30 noviembre 2012

Perdón por molestar

Caminan entre nosotros, por todas partes, aparecen tras cada esquina, en cualquier andén de metro, debajo de tu casa, te persiguen, te cercan, a veces en parejas, hueles su infecto aliento. Nunca antes hubo tantos por Madrid. 

Ando desbordado por datos, informes, números, fraudes, ayudas infames a aquellos que nos hundieron, abyectos recortes de lo que era de todos, hastiado de una prensa jurásica e indecente, de tantas radios que emiten en una misma frecuencia infinita tan sólo la voz de sus amos, de las solipsistas redes sociales… Vivo inmerso en una sensación continua de que nada de lo que leo, de lo que me cuentan me sirve ya para mejorar la composición del relato, da igual el nuevo ensayo que ataque o la nueva información que me envíen, tengo la espantosa certeza antes de empezar a leer de que es algo que ya conozco, de que todos a estas alturas, de un modo u otro, ya no podemos seguir engañándonos y que la calma general sólo puede ser explicada desde la imposibilidad de respuesta, desde la inexistencia de cauces mediante los que evitar lo que nos venden como inevitable. O tal vez todo es más fácil y se explica desde una sociedad conformada y educada para ser borrega, para bajar la cabeza sin rebelarse, para alcanzar sin pudor límites insospechados de cobardía. Putos cobardes sin sangre. Somos. A veces, todavía, exploto y de manera desabrida algún amigo o conocido es alcanzado por dardos envenenados infestados de datos que no se pueden obviar y que sirven para desenmascarar las idioteces argumentales en las que algunos aún se intentan refugiar para sobrevivir. Cada vez me pasa menos, la sensación de letargo se va apoderando de mí. No merece la pena. No merecen la pena.

Deambulan entre nosotros, su número crece por días, son nuestros muertos, cadáveres andantes, zombis del sistema capitalista. Con los dientes ennegrecidos por la miseria, con el rostro contraído por el hambre y la mirada perdida por el fracaso vital. 

En letargo. Sí, me pasa cada vez más a menudo, entro en letargo en las conversaciones sobre la actualidad, me aburro, me parece que ya se ha dicho todo, que todo se ha valorado, que la crítica es superflua o insuficiente. A estas alturas de la historia sólo nos quedan dos opciones: o pasar a la acción o quitarnos de en medio. Lo demás es literatura. Y de pésima calidad. Me siento mayor, se acabó el artificio, no puedo volver a salvar el mundo entre efluvios de alcohol, la realidad ha entrado en nuestras vidas, ha dado una patada en la puerta para ocupar nuestras casas, se ha sentado en nuestro sillón favorito, mirándonos en silencio, desafiante, nos ha manchado, nos ha llenado de mierda para siempre.

Se arrastran ante nosotros, los evitas como puedes, te zafas de ellos, bajas la cabeza y aceleras el paso. No tienes un cigarro, no tienes una puñetera moneda, no tienes tiempo, no tienes alma ni conciencia. En el metro, en el tren, no puedes huir y tan sólo resta aguantar el momento. Escuchar la patética cantinela, el relato del fracaso, del dolor, del gulag capitalista. Me fijo en las caras de mis compañeros de vagón, estudio sus facciones, interpreto sus emociones; me asusta pensar que casi todos ellos serían capaces de interpretar a la perfección el papel de un alemán cualquiera en los años del nazismo. Y que, sin dudas, yo soy uno más de ellos.

Cuando me sacuden y despierto del letargo cada vez razono de manera menos ponderada, menos reflexiva, con menos paciencia. Sólo siento unas enormes ganas de morder, con rabia, sin soltar la presa a pesar de los palos que me caigan encima, como el perro en la perrera, que muerde y ladra sólo por rabia, sin fe, sin objetivo, tan sólo para demostrar que aún respira aunque se sienta muerto por dentro. Pero con eso ya tampoco alcanza.

Se humillan ante nosotros, suplican, relatan situaciones inverosímiles completamente reales, su pérdida de dignidad no es más que el reflejo deformado de nuestra propia miseria. Consiguen unas pocas monedas y el que se las da se siente un poco mejor esa mañana. Ellos fingen agradecimiento pero sólo debieran odiarnos. Tal vez lo hacen, nos odian porque hemos conseguido una plaza en los esquifes del Titanic. No ven más allá de nosotros y querrían ocupar como fuera nuestro lugar. Nos odian, sí. Normal. Pero no pasan a la acción; como el resto. Se lo impide el miedo a la represión, al castigo. De momento.

27 noviembre 2012

Ochenta años de fracaso educativo y social a través del cine

 Desde Zéro de conduite (Jean Vigo, 1933)...


 ... Pasando por Los 400 golpes (François Truffaut, 1959)...


 ... Por If... (Lindsay Anderson, 1968)...


... Para terminar en La clase (Laurent Cantet, 2008)
 

... O casi ochenta años en los que el cine deja constancia de cómo la escuela es vivida como una cárcel represora por demasiados niños que no comprenden su utilidad, no soportan sus arbitrariedades, ni las jerarquías impuestas, ni la falta de respeto a sus personas y a su intelecto... 

El cine como testigo de un fracaso social, de una esperanza siempre al borde de la putrefacción, de unas formas de enseñanza que siempre se sienten como anacrónicas y alejadas del presente, incapaces de adaptarse a las necesidades educativas de su tiempo.

Y en lugar de preocuparnos por esto, por mejorar nuestras formas de enseñar y de relacionarnos todos, profesores y alumnos, en los diferentes entornos educativos, nuestro tiempo nos obliga a dedicarnos a salvar los restos del naufragio, a eludir los graves problemas que asolan a los sistemas tradicionales de enseñanza para defender en primer lugar su propia existencia, como garantía de superviviencia de esa mínima posibilidad de justicia social que la escuela, aunque sea pobremente, intenta al menos garantizar.