Leo la anécdota en el ameno y clarificador ensayo Keynes vs Hayek, escrito por Nicholas Wapshott. Friedrich Hayek, el que se convertiría en
adalid de la rebelión contra el intervencionismo del Estado en los asuntos
económicos de los ciudadanos, recién llegado a EEUU, con apenas 24 años y sin
posibilidad de contactar con la persona que iba a contratarlo para una
universidad norteamericana estuvo a punto de trabajar como friegaplatos en un
restaurante para poder mantenerse en EEUU sin que lo deportaran. Finalmente el
problema se solucionó y entró a trabajar en la universidad, pasando así a ser un
empleado público, uno más, uno de de tantos, de índole intelectual, sí, profesor
universitario, de acuerdo, pero un trabajador público más al fin y al cabo cuya labor
sólo podría desarrollarse (entonces y ahora) bajo el paraguas del Estado, de su
arquitectura institucional. No era la primera vez que trabajaba en el ámbito de
lo público, ni fue la última. Ni mucho menos. En diferentes países. En su caso,
durante toda su vida. En sus 92 años el famoso economista jamás trabajó para el
sector privado (habría tal vez que descontar los poco más de diez años en la Universidad de Chicago, que el autor del libro parece obviar que era privada). Su caso es paradigmático. Es la gran figura, el Messi
ultraliberal, aquél al que idolatran todos los liberales dogmáticos, todos los que
creen en la posibilidad utópica de un libre mercado ajeno a las interferencias políticas,
los que defienden la existencia de un Estado mínimo que no interfiera en el equilibrio
“natural” de los mercados. Cuando hablan de Estado mínimo no es difícil establecer
a qué mínimo Estado se refieren, claro. Al que los proteja a ellos, a la élite,
de los miserables que peleen por su supervivencia.
12 abril 2013
06 abril 2013
Resonancias cinematográficas
El cine. El arte en el que todo cabe, en el que nadie ya se detiene, sobre el que todos se permiten opinar. Finalmente convertido para tantos ciegos tan sólo en la destreza de narrar una historia audiovisual. La misma historia. Una y otra vez. Hasta que alguien advierte que no siempre es igual. Que lo que se cuenta difiere sustancialmente de lo ya contado, aún pareciendo que se cuenta de nuevo lo que anteriormente ya se contó. Hasta que alguien comprende que merece la pena reflexionar sobre las diferencias, discutir sobre las influencias y entablar un diálogo entre películas que parecen narrar lo mismo Un diálogo entre directores dispares con sensibilidades diferentes. Universos independientes construidos a imagen y semejanza de artistas que se sentían capaces de volver a contar lo ya contado bajo su prisma. De volver a contar lo mismo para volver a contarlo por primera vez
Sólo se vive una vez - Fritz Lang (1937)
Los amantes de la noche - Nicholas Ray (1948)
Malas tierras - Terrence Malick (1973)