Arrecia la lluvia. Hace ya mucho tiempo que no deja de caer
sobre su cabeza. Hace frío. No parece que disminuya la intensidad con la que el
agua lo golpea. Todo se pudre. Siempre. En su caso la podredumbre tan sólo llegó
pronto, tan pronto. Mientras tanto sonríe, dulcemente, a todos, siempre, sin hacer
distinciones, arrebatándote el alma. Tal vez sólo buscando de manera
desesperada parte de la protección perdida, recomponer los fragmentos rotos de
esa burbuja emocional que una mujer destrozada por la vida y la enfermedad
construyera laboriosamente para ambos. Esa burbuja que terminó explotando, abrupta
y dolorosamente mientras él, ajeno a todo, sin posibilidad aún de manejar el
dolor, disfrutaba de su primer verano eterno junto a sus primos, sin poder
comprender que mientras reía y jugaba con titos destrozados y primos
inconscientes, su vida cambiaba para siempre y se iba a llenar, a pesar de los
esfuerzos de todos, de encanallamientos, de malas caras, de miradas cómplices
equivocadas, de penas compartidas que construyen falsas certezas inamovibles. Y,
lo más importante, de una ausencia que nunca dejará de estar presente en su
vida.
Está creciendo en medio de silencios incómodos y
responsables, en medio de compromisos quebrados, de lealtades mal entendidas y
de amores absolutos que maleducan. Inmerso en una guerra fría en la que los contendientes
tal vez jamás van a poder demostrar tener la razón absoluta. Te mira de manera
adorable, balbucea mientras nervioso intenta explicarte cualquier chorrada, se
tira encima de ti buscando el refugio de tus brazos. Aunque hayan pasado meses
desde de la última vez que te vio. Te rompe por dentro. Y sabes que es una
ficción, que durará poco, que el amor infantil no se construye de memoria sino
de un presente continuo en el que ya has desaparecido porque apenas hay espacio
para todos los demás, que revolotean por su vida generando a su alrededor un
ruido emocional que terminará por volverlo loco. O tan sólo idiota. Mientras,
no puedes evitar quererlo. Tampoco dejar de sentir lástima por él, por su
desorden vital, porque aún es incapaz de vislumbrar las ruinas
familiares sobre las que debe aprender a crecer, rodeado de adultos incapaces
de dejar de ver en él el reflejo cegador de la que se fue, de la que nos dejó, hasta
incluso difuminar su existencia y sus necesidades. Vive envuelto por un aura
deslumbrante y antinatural, a través de la que los demás encontramos el único
camino posible para que ella siga presente, para que la memoria no nos
traicione como con los otros y la deje arrinconada demasiado pronto. Las balas
silban a su alrededor, el amor incondicional que ahora lo protege será
finalmente dañino. Es un amor corrompido, contaminado por la pena, por el dolor y
por la incomprensión.
En el fondo tan sólo es un ejemplo más del eterno
enfrentamiento entre la lógica de la supervivencia infantil y la inevitable
miseria de la lógica adulta. Lo terrible es como pretendemos acostumbrarnos a ausencias
anormales, como las normalizamos, como creemos superarlas y seguir los dictados
de la razón cuando es la rabia lo que nos corroe por dentro. Me sonrío cuando
recuerdo las buenas intenciones. La familia es la gran ficción, el constructo
cultural más poderoso, tal vez el más falso de todos, aunque necesario. La
familia siempre termina rota, arruinada, quebrada por el tiempo, por las
fricciones y la incomprensión. Tan sólo se sostiene gracias a los restos de
lealtades y amistades construidas a fuego lento. Y por la existencia de algún
ancla. Como la nuestra. Aún poderosa. Resistiendo las embestidas de la vida. Casi
siete décadas después. A duras penas. Agotada por el paso del tiempo, envejecida
por el sufrimiento, consumida por las disputas, pero siempre de pie, sin
albergar duda alguna, protegiendo a sus cachorros, incluso a los de la segunda
generación, restañando heridas, minimizando diferencias, como si nunca fuera a
dejar de existir. La única que no se plantea traiciones o estrategias. Tan sólo
abre la puerta de su casa y nos acoge. A todos. Y todos volvemos. Y nos
encontramos. E intentamos reconocernos de nuevo. Resistimos. Mientras el crío
juega por allí nosotros nos miramos, nos buscamos, intentamos entendernos. Y en silencio nos vemos más viejos, nos vemos mayores, diferentes. Nos vemos jodidos, perdidos. Más indefensos que nunca. Como el niño. Pero con menos futuro.