Felipe y José María. José María y Felipe. Surgen como ajadas momias de un pasado ya lejano y superado. No es casualidad que sus voces, tantas veces enfrentadas, se coordinen esta vez con enorme precisión para atacar con saña a Podemos. ¿Contra sus propuestas? No, eso es lo que menos les importa, no son tan imbéciles como para creerse las conpiranoias que propagan. Eso no es más que la excusa que necesitaban para volver a ese ruedo mediático que tanto echaban de menos. No, lo que no soportan es a Podemos como nuevo actor sociopolítico que los arrincona ya para siempre en el cajón de la historia. Eso los destroza por dentro. De repente han sentido el gélido hálito del desdén que anuncia su destierro final, y la desmemoria de esa parte del pueblo que representa Podemos lacera dolorosamente a unos egos que hace tiempo ya que solo se sostienen en el vacío de un pasado permanentemente reconstruido. Sus lastimosas declaraciones representan el alarido de rabia final de una generación, la de la transición, que ha sido profundamente desleal con sus hijos y ha pretendido entronizarse en el poder hasta su muerte, construyendo una agenda social y política a su medida que iba dando respuesta tan solo a sus necesidades, a medida que sus miembros envejecían y la revolución dejaba de ser compatible con sus carteras. Las palabras de ambos destilan rencor, exudan decrepitud intelectual y los retratan como líderes de una generación que prefiere mirar a otro sitio mientras sus hijos y sus nietos siguen revolcándose en el lodazal laboral.
Felipe y José María. José María y Felipe. Ellos lo que desean
es que la sociedad española continúe por los senderos que ellos desbrozaron. Senderos
que parecían muy distantes entre sí pero que, con los años, descubrimos que
discurrían ambos paralelos, siguiendo el cauce del río del capitalismo
parasitario, ese que naciera en las faldas del franquismo. Las mismas familias,
los mismos poderes, los mismos amigos... todos enriqueciéndose a costa de un
Estado que los dos fueron vendiendo a precio de saldo. Pero ellos eso no lo
recuerdan, tampoco lo aceptan, ¡ellos modernizaron el país!, no se hacen
responsables de la gangrena moral que fue desarrollándose en la sociedad
española, ni del encanallamiento artificioso que hizo carne en todos nosotros,
mientras aprobaban leyes que, una tras otra, iban devaluando nuestros derechos
sociales. Quieren morirse escuchando lo grandes que fueron, los importantes
logros que alcanzaron, la fuerza y el carisma que tuvieron. Que la sociedad no
solo no los olvide en vida sino que los eche de menos al tener que soportar la
mediocridad de sus sustitutos, esos a los que aconsejan con desprecio. Y
cuentan para ello, para elaborar esa narrativa heroica, esa ficción
trascendente que los eleva a los altares de la excepcionalidad, con el apoyo de
su numerosa generación, que necesita ese relato para poder justificar su propia
evolución ideológica. Por eso han reaccionado con esa virulencia contra
Podemos. Porque representa el primer intento de la generación de sus hijos de
liberarse del yugo sociológico que les impusieron. Una generación a la que
tuvieron adocenada en sus casas hasta los 30 años. Formándose, decían. Una
generación a la que nunca criticaron seriamente su indolencia política y social.
Porque eso les permitía seguir al mando de todo. Una generación de la que se
reían con condescendencia por su debilidad y por su falta de compromiso. Lo que
les permitía a ellos seguir manteniendo la ficción de ser los garantes del
compromiso social con la democracia mientras la corrupción alimentaba sus
cuentas bancarias. Y de repente, tras tantos años de humillación y de desidia, de mileurismo hedonista e imbécil, hartos de hostias, paro y precariedad, algunos
de sus hijos, levantaron la cabeza, se miraron los unos a los otros,
se encontraron y empezaron a hablar entre ellos de sus verdaderos problemas, de
sus ilusiones, de sus prioridades. Y de los cauces políticos para abordarlos,
de los nuevos senderos que había que desbrozar para encontrar nuevas
soluciones. Dejando por fin atrás ese pasado mitológico que desde la transición
habían ido forjando durante décadas sus padres.
Felipe y José María. José María y Felipe. El tiempo los dejó
ya atrás. Saben que sus nietos, los nacidos a partir de los 90, los miran y los
escuchan con el asombro y la extrañeza con la que ven una vieja película en
blanco y negro. Pero se resisten a que los hijos de su generación, esos que
nacieron en los 70 y los 80, renieguen
de ellos, no sigan sus consejos, no acaten sus directrices. Ellos que tanto les
dieron. Ellos que lo dieron todo por España. Su España, claro. El rencor les
corroe las entrañas. No van a rendirse fácilmente. Van a intentar someternos de
nuevo, como tantas veces. Quieren seguir controlando las políticas sus viejos partidos
zombificados para seguir manejando los hilos de nuestra sociedad del miedo,
inmovilista y conservadora. Les gusta así, no quieren que nada cambie y por eso
vuelven a la escena, al debate público, a las televisiones, a los periódicos, para
dar munición a sus coetáneos, que por primera vez se han visto intimidados por
el menosprecio intelectual de las nuevas generaciones, que exigen esta vez estar
ellas al timón del cambio social sin la supervisión condescendiente de sus
mayores.
Felipe y José María. José María y Felipe. No quieren darse
cuenta. Se resisten a aceptarlo. Pero en el fondo ya lo intuyen. El tsunami de
la nueva historia política de este país se originó 2011, se hizo movimiento
organizado hace solo dos años y aunque fracase, la única certeza es que va a terminar haciendo añicos a los viejos, caros e inútiles jarrones chinos de nuestra democracia.