20 septiembre 2012

Mari

Al final la jodiste, Mari, a pesar de tus esfuerzos y de tu sufrimiento, a pesar de tu entereza y de tus padecimientos. La jodiste. No conseguiste vencer al monstruo ni tampoco a la brutalidad sádica con la que la medicina moderna intentó destruirlo. Y yo te mentí. A pesar de lo que te dije: una vez que tu regreso era ya imposible el mundo dejó de esperarte y, perezosamente, comenzó de nuevo a girar mientras el tiempo intentaba, de nuevo, volver a fluir. Y no puedo evitar este terrible sentimiento de traición cuando vuelvo a sonreír, cuando vuelvo a preocuparme por cosas banales, cuando intento volver a ocuparme de la actualidad. Hasta cuando respiro. Entonces apareces de nuevo y arrasas con todo, con la virulencia que te da la fuerza de haber protagonizado el mayor desastre emocional que yo haya vivido jamás. Y, como sabes, no suponías precisamente el primero. Seguirás presente, siempre, diluyéndote lentamente gracias a esa memoria selectiva que nos permite seguir hacia delante evitando que nos sentemos a llorar hasta el hastío. Porque, en realidad, en el fondo, nada más nos apetece.

Nunca sabrás el porqué. Nunca te lo podré ya contar. Pero siempre que escuche esta canción, siempre que escuche este disco, sé que volverás a mi cabeza. Entre llamada telefónica y llamada telefónica, entre lágrimas y exabruptos, entre momentos de miedo y momentos de rabia, entre los de nervios y los de esperanza yo escuchaba una y otra vez esta canción, este disco, copa tras copa, hasta que la madrugada nos daba una tregua a la espera del nuevo parte médico que, a la mañana siguiente, nunca nos daba una sola alegría real.

Un beso, niña. Hasta siempre.

Putas ganas de seguir el show
ni de continuar mintiendo
y en un travelling algo veloz
sale un "fin" en negro.

Me pregunto quién pensó el guión,
debe estar bastante enfermo,
fue el estreno de un gran director,
le caerán mil premios.




13 septiembre 2012

Lágrimas

La abuela peina con dulzura a su nieto mientras lo intenta tranquilizar para reducir su llanto: “tu madre te está mirando desde el cielo y va a estar contigo siempre, no llores mi vida, concéntrate, ¿verdad que la ves?”. Mientras lo dice, lágrimas incontenibles comienzan a surcar su rostro envejecido sin que ello le haga quebrar su voz en ningún momento. El niño sigue llorando, nada parece consolarlo, cierra con fuerza sus ojos y balbucea, desesperado, mientras incrementa su sollozo: “¡pues es que yo no la veo, yo quiero ver a mi mamá!”. Lágrimas como puños recorren su carita enrojecida. Tembloroso me meto en la habitación de al lado mientras sigo escuchando de lejos, como un susurro, la voz de la abuela intentando endulzar para su nieto el dolor que a ella misma le corroe las entrañas. Me quedo allí de pie, sin poder moverme, conteniendo casi la respiración. Sin nada que hacer. Sin nada que decir. Sólo intentando asimilar tanto dolor.

03 septiembre 2012

Mileuristas, cuando éramos tan felices

O eso creíamos. Al menos nos desenvolvíamos con naturalidad y cierta prepotencia en esa ficción que nos habíamos construido dentro del minúsculo habitáculo que la sociedad cínica de nuestro padres nos había arrendado a precio de oro con la falsa promesa de que, finalmente, nosotros heredaríamos la Arcadia. Solo que sin prisas, sin agobios, porque ellos se sentían todavía capaces, no debíamos precipitarnos ni dar pasos demasiado rápido, ellos se encargarían del negocio, de dirigir el barco, de los asuntos serios, mientras tanto nos dejaban disfrutar de las falsas mieles de la adolescencia eterna porque al fin y al cabo, todavía treintañeros, éramos aún demasiado tiernos para ese rollo de la vida adulta. Todo ello no era óbice para que se les llenara la boca y se enorgullecieran con aquello de que sus retoños eran los mejor preparados de la historia de España. Hipócritas, no por ello nos dejaban de contratar de manera miserable, precaria o como becarios indefinidos. Hace ya un tiempo, en los años dorados de la burbuja española, escribí un par de posts en los que trataba de explicar mi punto de vista, ya entonces desmitificador, sobre la generación mileurista, los mileuristas sin voz los llamaba, los mileuristas adultescentes, nacidos en  los setenta, al calor del cambio social y político más importante de nuestro país. Éramos vistos con simpatía condescendiente por nuestros mayores y, aunque superficialmente rebeldes, seguimos dócilmente los caminos previamente abiertos por ellos sin aportar casi nada propio, sin desenmascarar ninguna de las mentiras sobre las que se construyó la España democrática. Casi nadie se escapó fuera del redil. Recibíamos continuos elogios por nuestra formación pero eso, sospechosamente, no se iba traduciendo en una mejora de nuestras condiciones laborales. De hecho, en ocasiones, casi parecía que nuestros estudios eran su trofeo, su logro, un regalo que nos habían hecho, por el que teníamos que darles continuamente las gracias y otro motivo más para aceptar sin rechistar las precarias condiciones (decían que iniciales) que el mundo laboral nos ofrecía. Nos convertimos en los mileuristas: jóvenes preparados (o no tanto) que iban encadenando contrato precario tras contrato precario o beca tras beca en todos los campos laborales. Ahora que se empieza a hablar con nostalgia de los años dorados de la burbuja, cuando España crecía por encima de la media europea y estábamos en la Champions League de la economía de la estafa, no debemos olvidar que en 2006 casi el 60% de los asalariados españoles era ya un puñetero mileurista, lo que unido a los precios disparatados de la vivienda (viviendas que nos vendían, no lo olvidemos, nuestros mayores, los que las tenían o construían, nuestros padres, que se enriquecieron a nuestra costa) hacía que la mayoría de los jóvenes comprendieran rápidamente que, careciendo por completo de espíritu de lucha ni estando preparados para la confrontación social, más les valía hacerse a la idea de vivir el día a día, sin planes de futuro, a la espera de las sustanciosas herencias que parecía que se estaban amasando y de los espacios sociales y laborales que en algún momento los otros les dejarían libres. 
 
Y vaya si nos creímos bien nuestro papel de comparsas sociales. Lo interpretamos de maravilla. Nos venía como anillo al dedo. Habíamos sido educados para ello. Nos retiramos del mundo político y social. No nos querían, ni nos iban a dejar acceder a él sin pelear, cierto, pero lo que nadie pareció entender es que, en el fondo, a los que menos nos apetecía esa lucha era a nosotros. Ya en aquel instituto, en el que casi todos estuvimos, así como después, en la universidad, a la que terminamos colapsando, encontramos una rutina semanal, suma de trabajo y evasión, que con nuestros primeros empleos mantuvimos sin problemas: sin responsabilidades de ningún tipo (a las que éramos alérgicos) la cosa consistía en trabajar como mulos durante la semana y desfasar sin tregua durante los fines de semana. Era fácil, sencillo, dominábamos como nadie la especialidad, llevábamos años entrenándola. Así fueron pasando los años, casi sin darnos cuenta, y fuimos formando parejas al mismo ritmo que las deshacíamos, y los hijos iban llegando casi sin querer, más por imperativo fisiológico que de manera natural, y nos hacíamos mayores sin quererlo, ni parecerlo. Y sobre todo sin sentirlo. Nada parecía romper el frágil equilibrio en el que los adultescentes, ya treintañeros, eran tan felices, en su burbuja social, con sus reuniones con los amigos, con su propia mitología construida a base de historietas adolescentes que les hacían creerse tan especiales, siempre con la televisión y la música como ejes de la nostalgia sentimental, con la melancolía por el recuerdo de aquellos veranos infinitos y con el (extraño) orgullo de haber sido los últimos españoles que habían crecido en la calle, sin conexión a Internet, sin redes sociales virtuales, la verdadera brecha generacional que marca la diferencia con los que verdaderamente hoy sí son jóvenes.

Trabajábamos y ganábamos dinero. Un dinero miserable con el que teníamos que vivir a crédito, hipotecando nuestros futuros, claro, pero entonces eso no nos importaba, teníamos la liquidez necesaria para seguir siempre de fiesta, para invitar a esa última ronda que siempre se convertía en la penúltima, de fiesta y de risas, con los amigos, exprimiendo los minutos casi con desesperación. La vida era lo otro, el trabajo, el mal necesario, las condiciones laborales cada vez más precarias, algo de lo que tampoco había que hacer un drama, no había que dar la brasa, ni joder el momento, ni la diversión, bastantes malos rollos había que tragarse durante la semana para seguir con las malas energías cuando nos juntábamos. Se dejaba a un lado la vida real y los mileuristas adultescentes, cuando se juntaban, se sumergían en su propio universo, construido a su medida, donde eran los reyes de la creación, donde sus historias eran las más divertidas y sus carcajadas las más sonoras. Fuera, el invierno estaba llegando. Y el frío empezaba a calar los huesos. Pero dentro se estaba tan bien… Los amigos como tótem, los amigos de siempre a ser posible, los de toda la vida, las viejas historias, las cervezas, las risas. Aunque todo estuviese ya podrido y el olor del cadáver ya no se pudiese ocultar. Reencontrarse con los amigos, con las novias (o esposas, ya), con los novios (o maridos, ya) y desbarrar. El botellón, que había sigo el eje en torno al cual giraron nuestros jóvenes inicios sociales, seguía marcando la pauta, aunque ahora se pudiese entrar por fin en los bares o tuviéramos viviendas propias donde juntarnos: el alcohol siempre debía correr, con él siempre terminaban sucediendo cosas; muchos se sumergían también en otras drogas dulcemente evasivas. Los conciertos, la música y las risas, siempre las risas, las chicas, los ligues, los chicos, las historias, y las risas…. Ahora vienen los que dicen que ya lo preveían, los que dicen que ellos ya nos advertían de que esta ficción no se podría mantener durante mucho tiempo, que nuestra falta de conexión real con la sociedad se terminaría pagando, pero en el fondo el contexto impedía entonces que cualquier crítica trascendiese: no había espacio ni tiempo para ello, lo máximo que sucedía es que se integrase en una noche más de farra y fuese el elemento serio de la noche hasta que la juerga y la diversión se impusiesen una vez más.  En el fondo, nadie quería realmente ser el agorero que destruyera el buen rollo de nuestros encuentros, nadie quería ser el que mostrara la realidad a los que vivían tan felizmente dentro de la caverna, el que advirtiera que era más que evidente que no estábamos siendo capaces de integrarnos como adultos en la sociedad, que seguíamos viviendo bajo códigos adolescentes cuando estábamos ya cerca o inmersos en la treintena. De ahí el acierto del término adultescente para delimitar lo que éramos.  
 
Ejercíamos de niñatos porque era lo que mejor sabíamos hacer y porque, en el fondo, nadie quería ni esperaba que hiciésemos otra cosa.

En el fondo solo nosotros, los adultescentes ya envejecidos, los que pertenecemos a la generación mileurista, los treintañeros o los que ya, con sorpresa, celebraron su cuarenta cumpleaños sin entender muy bien cómo podía eso suceder, podemos entender el desastre sentimental que el presente nos depara. Muchos sabíamos que algo no funcionaba en nosotros, que el artificio no duraría para siempre, pero la marea era tan fuerte que era imposible no verse arrastrado de una manera u otra por ella.
 
Éramos tan felices. O creíamos serlo. 
 
El futuro no existía. Vivíamos un presente perpetuo porque envejecer, madurar, no estaba entre nuestras coordenadas vitales. Esa vida en  presente continuo enmascaraba esa nostalgia infinita, dramática, casi enfermiza, escrita a fuego en el ADN de nuestra generación del pasado adolescente. Seres melancólicos que veíamos aquellos años como los últimos en los que disfrutamos de una libertad auténtica y vislumbrábamos lo que ahora ya reconocemos como una verdad aterradora: nunca volveríamos a ser tan felices. Estamos tarados para la vida adulta. No está hecha para nosotros. Nunca creímos en ella, nunca quisimos acceder a ella, no sabemos cómo vivirla.

Los años nos fueron cayendo encima. Sin darnos cuenta nos casamos, tuvimos hijos y compramos casas. Al fin y al cabo, no había que tirar el dinero y parecía que lo mejor era invertir en lo que fue la última gran mentira de nuestros mayores: la vivienda, el valor que nunca bajaría. Puede producir una risa conmiserativa hoy pero ese era el mensaje persistente que nos llegaba por entonces. Y les volvimos a hacer caso. Con fe ciega. Nos volvimos a equivocar, claro. Nos dimos cuenta, sin darle por supuesto la menor importancia, que era imposible que pudiéramos soportar la carga económica que suponían estas viviendas con los sueldos que teníamos en cuanto sufriéramos cualquier bache. Daba igual. La utopía liberal de la burbuja seguía vigente: pleno empleo, precario y miserable, sí, pero para siempre. Vivíamos ya en los albores de 2008 y pronto nos tendríamos que familiarizar con las hipotecas subprime (como las nuestras), descubriríamos la existencia de Goldman Sachs y Leopoldo Abadía se convertiría en el gurú económico del momento… La historia nos atropelló mientras nos tomábamos la última copa. De repente, como con aquellos ciegos de Saramago, empezamos a escuchar inquietantes historias de conocidos, o de amigos de amigos, o de conocidos de amigos de conocidos... Se quedaban en paro, perdían su trabajo, no encontraban nada nuevo en lo que trabajar, sufrían… Poco a poco dejabas de verlos, desaparecían del circuito. Al principio pudimos hacer como que no existían, eludirlos, seguir como si nada pasase, pero las historias seguían circulando, no dejaban de crecer, al tiempo que en los medios la prima de riesgo se erigía como un agujero negro informativo alrededor del que giraba toda nuestra realidad, todas nuestras vidas sometidas a su imperio, arrastrándonos lentamente pero sin remisión hacia el abismo. 
 
Los problemas económicos y el paro comenzaron a extenderse implacablemente sobre todos y nosotros, los mileuristas adultescentes, nos vimos atrapados por la gran tormenta: propietarios de viviendas cuyas hipotecas no podíamos pagar o cuyo pago significaba la asfixia económica total, con trabajos precarios y mal pagados que iban desapareciendo, muchos con hijos recién nacidos, nos dimos cuenta de que, a pesar de nuestros manidos discursos antisistema, no sólo participábamos del sistema sino que además íbamos a recibir todas las hostias sin protección alguna. Empantanados, sin poder caminar hacia delante, sin poder volver hacia detrás y sin poder huir como hacían los jóvenes veintañeros que estaban igual o mejor formados que nosotros pero no soportaban todavía ningún tipo de cargas, ni económicas ni emocionales. Absolutamente jodidos. La realidad nos arrasó. Cerró el último bar. Acabó la fiesta. Nos quedamos solos, frente al espejo, sin reconocernos.

Desde hace ya un tiempo nadie puede negar que las reuniones con los amigos, las cervezas del domingo o las escapadas nocturnas han perdido su sabor. Cada vez hay menos risas, la evasión se ha vuelto imposible, la realidad nos ha impuesto su agenda y se nos ha endurecido el rostro y el alma. Es curioso observar cómo treintañeros largos, que en toda su vida se han preocupado por leer un periódico, cuya máximo activismo político era recordar votar una vez cada cuatro años a quien estéticamente mejor se aviniera a sus escasas ideas, se enzarzan en agrias y pobres discusiones intentando desmadejar la madeja social que los ha puesto frente al abismo. Como malos actores interpretando un papel para el que nunca estuvieron preparados, balbucean soluciones extremas que ni ellos mismos se creen o escupen todo su rencor sobre la casta política que sigue haciendo méritos para servir de tontos útiles a toda esta estafa social en la que ha derivado la crisis del capitalismo de casino. Las conversaciones terminan encanallándose, las reuniones decayendo y los silencios imponiéndose. Todo se pudre.

Éramos tan felices, nos contaba Michi, el menor de los Panero, a cuenta de su infancia en la extraordinaria película de Jaime Chávarri, El desencanto. Es posible que mantener la leyenda, al estilo fordiano, sea más útil para sobrevivir, pero la mentira se hace más complicada de creer en este presente frío y acerado en el que vivimos. Veinte años después un Michi maduro, cercano ya a la muerte, se reía con cinismo de aquella afirmación en la continuación de la saga familiar que filmara Ricardo Franco.
 
Nosotros tampoco éramos tan felices. Pero nos esforzamos mucho en creerlo.