31 julio 2016

Jugamos como nunca, perdimos como siempre: la derrota de una ilusión

Perdimos. Como siempre. Ya tenemos material para un nuevo relato melancólico de una derrota que se parece demasiado a las de siempre. Perdimos. Y volveremos a perder. Nacimos políticamente perdiendo, eligiendo a los perdedores como receptores de los votos de nuestra escasa confianza representativa. Perdedores a los que en ocasiones, hace años, incluso tuvimos que votar tapándonos la nariz, mirando hacia a otro lado, para no ver de frente su convivencia con el sistema, su conexión con el poder, su miserable confortabilidad de outsider, solo con la esperanza de cambiar algo con nuestros votos y poner límites a un bipartidismo asfixiante. Cumplí la mayoría de edad a mitad de los 90, cuando el partido en el poder, el PSOE, presentaba síntomas inequívocos de descomposición, corrupción y putrefacción, sin que sus fieles fueran capaces de abandonar el barco. Con los años, en los albores del nuevo siglo, muchos de ellos dieron finalmente ese paso para, ¿sorprendentemente?, votar al PP de Aznar y dar la mayoría absoluta a aquel iluminado. Cuánto voto oculto entonces. Qué significativo que fueran tantos de los que destrozaron la imagen pública de Anguita (ese, el de esa puta pinza con la que se le llenó la boca a tanto hijo de puta) los que se pasaran en silencio (cobarde) a la desatada modernidad neoliberal de un PP que por fin se mostraba ante su público sin complejos. Ansiosos todos por pillar cacho. El PP consiguió mayoría absoluta. Ese partido tan eficaz, tan pragmático, tan moderno. Con Rodrigo Rato al frente de una economía liberal que surfeó la ola de la burbuja inmobiliaria para terminar mostrando sus miserias al tiempo que él se hundía en el fango de la corrupción más despreciable. Rato, paradigma junto a Bárcenas de ese PP que, apenas 10 años después de llegar al poder, nos mostró su enorme capacidad de emulación y superación de la vieja y paleta corrupción socialista. Al fin y al cabo, ellos habían nacido en las mejores familias patrias por algo. Podían hacerlo mejor, mucho mejor. Y lo hicieron. Dejando, de paso, esquilmado al país. Su corrupción era modernidad; sus políticas, el futuro; la competitividad pregonada, capitalismo de amiguetes. En esa mentira compartida el español medio creyó vislumbrar el camino para alcanzar sus sueños más húmedos consumistas. Neoliberalismo en vena para todos. El real, no la utopía. Inoculado a través de todos los medios de comunicación del poder. Con PRISA haciendo de caballo de Troya entre tanto pijoprogre mutado en gilipollas en su casa de Pitufilandia. Allí, en las afueras. Una sociedad española que respondía entusiasmada al llamado del dinero sin importarle las reformas laborales, los recortes del Estado de Bienestar en nombre de la modernidad individualista, la privatización de servicios, la concertación de la educación para segregar correctamente (de manera educada) a los inmigrantes, la privatización de la sanidad para convertir la salud en negocio... Nada importaba porque la promesa de la riqueza estaba instalada en todos nosotros. Imbéciles. Como si al final, cuando la cosa se jodiera, fuera a ellos (a esos, sí, a esos políticos en los que estás pensando) o a los otros (sí, a esos otros que son los realmente manejan el cotarro) a los que la crisis que tenía que llegar les fuera a afectar.

Llegó el 15M. Y volvió a ganar el PP (cuántos olvidan eso; cuántos olvidan las enseñanzas del Mayo del 68). Pero no importaba, decían, se estaba gestando un cambio. Mientras, Esperanza Aguirre con su mayoría absoluta (esa que no importaba) llevaba a cabo en Madrid el mayor ataque a la educación pública de la democracia española. Daba igual, aseguraban, el cambio ya estaba en marcha. El desafecto hacia los dos grandes partidos era algo que ya era imposible detener. Cuánta confianza equivocada. Qué incapaces somos de analizar correctamente la realidad cuando los deseos y la esperanza nos ciegan. Confiar en los demás. Nunca fue mi fuerte. Y llegó Podemos, llegó la ilusión, llegó la nueva era de la televisión, de las tertulias, de las redes sociales ensimismadas en su propio ruido. Abandonamos las calles. Para qué continuar en ellas, nos dijimos. Se reían de nosotros, no les hacíamos daño. Ahora sí, ahora por fin los veíamos asustados. Nos emocionamos. Nos crecimos. Nos equivocamos. Mientras nos arrogábamos un liderazgo moral que nadie nos pidió y muchos detestaron en silencio, la sociedad española iba metabolizando lentamente la depravada corrupción del PP. Como antes había metabolizado la del PSOE. Hoy ningún votante de esos dos partidos puede siquiera intentar aparentar defender a su partido de las miserias que sus dirigentes han cometido. Pero eso ya no importa un carajo. Lo que debiera haber significado una catarsis se ha transformado en una especie de espejo de Dorian Grey de nuestra sociedad, que ha utilizado a la política (y a los políticos) como el basurero moral mediante el que expiar sus culpas, abandonar la rabia y refocilarse en un cinismo estúpido, tan casposo y tan cuñado como perverso: todos van a robarnos, todos los políticos son iguales, nada va a mejorar. Todos dan asco ergo podemos seguir votando a los mismos cabrones. No vaya a ser que el cambio, aunque necesario, nos venga mal. ¿Y qué piensa esta gente de los nuevos? Odian a Podemos. Detestan su mera existencia. Es el partido que más rabia les provoca. Sobre todo a los gurús intelectuales de la vieja izquierda. La socialista y la comunista. Qué pena. Tiene sentido. Es el partido que les obligó a bajar la cabeza durante un rato a todos. Eran incapaces de contrarrestar sus verdades, incapaces de esconder sus propias vergüenzas, andaban huérfanos aun del relato justificatorio que el sistema no les alcanzaba a dar durante los años más duros de la crisis. Ahora ya ha pasado el tiempo. Y el tiempo todo lo pudre. Todos los delitos (o presuntos delitos) y todas la contradicciones (o presuntas contradicciones) de los podemitas se jalean con fervor y se difunden con rencor, no hay  atisbo de gradación, asesinato vale lo mismo que hurto y ya no hay posibilidad de réplica si no quieres que te vean como un fanboy sin criterio. El ruido se ha hecho insoportable y sirve para enmascarar la realidad de un país depauperado, precarizado, depresivo y sin futuro, en el que la vieja política vuelve a imponer su agenda mientras no hay una sola posibilidad de que algún cambio concreto y fundamental se produzca en la organización de nuestra sociedad.

En las ultimas elecciones no había una sola razón para dejar de votar a Unidos Podemos que permitiera votar al PP, al PSOE o a Ciudadanos si realmente se defendía la necesidad de un giro social. Lo paradójico es que muchos lo sabían, se dieron cuenta, así lo entendieron. Y por eso se fueron a la playa (o se quedaron en casa). Para no tener que equivocarse ellos. A la espera de que fueran otros, los otros, esos otros a los que llevaban años criticando, los que les permitieran no tener la responsabilidad de dar el poder de nuevo a los de siempre para que todo siguiera igual. Tal vez los dirigentes de Podemos lo que no terminaron de entender fue que el votante tipo del nicho electoral que los elevó, el que los jaleaba en las redes sociales, nunca fue el trabajador precario de origen humilde (el gran olvidado) sino el (nuevo) trabajador precario de origen acomodado y menor de 45 años, el antiguo mileurista, al que la rabia le dura el tiempo que tarda en descargarse su móvil y que en el fondo lo que desea es volver creerse la mentira neoliberal. El desencantado con ansias de volver al redil. 

Radicales, nos llamaban. Totalitarios, decían. Intentaron (con éxito) generar un patético miedo propio de otro tiempo hacia nosotros pero lo cierto es que salvo naturales (e infantiles) manifestaciones de descontento en las redes sociales (¡que también juzgaron!), salvo desahogos puntuales con amigos, salvo exabruptos incontrolados, nosotros, los bolivarianos, los que íbamos a montar soviets en los barrios, los antidemócratas, los estalinistas, los amantes del poder totalitario, hemos traicionado nuestro espíritu despótico y hemos respetado sin atisbo de duda los resultados electorales. No hemos quemado las calles y hemos preferido (románticos que somos) hundirnos en una depresión silenciosa. Destruirnos internamente buscando culpables de un fracaso que jamás debiera haber sido considerado como tal. De fondo se escuchan las risas de los de siempre. Se descojonan. Se descojonan. Mucho. Y nosotros solo conseguimos sonreír con tristeza.

14 julio 2016

Migue

Fue Luke cuando yo me pedía ser Han. Fue Kyle cuando yo me pedía a Donovan. Fue Benji mientras yo me emocionaba haciendo de Oliver. Fuimos juntos Indiana Jones luchando contra los Togui. Algunos años después asumimos a Mulder como líder espiritual de la batalla contra la conspiración gubernamental que nos ocultaba la verdad (mientras Mercedes, todo corazón, nos ayudaba a sufragar las pizzas). Construimos fuertes de los clicks para defendernos de los indios, disfrutamos juntos de aquellas noches de reyes con ilusión desbordante, montamos ligas de chapas en las que a veces, todavía hoy, juego en sueños, creamos carreras con esas mismas chapas en las que Marino Lejarreta se enfrentaba a un joven Perico Delgado en busca de fortuna y gloria mientras sorteaban montañas de arena saltereñas y escuchábamos de lejos, en la radio, el final de la jornada de liga. Sufrimos juntos cuando de niños la noche se alargaba y el miedo nos atenazaba después de escuchar a Pedro Pablo Parrado, casi dormirnos con José María García y volver a despertar con aquel Polvo de estrellas de Carlos Pumares; asustados porque Ricardo se diera cuenta de que la radio seguía encendida y nos dejara inmersos en el silencio de la noche eterna. Crecimos siendo los pequeños de nueve hermanos, viéndolas venir, observadores continuos de una familia que siempre se nos antojó extraña, ajena, fuera de nuestra longitud de onda. Fuimos espectadores estupefactos de la descomposición de un padre al que el paso del tiempo arrasó y convirtió en presente construido por pasado y mosto. Vivimos la España de los 80 comiendo tiburones comprados en “la borracha” para ver partidos de una selección que siempre perdía. Y comenzamos los 90 como socios infantiles de un Betis tan solo legendario en nuestras memorias sentimentales. Fuimos niños felices aunque, por supuesto, siempre estuviéramos peleándonos. Nos convertimos en adolescentes con el paso cambiado, incapaces de entendernos, creciendo desacompasados, sabiendo que el otro estaba ahí, tan lejos aunque tan cerca, y convirtiéndonos en aliados, junto a "las niñas", en una pequeña guerra civil familiar tan cruel como irrelevante.

No podría explicar mi vida hasta los 22 años sin la presencia de Migue, mi hermano pequeño, mi aliado, mi amigo, mi enemigo ocasional. Todo termina girando en mi memoria en torno él, siempre está presente de manera decisiva, interpretando un papel protagonista mientras él mismo, a veces, creía ejercer de secundario. Incluso cuando la guerra fría con mi padre terminó por explotar y su extraña equidistancia acabó por desquiciarme.

Hace ya muchos años de todo eso. Muchos. Hace no tantos, en la oscuridad de esa terraza aljarafeña que ha asistido a tantas confidencias me aseguró, sin mostrar duda alguna, que a pesar de todo lo que hubiera sucedido, a pesar de todo lo que pudiéramos recordar, de los enfrentamientos, de las incomprensiones o de los abandonos, no había nada en nuestro pasado que pudiera reprocharme. Nada. Lo dijo tranquilo, como el que confirma una banalidad, como el que asegura algo indiscutible. Sentí como mi cuerpo se relajaba. Los hermanos pequeños nunca entenderán del todo la perspectiva que el tiempo nos da a los hermanos mayores, esa perspectiva que nos hace dudar de todo lo que hicimos, de lo que fuimos, de cómo nos comportamos con ellos... El tiempo se detuvo entonces, un segundo, y de repente avanzó, ya para siempre. Nos habíamos hecho adultos, nuestros caminos vitales nos habían llevado por caminos lejanos hasta ciudades distantes, la puerta del pasado se cerraba para siempre y, sin notarlo, nos estábamos despidiendo. Nuestras vidas separadas auguraban un futuro que jamás nos depararía la intimidad de la que habíamos disfrutado, la conexión emocional que habíamos tenido, la relación que nuestra infancia construyó.

Hace dos días, el 12 de julio, mi hermano pequeño, Migue, se convirtió en padre. De esta preciosa niña, la de la foto, mi sobrina. Olivia. Y el padre es él, Migue. Increíble. Y estoy muy contento, mucho, muy feliz por él, y también muy sorprendido. Y me río solo, a veces, pensando sobre ello. Porque sé que ahora mismo él, a ratos, cuando se para, estará tan sorprendido como yo. Pensando que sí, coño, que sí, que aquel niño, el de las gafas, el que quería jugar a todas horas, el socio de mis trastadas, ese tipo siempre tan tranquilo, es ahora el padre de esa criatura tan pequeña. Migue. Mi hermano pequeño. Tan diferente a mí. Tan necesario. Creo que sabe lo mucho que lo quiero. Pero por si acaso, por si más tarde vienen mal dadas, aquí se lo dejo escrito.