Caminan entre nosotros, por todas partes, aparecen tras cada esquina, en cualquier
andén de metro, debajo de tu casa, te persiguen, te cercan, a veces en parejas,
hueles su infecto aliento. Nunca antes hubo tantos por Madrid.
Ando desbordado por datos, informes, números, fraudes, ayudas
infames a aquellos que nos hundieron, abyectos recortes de lo que era de todos,
hastiado de una prensa jurásica e indecente, de tantas radios que emiten en una misma frecuencia infinita tan
sólo la voz de sus amos, de las solipsistas
redes sociales… Vivo inmerso en una sensación continua de que nada de lo que
leo, de lo que me cuentan me sirve ya para mejorar la composición del relato,
da igual el nuevo ensayo que ataque o la nueva información que me envíen, tengo
la espantosa certeza antes de empezar a
leer de que es algo que ya conozco, de que todos a estas alturas, de un modo u
otro, ya no podemos seguir engañándonos y que la calma general sólo puede ser
explicada desde la imposibilidad de respuesta, desde la inexistencia de cauces
mediante los que evitar lo que nos venden como inevitable. O tal vez todo es
más fácil y se explica desde una sociedad conformada y educada para ser
borrega, para bajar la cabeza sin rebelarse, para alcanzar sin pudor límites
insospechados de cobardía. Putos cobardes sin sangre. Somos. A veces, todavía,
exploto y de manera desabrida algún amigo o conocido es alcanzado por dardos
envenenados infestados de datos que no se pueden obviar y que sirven para
desenmascarar las idioteces argumentales en las que algunos aún se intentan
refugiar para sobrevivir. Cada vez me pasa menos, la sensación de letargo se va
apoderando de mí. No merece la pena. No merecen la pena.
Deambulan entre nosotros, su número crece por días, son
nuestros muertos, cadáveres andantes, zombis del sistema capitalista. Con los
dientes ennegrecidos por la miseria, con el rostro contraído por el hambre y la
mirada perdida por el fracaso vital.
En letargo. Sí, me pasa cada vez más a menudo, entro en
letargo en las conversaciones sobre la actualidad, me aburro, me parece que ya
se ha dicho todo, que todo se ha valorado, que la crítica es superflua o
insuficiente. A estas alturas de la historia sólo nos quedan dos opciones: o
pasar a la acción o quitarnos de en medio. Lo demás es literatura. Y de pésima
calidad. Me siento mayor, se acabó el artificio, no puedo volver a salvar el
mundo entre efluvios de alcohol, la realidad ha entrado en nuestras vidas, ha dado una patada en la puerta para ocupar nuestras casas, se ha
sentado en nuestro sillón favorito, mirándonos en silencio, desafiante, nos ha
manchado, nos ha llenado de mierda para siempre.
Se arrastran ante nosotros, los evitas como puedes, te zafas de ellos, bajas la cabeza y
aceleras el paso. No tienes un cigarro, no tienes una puñetera moneda, no
tienes tiempo, no tienes alma ni conciencia. En el metro, en el tren, no puedes
huir y tan sólo resta aguantar el momento. Escuchar la patética cantinela, el
relato del fracaso, del dolor, del gulag capitalista. Me fijo en las caras de
mis compañeros de vagón, estudio sus facciones, interpreto sus emociones; me
asusta pensar que casi todos ellos serían capaces de interpretar a la
perfección el papel de un alemán cualquiera en los años del nazismo. Y que, sin
dudas, yo soy uno más de ellos.
Cuando me sacuden y despierto del letargo cada vez razono de manera menos ponderada, menos
reflexiva, con menos paciencia. Sólo siento unas enormes ganas de morder, con
rabia, sin soltar la presa a pesar de los palos que me caigan encima, como el
perro en la perrera, que muerde y ladra sólo por rabia, sin fe, sin objetivo, tan
sólo para demostrar que aún respira aunque se sienta muerto por dentro. Pero con
eso ya tampoco alcanza.
Se humillan ante nosotros, suplican, relatan situaciones
inverosímiles completamente reales, su pérdida de dignidad no es más que el
reflejo deformado de nuestra propia miseria. Consiguen unas pocas monedas y el
que se las da se siente un poco mejor esa mañana. Ellos fingen agradecimiento
pero sólo debieran odiarnos. Tal vez lo hacen, nos odian porque hemos
conseguido una plaza en los esquifes del
Titanic. No ven más allá de nosotros y querrían ocupar como fuera nuestro lugar.
Nos odian, sí. Normal. Pero no pasan a la acción; como el resto. Se lo impide el
miedo a la represión, al castigo. De momento.