Caminamos lentamente por el interminable paseo marítimo
mientras a nuestro alrededor, como enjambres de abejas enloquecidas por algún
pesticida, nos sortean (y sorteamos) a decenas de ciclistas que parecen haber
surgido de la nada. Son niños, niñas, adolescentes envalentonados o con cara de
asco (bueno, eso todos, iban con sus padres), padres hastiados o encabronados,
abuelos con complejo de Indurain e incluso algún cuñado engañado con cara de no
entender cómo se ha metido en tal embolado. Marchan por un carril-bici incapaz
de asumir tal densidad de usuarios, con sus bicicletas, propias o alquiladas,
infectas algunas, otras que seguro que cuestan más que uno de mis sueldos
mensuales, se adelantan, frenan a duras penas para no atropellarse entre sí, se
gritan, invaden la zona peatonal y mientras, disfrutan de una mañana alternativa
de deporte en la costa. Los días que se despiertan nubosos y plomizos en estas
zonas costeras suponen un importante dilema para esos padres que, de repente,
se enfrentan a la hercúlea tarea de entretener a sus cachorros sin la ayuda de
la arena de la playa. Al final, el problema suele resolverlo ese padre deportista
o esa madre aventurera que impide que la pereza digital envenene a su clan y
arrebatándoles móviles y tablets de sus manos, recubre (literalmente) a sus
hijos de coderas, cascos, rodilleras y cualquier protección imaginable y lanza
a su familia a una loca y divertida road movie mañanera. Bueno, loca y divertida (en su cabeza, claro)
pero controlada (eso sí es verdad), es decir, carril-bici p´arriba y
carril-bici p´abajo, que tampoco ahora vamos a sacar a los críos de la burbuja
de seguridad que les hemos construido. Y así, pedaleando, se pasa la mañana
hasta que la diversión acabe cuando alguno dimita cansado ya de emular a Los
Hollister (si pillas esa referencia admítelo, ya: preferías a Los Cinco pero ya
te habías leído todos sus libros y caíste en las redes de esa otra secta
familiar), o el incidente suceda. Pues eso, nosotros caminamos lentamente por
el interminable paseo marítimo cuando vemos a uno de estos enjambres familiares
detenidos, a la espera de uno de sus miembros rezagados. Deben llevar ya un
tiempecito pedaleando y a estas alturas la ficción inicial ya no se sostiene.
Las caras de los padres transmiten un hastío existencial nivel final de
vacaciones, no se hablan, miran al infinito y hacen como que escuchan la
cháchara inagotable de uno de sus hijos, el pequeño, que no alcanza los diez
años de edad y se balancea peligrosamente sobre su bicicleta. Otra hija, esta
ya adolescente, ha pasado al siguiente nivel y está inmersa, a través de su
móvil, en su apasionante vida digital, ignorando por completo a su familia. Mientras los alcanzamos, sentimos que por detrás de nosotros se acerca rauda la causa de
la parada técnica de tan motivados ciclistas: una niña rubia, espigada, que
no llegará a los doce años y con un casco casi más grande que ella, pedalea con
fuerza para alcanzar a los suyos. Lo hace justo tras adelantarnos, por lo que
vislumbramos su cara roja debida al esfuerzo. Mientras frena con violencia y
sin perder un segundo se dirige con furia a su hermano pequeño, gritándole: "Dani,
obviamente, si hay una PUTA persona delante tendré que parar". Pobre
chica. Jodida sin solución. Cada una de esas palabras habían salido de su boca
con esa dicción tan contundente y clara del pijerío madrileño. Qué tránsito tan
magnífico desde ese "obviamente" a eso de "PUTA persona". Fantástico.
Estaba cavando su propia tumba, sí, pero con qué clase, joder. De posible
víctima pasó inmediatamente a la categoría de delincuente malhablada. La reina
madre abandonó al instante su aire ausente y silabeando, casi susurrando,
con voz acerada y fría como el hielo, le indica a su hija mayor (que había ya
levantado la vista del móvil ante la nueva situación): "ve para allá y dale
una torta en la boca". Brutal. Yo, mientras empezamos a dejar atrás al
grupo, no puedo evitar una carcajada espontánea ante lo presenciado. Y ello provoca
el último intento de la cría para volver a poner las cosas a su favor, para
intentar evitar la furia del enjambre. Con voz lastimera, intentando dar pena
gimotea: "¡pero si a ese hombre le ha hecho gracia, se ha reído!"
12 agosto 2015
09 agosto 2015
Micropost (veraniego) #1: el selfie mentiroso
Hace ya un rato que han terminado de comer en uno de los
mejores chiringuitos de la zona, junto al mar, con unas vistas increíbles. Son
una pareja joven, ninguno de los dos alcanzará los 30 años, guapos, con estilo, él con la
obligada barba recortada al milímetro, ella con el pelo recogido en un moño
perfecto, ambos con ese aire de urbanitas pijos liberados por unos días de las
obligaciones habituales en la vestimenta, algo que solo la playa, en verano, permite.
Se les nota tremendamente aburridos, hastiados ya quizás de tanto sol, tanto
mar y tanta cerveza. Curiosamente, ninguno de los dos le dedica una sola mirada
a ese mar que ya casi les llega a los pies debido a las espectaculares mareas
vivas que se están produciendo esos días, y que seguramente fue lo que motivó la elección
del sitio para comer. Él, medio tirado encima de su silla, mira sin interés
hacia un punto fijo de la mesa ya vacía. No se mueve. Parece una estatua. Todo su cuerpo transmite el tedio que lo invade. Ella
hace ya varios minutos que no levanta la mirada de su móvil, inmersa en su
mundo digital, contestando guasaps, tal vez, o simplemente zapeando entre las
vidas de sus amigos y conocidos. No se hablan, claro, no se miran tampoco, no
se hacen gesto alguno, sentados frente a frente pero sin encontrarse. Nada
preocupante por otro lado, ¿quién no ha estado así alguna vez? Entonces a ella,
de repente, se le ilumina la cara con una idea, tan original como moderna: cacharrea
entre las aplicaciones de su móvil hasta encontrar la adecuada y le indica con
un gesto a su chico que se incorpore. Él la entiende sin necesidad de palabras.
Juntan sus cabezas por encima de la mesa, detrás de ellos el mar de fondo
refulge azul bajo los rayos del sol, pero su fulgor ni se aproxima a la
felicidad más extrema que durante un instante irrumpe en esas caras. En ambos
rostros surgen unas sonrisas radiantes, de esas que llenan el alma y ante las que a uno le
entran una ganas locas de aplaudir para
festejar semejante dicha. La chica hace la foto, el selfie ya está construido,
ambos sin intercambiarse una palabra se retiran a sus campamentos base. Él se
recuesta de nuevo sobre su silla con gesto perezoso y vuelve a concentrarse en
esa miga de pan de la mesa que debe estar volviéndolo loco. Ella vuelve a su
móvil, al mundo virtual, tal vez subiendo el selfie a su instagram o a su
facebook. Quizás con una leyenda como ésta: "Disfrutando del paraíso"