Siempre lo llamé Fernando pero su nombre de guerra, por el que era por todos conocido, era Yul.
El pasado sábado, mientras desayunaba, mientras intentaba organizar el final de las evaluaciones, me llegó un escueto mensaje de un amigo común informándome de que Fernando había muerto. Así, de golpe y porrazo, sin que nada ni nadie me preparara para ello, perdí a un amigo, a uno de los más importantes que he tenido en Madrid gracias a mi trabajo como profesor.
Fernando y yo nos conocimos en septiembre de 2009, cuando a ambos nos destinaron como interinos a la sección de un instituto en Colmenar de Oreja. Yo repetía porque había estado a gusto el curso anterior en el centro a pesar de lo lejos que me quedaba de casa y Fernando llegaba allí por primera vez. Inmediatamente congeniamos. Era como si nos conociésemos de toda la vida. Tampoco era muy difícil sentir eso con él. Puede sonar a cliché pero es la verdad: Fernando caía bien a todo el mundo. Jamás escuché a nadie hablar mal de él. Fernando era pura vida. Durante cada minuto de cada día transmitía un ansia irrefrenable por gozar con todo lo que hacía, ya fuera dar clases, disfrutar de los comics, del amor de las mujeres a las que tanto quiso o tocar esa bendita batería que tantas horas de pasión y alegría le brindó con cada uno de los grupos en los que estuvo. Fernando irradiaba felicidad, entusiasmo y frenesí vital. Fernando era un torrente de vida que nadie podía controlar, ni siquiera él mismo.
Fernando no tenía doblez, era un tipo sencillo que no soportaba la hipocresía, alguien que sin darse cuenta, sin hacer ningún esfuerzo, conseguía que todos los que estábamos cerca de él lo quisiésemos mucho de diferentes maneras. Y a él le sobraba corazón para devolvernos a cada uno de nosotros ese cariño.
A pesar de no tener ningún problema para socializar siempre me ha costado mantener a mis amistades en el tiempo cuando desaparecen de mi día a día pero eso, afortunadamente, no pasó con Fernando hasta muchos años después. Tras ese curso compartido en Colmenar de Oreja, seguimos viéndonos habitualmente y terminamos convirtiendo nuestros encuentros en una maravillosa rutina, temporalmente espaciada, a la que ambos acudíamos gustosos cuando uno emplazaba al otro tras varios meses sin vernos: "oye, toca ya verse". No hacía falta más. Ese mensaje significaba solo una cosa: el viernes siguiente quedábamos a las 4 o 5 de la tarde y, tras el café protocolario, yo me bebía todos los Jamesons que mi cuerpo aguantaba mientras él se dedicaba a sus gintonics y hablábamos, y nos reíamos, y seguíamos hablando sin parar durante horas y horas: de cine, de educación, de política, de nuestras familias. Y nos reímos tanto. Por algún motivo siempre hice reír a Fernando con mi forma de ser y de mirar al mundo mientras que él siempre me pareció una de esas personas especiales que la vida te pone por delante como ejemplo de cómo se puede llegar a gozar una amistad.
A medida que nos hacíamos mayores, mientras cada uno por su lado mantenía otras relaciones de amistad fundamentales, ambos sabíamos que teníamos un pequeño tesoro que solo compartíamos los dos, un espacio de amistad pura en el que cada uno deseaba de todo corazón que al otro le fuera lo mejor posible mientras hacíamos evolucionar nuestra amistad para también saber escucharnos cuando los momentos malos llegaron a nuestras vidas: la muerte de mi hermana Mari, algunos de sus fracasos de pareja, la situación dantesca que provocó mi hermano en mi familia, la muerte de su padre...
La pandemia nos descolocó. Como a tantos. Sobre todo a mí. Si ya me costaba antes quedar con los amigos, el no querer entrar en los interiores de los bares una vez superado el confinamiento me supuso empezar a posponer una y otra vez los encuentros con Fernando. Nunca se quejó. Nunca me reprochó nada. Normal. Al fin al cabo qué más daba, nos quedaba todo el tiempo del mundo. La última vez que lo vi fue antes del verano pasado. Quería presentarme a su hija, nacida en pleno confinamiento y a la que todavía no conocía. Esa tarde, esa última tarde que lo vi, no hubo alcohol, no hubo ningún desfase, solo paseamos durante varias horas por el parque poniéndonos al día de nuestras historias mientras su hija correteaba a nuestro alrededor y yo alucinaba viendo la fascinación que provocaba en su padre, mi amigo. Fernando había encontrado un nuevo amor, su hija, y se notaba que estaba dispuesto a gozar de él con la misma intensidad con la que había gozado de tantas cosas durante los años previos de su vida
En navidades me di cuenta de que hacía meses que no sabíamos nada el uno del otro. No le escribí ni lo llamé, como tantas veces lo pospuse, igual a la espera de que él, como otras veces, fuese el que me diese un toque y me convocase. Casi sin darme cuenta llegó marzo. Y cuando nada tenía que pasar llegó ese maldito sábado y el anuncio de su muerte. De repente, vivía en un mundo en el que ya no estaba Fernando. Así, sin filtros. No tengo muchos recuerdos de lo que hice ese día. Sí sé que lloré muchas veces.
Esta semana conseguí hablar con Marta, su pareja, una persona maravillosa a la que la vida le ha pegado una de esas hostias de las que es difícil recuperarse. Me contó que a finales del verano el #PutoCáncer había aparecido, que Fernando solo se lo había contado a los más cercanos y cómo, en menos de siete meses, había acabado con él. Me transmitió cierta paz e intuí cómo ya estaba intentando reconstruirse para tratar de seguir adelante por su hija, su hija y la de Fernando. Nunca sabrá el bien que me hizo ese ratito de conversación y cómo la necesitaba para empezar a metabolizar la ausencia de mi amigo. Pero algo me chocó. Tal vez por mi propia experiencia personal con la muerte de dos de mis hermanas aborrezco la apropiación indebida del dolor en la muerte de otros, y por eso espero que Marta sea capaz de evitar convertirse en el depósito emocional de las necesidades de todos los que hemos querido tanto a Fernando. Porque no hay ser humano que soporte transitar una y otra vez por la tristeza puntual exacerbada que a todos nos produce su ausencia y que todos los que hablamos con ella pretendemos, de una forma u otra, canalizar a través de ella.
Yo he querido mucho a Fernando. Pero mucho. Fue uno de esos amigos tardíos a los que uno encuentra ya en la vida madura. Siempre recordaré cuando celebramos el final de Aguirre en Madrid en 2015. Y jamás podré volver a usar de manera sarcástica lo de "basura infinita" para referirme a una película sin recordar cómo se reía, cómo se descojonaba con ese término cuando lo leía en mi resumen en el blog de las películas que había visto durante el año y cómo, finalmente, cada año, yo terminaba eligiendo una película a la que catalogar así, como "basura infinita", solo para poder reírme de ella después con él cuando nos veíamos.
El sábado por la noche, tras deambular todo el día como un zombi, escribí esto. Y creo que no hay mejor manera de acabar este post:
Esta va por ti, amigo. Por todas las que nos tomamos juntos, por todas las que ya no podremos volvernos a tomar, por todas las charlas y las risas compartidas. Hoy ha sido un día de mierda. Se te va a echar mucho de menos. Fuiste muy grande.