Hace unas semanas una compañera, amiga y excelente
orientadora de mi instituto, me comentaba de manera jocosa que parecía tener un
imán para que me vinieran los alumnos a contarme problemas personales que en
algunas ocasiones les afectan profundamente y en otras tan solo provocan situaciones
pasajeras de caos emocional que nosotros, como adultos, solo podríamos
calificar como irrelevantes pero que la adolescencia distorsiona y hay que
saber respetar y manejar con cierto tacto. Me hizo reflexionar sobre por qué me
sucede eso. Y sobre cómo a mí no me cuesta nada, en mi día a día docente,
compatibilizar mi preocupación personal por mis alumnos con la exigencia
intelectual que intento proyectar desde mis clases, una exigencia que planteo
desde hace años en mi discurso público a través de la defensa explícita del
conocimiento como motor de la Escuela y de mi crítica hacia ciertos
planteamientos de innovación pedagógica que considero letales para nuestros
estudiantes.
En este punto me parece necesario dejar patente que, en mi
opinión, el objetivo fundamental de la Escuela debe ser la formación
intelectual y cultural de nuestros jóvenes y no su bienestar emocional. Es
decir, la adquisición de unos conocimientos básicos que no solo les permitan
convertirse en adultos con posibilidad de construir un criterio propio con
fundamento (ideal), sino también forjarse una carrera profesional que no
dependa por completo de sus orígenes socioeconómicos (pragmatismo). Y de ahí mi
defensa cerrada de la Escuela pública. Una defensa que algunos olvidan.
Pero esa formación académica (que supone esfuerzo y un gran compromiso
del alumno con sus estudios) no es sencilla para muchos adolescentes. Tanto por
sus capacidades como por los condicionantes socioculturales, socioeconómicos,
sociofamiliares y coyunturales que afectan profundamente a sus vidas. En
Secundaria y Bachillerato damos clases a personas muy jóvenes que ya no son niños
(no hay mayor error para un docente que tratarlos como tal) pero que están muy
lejos aún de ser adultos. Protoadultos, en ocasiones luminosos e
inquietantemente lúcidos, otras veces insoportablemente pretenciosos y
victimistas. Siempre en permanente construcción de un yo social precario e
inestable, dependiente de todo tipo de opiniones y juicios extremos propios de
la edad.
Todos hemos sido adolescentes en los mismos institutos y
conocemos de primera mano la crueldad que acompaña a muchas de las relaciones
que se construyen en esas edades, la repulsiva (y granítica) jerarquización
social que se establece y la construcción de absurdos enfrentamientos
personales. Con los años, ya como adultos, desde la lejanía temporal, tendemos
a relativizar la jungla social adolescente e incluso a romantizarla, a
considerarla como una etapa de aprendizaje personal, sin atender a los
detalles, al daño provocado, al dolor sentido. Olvidamos el sufrimiento de
muchos mientras unos pocos, en cambio, tienden a exagerarlo para seguir
alimentando su marca personal social.
El acoso escolar es mucho más complejo de detectar y evaluar
de lo que a la opinión pública le gustaría. Suele estar repleto de matices, de
grises, de tiempos muertos, de ambigüedades. A todos nos encanta juzgar a
posteriori, y mucho más cuando el relato te lo ofrecen compactado en una
crónica periodística o montado en una película con la música adecuada. Pero lo realmente jodido (y mucho más complicado) es bajar un escalón y
pretender valorar, paliar e impedir el dolor provocado por los
"microacosos" diarios que tantos alumnos sufren en el día a día de
sus vidas escolares.
¿Cuándo decidimos como sociedad que a un adolescente por ser
diferente, no ser "popu", ser gordo, ser flaco, tener gafas, leer,
llevar demasiadas veces la misma ropa, ser buen estudiante (o no serlo y además
no pertenecer al grupo socialmente adecuado), ser introvertido o ser un friki se le iba a poder humillar, putear y despreciar? Y ni
siquiera estoy hablando de homofobia, racismo o machismo (palabras mayores, más drámáticas, más miserables). No, la pregunta es
cuándo y por qué decidimos asumir que chicos y chicas de estas edades, a los
que obligamos a convivir en un mismo espacio durante años, deben sufrir estas
vivencias como una especie de "rito de paso madurativo" dentro de
nuestras escuelas e institutos. Está claro que lo pase fuera no lo podemos
controlar pero, ¿lo que pasa dentro tampoco?
Creo que es necesario reflexionar sobre nuestro papel como
profesores en el control y contención de los acosos y de los microacosos
escolares que se producen en nuestros institutos. Considero que jugamos un
papel clave para minimizar su impacto en las vidas de nuestros alumnos y que no
siempre estamos a la altura. Me explico.
Somos profesores. Nuestro objetivo fundamental es enseñar,
implicar a los alumnos en su aprendizaje, que adquieran conocimientos, que estén
suficientemente preparados para los siguientes cursos. Pero si nos cansamos de
decir (porque es verdad) que nuestra labor está en las antípodas del
youtuberismo docente, toca asumir las consecuencias: damos clases a
adolescentes y tenemos la obligación, como Escuela, de que su aprendizaje se
desarrolle en un espacio lo más libre posible de los condicionantes sociales
que surgen por la imposición de su coincidencia física. Si como sociedad los
obligamos a reunirse en nuestras aulas es nuestra obligación protegerlos de los
aspectos más negativos de esa interacción.
Cada curso, desde hace años, suelto la misma chapa el primer día a todos mis grupos: "solo hay una cosa
peor que faltarme al respeto a mí como profesor: faltarle el respeto a vuestros
compañeros. En mis clases no hay ninguna pregunta tonta pero siempre hay tontos
que se ríen de las preguntas". En esa doble advertencia intento resumir mi
absoluto rechazo a cualquier intento de control emocional por parte de unos
pocos del clima social de mi aula. Como docentes nos toca asumir una
responsabilidad moral que va mucho más allá de ser brillantes explicando
nuestras materias. Y que en ningún caso es incompatible con la exigencia
académica. Tenemos que obligarnos a "mirar" a nuestros alumnos. Y hay
compañeros que "miran", compañeros incapaces de "mirar" y
otros (demasiados) que eligen no hacerlo.
¿A qué me refiero con lo de "mirar"? En el fondo
todo docente sabe perfectamente de lo que hablo. Aunque le joda y prefiera que
no se lo recuerden. "Mirar" a nuestros alumnos significa pararte a
interaccionar con ellos, convertirte en un adulto secundario de su vida en el
que poder confiar para un situación puntual. "Mirar" significa no
considerar irrelevantes unas lágrimas sin explicación, una respuesta
extemporánea, una provocación gratuita. Significa preocuparte por las
situaciones personales de tus alumnos (porque también determinan sus estudios).
"Mirar" significa preguntarles por las causas de su bajo rendimiento
y escucharlos sin juzgar (ni justificar). "Mirar" significa estar pendiente
de sus interacciones sociales cuando caminas por los pasillos, no bajar la
cabeza, no inhibirte de manera cobarde. "Mirar" significa no dejar
pasar (y hacer como que no has escuchado nada) ninguna actitud o detalle
machista, homófobo o racista para no meterte en problemas.
"Mirar" significa entrar por la puerta de tu
instituto y entender que, durante cada minuto que pasas allí, parte de tu responsabilidad
laboral es procurar que esos adolescentes no se hagan daño entre sí, que no
profundicen dentro del espacio educativo en sus relaciones tóxicas. "Mirar"
supone llegar a las evaluaciones y, al menos, conocer el nombre de tus alumnos
antes de intentar balbucear una opinión sobre su bajo rendimiento.
"Mirar" significa estar dispuesto a "perder" parte de ese
tiempo del que no disponemos (porque nuestro ritmo laboral, a pesar de lo que piensan
nuestros haters, es frenético) en conversar unos minutos con ese
alumno para entender qué le está pasando.
"Mirar" significa estar dispuesto a cruzar puntualmente
cierta fronteras peligrosas pero también supone aceptar nuestras naturales
limitaciones profesionales (y renunciar a cualquier pretensión redentora).
"Mirar" supone conocer crudas realidades personales y terribles
situaciones familiares cuya solución escapa por completo de nosotros, entender que
apenas podrás poner un parche temporal a la vida de ciertos chavales pero que
intentar hacerlo supone una obligación moral ineludible. ¿Cómo dices? ¿Qué no es para lo que crees que te
contrataron cuando sacaste la plaza? Hazles un favor. Haznos un favor. Hazte youtuber.
Eso sí, es primordial ser prosaico cuando
"miramos" a nuestros alumnos: no solo ser capaz de trabajar desde cierta lejanía
emocional sino también entender que hacerlo así es es lo más adecuado. Pocas cosas más equivocadas que el mesianismo docente. Pocas cosas más equivocadas que el sentimentalismo impostado. Nada más ruin que tratar de apropiarse del dolor de los alumnos para
sufrir de manera vicaria por ellos. Solo hay algo peor que el docente que "no mira": el docente emocionalmente totalitario. Ese que te dice que
"llora" en su casa por algún alumno. Que no puede dormir... Desconfía de él.