29 agosto 2006

La teoría del ímpetu

Según el DRAE se puede definir ímpetu como impulso, es decir, la fuerza que lleva un cuerpo cuando se encuentra en movimiento o crecimiento. Ímpetu, tal y como yo lo utilizo es aquello que permite que sigamos vivos, atentos, interesados, con ansias de seguir aprendiendo y formándonos. Lo que nos permite seguir sintiendo con intensidad, renovar nuestra capacidad de sorpresa y emocionarnos con lo que nos importa. Últimamente utilizo el término en muchas conversaciones, asociado a esta idea general, aunque como siempre sucede en discusiones habladas, plagadas de interrupciones y balbuceos, apenas llego a esbozar y bosquejar lo que pretendo plantear al utilizar esa idea.

El ímpetu no debe confundirse simplemente con la capacidad de discutir de manera inteligente y flexible sobre ideas, de conversar con tensión y de aportar nuevos puntos de vista sobre temas antiguamente tratados u originales. Tampoco con la capacidad, oral o escrita, de tratar con lucidez aquellos temas que nos preocupan como seres humanos que vivimos en sociedad. Ello de algún modo limitaría la teoría a una sola manera de entender cómo disfrutar del mundo y de la vida. Seguramente la mía. El ímpetu sería algo más profundo, más intrínseco al hombre, sería una capacidad que podría tan sólo aparecer cuando éste hubiera cubierto sus necesidades básicas de alimentación y supervivencia, delimitando su competencia a la hora de usar provechosamente lo único que realmente posee más allá de cuestiones materiales: su tiempo.

Por tanto el ímpetu debe ser entendido como la capacidad de un ser humano de seguir sintiendo, de seguir emocionándose e ilusionándose y de no caer en el estancamiento emocional e intelectual al que parece abocarnos por un lado, una sociedad que establece fríamente las grandes líneas de lo que debemos hacer y no hacer en cada momento de nuestras vidas, mediante una calculada presión del entorno y la terrible amenaza de soledad para aquéllos que se establecen fuera de su manto protector; y por otro lado el propio peso de la edad, la inevitable decadencia física y emocional, lo que podría denominarse ímpetu físico, que si bien no sería posible detener su deterioro si sería posible minimizar las consecuencias de éste.

Una importante característica de esta cualidad que me ocupa debiera ser la capacidad de transmisión de esas inquietudes al sector sociofamiliar que nos rodea, puesto que el que pretende mantenerse alejado totalmente de los demás, encerrándose en su propia burbuja, termina adentrándose en un proceso de retroalimentación y continua corroboración de sus propias ideas y pensamientos inútil y completamente estéril, ya que como animales sociales que somos la contrastación y refutación de nuestras ideas es la única manera de avanzar sobre ellas para alcanzar nuevos conocimientos.

La treintena, su cercanía en mi caso y mi conocimiento de un entorno que ha traspasado esa frontera (no sólo fisiológica, por más que algunos se empeñen), me hace encontrarme en la necesidad de plantearme este problema. Lógicamente es una tontería establecer como puntos de inflexión obligatoriamente necesarios las fronteras mentales que nosotros mismos nos imponemos: el mito de la adolescencia, los veinte años universitarios, la treintena como etapa de transición y búsqueda de mayor estabilidad... Pero clasificar y parametrizar es algo humano y en mi caso, tal vez por mi formación científica, una necesidad. Parece claro que más allá de cada caso particular se intuye una corriente que nos arrastra todos de manera uniforme y dentro de la cuál, a pesar de nuestra arrogancia y necesidad de diferenciación con el resto, con los otros, la masa se establece con naturalidad (algo parecido a la psicohistoria que inventara Asimov para su colección sobre las Fundaciones). Solemos despreciar las generalizaciones, pero nos equivocamos al hacerlo y no delimitar lo que queremos decir: la física como ciencia se construye gracias a maravillosas generalizaciones y leyes, pero éstas no se realizan al azar, se basan en la observación detenida de la realidad, tras lo cual se establece una hipótesis, una teoría de por qué suceden esos fenómenos, teoría ésta que debe ser contrastada y contrastable. Y lo que me parece encontrar en los últimos tiempos en mi entorno cercano, salvo excepciones notables (sujetas de todos modos a problemas) es un estancamiento vital insoportable, consentido, aceptado y lo que es peor, beligerante en la defensa de su desidia.

Desde muy joven he advertido la presencia de un nutrido grupo de gente sin ímpetu. Lógicamente eso es algo que con el tiempo he sabido definir, estudiar y aceptar como algo natural e intrínseco de nuestra sociedad. Por otro lado también tuve que entender que mis propias épocas de vacío y caídas en la miseria del aburrimiento eran producto de esa misma falta de ímpetu que achacaba a los demás en otras ocasiones, y que por tanto era algo intrínseco, un vacío al que me daba vértigo asomarme y que tenía que aprender a manejar. Tuve que aprender a diferenciar y reconocer la existencia de esta cualidad más allá de aquello que yo considero interesante en una persona. Es decir, comprender que no podía simplificar la definición de ímpetu agrupando de manera idiota y poco inteligente en un mismo grupo de no poseedores del mismo a todos aquellos tipos cuya conversación era estúpida o superficial, a los que me parecían idiotas sociales, a los necios contumaces, a los presuntuosos sin fondo o a aquéllos que poseían gustos e intereses dispares por completo de los míos. Había que indagar más. El ejemplo más evidente de la diferenciación final se puede presentar fácilmente mediante un ejemplo: personalmente no tengo el más mínimo interés en nada relacionado con la ascensión a montañas. Más allá de pasear por ella de vez en cuando, ninguna pasión se apodera de mí cuando observo un documental donde unos tipos se cuelgan de unas cuerdas para escalar por paredes imposibles. No soy capaz siquiera de entender los subidones de adrenalina que ellos dicen sentir al tirarse horas colgados al borde un precipicio, a cientos de metros del suelo. Pero es una forma de vida en sí misma. He conocido gente cuyo ímpetu lo vuelcan completamente en eso, y se les ve vivas, ansiosas por alcanzar nuevas cotas, transmitiendo entusiasmo real cuando relatan sus aventuras. Claramente mantienen vivo su ímpetu, sus ganas de sentir.

Y eso es algo que cada vez es más difícil de encontrar.

(Sigue)

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