La cosa está jodida, esta crisis
no es como las otras, así la llamas tú también, crisis, aunque no tengas muy
claro lo que eso significa. Pero es algo serio, seguro, la cara de tu madre no te
tranquiliza como otras veces, no es capaz de ocultar su miedo, te mira, casi te
grita cuando te pregunta cómo te sientes, es de madrugada, estás sentado en el
salón, apenas puedes contestar, te acurrucas sobre los sillones, tu pequeño
cuerpo se hace un ovillo, te sientes pequeño, tan pequeño, la casa parece
vacía, todos duermen, Migue seguro que también, qué suerte, piensas… Aparece
también por allí tu padre, con gesto serio, y eso es algo insólito, anormal,
pero no hay tiempo para análisis profundos, sólo eres capaz de pensar ya en una
sola cosa, sólo tienes un objetivo, primario, elemental: has de conseguir oxígeno, más
oxígeno, en cada bocanada, en cada aspiración, y para ello debes poner en
marcha todo tu cuerpo, cada parte de él, aunque los libros de ciencias digan
que no sirven para ello. Respirar, una vez, y otra, y a ser posible otra vez
más. Te pones a trabajar en ello, con cada músculo, con cada órgano, a través
de cada uno de los poros de tu piel. Los obligas a dejar su actividad habitual
para centrarse en lo único importante, respirar, como sea, una vez, y otra, y
otra más, respira, aspira, espira, vive, no abandones. Tu madre ya no está
contigo. Crees entender que ha ido a buscar a un médico. Comprendes que no le
dará tiempo. Miras a tu padre, acongojado, y tras un segundo cierras los ojos,
exhausto. Notas cómo te levanta y te lleva hasta la terraza. Te asomas al cielo,
de nuevo en pie, fascinado por las estrellas mientra sientes el aire frío
entrando en tus pulmones. Acompasas tu respiración al latido de tu corazón,
sientes que por fin recompones el equilibrio, poco a poco, con enorme esfuerzo.
Miras al infinito y la noche decide por
fin darte una tregua. Hoy no vas a morir. No toca. Respira, chaval. Es hora de dormir.
19 octubre 2013
09 octubre 2013
La discreta mediocridad del profesorado
La distancia existente entre las teorías pedagógicas modernas y la realidad de la
enseñanza es tan abismal que a veces pareciera que aquello de lo que se ocupan
las primeras no tiene nada que ver con la actividad que se desarrolla en los
centros educativos. Tras unos años ejerciendo como profesor en la educación
secundaria madrileña me resulta extraordinariamente estéril leer y escuchar
tanto las chaladuras pretendidamente alternativas de los fanboys de Ken Robinson,
como el casposo y conservador discurso de los que se quieren retrotraer a una supuesta
arcadia educativa en la que los alumnos, en silencio y con el máximo respeto, escuchaban
a sus maestros independientemente de su buen hacer. Sin que ellos, ni sus
padres, ni la sociedad, tuviera derecho a juzgar y valorar su labor. Ni a poner
en entredicho sus planteamientos didácticos. Entre unos y otros, como una
especie de materia oscura indetectable responsable del porcentaje más alto de
la gestión diaria de la realidad educativa de este país, se encuentra la gran mayoría de profesores y maestros. Y éstos, sin
profundizar en absoluto en ninguna de las cuestiones relacionadas con los
aspectos filosóficos, pedagógicos y políticos de su labor, sin atender ni comprender
apenas las relevantes consecuencias de la misma, trabajan (en general) bajo el
paraguas del clásico paradigma educativo, apenas actualizado por un uso
superficial de las nuevas tecnologías y por la necesidad de asumir la
existencia de un nuevo marco relacional con un alumnado que, como buen hijo de
nuestro tiempo, exige una relación emocional más intensa y cercana con los que
van a ser sus profesores para volcarse en su propia formación con la máxima
intensidad. Por ahí caminan, cada día, sobre el alambre, miles de docentes,
abrumados por la enorme responsabilidad que una sociedad irresponsable, formada
por familias desordenadas construidas alrededor de mónadas emocionales
incapaces de interactuar con normalidad, pone sobre sus hombros. Los padres parecen
haberse desprendido de las viejas certezas totalitarias en relación a la
organización familiar para enfrentarse a un vacío en el que son incapaces de
encontrar nuevos equilibrios sobre los que construir un entorno afectivo que
dote a los chicos de las dosis mínimas de responsabilidad y ética con las que empezar
a caminar por la vida.
Nunca fue tan evidente la distancia entre el sueño de formar
ciudadanos críticos, responsables y con conocimientos a través de la educación
reglada para todos y la actual realidad educativa, propia de un país derrotado
y deprimido. Una realidad educativa gris y desangelada, desilusionada, sin proyecto
de futuro, desconcertada, que tan sólo sobrevive por inercia. Hoy en día la
sociedad ya no es capaz de determinar exactamente qué quiere de la escuela. Las
viejas ficciones ya no sirven. No hay proyecto común en relación a ella. Sólo
quedan los restos descompuestos de aquel viejo relato colectivo que la quiso
colocar el centro de la acción social como elemento fundamental para la
cohesión y la igualdad de oportunidades. Inmersos desde hace décadas en un letal
individualismo, tan sólo pretendemos utilizarla como plataforma credencialista
que legitime la exclusión y sirva de soporte en la construcción de una tan
feroz como estúpida competitividad social, en la que unos sólo pueden triunfar
si los demás fracasan y se hunden. Ya no hace falta formar. Tampoco está claro
sobre qué instruir. En ese caos, con ese caos, en un erial que lleva décadas
sin ser regado con nuevas ilusiones colectivas, trabajan cada día los docentes,
sin saber exactamente para qué, ni cómo, ni por qué, sostenidos a veces sobre
frágiles razones, tan pretendidamente profundas y abstractas, que terminan destilando
cierta grandilocuencia. Ejerciendo su labor desde una discreta mediocridad que
les permite no significarse, no mortificarse y no ser determinantes. Dejando
que pasen perezosamente los años, los cursos y sus vidas.
Hay un ruido brutal en torno a la educación. Parece que se
habla mucho de ella, muchas veces, desde muchos frentes, pero si se escucha con
atención rápidamente hemos de acordar que apenas se dice nada con enjundia,
nada relevante y nada que signifique un giro que venga a solucionar sus
verdaderos problemas. Pero lo extraño, lo significativo, lo que debiera
hacernos reflexionar es que donde menos se habla de educación es precisamente
dentro de los propios círculos docentes. Es sorprendente el devastador silencio
que existe en torno a la propia educación, a nuestra labor como profesores, en
los centros educativos. No recuerdo ni una sola vez que en ningún centro se
planteara seriamente debatir cómo se podría mejorar de manera global la manera
de enfocar las clases, la forma de enseñar, de encarar el proceso de
enseñanza-aprendizaje. Apenas se comparten experiencias educativas, exceptuando
detalles instrumentales, meramente formales, generalmente discutidos entre
compañeros de departamento, todos trabajamos prácticamente en el más absoluto
aislamiento, sin relación los unos con los otros, sin proyecto común. Las reflexiones
ocasionales que se plantean debido a alumnos particulares cuyo rendimiento
académico preocupa chocan contra el muro de la incomprensión de compañeros que
son incapaces de admitir ninguna falla en su labor a la hora de evaluar la
desidia escolar que esos alumnos parecen mostrar en sus clases. Las conversaciones
suelen limitarse a constatar los problemas puntales que un alumno en particular
presenta en relación a sus resultados académicos o a su actitud en clase. Y
normalmente sirven tan sólo para justificar la propia incapacidad pedagógica
del profesor, refugiándose en la supuesta inutilidad manifiesta del alumno para
acoplarse a su ejercicio profesional. Nunca hay autocrítica. Jamás. No he
encontrado a un solo profesor o profesora que haya asumido públicamente nunca
que la responsabilidad del fracaso educativo de alguno de sus alumnos pueda ser
debido a su pésima labor. Frente a ese pasmoso silencio es paradójico el ruido
ensordecedor que existe cuando de lo que se trata es denunciar, con rictus
serio, la habitual pésima educación que muestran los alumnos.
Debiera ser obligatorio dilucidar no sólo qué es aquello que
hemos de enseñar (aunque estemos limitados por leyes educativas esquizofrénicas
que parecen escritas por el mono de Toy Story 3) sino cómo hacerlo y en base a
qué paradigmas educativos. Nada más lejos de esa posibilidad permiten las
rutinas establecidas y los tiempos laborales de nuestros centros educativos. Es
casi imposible relacionarnos profesionalmente, no existen prácticamente horas
habilitadas para ello, pero las que hay no sólo no las utilizamos sino que las
despreciamos mostrando una soberbia indecente a través de la que transmitimos
nuestra pavorosa incapacidad para trabajar en equipo. Aunque el problema no reside
realmente ahí. Un observador externo alucinaría al ver cómo se ha convertido en
tabú el preguntar o indagar sobre la labor de otros compañeros, sobre cómo plantean
sus clases, sobre cómo se relacionan con su alumnado o qué métodos utilizan
para dar sus clases. El oscurantismo es absoluto. Los profesores han asumido
como derecho (cuando no lo es) el aislamiento completo a la hora de realizar su
labor una vez que cierran la puerta de sus aulas. Si se producen tropelías tras
ella se enmascaran fácilmente mediante aprobados generales o a través del miedo
que se infunde a mentes jóvenes que no son capaces de racionalizar las
situaciones de acoso y prepotencia (miserable) a las que en ocasiones se
enfrentan.
Es fundamental deslindar esta crítica al profesorado del
ataque brutal y continuado que a través de los recortes se está cometiendo
contra la educación pública. El problema que planteo es transversal y de hecho
encontrar soluciones pragmáticas y realistas será mucho más difícil mientras se
aprieten los horarios lectivos de los profesores y las ratios continúen
creciendo. Estas decisiones suicidas y populistas de la Administración sólo
sirven para desanimar a los buenos profesores y para hacerles imposible mejorar
sus clases. Por otro lado también es importante que no se aproveche esta
crítica para apoyar esas otras visiones alternativas (vacías, imbéciles e
interesadas) a la enseñanza pública, a la enseñanza reglada y a la necesaria
transmisión de conocimientos. Sólo podremos mejorar la enseñanza destapando las
patéticas incongruencias, las fallas argumentales, el pensamiento mágico y los intereses ocultos
existentes tras documentales como “La educación prohibida”, que pretenden sumergirnos en una educación
emocional tan vacía e inútil como perfectamente adaptada al sistema
(capitalista). La popularidad de bodrios intelectuales como el mencionado
entre padres de clase media, sirve para ilustrar
el nivel intelectual de este país, pero por otro lado nos muestra cómo los
profesionales de la educación, los que realmente conocemos de qué va esto, hemos
perdido la batalla de las ideas debido a una inexcusable dejadez que nos
invalida como interlocutores válidos a la hora de afrontar las necesidades de
alumnos y padres. No sólo somos incapaces de ofrecerles una enseñanza
diferencialmente de calidad sino que también nos declaramos oficialmente
incapaces de construir espacios educativos comunes en los que discutir qué es
necesario enseñar y cómo hacerlo. Qué prácticas educativas se deben reformar.
Cómo podemos evitar las tasas de abandono escolar escalofriantes que tiene
España. Cómo podemos impedir que tantos padres y alumnos vean la escuela como
un aparcadero de niños. Somos inútiles, lo admitimos, damos nuestras clases y
mantenemos la ficción.
No es irrelevante cuestionarse por qué los profesores no nos planteamos con una mayor profundidad qué, por qué y cómo enseñamos. Los diferentes gobiernos han preferido dejar de lado a los que realmente viven con tensión el día a día de la educación y pueden conocer en cada materia la manera de enfocar los problemas derivados de su enseñanza. Al no responsabilizarnos de ello, al alejarnos de la toma de decisiones, al construirnos masticados temarios imposibles, competencias didácticas metidas con calzador y enseñanzas transversales ilimitadas nos han infantilizado, han creado un gran cuerpo de docentes muy preparados a los que no se les deja opinar ni decidir en ningún foro sobre las condiciones de su labor, dejando la toma de decisiones educativas en manos de pedagogos y políticos. Los primeros están obsesionados por transformar desde sus despachos universitarios el paradigma clásico educativo, sustituyendo la necesaria transmisión de conocimientos por delirios intelectuales constructivistas que convierten al profesor en un guía y a los alumnos en “emprendedores” brillantes capaces de reconstruir por sí mismo centurias de saberes dispersos. Los segundos, de forma chapucera, incapaces de entender la complejidad real de la enseñanza, dan palos de ciego e imponen su dogmas ideológicos en aspectos colaterales a la enseñanza que terminan emponzoñando toda posible solución a sus problemas reales y generando un ruido mediático y social insoportable.
Y siempre en segundo plano se encuentra una gran mayoría de los profesores y maestros. Como actores secundarios sin frase, sin capacidad de decisión, sin que hayan aprendido a responsabilizarse de su quehacer, sin reformar viejas prácticas anquilosadas, sin rechazar con argumentos esas nuevas prácticas que popularizan los pedagogos de moda, bajando demasiadas veces la cabeza, eludiendo compromisos, aislados voluntariamente para no comprometerse ni analizar su propia labor, sin ser capaces de mantener una lucha continuada para defender aquello en lo que dicen creer. Una gran mayoría, realmente decisoria, como una especie de materia oscura indetectable, responsable del porcentaje más alto de la gestión diaria de la realidad educativa de este país..
Una realidad educativa que cada vez se hace más irrespirable, más opresiva, menos libre y menos optimista. Como si ya no tuviera futuro. Y por la que ya nadie ya realmente se quiere comprometer.
No es irrelevante cuestionarse por qué los profesores no nos planteamos con una mayor profundidad qué, por qué y cómo enseñamos. Los diferentes gobiernos han preferido dejar de lado a los que realmente viven con tensión el día a día de la educación y pueden conocer en cada materia la manera de enfocar los problemas derivados de su enseñanza. Al no responsabilizarnos de ello, al alejarnos de la toma de decisiones, al construirnos masticados temarios imposibles, competencias didácticas metidas con calzador y enseñanzas transversales ilimitadas nos han infantilizado, han creado un gran cuerpo de docentes muy preparados a los que no se les deja opinar ni decidir en ningún foro sobre las condiciones de su labor, dejando la toma de decisiones educativas en manos de pedagogos y políticos. Los primeros están obsesionados por transformar desde sus despachos universitarios el paradigma clásico educativo, sustituyendo la necesaria transmisión de conocimientos por delirios intelectuales constructivistas que convierten al profesor en un guía y a los alumnos en “emprendedores” brillantes capaces de reconstruir por sí mismo centurias de saberes dispersos. Los segundos, de forma chapucera, incapaces de entender la complejidad real de la enseñanza, dan palos de ciego e imponen su dogmas ideológicos en aspectos colaterales a la enseñanza que terminan emponzoñando toda posible solución a sus problemas reales y generando un ruido mediático y social insoportable.
Y siempre en segundo plano se encuentra una gran mayoría de los profesores y maestros. Como actores secundarios sin frase, sin capacidad de decisión, sin que hayan aprendido a responsabilizarse de su quehacer, sin reformar viejas prácticas anquilosadas, sin rechazar con argumentos esas nuevas prácticas que popularizan los pedagogos de moda, bajando demasiadas veces la cabeza, eludiendo compromisos, aislados voluntariamente para no comprometerse ni analizar su propia labor, sin ser capaces de mantener una lucha continuada para defender aquello en lo que dicen creer. Una gran mayoría, realmente decisoria, como una especie de materia oscura indetectable, responsable del porcentaje más alto de la gestión diaria de la realidad educativa de este país..
Una realidad educativa que cada vez se hace más irrespirable, más opresiva, menos libre y menos optimista. Como si ya no tuviera futuro. Y por la que ya nadie ya realmente se quiere comprometer.