22 diciembre 2011

Recuerdos de otros tiempos


Siempre fue una noche especial, repleta de expectativas, vivida con ilusión, llena de risas, llena de gritos, llena, repleta de hermanos, nadie más, nada menos. A veces mis recuerdos se deslizan por el territorio espacial y sentimental que reconstruye la incombustible Cuéntame y me encuentro sonriendo ante imágenes sueltas que pululan a su antojo por mi memoria: las siestas preparatorias, el despertar ante el grito ahogado de un pavo que perecía a manos de mi madre ante los ojos horrorizados de mis hermanas, el olor a sabrosa comida que inundaba perezosamente la casa a medida que avanzaba la tarde, el discurso del rey que sentaba a mi madre, frenética durante todo el día, junto a mi padre, que plácidamente fumaba intentando encontrar el detalle que diferenciaba lo dicho ese año de lo dicho el anterior, los hermanos sentados a su alrededor, en silencio, intentando comprender la importancia de esas palabras… Es curioso. Posteriormente, a medida que pasan los años, vamos desapareciendo todos de ese fotograma emocional, lentamente, al tiempo que crecemos, que pasamos a ser adolescentes primero, protoadultos después y ya adultos al final, nos diluimos como en esas elipsis cinematográficas que marcan penosamente el paso del tiempo. Hoy ya sólo queda mi madre, allí sentada, escuchando al rey, mientras los demás huimos a la cocina e intentamos reencontrarnos y reconocernos mediante conversaciones intrascendentes. Lo que una vez fue subversivo hoy es trivial y esa imagen solitaria de mi madre me produce ahora una extraña tristeza. El 24 es la navidad. Siempre lo fue, lo demás era secundario. Ese día, con su noche incorporada, marcaba el principio de una época gozosa, sin clases, con eventos especiales, con normas que alegremente se rompían y la sensación de que el tiempo se dilataba para siempre. Cenábamos y hablábamos. Bueno, en realidad engullíamos y gritábamos… El  tiempo casi todo lo destruye o tergiversa, pero aquellas cenas de navidad donde aún estábamos todos, antes de diásporas y ausencias, voluntarias o desgraciadas, se resisten al olvido. Por ahí siempre anda mi hermano pequeño, Migue, y esas pataditas que nos dábamos bajo la mesa cuando alguna situación nos divertía o advertíamos que alguno de los demás hermanos, debido a su incontinencia verbal, iba a ser el fatal destinatario del comentario irónico o ácido de mi padre. Tras los postres aparecía el champán, el momento tenso del corcho suicida, las copas que entrechocaban y la maquinaria de la limpieza general que se ponía en marcha para poder trasladarnos al salón y disfrutar allí del resto de la velada. Era el momento que más disfrutaba. Había que correr para situarse estratégicamente, alrededor del brasero, mientras la mesa se iba llenando de dulces, bebidas y chucherías, conformando una orgía cromática que hace que aún hoy salive pensando en ello. La cosa empezaba fuerte, las pullas y los puñales de fogueo seguían volando a mi alrededor, mi madre montaba su teatrillo de cada año en torno al cigarro que ceremoniosamente mi padre le entregaba, nosotros la jaleábamos gozosos e incluso a veces, se nos permitió una calada iniciática que nos cogía por sorpresa y nos generaba a los pequeños emoción y nerviosismo. La noche iba avanzando, decayendo, mi padre se iba durmiendo tumbado por la bebida y uno a uno terminábamos desfilando hacia las camas. Los años pasaron, el niño que fui se convirtió en adultescente, el ambiente familiar se enrareció y el  24 de diciembre se convertió cada año en un punto de encuentro incómodo aunque necesario. Las tensiones hacían irrespirable la convivencia familiar, tensiones idiotas que fueron mal gestionadas y que dinamitaron en parte durante años estos encuentros, pero que también marcaron en muchos casos las trayectorias de cada uno de nosotros. Los recuerdos de esa otra época son diferentes. La brecha tal vez la marque la noche del anís. Otro de mis hermanos, Juanma, ya vivía fuera de casa y aquella nochebuena, cuando todos se acostaron, nos quedamos solos, charlando y bebiendo, hasta acabar una botella de anís, que era lo único con alcohol que teníamos a mano. Aquella noche vimos, más allá de las cuatro de la madrugada, ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra. Fue la última vez que recuerdo haber visto una película de Capra y tener la sensación de que estaba viendo algo excelente. Fue la primera nochebuena de muchas otras (fordianas) que se llenaron de whisky y conversación hasta el amanecer.

Me gustan los ritos. Siempre me han gustado, Mantener pequeñas ceremonias que se repiten en el tiempo y a las que acudo sabiendo a priori lo que va a pasar. No suelo ser esclavo de convenciones sociales impuestas desde fuera, pero en cambio sí lo soy de algunas mis obsesiones rituales. Hasta que el paso del tiempo hace imposible mantenerlas. De momento mañana vuelvo a Sevilla. A casa de mi madre. Con mis hermanos, cuñados y sobrinos. A pasar la nochebuena. Faltarán algunos. Demasiados. Mala suerte. Pero yo estaré de nuevo allí. Y me vuelve a apetecer.

14 diciembre 2011

On the road (again)

Hoy estoy fuera del circuito educativo. Me han echado, me han enseñado la puerta de la calle, me han apartado y dejo de ser profesor (de momento) por este año. He de agradecérselo al dúo dinámico madrileño, ése que componen Aguirre y Figar, que están dejando la educación en Madrid como un solar sin esperanza, arrasado, destruido. Y estoy tocado, es cierto. Cómo evitarlo cuando tantos chicos y chicas te despiden con el cariño, el respeto y la lealtad que me han mostrado. Ha sido especial por sorpresivo, lo reconozo. Tan poco tiempo. Sé que algo debo hacer bien cuando recibo todo lo que hoy he recibido. Es lo que me llevo. Tres meses, un trimestre, un pueblo de la sierra de Madrid. Jodido pero contento. Ha sido un placer. Hasta otra. Hasta siempre.

02 diciembre 2011

Criptografía emocional


¿Cuál es el valor de un escritor? ¿Qué significa triunfar? ¿Quién ganó el último premio de esta semana (que nunca leeré)? Los premios, las trincheras, el mundillo literario, la decepción... Entender que es importante, entender que no lo es, comprender la vanidad, comprender la frustración, trasladar el cariño, transmitir la admiración, trascender a la familia, compartir la emoción, desayunar con quien está a punto de dormir… Y qué más da, y qué importante es, y recordar, y recordarle, aquellas líneas metálicas que escribió, hace mucho tiempo, tanto tiempo, y esas otras, perrunas, no hace tanto, la emoción que provocaron, y las que no terminan de convencer, sí, pero están al borde del aplauso, como sólo lo están las que escriben aquellos a los que se les exige porque se sabe lo que pueden ofrecer. Como Dostoievski. Dicen. Los años. Pasan. Conectas con quién antes ni siquiera reparabas. Demasiados obstáculos. Demasiados prejuicios. Mutuos. Los años. Hay gente que merece la pena. El tiempo. La familia. Un abrazo.