamente artística u ocurrencia inesperada. Cuando para cada
padre su hijo parece ser el más ingenioso, perspicaz y curioso de la manada. La
enseñanza en la adolescencia nos obliga a hacerles comprender a los alumnos la
importancia de conjugar el principio de realidad con el principio de deseo, desintoxicarles
de equivocadas percepciones de esa realidad que hasta ahora, en muchos casos,
ha estado supeditada a sus caprichos infantiles, y permitirles conocer sus
limitaciones para aprender a trabajar sobre ellas, para mejorar y avanzar en su
formación académica e intelectual. Pero claro, todo eso es demasiado prosaico
para muchos padres que convirtieron a sus hijos en neojuguetes emocionales durante
demasiado tiempo y no están preparados para ningún contratiempo, ni para que
nadie les venga a decir que sus retoños no son esas lumbreras que ellos
creyeron criar. Esos padres, las nuevas formas de ejercer la paternidad, los pijopadres de
clase media y media alta se han convertido en una variable trascendente en la absurda
deriva en la que está inmersa la educación en la actualidad. Su manera
esencialista de entender la crianza se ha infiltrado sin solución en el debate
educativo, y cualquiera de sus absurdas reivindicaciones (como la ridícula y sonrojante campaña "antideberes")
encuentra rápidamente altavoces mediáticos financiados, en último lugar, por un
sector privadoansioso por aumentar sus
beneficios en el apetitoso ámbito de la educación reglada.
¿Quiénes son los que nunca aparecen en estos debates? Los padres de las clases populares.
Cuyos hijos serían los verdaderamente perjudicados si estas distopías de
perversa felicidad educativa se hiciesen realidad. Nadie los representa jamás en estas discusiones. Significativo.
Desde hace ya
muchos años se identifica de manera deshonesta y artera "transmitir
conocimiento" con una escuela decadente, del "siglo XIX",
mientras que "potenciar la creatividad" del alumno, aunque nadie sepa
exactamente qué significa eso, ni qué resultado real se obtiene de ello, supone
transitar hacia una luminosa modernidad, hacia un cambio de paradigma
pedagógico. Es triste constatar el fracaso de muchos de los profesores que intentan
aplicar, en la dureza diaria de las aulas, los delirios de los gurús
pedagógicos habituales en las charlas TED. En las redes y en sus discursos se
muestran como fanáticos defensores de esas nuevas pedagogías, tan creativas y
tan empáticas. Presumen de minusvalorar aprendizajes concretos de sus materias
para priorizar las clases-evento (algunos incluso fardan en los periódicos de
comer sandías en sus clases como forma de provocar extrañamiento en sus
alumnos), que después difunden de manera compulsiva por redes sociales para
satisfacer su vanidad y reforzar posiciones en la tribu. Tras el espejismo suele
aparecer la cruda realidad, cuando se enfrentan a la aspereza diaria del aula
de la enseñanza pública, a grupos de alumnos no seleccionados, sin motivación
intrínseca, sin intereses manifiestos, disruptivos no por naturaleza sino, en
general, por unindecente determinismo
socioeconómico (eso de lo que nunca les gusta hablar). Y demuestran su
incapacidad docente. En el fondo, como la de gran parte del resto de su
compañeros profesores. Porque en el día a día del aula es tremendamente
complicado hacerlo bien. Incapacidad para empatizar. Incapacidad para conseguir
aprendizajes significativos. Incapacidad incluso para mantener en sus aulas un
clima de convivencia aceptable. Incapaces. Inútiles en su labor. He sido
compañero de algunos de estos profes-gurús. He sido testigo de cómo intentaban
implantar en sus horas de tutoría un sucedáneo de mindfulness mientras los alumnos se reían a
sus espaldas y contaban cómo se dormían en esas clases y se descojonaban de la
influencia intelectual del profesor en cuestión. Nada más ridículo que su
fracaso diario. Pero no por el propio fracaso (el éxito nunca dependió tan solo
de ellos), sino por las pretensiones y el desdén hacia otras prácticas
"menos innovadoras" implícitos en sus discursos. Porque el problema
de planteamientos maximalistas como los que defienden es que el fracaso no se
contempla, no es posible. Porque ellos son rompedores, dinámicos, cercanos,
líderes, guías, innovadores. Ellos son ese tipo de docente que yo describo como
"profesor onanista": no dejan de hacer cursos, de
"formarse", de preparar "dinámicas", actividades
rompedoras... Solo tienen un problema, un obstáculo, un impedimento: la
realidad. Sus alumnos, tras su clases, no muestran cambio significativo alguno.
Y si, finalmente, su labor impacta de alguna manera en ellos, habría que delimitar
si ello depende de sus técnicas pedagógicas o de su carisma. Y qué jodido
resultaría tener que constatar que esa influencia, la del carácter, es lo
trascendente. Porque echaría por tierra la construcción del nuevo imaginario
pedagógico.
Durante lo
últimos tiempos asistimos a una anómala y extraordinaria difusión mediática de todo
tipo de prácticas pedagógicas alternativas que rozan el delirio. Un ejemplo de
ellos es la serie de artículos que la periodista Ana Torres Menárguez
publica en El País bajo el paraguas de "innovación educativa" y que,
curiosamente(no es casualidad, seguro)
se publican en la sección de Economía del diario.En ellos podemos encontrar lo que, en un
primer momento, podemos considerar tan solo insensateces sin valor a las que
nadie medianamente racional podría hacer mucho caso: "El profesor del siglo XXI tiene que enseñar lo que no sabe"; "el profesor ya no tiene valor como transmisor de información. Ahora lo que tiene que hacer es diseñar nuevas experiencias de aprendizaje"; "en la escuela se aprende a través de la memorización, sin pensar". Prácticamente cada día aparece un
nuevo sabio dispuesto a aportarnos luz (difusa). Este, en el ABC: "el conocimiento en Lengua, Matemáticas, Ciencias y Humanidades está en Internet, los jóvenes tienen que hacer cosas prácticas en el colegio". El primer impulso del que
conoce la educación desde dentro, desde las aulas de la educación obligatoria,
es desdeñar afirmaciones idiotas como las anteriores. El primer impulso es la
risa incrédula. Pero deberíamos andar con cuidado porque detrás de la
proliferación de críticas a la docencia realista y pragmática que tiene
resultados (por supuesto mejorables) y ha permitido posibilidades de futuro a
miles de alumnos no se intuye un intento de mejora de lo existente, sino su
sustitución por ensoñaciones intelectualmente propias del pensamiento
mágico que, en el fondo, enmascaran el último intento del sector privado por dirigir y capitalizar la "modernización" pedagógica de nuestras aulas y nuestros profesores.
Yo soy
profesor de la ESO y Bachillerato. Nunca seré uno de esos grandes profesores
que promociona la Fundación Atresmedia. Afortunadamente. Tampoco hago videos de
Youtube. Considero lo del flipped classroom una extraordinaria memez que, en
muchos casos, provoca vergüenza ajena y que, en todo caso, aleja al alumno del
elemento clave de la enseñanza presencial: la posibilidad de interpelar
directamente a su profesor cuando no comprende algo. Creo que el Aprendizaje
Basado en Proyectos (ABP) puede resultar útil para aprendizajes concretos, pero resultan evidentes sus limitaciones para una formación profunda y reflexiva por el tiempo disponible para cada materia. Es clave entender que no existen soluciones mágicas
en esto de la educación pero que, por supuesto, no se puede desdeñar el uso de
nuevas estrategias de aprendizaje si resultan útiles, provengan de la corriente
pedagógica que provengan. No conozco un solo profesor al que le preocupe su
profesión que no modifique cada año sus clases buscando nuevas maneras de
llegar a sus alumnos. Pero en estos tiempos oscuros resulta fundamental posicionarse
y defender con enorme firmeza la importancia de los contenidos. Se está
transmitiendo en la actualidad un absurdo y peligroso desprecio por la
adquisición de conocimientos. Y en esa trinchera nadie me encontrará jamás. Yo
doy clases. A la vieja usanza. Y transmito conocimientos (¡anatema!). Doy
"clases magistrales" (bueno, ya me gustaría que fueran magistrales). Y
lo haga mejor o peor soy consciente cada día de que es inevitable cierto nivel
de fracaso. Porque yo fracaso. Todos los días. Desde hace años. Desde que
empecé a dar clases. Incluso aunque las clases funcionen. Siempre hay algunos
alumnos que se perderán por el camino. Que no entienden que aprender implica
motivación y emoción, sí. Pero también esfuerzo. Y constancia. Pero es que,
además de lo que hagamos mis alumnos y yo, también existe el contexto
socioeconómico y familiar en el que se desarrolla la vida del alumno. Y ese factor tiene
una importancia esencial, acrecentada por los recortes, los aumentos de ratios
y la segregación sociológica que provocan programas como el bilingüismo en
Madrid. Porque el fracaso educativo es una realidad que no va a desaparecer.
Pero no afecta a todos por igual. No afecta por igual a los hijos de la clase
media que a los hijos de las clases populares. Y no es casualidad. Y esa es la
lucha a la que yo he decidido dedicar mi vida laboral. No soy un mercenario ni
tampoco me considero tan solo un profesional de la educación pública. Si hacen bien su trabajo entiendo
a los primeros y respeto a los segundos. El cementario educativo está repleto de bobaliconas vocaciones sentimentalmente equivocadas. Yo soy un convencido. Un entusiasta. Creo realmente en la importancia de
mi labor, a pequeña escala, en la vida de los cientos de adolescentes a los que
ya di clases. Cada loco con su tema.
Espero que mis alumnos, en el futuro, me recuerden con cariño. Que consideren que siempre los respeté y que siempre estuve ahí para ayudarles
en su formación. Me obsesiona eso. Que sean conscientes de que les enseñé lo que tenían que saber en ese momento clave de sus estudios. Pero sobre todo espero que me recuerden por haberles transmitido la
necesidad de aprender conocimientos, de saber muchas cosas, de muchas materias
(no solo de la mía), de estar atentos a la realidad, de no dejarse seducir por
los atajos. Porque solo con información y el conocimiento de voces diferentes
y datos contrastados se puede desarrollar un pensamiento crítico. Lo demás es una enorme mentira disfrazada de buenas intenciones.
Estos fueron los libros que leí por primera vez durante durante
2016. Año con lecturas variadas, algunas excelentes, otras decepcionantes. Todas necesarias para seguir al día del momento en el que vivo.
CT o la Cultura de la Transición (2012) – Varios autores.
Ensayo (sociología).
Subsuelo (2015) – Marcelo Luján. Novela.
La tierra que pisamos (2016) – Jesús Carrasco. Novela.
Los muertos (2010) – Jorge Carrión. Novela.
La desfachatez intelectual (2016) – Ignacio Sánchez Cuenca.
Ensayo (sociología)
Aquí comparto la segunda tanda de películas que vi por primera vez durante 2016. Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las fui viendo.
Cien años de perdón (2016) – Daniel Calparsoro. No permanecerá
en la memoria del cinéfilo esta muestra rutinaria de un cine español que traslada
con éxito los esquemas del cine americano de género. Cine que no molesta, que
se deja que ver, que no deja huella y sirve como entretenimiento inocuo porque
prefiere no profundizar en las claves de esa sociedad corrupta en la que se
desarrolla. La falta de ambición es su gran lastre.
Los exiliados románticos (2015) – Jonás Trueba. El cine del
menor de la saga de los Trueba tiene personalidad propia, es poderoso en su
afán de simpleza, y su fuerza radica en lo que parece ser una inconsciencia
completamente meditada: Jonás Trueba hace el cine que le sale del corazón, un
cine que puede parecer a ojos despistados intrascendente, destartalado o aburrido.
Pero es un cine con alma, que transpira verdad, inocula emoción y trasmite una
pasión feroz por la vida.
El futuro (2013) – Luis López Carrasco. Extraña e hipnótica
película. No comparto la pasión de cierta crítica nacional por ella. Implica un
esfuerzo demasiado intelectualoide por parte del espectador aceptar las lecturas
sociopolíticas que se han querido hacer de esta película. Se desarrolla
íntegramente en una fiesta, el día que Felipe González gana en las elecciones
en 1982, en la que vemos cómo la peña habla, se ríe, se emborracha, discute o
se pelea, pero apenas alcanzamos a escuchar fragmentos entrecortados de las
conversaciones. Se ha escrito mucho sobre ella, sobre el desencanto por la
política, por la Transición y por la España que se estaba construyendo. No termino
de verlo. Será problema mío.
Calle Cloverfield 10 (2016) – Dan Trachtenberg. Aunque el
rollito de ser (y no ser) una secuela de Monstruoso, la película de Matt
Reeves, termine siendo más una molestia que un beneficio (resulta demasiado
evidente el artificio publicitario, termina siendo ridículo) lo cierto es que
como película adscrita al subgénero de encierro post-apocalíptico y
claustrofóbico en búnker americano (tamaño medio, ¿no tiene cada americano el
suyo?) funciona razonablemente bien. Mantiene la tensión, la ambigüedad y el
punto de terror atmosférico necesario. Entretenida.
El viaje de Arlo (2015) – Peter Sohn. Resulta anodina,
convencional, repleta de clichés y de roles de género. Un Pixar menor que no cuaja en ningún momento en
película notable. Aburrida y convencional.
Hidden (2015) – Hermanos Duffer. Antes de Stranger things
los hermanos Duffer escribieron y dirigieron esta vuelta de tuerca de la
clásica historia de encierro familiar tras brote de epidemia mortífera que
genera la aparición de zombis. La película crece en interés cuando deja al
descubierto su verdadera identidad y la reflexión, al estilo de la clásica Soy
leyenda, se impone a una producción más bien pobre y a una historia construida mediante
todos los clichés del género. Se deja ver.
Alma salvaje (2014) – Jean-Marc Vallée. Película intimista,
viaje introspectivo, redención de una vida egoísta y absurda a través del
esfuerzo físico y la soledad. Todo eso queda estupendo sobre el papel. ¿El
resultado? Pura pornografía emocional. El rollito de la superación personal
capaz de imponerse a cualquier drama vital encabrona e irrita. Pero qué le mola
a Hollywood.
Midiendo el mundo (2012) – Detler Buck. Qué bonita música. Y
qué bonita su historia: las vidas paralelas de Alexander von Humboldt y Carl
Friedrich Gauss, dos genios de la ciencia, dos hombres cuya curiosidad era
insaciable. La película, solo por eso,y
sin llegar a la altura de los hombres de los que habla, merece la pena. No se
pueden obviar errores en el tono y en el ritmo de la película. Pero
recomendaría una y otra vez acercarse a la vida de estos dos tipos.
El camino a casa (1999) – Zhang Yimou. Donde algunos ven
amor y poesía en un paisaje arrebatador yo solo me encuentro el retrato absurdo de la obsesión
irracional de una mujer joven que bordea peligrosamente la idiotez. El director se empeña en mostranos sus carreras, sus coletas y sus lágrimas según un canon romántico pueril que presupone que el amor absoluto implica una deterioro inevitable de las funciones cognitivas superiores. Me da pereza hasta pensar en ella.
Anarchy: la noche de las bestias (2014) – James DeMonaco. La
segunda película de la trilogía de La Purga es la mejor de las tres. Personajes recios,
sobria puesta en escena y la cuestión sociopolíticadistópica aparece al fin como conflicto y motor de una historia dura y afilada, aunque inevitablemente superficial.
Entretenida.
Embarazados (2015) – Juana Macías. Hay un tendencia reciente
en el cine español que termina resultado irritante. Durante un rato, al principio
del metraje, se impugnan mediante convincentes argumentos racionales
convenciones sociales arraigadas con fuerza en nuestra sociedad, para finalmente
sucumbir a la fuerza de la emoción irracional, del instinto primitivo y del conservadurismo
social. Pero hay algo peor que eso. Lo peor es que durante esa primera parte apenas sonríes y después, en la segunda, te aburres
miserablemente.
Midnight special (2016) – Jeff Nichols. Uno de los
directores norteamericanos más interesantes del momento nos deja una película estupenda de ciencia ficción en la que un niño con poderes es secuestrado por su propio padre para
salvarlo de una secta milenarista. Relato audiovisual de calidad que narra con enorme fuerza una hermosa relación padre-hijo. Extrañamente áspera resultará una experiencia
incómoda para el espectador despistado. Una de las grandes películas de este año.
Sisters (2015) – Jason Moore. Película realizada para el
lucimiento de sus dos protagonistas, estrellas cómicas de la televisión
americana. Es una absurda acumulación de sketches con poca gracia, sin hilo en
común y con una historia de aceptación y redención social y familiar vomitiva.
Penosa.
Belle de jour (1967) – Luis Buñuel. Brutal retrato de la
clase media acomodada en la Francia de la segunda mitad de siglo XX. La doble
moraly la hipocresía no son denunciadas
sino expuestas en carne viva. El fracaso vital se mastica con la tristeza y la
rabia de la desigualdad social. Brillante.
La silla de Fernando (2006) – Luis Alegre y David Trueba. En
primera persona, sin contraplanos ni imágenes de archivo, Fernando Fernán
Gómez, uno de los personajes culturalesmás importantes de la España del último siglo, desgrana anécdotas,
recuerdos y reflexiones sobre la vida, el cine, las relaciones y su carrera.
Una delicia.
Viridiana (1961) – Luis Buñuel. Perversa y venenosa. Cine con
mayúsculas que construye un humanismo artificial de origen religioso solo para
destruirlo, con saña, con lucidez, de manera reflexiva, sin ambages. Una
película extraordinariamente moderna cuya fuerza se
agiganta con el paso de los años con un tramo final antológico. Extraordinaria.
Los olvidados (1950) – Luis Buñuel. Una auténtica obra
maestra. Tal vez la mejor película que vi durante 2016. Buñuel construye una
historia con vocación atemporal que pone el foco sobre la violencia
intrínseca de una juventud criada en los arrabales del sistema, que nada espera
de la vida y que por tanto no solo no teme a la muerte sino que la desafía y la
invoca. Estremecedora.
Un perro andaluz (1929) – Luis Buñuel. Ni siquiera es ya
necesario opinar sobre esta película. Está ya por encima del bien y del mal.
Pertenece a la historia de la cultura del siglo XX. Respira libertad, respira
atrevimiento y transmite inteligencia.
High Rise (2015) – Ben Wheatley. Tras su apariencia de cine
convencional esta adaptación de una novela de Ballard esconde una carga de profundidad que la emparenta con Snowpiercer a
la hora de plantear una solución radical y subversiva a los conflictos que
provoca la sociedad de clases capitalista. Lúcida, incómoda, caótica y desordenada. Muy recomendable.
Misión imposible 5: nación secreta (2015) – Christopher
McQuarrie. Escribo esto pocos meses después de ver la película. Ya casi no recuerdo nada de la trama. Y mi memoria siempre ha sido excelente. Un pasatiempo de baja estofa, un bolo auténtico, que diría mi padre.
Sangre de héroes (1989) – David Webb Peoples. El guionista de
Blade Runner nos deja una película casi conceptual. En un futuro post-apocalíptico
un deporte en el que la vida está en juego es utilizado como metáfora para
aprehender el significado de la importancia de la vida y del momento. Pero vamos, no te
creas ni la mitad de lo que escribo: pura basura sin sentido a la que el tiempo
daña hasta sangrar. Mala de solemnidad. Curiosa para los que nos gusta profundizar en la serie Z del cine sde ciencia ficción.
Kiki, el amor se hace (2016) – Paco León. Comedia agridulce en la que las parafilias son usadas como fuente de humor
sin reflexión. El resultado es una película blandita, que no molesta pero no deja poso alguno.
El pregón (2016) – Dani de la Torre. Ver a Berto Romero
actuar siempre es garantía de sonrisas y algunos aciertos de guión permiten realmente su
lucimiento personal. Pero más allá de algunos sketches conseguidos la película
no se sostiene y se hace más bien pesadita. Para una tarde de sábado sin
aspiraciones tal vez pueda funcionar. Se le agradece su falta de ambición. Sabe lo que es y lo que pretende.
La invitación (2015) – Karyn Kusama. Cine indie que sostiene
de manera magistral la tensión durante una hora de película hasta estallar en
un climax final de enorme fuerza. Muy entretenida, contiene una curiosa carga de
profundidad contra el pensamiento positivo y el intento absurdo de eliminar o apartar cualquier
aspecto doloroso de nuestras vidas.
Maestros de la luz (1992) – Arnold Glassman, Todd McCarthy,
Stuar Samuels. Una auténtica gozada. Documental imprescindible para cinéfilos
que se centra en el arte de los directores defotografía, analizando secuencias emblemáticas y los trucos de los más grandes.
Las hurdes (1933) – Luis Buñuel. La irrelevancia de cierto cine y televisión actual se hace más evidente al contemplar cómo las posibilidades de subversión y revolución del medio audiovisual fueron aprovechadas hace ya 80 años con una audacia y una inteligencia a la que
hoy de difícil asistir. No es un documental sobre la miseria, es un llamamiento
desesperado a cambiar el mundo.
Captain fantastic (2016) – Matt Ross (cine). Tan simpática,
tan alternativa, tan antisistema. Un puto fraude. Basura progre-guay. Emparentada con la mucho más interesante La costa de los mosquitos, la película plantea una historia artificial en la
que una familia occidental decide alejarse de la civilización para educar a sus
hijos en plena naturaleza, en la pureza de unos valores no contaminados por la
sociedad. Pura ensoñación new age. Ridícula.
Anomalisa (2015) – Charlie Kaufman, Duke Johnson. Hace daño.
Es lo mejor que se puede decir de esta película. Hace daño. Porque habla del
paso del tiempo, de las ilusiones rotas, de la vitalidad física que ya no se
encuentra, de la ensoñación permanente que ya no erotiza, de una madurez que no
se valora. Y de los errores vitales que destrozan vidas y familias. Cine de
animación estimulante e inteligente.
Paulina (2015) – Santiago Mitre. Una película absolutamente
errada que ensalza la emoción sin razón y denosta el pensamiento reflexivo y
racional en el muy espinoso tema de las violaciones y el dilema posterior sobre
la posibilidad de abortar. De manera maniquea presenta el razonamiento crítico
sobre las diferencias sociales en un plano meramente teórico, de progres de
salón, mientras que la protagonista, al mancharse las manos de realidad social
y ser violada por aquellos a los que intentaba ayudar, decide imbuirse de un
mesianismo imbécil e irracional que es elevado a la categoría de posibilidad intelectual en un ejemplo clásico de la falacia lógica del falso dilema.
Dos buenos tipos (2016) – Shane Black. Clasica muestra del cine comercial americano que mezcla comedia y acción. Escrita y dirigida por el guionista de Arma letal su historia está construida con detalle y mimo, deudora de la tradición y con la frescura de la
irreverencia. Entretiene
Independence day: resurgence (2016) – Rolan Emmerich. Basura
intergaláctica. No queda nada de lo que al menos hiciera divertida aquella
primera y absurda película de los 90, con quel discurso sobre la liberacion
mundial con el que tanto nos descojonamos. Aburrida, inconsistente,
infantiloide y fragmentaria. El carisma de los personajes está al nivel de Jar Jar Binks.
Maggie (2015) – Henry Hobson. Acercamiento intimista a la
temática zombi entendida como enfermedad sin solución. Un Schwarzenegger contenido ayuda a empatizar
con una historia pequeña, extraña, desarrollada en los márgenes del cine de
masas. Funciona.
Buscando a Dory (2016) – Andrew
Stanton. Simpática y bien realizada. El toque Pixar de calidad permanece pero
no así la sorpresa ni la fascinación con la que vimos sus primeros títulos. Secuela
rutinaria. Bonita de ver
El discreto encanto de la burguesía (1972) – Luis Buñuel. Un
divertimento de alta categoría al que se le han buscado interpretaciones por
encima de sus posibilidades. Entretiene pero desfallece a medida que el metraje
avanza por la indefinición de la propuesta.
La leyenda de Tarzán (2016) – David Yates. Un enorme
despropósito. No hay por dónde coger esta cosa en la que se entremezclan sin
solución de continuidad aciertos de producción, errores de guión de principiante,
un casting completamente equivocado y una historia descabellada con un final
delirante. Qué cosa más mala, madre mía.
ARQ (2016) – Tony Elliot. Serie B en la líneade Al filo del mañana, la película de Tom
Cruise. Una máquina resetea el tiempo y eso permite a los protagonistas buscar
una y otra vez sin descanso la solución al MacGuffin que plantea la historia.
Entretenida a ratos termina dejando poca huella al finalizar.
Arrival (2016) – Dennis Villenauve (cine). Una de las mejores películas que vi durante este año. Un relato audiovisual fascinante que juega en
la misma liga que Interstellar, por momentos dialoga de tú a tú con 2001 y vapulea a
Encuentros en la tercera fase. Excelente.
Sunset song (2015) – Terence Davis. No me terminó de
convencer una de estas películas a las que la crítica "seria"
convierte en obra maestra apenas aparece en escena. Visualmente es arrebatadora
pero la historia resulta fatigosa y la evolución de los personajes errática.
Cazafantasmas (2016) – Paul Feig. Remake de la famosa película de los 80. Estuvo envuelta en un escándalo
idiota por sustituir a los personajes masculinos por mujeres (cuando tal vez ese cambio sea lo mejor de la propuesta, por la inversión de roles y de clichés de género que permite). Mantiene el tipo, divierte en ocasiones y termina derrapando en su necesidad de
ofrecer un insípido espectáculo final anegado de efectos especiales. Pasable.
Mi amigo el gigante (2016) – Steven Spielberg. Durante un
rato, al principio, la película se sostiene por la complicidad del espectador
pero a partir de cierto momento no deja de caer, de hundirse en la miseria, hasta llegar a la larga
secuencia del castillo de la reina que provoca vergüenza ajena en el
espectador. Puede que sea la peor película que haya dirigido un Spielberg que se muestra rutinario y escaso de ideas en la dirección. Mala sin matices.
Upstream color (2013) – Shane Carruth. Absoluta anomalía
cinematográfica que cuenta de manera
oscura una críptica y extraña historia sobre conexiones emocionales entre
personas sometidas a un shock. Es perturbadora e inquietante, nada de lo que
se cuenta (ni cómo se cuenta) parece tener sentido, pero no solo no
puedes dejar de verla sino que engancha y atrae. No es para todo tipo de
públicos pero es enormemente atractiva. Puro cine.
Patterson (2016) – Jim Jarmush (cine). ¿Existe realmente la
felicidad? Tal vez solo sea ese estado en el que, cubiertas la necesidades
básicas, no estamos sometidos al temporal de la enfermedad y somos capaces de
situarnos en la misma frecuencia del momento y el lugar en el que
vivimos y de aquellos con los que convivimos. Tan poca cosa, tal vez. Tanto, en el fondo. Jarmush construye su historia sobre esta idea y ofrece una de las películas más importantes
del año. Una joya.
Suicide squad (2016) – David Ayer. Basura infinita. Bodrio
superlativo. Todo lo malo de las adaptaciones de superhéroes (ruidosa, pobres efectos
especiales, historia caótica y confusa en la que la evolución de los personajes carece de sentido alguno) y ninguna de sus
posibles virtudes (no hay humor, no hay ritmo, los personajes que debieran ser carismáticos no tienen espacio suficiente para crecer). Más allá de un montaje absurdo que destroza la continuidad de la historia esta película es de lo peor que vi en
años.
Rogue one (2016) – Gareth Edwards (cine). La disfruté mucho.
El enorme valor de esta película es que abre con éxito la puerta a la expansión en la gran pantalla del rico universo de Star Wars con historias en las que
el drama de la familia Skywalker no sea el motor fundamental. Nuevos personajes
y una versión diferente de una Rebelión a la que siempre observamos desde la
perspectiva de los héroes pulcros y a la que ahora miramos a través de los ojos
de los curritos de la galaxia, de los que se ensuciaron de verdad las manos.
Sing street (2016) – John Carney. Estimable película que
continúa con la misma fórmula de musical pegado a la realidad que el mismo director
utilizara en Once y Begin again. Hay intensidad emocional, una acertada (y
melancólica) recreación de unos 80 que empiezan a quedar muy atrás y cierta
amargura en la reflexión sobre los sueños rotos.
Estas son las películas nuevas (no tengo en cuenta las
revisiones) que vi durante el año que acaba de finalizar. Aclaro, mediante la
palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas
cronológicamente, según las fui viendo. De nuevo fueron casi 100, de manera que separo la lista en dos partes para
hacer más digerible su lectura.
Extinction (2015) – Miguel Ángel Vivas. Pasó desapercibida y no
lo merecía. Serie B, género post-apocalíptico con amenaza latente.
Unos pocos personajes unidos por el dolor y por el pasado sobreviviendo en un
paisaje desolador donde el frío y la nieve sirven como refugio y como tortura
vital. Un final melancólico y bien construido remata una pelíucla muy digna,
muy recomendable para los aficionados al género. Buen recuerdo.
Las sufragistas (2015) – Sarah Gavaron (cine). Dura, contenida
y necesaria revisión de una época histórica clave en la liberación de la mujer. La pobreza y la miseria la sufrían casi todos
pero la humillación y el desdén de los iguales solo eran sobrellevados por
ellas. Película que duele, hiere y molesta. Hay que verla.
En el corazón del mar (2015) – Ron Howard. Hay un cine académico
americano que intenta seguir aferrado a las viejas reglas de la vieja industria pero apesta a rancio. Es un cine modélico en lo técnico al que los
nuevos tiempos han despedazado, mostrando sus miserias y obviando sus pocas
virtudes. Aventura de las de antes, basada en los hechos reales que inspiraran
el Moby Dick de Melville, a la que le falta frescura y le sobre artificio e
impostura. Con la ya habitualmente tediosa dirección de un Ron Howard en plena
decadencia.
The host (2006) – Bong Joon-Ho. Nunca me ha gustado el cine de
terror o de "sustos". Me parece un género que tiende al manierismo y
generalmente es insustancial. Pero reconozco haber visto buenas películas de este tipo los últimos años. Y hay en cierto cine asiático una forma de
afrontarlo que mezcla estética y vulgaridad que me atrae. No es esta película una
de sus mejores muestras (no deja de ser otra película más de bicho asesino,
tipo Alien) pero es capaz de entretener, profundizar en las relaciones familiares
y aportar una visión ácida de las sociedades modernas.
Les combattants (2014) – Thomas Cailley. Extraña y sugestiva
historia adolescente que esconde debajo de su capa más superficial una
interesante reflexión sobre la imposibilidad de sobrevivir a los avatares de la
vida sin los otros, sin ese otro que tienes al lado y que no valoras o incluso
desprecias mientras nada ni nadie parece hacerte falta, inmerso en esa ficción de autonomía en la que el capitalismo nos ha hecho creer. Muy interesante.
El desconocido (2015) – Dani de la Torre. Qué pena. Qué
rabia. Ópera prima de otro director joven criado en las tetas del cine de
género norteamericano. Domina la perfección la puesta en escena y los tiempos
de una trama inteligente que juega con las emociones de un espectador que
empatiza con un personaje central, el banquero, mientras entiende perfectamente
las razones de su agresor, el jodido por la crisis (que amenaza su vida y la de
sus hijos). Funciona porque hay fuerza en su narración audiovisual pero es su
final, maniqueo, miserable y cobarde, el que la hunde y la hace despreciable.
Lo social como excusa para el espectáculo light y la redención lacrimógena.
¡Anda ya!
The big short (2015) – Adam McKay. Apasionante, rica,
desmesurada, a ratos bestial y a ratos excesivamente didáctica. Retrato
completo del indecente, absurdo, egoísta y rastrero mundo de las grandes y las
pequeñas finanzas cuyo colapso provocó la gran crisis económica. Nadie quería
ser el primero en bajarse del tren en marcha. Imprescindible.
Bone tomahawk (2015) – S. Craig Zahler. El western es ese
género al que tantas veces dieron por muerto pero siempre termina ofreciendo
propuestas estimulantes, diferentes, ricas y profundas. Una de las sorpresas
del año fue esta película con extraños ribetes de gore que no solo no desentonan sino
que la enriquecen. Una pequeña joya que consigue una historia en la que el
tiempo se dilata y los personajes se expanden. Construida sobre el firme de la
tradición (ese viejo ayudante es el mejor homenaje posible al inolvidable
Walter Brennan) pero sin complejos a la hora de aportar algo diferente. Estupenda.
Sin hijos (2015) – Ariel Winograd. Pretende ser graciosa, incluso
subversiva pero en el fondo nunca divierte y es tremendamente conservadora.
Aburrida historia sobre la falta de ganas de maternidad que es incapaz de sacarle
jugo a una propuesta irreverente y novedosa por la necesidad de ser comercial y
políticamente correcta. Un coñazo.
Ruby Sparks (2002) – Joanthan Dayton y Valerie Faris. Lo que
empieza pareciendo una comedieta intrascendente y solo pasablemente entretenida
termina derivando en un sórdido relato tragicómico sobre el ego del creador (novelista,
en este caso) entrelazado con el ansia por convertir a la pareja en alguien
diferente de aquel del que nos enamoramos. Absolutamente recomendable. Una joya a descubrir.
The divide (2011) – Xavier Gens. Despiadado retrato del ser
humano. Un grupo de personas termina encerrado en un refugio tras lo que parece
un apocalipsis nuclear. Tras merodear por los lugares habituales del género la película
parece enloquecer al ritmo de la enajenación de sus personajes, convirtiéndose
en un infernal mosaico de la depravación humana difícilmente tolerable. Juega a
ser una película desagradable y consigue su propósito retorciendo hasta el
mismo plano final las convenciones del género. Película tóxica que permanece en la memoria.
Pride (2014) – Matthew Warchus. La historia real de un grupo de
homosexuales que se implicó en la recaudación de fondos para la lucha minera en
la Inglaterra de la Thatcher es llevada a la pantalla con enorme sensibilidad,
inteligencia y humor. Excelentes interpretaciones para una película que brilla
con luz propia. Deja poso y un regusto final amargo.
The revenant (2016) – Alejandro Iñárritu (cine). Intensa y
ambiciosa. Cine de altos vuelos que sabe que lo que pretende ser. Tan evidente
es su búsqueda de trascendencia como la naturalidad con la que consigue impactar,
epatar y deslumbrar. Una de las mejores películas que vi este año. Hay que
destacar la maravillosa fotografía de Lubezki. Brutal.
Desapariciones (2003) – Ron Howard. Impersonal y a ratos
desastroso western de un Ron Howard desorientado que intenta emular sin éxito a
Centauros del desierto. Un director mediocre intentando encontrar las claves
cinematográficas de la mejor película de John Ford, uno de los mejores directores de la
historia del cine. El desafío era imposible. Ni siquiera unos actores volcados en unos personajes a los
que no son capaces de sacar más jugo salvan de la intrascendencia a este relato
audiovisual que no es más que un canto melancólico a un cine que no podrá
volver.
La cumbre escarlata (2015) – Guillermo del Toro. Preciosista
y hueca. Una enorme decepción, un Guillermo del Toro sorprendentemente insulso, sin el carácter que se le presupone, incapaz de sacarle
jugo a una historia que demandaba ser asfixiante e incómoda y se queda en un
juego esteticista, insulso e insuficiente. Tan aburrida como anodina.
Deuda de honor (2014) – Tommy Lee Jones. Fallido pero
respetable intento de Tommy Lee Jones por regresar al universo fílmico del
western, cuyos parámetros no termina de controlar. Hay buen cine en esta dura
historia de perdedores, mujeres enfermas y hombres infames pero la película
nunca termina de despegar y termina hundiéndose en el fango de la
intrascendencia. Una pena.
Truman (2015) – Cesc Gay. Fue alabada por muchos pero lo
cierto es que esta película de un director más que interesante no
fue capaz de superar la barrera de sentimentalismo barato con el que suelen
flirtear este tipo de propuestas. Lugares comunes, masculinidad de manual y emociones
sin filtro al por mayor. No la compro. Decepcionante.
Los héroes del mal (2015) – Zoe Berriatúa. Manierista visión
de la adolescencia que no termina de cuajar en película importante por su
incapacidad de matizar y profundizar en la psique de unos chicos que caen el
cliché y no respiran verdad. Una lástima.
Poppers (1984) – José María Castellvé. Cine español de trincheras
al margen del sistema. Cine social de marcado acento político enmascarado tras una estética macarra y punk y realizado con muy poco dinero. Retrato de esa otra España de los 80 que la CT intenta desde hace años
edulcorar. Chocante.
Irrational man (2015) – Woody Allen. A estas alturas ya no
me apena asistir a basuras como estas firmadas por un tipo tan capaz e inteligente
como Allen. Hace un tiempo que he decidido creer que Woody Allen hace años que
no dirige películas para trascender o emocionar sino para mantenerse vivo y activo. Y puesto que siempre consigue gente que se lo pague yo lo respeto. ¿La película? Absurda, imbécil y a ratos burdamente realizada. De lo peor que ha dirigido estos últimos años. Si hay matices y detalles a valorar esos quedan en manos de sus fans.
Spotlight (2015) – Tom MacCarthy. Gustará mucho a los que
siguen pensando que hubo alguna vez una edad de oro del periodismo, pero no
deja de ser el típico drama con el que Hollywood ayuda a la sociedad norteamericana a metabolizar la corrupción de sus élites. Películas-vacuna, las llamo yo. Instrumentos del capital para mitigar y canalizar el dolor y la frustración social. La subversión
y la denuncia solo son las excusas para el espectáculo. No hay profundidad, y la acción y el
ritmo se imponen sobre la posible reflexión o la natural rabia ante lo relatado. Así,a pesar de lo escabroso del tema que se trata,
casi nadie termina realmente herido o señalado. Y las instituciones se salvan.
Yo, él y Raquel (2015) – Alfonso Gómez Rejón. Comedia y
drama entremezclados en un propuesta indie de manual: buenas ideas, interpretaciones
sinceras y un universo cercano, accesible, que nos acerca a la calle y a la
vida. Tal vez el tema, su tema, ese que parece ser sólo la excusa argumental inicial y finalmente lo llena todo fuera lo que
finalmente me separara por completo del película. Problema mío, lo sé. No
soporto el cáncer en el cine. Pero aun menos cuando es usado como motor para
seguir viviendo.
Spectre (2015) – Sam Mendes. James Bond me aburre. Tanto. Y
en esta película más. Mucho más. Todo el rato. Menudo coñazo infame. No hacen falta
lecturas feministas. Que no.Ni lecturas
sociopolíticas. Que tampoco. Es solo que el universo Bond es tan, tan, tan aburrido... Siempre me provoca sopor y extrañamiento. Seguir viéndolo es ya tan solo tradición.
Mi gran noche (2015) – Álex de la Iglesia. Decepcionante. Aburrida
e inconsistente comedia que carece de esqueleto sobre la que sostener su trama
y que recurre a gagsidiotas y a caspa permanente
para sobreponerse al vacío que narra. Mala. Habrá que espera a la siguiente de Álex de la Iglesia, un director que a priori siempre me motiva.
¡Ave Cesar! (2016) – Hermanos Cohen (cine). Los Cohen
vuelven a decepcionarme (y van...) con una historia desarrollada en el
Hollywood clásico con la Guerra Fría como telón de fondo. Lo tenía todo para ser divertida e interesante pero una dirección rutinaria y una historia insulsa repleta de personajes sin carisma, construidos con trazo grueso, la abocan al abismo de la irrelevancia.
Iván Z. (2004) – Andrés Duque. Interesantísimo documental que
ahonda en la vida de uno de los creadores más singulares de la España de fin de
siglo. Una larga entrevista en la vieja y decadente casa familiar de un Iván Zulueta agotado por la vida, que se explaya y se desnuda ante la cámara. Zulueta, director de la mítica Arrebato, reflexiona sobre su carrera artística, su arrinconamiento cultural en una España casposa y el fracaso que no reconoce. Todo el documental queda empapado por su amor incondicional al cine y por su irrefrenable melancolía por la infancia y el mundo que se fueron. Una joya.
Youth (2015) – Paolo Sorrentino. Película gigante donde
Sorrentino, con su habitual puesta en escena, esteticista y estilizada, nos habla del paso del tiempo y la terrible añoranza de la juventud
y la fuerza cuando nada queda ya por hacer. Tremenda.
Fase 7 (2010) – Nicolás Goldbert. De nuevo cine
post-apocalíptico, en este caso argentino. Una plaga obliga a los vecinos de un
edificio a quedarse encerrados en él por un tiempo indefinido. Las relaciones
se deterioran y la desconfianza y el egoísmo hacen carne en unas personas que
terminan estando dispuestas a todo por sobrevivir. Pasable.
Batman v Superman, el amanecer de la justicia (2016) – Zack
Snyder (cine). Ni tan mala como sus detractores pretendieron hacernos creer ni
la obra maestra del género que algunos fervorosos creyeron encontrar. Cine de
evasión que intenta ser trascendente sin posibilidad de conseguirlo. Momentos ridículos en un
conjunto entretenido en el que termina destacando la aparición fresca de Wonder Woman.
La quinta ola (2016) – J. Blakeson. Distopía adolescente realizada con el firme propósito de provocar arcadas al espectador. Qué cosa más penosa y aburrida. Lo único potable
pasa durante los primeros 10 minutos para luego dejar paso a una ñoña y absurda
historia de chica que tiene que buscar a su hermano pequeño perdido mientras encuentra
el amor alienígena por el caminio. Bochornosa.
Invasión (2007) – Oliver Hirschbiegel. La cuarta versión de
la clásica y maravillosa Invasión de los ladrones de cuerpo de Don Siegel resulta ser una película lamentable con unas interpretaciones deplorables de Nicole Kidman y Daniel Craig. Es difícil hacerlo peor, lo cual es más grave si tenemos en cuenta el rico material del que se partía. Todo lo que era tensión y reflexión sociopolítica en la original se
transforma aquí en rutina y sopor. Y si esto ya no era suficientemente nocivo hay que añadirle una serie de decisiones estéticas que lastran la película y un final feliz absolutamente indecente. Carne de perro.
El sicario de dios (2011) – Scott Stewart. Ofú. Pues eso. Adaptación
comiquera con vampiros con mucha mala hostia que sobrevive a duras penas gracias a su condición asumida de serie B
sin pretensiones.
El viaje a ninguna parte (1986) – Fernando Fernán Gómez. Absolutamente maravillosa. Poco que añadir a lo tantas veces dicho por tanta gente antes que yo. El canto melancólico a un tiempo y un trabajo que desaparecían en una España negra, pobre y miserable. Es realmente extraordinaria. Emocionante.
Techo y comida (2015) – Juan Miguel del Castillo.
Bienintencionada pero excesivamente simplista película que se adentra en el
drama de los desahucios en una España pobre, casi analfabeta, en la que los
apoyos y los cuidados mutuos son una utopía y el Estado se olvida de asegurar los derechos más básicos. Acertado retrado del contexto social que contrasta con la falta de reflexión: no hay discurso, tan solo emoción y
lástima. Enorme Natalia de Molina en un papel complicado del que sale
airosa.
Capitán América, guerra civil (2016) – Hermanos Russo. Y
ahora los superhéroes ya no son amigos. Madre mía, qué pena. Que no, que no es solo eso.
Tragedia. La música insinúa un conflicto emocional irresoluble entre ellos.
Dolor. Rostros circunspectos y testosterona por un tubo. El ser humano. Muchas
hostias digitales. Shakespeare. Todos contra todos sin que haya la más mínima coherencia
con el pasado reciente. Da igual. Tíos y tías en mallas dándose de hostias sin
que nunca nadie muera nunca. Taquillazo. Y seguimos, ¿no?
Blancanieves y la leyenda del cazador (2012) – Rupert
Sanders. Una suntuosa y estilizada puesta en escena (a la que se añade una
excelente banda sonora) no logran salvar el tedio generalizado que provoca la
enésima versión del clásico de Disney. Para echar la tarde.
Canino (2010) – Yorgos Lanthimos. Una pequeña obra maestra..
Unos padres deciden criar a sus hijos en una casa a las afueras de una ciudad
sin contacto con el exterior. El lenguaje se subvierte y se manipula para hacer
desaparecer lo sexual, lo conflictivo y lo subversivo de la vida de unos
adolescentes incapaces de sobrellevar la tensión vital provocada por sus
instintos. Peliculón.
Langosta (2016) – Yorgos Lanthimos. Extraña distopía con tono de comedia oscura en la
que el miedo a la soledad es el motor de una historia repleta de
metáforas, alegorías y situaciones perturbadoras. Ni la compañía ni la independencia, ni la soledad autónoma, ni la pareja equivocada impiden al ser humano ejercer su enorme capacidad para ser miserable, egoísta,
posesivo y destructivo. Acojona. Y es muy buena.
Deadpool (2016) – Tim Miller. Muy provocadora, sí. Políticamente incorrecta, también. Un soplo de aire fresco en el saturado mundo de los superhéroes, sea. Pero vamos, que su problema es otro, a ver si nos entendemos: es un soberano coñazo
X men: Apocalipsis (2016) – Bryan Singer (cine). Más de lo mismo, por supuesto, pero al menos entretiene a ratos y funciona como pasatiempo.
Zootopía (2016) – Byron Howard, Rich Moore y Jared Bush. Impecable técnicamente y con algunos personajes carismáticos la película falla por trasladar de manera demasiado literal los conflictos de las sociedades humanas (sin arista alguna, claro) a un mundo animal que demandaba un mayor grado de locura y diversión. Aburre.
Política, manual de instrucciones (2016) – Fernando León de
Aranoa (cine). Un documental que respira vida e ilusión. También transpira miedo
y perturba a un espectador que ya lo mira como viejo cuando apenas ese partido político,
Podemos, lleva dos años con nosotros. Imprescindible para comprender la necesidad de construir imaginario social y discurso político que calen, que emocionen, que se peguen a la piel del ciudadano. Un documento fantástico para conocer la construcción de un movimiento político desde dentro
Los girasoles ciegos (2007) – José Luis Cuerda. Convencional
adaptación del libro de Alberto Méndez. Cine viejuno con una visión académica
de la España franquista que a estas alturas me deja frío como espectador. No me gustó
La habitación (2015) – Lenny Abrahamson. Un folletín extrañamente
encumbrado por crítica y público cuando lo que narra (y cómo lo narra) es carne
de telefim basurero de sábado tarde. Solo una producción decente y unas interpretaciones
notables logran sacar de la mediocridad general a la propuesta. Entre
irrelevante e infumable. Elige.
Zardoz (1974) – John Boorman. Delirante muestra de la que
fue tal vez la época más fecunda de la ciencia ficción cinematográfica con
intenciones de trascendencia. La inmortalidad, la decadencia lasciva de una
sociedad que se muere sin que pueda físicamente nunca hacerlo se enfrenta a un
salvajismo primitivo, intelectualmente inferior pero que dispone de la fuerza, la
vitalidad y el ímpetu para imponerse. Una obra que hoy es incomprendida fundamentalmente por su
estética imposible, que lastra continuamente un relato audiovisual apasionante
Synchronicity (2015) – Jacob Gentry. Hay subgéneros en la ciencia ficción cinematográfica en los que es muy difícil ser original y no caer en caminos ya trillados. Esta
película simula caminar durante parte importante de su metraje por caminos ya
transitados del cine de los viajes temporales para desembocar en una apoteosis
final plena de significados y rica en interpretaciones. Curiosa.
Cosas que no se olvidan (2001) – Todd Solonz. Tremenda película de un Solonz que no decepciona. La acidez de su cine iconoclasta sí es pura
subversión, y la manera pausada con la que cuenta sus brutales historias termina siendo un arma de
destrucción masiva. Dos historias independientes unidas por un nexo común:
la creación y la vanidad. Magnífica.
Una nueva huelga educativa contra la LOMCE, una ley tan inútil para
solucionar problemas reales como peligrosa por provocar otros nuevos. Una ley
profundamente retrógrada en sus principios ideológicos. Una ley que conlleva absurdos
cambios burocráticos en los centros educativos que ahogan la labor de los
profesores mientras permite ratios desorbitadas, segregación en las aulas,
institucionalización de la enseñanza concertada (incluso la que separa por
sexos), recortes en los cupos de profesores de los centros o precariedad
laboral en los interinos. Que permite que la religión contabilice en la nota
media con la que un alumno compite para entrar en uno u otro grado
universitario. Una ley que aplicada en Madrid permite pasar de curso sin que
cuenten los suspensos en Tecnología o Música mientras que suspender religión sí
podrá hacer repetir a un alumno el curso. Una ley que además incorpora ese
engendro que son las reválidas, el mayor absurdo, la mayor imbecilidad, tan
injustas como inútiles. Una ley educativa que tras la reivindicación de la cultura del
esfuerzo esconde una ideología decadente y elitista, que promueve el éxito educativo
solo en aquellos sectores sociales adaptados al sistema. Una ley que, salvo
contadas excepciones, solo genera rechazo y desconfianza en la gran mayoría de
los profesores de la educación pública. Los que realmente pasan cada día dentro
de las aulas y conocen de primera mano los problemas reales que los recortes educativos
han provocado. Tal vez por eso una huelga como ésta es tan útil para conocer
cómo respira la comunidad docente. Y por eso es un buen momento para completar
y actualizar el catálogo de esquiroles educativos, cuya primera entrega
escribiera hace unos años centrándome entonces, particularmente, en aquel al
que denominé esquirol lúcido. Acometamos pues la construcción de un primer
acercamiento a una taxonomía esquirola basada en mis experiencias en diferentes
institutos.
-Elesquirol lúcido: es consciente de la gravedad de la
situación en la que se encuentra la enseñanza pública y del punto de inflexión
que las políticas actuales van a suponer para el futuro de miles de jóvenes. Conoce de primera mano las injusticias que genera la doble
red pública/concertada porque su capacidad intelectual y cultural le permiten
estar al tanto de todo lo que va sucediendo. Gracias a eso es capaz de
encontrar siempre alguna razón por la que, finalmente, no debe juntarse a la infantería
que, con sus propias dudas y contradicciones, se compromete con una huelga tras
otra. Asienta su argumentación sobre dos o tres recias ideas construidas
siempre desde una posición de seguridad laboral (nunca será un interino) que le
permiten no terminar de ensuciarse las manos (ni perder su tiempo, ni su
dinero) con huelgas a las que predice nulo éxito, en un ejemplo diáfano de profecía
autocumplida que él mismo se encarga de ayudar a que se satisfaga acudiendo el día de huelga a trabajar. Es un peligroso agente desmovilizador
en los claustros de profesores ya que su opinión suele ser escuchada y
respetada, por lo que su decisión anunciada de no participar en las huelgas
permite encontrar la excusa final a muchos otros (que suelen sufrir una acusada
indigencia intelectual) que tan solo esperan la ocasión perfecta para
escabullirse de sus responsabilidades ciudadanas.
-El esquirol pusilánime: es una raza curiosa esta de los pusilánimes. Suelen ser interinos, de
cualquier edad, que viven siempre con temor a todo, con desconfianza perpetua,
inmersos en un silencio ideológico autoimpuesto con el objetivo de no hacerse
notar, de pasar desapercibido. Cuando se equivocan y se les deja hablar muestran
un indisimulable rencor de fondo por esos otros funcionarios, los de la plaza, a
los que acusan de nunca apoyarlos lo suficiente en sus reivindicaciones
laborales. Paradójicamente, ellos mismos siempre encuentran la excusa perfecta
en sus bajos sueldos (por las jornadas parciales) o en su situación laboral
inestable para no apoyar ni siquiera las huelgas contra los recortes que han
precarizado hasta la humillación su figura laboral. Fui testigo de cómo
especímenes de este biotipo se arrugaban y se convertían en esquiroles de las
huelgas convocadas precisamente para impedir su propia precarización. No se lo
podían permitir económicamente, argumentaban, pesarosos. A día de hoy aun
pienso en ellos, en cómo se las arreglaron cuando no fue un día o dos de sueldo
los que les quitaron por las huelgas (que no hicieron), sino dos meses de
sueldo al año cuando empezaron a despedirlos en junio.
-El esquirol ruin: suele ser relativamente joven, menor de 40 años, urbano, sin demasiadas
cargas familiares. Lleva años contando sus aventuras en países exóticos o sus
vacaciones a todo tren en playas o alojamientos rurales. Cuando llegan las
huelgas, aunque ideológicamente, de manera superficial, parece compartir las
reivindicaciones, nunca termina de ver claro públicamente la utilidad de las
mismas: "esta no es la estrategia a seguir" o "no sirve de
nada", argumenta con cara de circunstancias, sin profundizar demasiado en
ninguna de esas ideas. Finalmente, en privado, a alguno de los que sí hará la huelga le
comentará, misterioso, exigiendo comprensión, que ahora mismo no puede permitirse perder ese dinero
por una cuestión personal e insoslayable pero que, sin duda, los apoya. Que es terrible lo que están haciendo. Que vaya desastre todo. Un crack. En unos meses se olvidará de las
contradicciones y la coherencia y te empezará a contar dónde va a pasar el
verano, en ese país extranjero, tan exótico, tan lejano, por un precio
bajísimo, casi un regalo...
-El esquirol ideológico: tan coherente como miserable.
Como buen funcionario liberal (siempre con plaza), como buen tonto útil del
sistema, vive de lo público mientras apoya su desmantelamiento en todo aquello
que no afecte demasiado a su sueldo y privilegios. Asumirá incluso una mayor
carga laboral porque tampoco el que sus alumnos aprendan o no le suele
preocupar demasiado. Al fin y al cabo, no serán sus hijos los que pisen una
escuela pública y considera, en el fondo, a muchos de sus alumnos desahuciados
sociales. Tras
aprobar un oposición, como buen defensor de la meritocracia y la competencia constante, se dedica a mirar desde su barrera de funcionario cómo son
los demás los que se matan por sobrevivir mediante trabajos de mierda. Y
considera los días de huelga como días perfectos para no trabajar cobrando.
-El esquirol inane: el ejemplo perfecto de cómo tener una carrera universitaria nunca es
sinónimo ni de cultura ni de capacidad. Hay personas que deciden, tras terminar
esos estudios mínimos que le permiten acceder a la profesión docente, no volver
a preocuparse jamás por seguir leyendo, conociendo, aprendiendo o reflexionando.
Y se convierten en amebas intelectuales. En la sala de profesores, el esquirol inane hace como
que se interesa algo por esa huelga, esa anomalía cósmica sobre la que varios
compañeros discuten. Pregunta extrañado los motivos de la convocatoria, parece incluso
escucharlos con atención, y se hace el sorprendido ante las injusticias que
pretenden denunciarse, como si los motivos de la reivindicaciones fuesen un
conocimiento arcano al que solo unos pocos privilegiados pueden acceder.
"Es que aquí no ha venido nadie de ningún sindicato a contarnos nada y
claro, yo no estaba enterado". Lo de internet y la autonomía en la búsqueda de información no van con él. Su cara transluce la nada interior. Volverá
a sentarse a corregir sus exámenes. E irá a trabajar el día de huelga sin ni
siquiera recordar que esa huelga estaba convocada para ese mismo día.
-El esquirol hipócrita:
una raza a la que tengo especial aversión. Será capaz incluso de ir a trabajar
el día de huelga enfundado en su camiseta verde. Su mayor interés es
desmarcarse del resto de esquiroles y generar empatía y comprensión en el grupo
de los huelguistas, al que pertenece por ideología. El esquirol hipócrita o
indignadito supone, egoísta y miserablemente, que es el único con problemas
económicos, familiares o personales. Considera que no puede permitirse perder
un solo día de sueldo (o varios) y, aun manteniendo artificialmente un discurso
crítico hacia los recortes, asume que los demás tenemos que entender que su
contribución a la causa es manifestarnos públicamente su apoyo mediante la
dichosa camiseta, mientras también se ocupa de desmovilizar aduciendo, cuando
se le presiona, que las huelgas no son la salida a nuestros problemas, que hay
que ser más creativos. Igual, si se tercia, no llueve y no le viene muy mal, se
paseará por la tarde por la calle en la manifestación de turno. Asume con
desparpajo que él también está luchando a su manera, aunque nunca le
encontrarás jugándose un euro de su bolsillo o un ápice de su seguridad laboral
mediante algún acto subversivo contra aquellos que asfixian a la educación
pública. A lo más que llegará será a hacer encendidas y pueriles defensas
abstractas del valor de la enseñanza pública mientras critica a la rancia
derecha y en su perfil de Facebook cuelga lacitos verdes, videos
empalagosos y demás chuminadas con las que cree contribuir a la causa.
El esquirol novato:
es joven, muy joven, acaba de empezar a trabajar en la enseñanza pública. Ha
sido criado en una burbuja académica y familiar y el azar, o sus capacidades,
le han permitido acceder a un puesto docente a muy temprana edad. Está tan
contento de trabajar y de ganar un buen sueldo fijo todos los meses que se
olvida incluso de leer algo que le sirva como sustento intelectual a su labor
docente. No le llega. Siempre sonriendo de manera juvenil observará y escuchará las quejas de los
estresados y encabronados huelguistas como el que oye
llover. Nada de esto va con él. Vive en otra parte y sus motivaciones son fundamentalmente hedonistas. La seriedad de la vida le aterra. En su evolución terminará
mutando sin esfuerzo en algunos de los anteriores esquiroles descritos.
-El esquirol de CCOO:
unasingularidad de difícil explicación
ideológica. O no. Es un profesor que en su esquizofrenia ideológica discrimina
la acción reivindicativa según la apadrine o no #SUsindicato. Ese que procuró
boicotear las aspiraciones de autoorganización de la Marea Verde allá por 2011.
Tiene el superpoder de ignorar sin bochorno alguno las convocatorias de huelga
impulsadas por sindicatos y colectivos diferentes a #SUsindicato. Aunque las
reivindicaciones sean exactamente las mismas que él defiende y sean iguales a
las que utilizará #SUsindicato para convocar la huelga siguiente. Cuando
#SUsindicato sea el que convoque pondrá en el grito en el cielo y denunciará con
acidez la apatía de sus compañeros esquiroles. "Asco de esquiroles",
clamará. Y cuando le hagas ver que hace pocos meses él no apoyó la huelga
anterior, esa que hizo como que no existía y de la que nunca habló en la sala de
profesores porque no la convocaba #SUsindicato, te mirará con extrañeza, como quien
escucha hablar a un mono. Porque él, por supuesto, solo podrá hacer una huelga
si la convoca #SUsindicato. Porque él es muy de izquierdas y mucho de
izquierdas. Y es de izquierdas y mucho de izquierdas porque está afiliado a
#SUsindicato, claro. Y #SUsindicato es el único de izquierdas y mucho de
izquierdas con legitimidad para defender a la escuela pública. Y a ver si nos enteramos de una vez y no se lo hacemos repetir. Hombre, ya.
-El esquirol kamikaze:
un grande este tipo. Está o estuvo en contacto con sectores muy movilizados y
críticos con el sistema. Suele tener un discurso incendiario en el que apenas
deja resquicio a duda alguna. Lleva ya unos años de profesor pero no olvida (y
no va a dejar que los demás profesores olviden) sus radicales orígenes
sociopolíticos y el asco que le da un sistema social y político que considera
putrefacto y nocivo. Despotrica continuamente de compañeros y sindicatos por
melifluos, cobardes y débiles en sus formas de lucha social. Y, por supuesto,
nunca apoyará una huelga de un solo día. Él considera que al menos deberían ser
tres. Tampoco apoyará una huelga cuando sea de tres días. Porque lo que ahora se debería
hacer es convocar una huelga de tres días, sí, pero todas las semanas al menos
durante un mes. También despreciará la convocatoria de una huelga indefinida de tres
días a la semana. Cobardes, pensará, porque lo que tocaba ahora era hacer una indefinida de
verdad. Y no firmar las actas de junio. Ni las de septiembre. Finalmente, el
esquirol kamikaze nunca podrá hacer una huelga. Todo es poca cosa para él. E
irá a trabajar ese día con la sonrisa despectiva en la boca mientras piensa que
él tenía razón, que el sector educativo nunca estará a su altura. El reino reivindicativo del esquirol kamikaze no
es de este mundo.
-El esquirol hastiado:
uno de los más tristes. Ha participado en muchas de las huelgas anteriores
(nunca en todas) y afirma ya no poder más ante la supuesta irrelevancia de las
mismas. Asume que no hace lo que debe pero asegura que el cansancio ha carcomido sus ganas
de presentar batalla. Mantiene una cierta dignidad, ese aire de viejo luchador
derrotado, pero suele esconder en lo más profundo de sí a algunos de los
esquiroles anteriores, pugnando desde hace años por surgir, a la espera de unas condiciones ambientales más adecudas para un esquirolismo no traumático en sus relaciones sociales. Evidentemente, eso es algo que nunca
reconocerá.
Hoy todos ellos estarán en los institutos y colegios públicos. No
darán clases porque la mayoría de los alumnos no irán hoy a los centros. Y
disfrutarán de ese café continuo, ese café tan miserable, durante toda la mañana, sin trabajar, cobrando, sin
hacer nada, a costa de los que sí hacen huelga. A costa de nosotros. Que disfrutéis el día, compañeros.
G
M
T
Y
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Tal vez estemos asistiendo al
principio del fin de El País como el periódico que todos conocimos. Comienza a recordar
a ese Jiménez Losantos con el que tantos conectaban en la COPE, en los años de
Zapatero, porque a la gente le excitaba oír cada mañana su siguiente barbaridad,
la nueva barrabasada de un tipo que terminó devorado por los adjetivos. En
realidad esa atención mediática no es más que un canto de cisne, un camino sin
retorno. Una vez que pierdes el prestigio y la credibilidad, que tiras por el
desagüe tantos años de artificio perfectamente diseñado, solo queda la mofa, la
ira, el desprecio y el desdén final. Le pasó a Jiménez Losantos, cuando la gente
se cansó de tanta visceralidad interesada y llegó el choteo. Cuando sin que él
lo pretendiera mutó de periodista a personaje, a caricatura. Por ahí sigue.
Nadie le hace ya caso.
El País hace ya tiempo que dejó
de ser referencia para nadie. Su línea editorial, la que durante tantos años
marcó el rumbo sociológico de este país, ahora solo se lee con fruición para constatar
la desquiciada deriva de un periódico que durante décadas trató de construir
una imagen de mesura e imparcialidad, de distancia reflexiva, que finalmente ha
cristalizado en un sectarismo rencoroso y endiosado, cuya pretensión de influencia
provoca la risa y la indignación, la vergüenza ajena y el repudio intelectual. Sus
editoriales han alcanzado el nivel de pitorreo que provocaban hace unos años
las portadas de la ya extinta La Gaceta y cuyo testigo recogieron hace unos
años las portadas de La Razón, cuando cada noche en Twitter el cachondeo se
instalaba a la espera de que Marhuenda hiciera pública la última majadería de
un periódico convertido en chirigota. El camino ya estaba marcado. El País lo
siguió a pesar de las señales.
Toda deriva encuentra su final,
el punto de inflexión a partir del cual ya no hay vuelta atrás y, como le
pasara a Losantos, teóricamente en las antípodas ideológicas, la chirigota finalmente se transforma en irrelevancia cuando nadie puede ya asumir como verdad el relato
de la realidad construido por el periódico de PRISA. El papel de El País en
la actual crisis del PSOE ha superado cualquier expectativa. Sus ataques a Pedro Sánchez por no inmolarse dejando
gobernar a Rajoy para que la maquinaria extractiva de las élites económicas del
país continúe funcionando sobrepasa los límites de cualquier manual básico de
decencia periodística. Somos testigos de los estertores finales de un periódico
trascendental para entender a nuestro país. Sacrificado finalmente por Cebrián como último servicio a esas élites de poder a las que vendió su alma y su
dignidad.
El País sobrevive a duras penas desde hace años gracias a la
memoria de una parte de la sociedad (fundamentalmente mayor de 50 años) que lo
sigue asociando con ese "intelectual colectivo" del que hablara
Gregorio Morán. Durante años muchos fueron incapaces de asumir la orfandad que
les provocaba alejarse del discurso prefabricado del grupo PRISA. Era excesiva
la obligación de construir uno propio a través de voces fragmentarias.
Demasiado esfuerzo para los que solo querían mantener una imagen de progre de
salón crítico con la estética de la derecha cavernaria. Y disfrazaron su
incapacidad para rebelarse mediante el elogio huero de ese periodismo
nominalmente "serio y de calidad" que se convirtió en la marca de El
País. Pero el problema persistía. Porque tras ese periodismo "serio y de
calidad" el hedor se fue haciendo insoportable y el lector fiel no pudo
seguir mirando hacia otro lado ante los posicionamientos sociales, políticos y económicos
de un periódico al servicio de bastardos intereses empresariales. Después llegó
la crisis, Y surgió Podemos, y llegaron los despidos, los vetos, el miedo y las
contradicciones. El supuesto periodismo "serio y de calidad" se
reveló como un periodismo mutilado, dócil con el poder y agresivo con las
alternativas sociales que iban surgiendo. El País ha ido perdiendo su aura y su
credibilidad al mismo ritmo que los bancos y los fondos de inversión se iban
haciendo con PRISA con la aquiescencia de Cebrián.
El desastre económico al que abocó
Cebrián a PRISA hizo que las costuras ideológicas de El País saltaran por los
aires. La libertad de prensa es una de las grandes ficciones de las democracias
capitalistas. La libertad de prensa no es más que libertad del gran capital
para imponer su agenda y defender sus planteamientos Los editoriales del último
año de El País deberían publicarse en una antología del disparate periodístico.
Como muestra del suicidio de un periódico que un día fue referencia de un país
y construyó el relato de un época. Tal vez entre todos los editoriales el más
sonado ha sido el dedicado hace poco a Pedro Sánchez, ese "insensato sin
escrúpulos".
Un editorial que el propio Comité
de Redacción del periódico ha criticado sin que Antonio Caño, actual director,
se dé por enterado. Doloroso para muchos ha sido también el atronador silencio
de todas esas plumas "de calidad" del diario, tan dispuestas siempre
a luchar por causas justas. Siempre que ello no les amenace el bolsillo, claro.
Ni una palabra de Millás, Muñoz Molina, Elvira Lindo, Azúa, Jabois...
El País ha implosionado. Más allá de lo que finalmente suceda con el PSOE, su apoyo editorial a un gobierno del PP de Rajoy
por el bien de la "gobernabilidad de España" es la gota final que desborda
el vaso de unos lectores que se encuentran desnortados, incapaces
durante mucho tiempo de reconocer los indicios que mostraban la manipulación
informativa de un medio que era su referencia intelectual, pero que ahora ya no
tienen más opción que asumir, aunque sea de mala gana, que El País hace mucho
tiempo que solo sirve como punta de lanza de los poderes económicos del país
para que nada amenace al sistema desde la izquierda del arco parlamentario. El
País es ya esa caricatura a la que aludí al comienzo. El País es una chirigota. Tratará de seguir
influyendo en la sociedad española, intentará cada vez con mayor desesperación
y menor disimulo imponer sus opiniones interesadas. Pero una vez descubierto el
artificio muchos de sus lectores no podrán ya seguir dejándose engañar con la
facilidad con la que antaño lo hicieron. A El País se le ha perdido el respeto
y ha dejado de ser intocable. Ha tirado por la borda su prestigio
convirtiéndose en un lodazal de informaciones y editoriales sin mesura ni
decencia. Apenas unas pocas voces aisladas resisten el temporal. Este es el
legado que deja Juan Luis Cebrián, el gran muñidor de nuestra democracia, el
hombre tras la tramoya.