31 mayo 2013

Periodismo basura al servicio del Poder

Llevamos ya muchos años asistiendo a discusiones viscerales acerca de cómo podrá sobrevivir la prensa escrita tradicional, el periódico de papel, al inevitable empuje de Internet, que ha (mal)acostumbrado a muchos ciudadanos a acceder a una gran cantidad de información (ya sea relevante y de calidad, ya sea anoréxica y por tanto sin valor) sin aparente coste alguno. A pesar de lo que los dueños de los grandes emporios mediáticos suelen proclamar en sus vacíos y ampulosos discursos acerca de la necesidad de pervivencia del periodismo de pago, lo cierto es que desde hace años asistimos en España a un insoportable deterioro de la calidad de los contenidos que nos ofrecen los grandes periódicos tradicionales. Desde hace ya demasiado tiempo, y no sólo por la crisis y los despidos, las grandes cabeceras parecen no querer retener ni dar importancia a sus lectores más preparados, a los que siempre estuvieron dispuestos a pagar por una información interesante y de calidad, más allá de las públicas ideologías de los medios en cuestión. Inmersos en sus luchas de trincheras, preocupados por la inmediatez de las ventas a corto plazo, ahogados por las deudas de sus empresas matrices a estos periódicos se les ha olvidado, en el peor momento para ellos, el valor añadido que supone construir noticias con cierta densidad y bien documentadas. Y digo en el peor momento porque justo es en esta época, gracias a Internet, cuando las informaciones que publican y los mensajes ocultos que con ellas quieren transmitir son más fácilmente analizables. Cuando más sencillo es desvelar la pobreza intelectual y la miseria de lo que tratan de hacer pasar por información y tan san sólo es rancia ideología o defensa de las políticas de políticos junto a los que han cavado profundas e interesadas trincheras. Hace poco Daniel Ruiz escribía de manera muy acertada acerca de cómo pequeños medios, cuyo negocio se desarrolla fundamentalmente en la red, estaban aportando aire fresco al periodismo español a base de volver a dar importancia a los contenidos, utilizando el medio pero no convirtiendo a éste en el protagonista. Si los periódicos de papel no terminan de entender que ése es el único camino posible para sobrevivir vamos a ver como mueren muchos de ellos en el inevitable tránsito final a lo digital.

Hace un par de días, en El Mundo, en el periódico de papel, me encontré con esta noticia (que no he conseguido encontrar en la web) firmada por Luis F. Durán:



El Mundo dedicaba toda una página, una página completa, una página sin publicidad, una de sus escasas 70 páginas (que ya vienen repletas de anuncios y de información huera y sin valor) a una noticia que no es noticia, a una información que de nada informa, a una construcción argumental delirante sustentada en el más absoluto vacío a partir de unos datos estadísticos que decían haber sido recopilados por el Gobierno de la Comunidad de Madrid. Los que llevamos años leyendo periódicos, cualquier aficionado a la fotografía o analista de del lenguaje periodístico, o simplemente alguien que no lea de manera despistada el periódico puede comprender que esa noticia que no es noticia, que esa información que de nada informa, está construida tan sólo como objeto propagandístico de la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid. Los motivos por los que esto es así habría que preguntárselos a Pedro J. La mitad de la página es ocupada por una enorme foto de la Consejera de Educación, Lucía Figar, con una tiza en la mano, envarada,  en una postura antinatural, dentro de un aula (seguramente pública, de las que sólo ha pisado en los últimos años, ya que nunca se educó en ellas), remarcando en la pizarra la “importancia” de la ley de autoridad del profesorado, en un gesto que es reforzado por la potencia de un titular simplificador, maniqueo y tramposo:

A más autoridad, menos castigos

Lo que el artículo pretende transmitir (el escaneo no es el mejor y no se puede leer la noticia al completo) es que el supuesto descenso de la conflictividad en las aulas madrileñas es debido única y exclusivamente a la insustancial e irrelevante ley de autoridad del profesor, aprobada por la Comunidad de Madrid en junio de 2010. Para alguien como yo, que lleva trabajando más seis años en el ámbito de la educación pública madrileña, no puede haber mayor disparate que esa correlación argumental que el artículo trata de imponer sin pruebas al lector. La ley de autoridad del profesor no existe en los centros educativos. Ni se respira, ni se siente, ni está presente en el día a día educativo. Cualquier profesor de cualquier instituto madrileño podría confirmar esto a poco que se hicieran las preguntas de manera adecuada (saber qué preguntar y cómo hacerlo, no para obtener lo que uno quiere escuchar sino para que el entrevistado se exprese, es clave para realizar un periodismo de calidad). Es una ley fantasma, ni siquiera me atrevería a calificarla de errónea. Tan sólo puedo asegurar que es absolutamente intrascendente en la labor de la gran mayoría de los profesores. Entiendo que en algún caso puntual, gracias a la dichosa “presunción de veracidad”, haya podido servir para proteger a algún profesor denunciado  (otra cosa es que eso sea en sí mismo positivo), pero de ahí a hacerla responsable y causante de la disminución de la conflictividad de la educación madrileña es algo tan necio que uno jamás esperaría encontrárselo en las páginas de un periódico supuestamente serio como El Mundo. O lo esperaría encontrar como argumento del poder establecido, contrarrestado por un trabajo serio de investigación periodístico que lo mande al basurero intelectual del que surgió.

Pero como lo lógico es que lo que se publica a página completa en un diario tan importante como El Mundo no sea ni casual ni poco reflexionado lo único que se puede considerar es que el diario ha decidido por motivos espurios hacer de de gabinete de comunicación de la Consejeria de Educación de Madrid, engañar a sus lectores y prostituirse de manera obscena para permitir que Figar y su controvertida política educativa (que le ha hecho enfrentarse a toda la comunidad educativa) encuentren una vía de escape, un falso argumento en el que atrincherarse para promocionar entre los suyos que su labor aporta efectos positivos a la educación. Efectos que, aunque no sean reales, aunque sean objetivamente indemostrables, aunque tal vez puedan ser debidos a otras causas completamente diferentes, puedan ser utilizados para obtener una repercusión positiva en la opinión de los futuros votantes. Siempre que haya un periódico de gran tirada dispuesto a utilizar sus páginas como soporte publicitario institucional sin advertir de ello a sus lectores.

Investigando por la red, intentando descubrir el origen y las repercusiones de una noticia como ésta, me sorprendió encontrar esta pieza del telediario de Telemadrid. Utiliza los mismos datos, los mismos argumentos, las mismas ideas. El mismo día. Información clonada de la publicada por El Mundo, Sin matices ni controversias. Tan sólo enunciando el dogma, de manera incuestionable. Casualidades.


Llevaba mucho tiempo sin acercarme a la cadena de televisión pública madrileña. Los recortes, el puño de hierro con el que el PP madrileño controla todo lo que allí se emite, la imposibilidad de reconocerme como madrileño a través de sus ondas. Todo hace recordar casi con nostalgia el mismo canal autonómico que conocí hace ya más de diez años. Al mismo tiempo, he de reconocer que su increíble nivel de complacencia con el Gobierno madrileño nos proporciona en este caso, de nuevo, una pieza periodística impagable. No sólo muestra un nivel de sometimiento a dicho Gobierno bochornoso, sino que también muestra la indigencia de recursos con los que cuenta hoy la cadena de televisión: la pobreza del reportaje es lastimoso. La manipulación mediante la edición de lo dicho por la profesora, la entrevista con el chaval para intentar refrendar una idea preestablecida y el cierre final, apoteósico, con alusión al PSOE y a IU como opositores a esta arcadia educativa que se nos presenta, en la que los conflictos se han solucionado por la existencia de una ley mágica, son pruebas irrefutables del catastrófico nivel que ha alcanzado la televisión autonómica. Todo es tan lamentable, provoca tanta pena, tanto asco, que si no fuera porque lo pagamos entre todos, sólo serviría para provocar unas risas.

No tengo datos suficientes que me confirmen si realmente la conflictividad en las aulas madrileñas ha descendido o no. Mi experiencia me dice que no, pero por supuesto ésta es limitada a unos pocos centros. No tengo ni idea de si hoy los profesores están poniendo menos sanciones. Puedo incluso asumir que esos datos presentados por la Consejería de educación a través de sus medios institucionales, El Mundo y Telemadrid, son reales. Lo que no sería capaz, como ellos, es de establecer una teoría simple e interesada de por qué estos hechos, si es que son verdad, se han producido. Podría especular, claro, con una mayor base de verosimilitud que la presentada por estos medios, que este descenso de la conflictividad contable podría ser debido por un lado a las huelgas del curso pasado (que provocaron que los posibles conflictos educativos pasaran a un segundo plano) y por otro lado a la mayor presión a la que está sometido un profesorado al que, además de aumentarle las horas lectivas, le han impuesto en muchos centros que sea él y no la jefatura de estudios el que gestione los potenciales conflictos que se generen con los alumnos, lo que significa una sobrecarga laboral inasumible para gran parte de los profesores, que prefieren dejar pasar pequeños conflictos y provocaciones de alumnos antes que tener que gestionar ellos mismos las consecuencias de denunciar tales comportamientos. En todo caso, más allá de los datos y de las especulaciones, es necesario trasladar a la opinión pública que es absolutamente falso que la ley de autoridad del profesor haya significado alguna mejora en el clima educativo. Y que noticias como la de El Mundo son una mera traslación escrita de la voz política de sus amos, fruto del envilecimiento de un tipo de periodismo institucionalizado y decadente que crece a la sombra del poder, reflejo de un tipo de información anoréxico, que es dañino por inane. La expresión más evidente del grave problema que acucia a un periodismo basura que no sólo no informa, sino que desinforma a los ciudadanos por intereses ocultos.

18 mayo 2013

Orgullo de profe

El viernes por la tarde me encontré encima de un escenario siendo inesperado protagonista de algo en lo que apenas pretendía ser secundario sin frase. Un escenario algo destartalado, con recuerdos de viejas obras anteriormente representadas, un escenario sin el aroma de los centros educativos donde la élite suele llevar a sus cachorros, un escenario de instituto público, una sala multiusos acogedora y sencilla donde un joven director hacía de maestro de ceremonias en un humilde festejo de graduación de los alumnos de Bachillerato del centro. Uno alumnos a los que en una gran mayoría les había dado clases hacía ya dos años, dos cursos, cuando estaban en el último año de la ESO. Fui el encargado de introducirles en las primeras nociones serias de la Física y la Química y además, me hicieron tutor de ellos. Todavía recuerdo el encargo con cierta angustia. 32 alumnos conformaban aquel grupo de 4º ESO, una ratio imposible para intentar enseñar con una mínima garantía de éxito. Y mucho menos para intentar ser un tutor adecuado para ellos. Al final lo lograron, culminaron el año con éxito, fundamentalmente gracias a su esfuerzo y sin las facilidades que debiera haberles puesto una Administración educativa que sólo parece dedicada a poner trabas a la enseñanza de todos, a la enseñanza pública. De los 32 alumnos, 31 de ellos consiguieron titular. Recuerdo mi enorme satisfacción entonces por ello. Pocos saben el trabajo que para un tutor supone llevar hacia delante un grupo tan numeroso como éste, con tan diferentes perfiles, intentar estar ahí para todos, no sólo como el profesor de una asignatura (que también) sino como una figura en la que puedan confiar para apoyarse y confiar para impulsarse hacia el futuro. Con máxima exigencia, viendo como algunos sufrían con mi asignatura, mientras yo mismo relativizaba su importancia para que tuvieran una visión global sobre sus estudios y sus posibles itinerarios y no sólo focalizaran todo a través de un fracaso particular. Recuerdo con especial cariño las clases con aquel grupo, que contaba con una serie de alumnos especialmente brillantes, con hambre, dispuestos siempre a aprender algo nuevo y abrir nuevas vías desde las cuales caminar hacia nuevos conocimientos. Y recuerdo con especial satisfacción que todos los demás, en lugar de quejarse o asustarse,  intentaban también llegar a las nuevas complejidades planteadas, desde sus capacidades y sus limitaciones, pero siempre con buen talante, tirando hacia delante. Sin rendirse y confiando en mi criterio respecto a lo que les podía exigir. Fue un placer. Después terminó el curso y con él crees que también finaliza la relación con esos alumnos. Sabes por sus reacciones que todo ha marchado bien, por algunos comentarios de los padres que éstos también están satisfechos con tu labor y en tu interior sabes que lo has dado todo, que tal vez podías haberlo hecho mejor pero que tu conciencia está tranquila, entiendes que el esfuerzo tuvo resultados y que el trabajo ya está terminado. Y caminas en dirección a otro centro. Con otros alumnos. Diferentes. Ni mejores ni peores. Tan sólo diferentes. Y eso, a pesar de todo, a pesar de echar de menos aprovechar los réditos del trabajo ya realizado, también estimula y provoca excitación.

Hace poco más de un mes recibí un email de uno de ellos, uno de los mejores (y no hablo de notas) invitándome por sorpresa a su graduación de Bachillerato. Dos años después. Curiosamente era la segunda vez que me pasaba. Antes fue en otro instituto, en otro entorno, con otro grupo, completamente diferente. Igual que la vez anterior me sentí halagado, sorprendido, contento y orgulloso. Por la invitación, claro, pero sobre todo por el recuerdo. Eso es lo importante, ahí está la clave. En que te recuerden con cariño. Al fin y al cabo, durante un curso el tiempo pasa rápidamente, parece acelerarse y aunque creas sentir que existe cierto feeling con tus alumnos no dejas de saber que ellos tienen muchas asignaturas, muchos profesores y tú eres uno más, otro más de los que entra por la puerta del aula para intentar enseñarles. O para demostrar tu ignorancia al hacerlo. Mientras, ellos te evalúan. Les confirmé que intentaría ir a su graduación. Me hacía ilusión estar presente. A a estas alturas ya soy consciente que este acto tiene gran importancia para ellos.

De repente. Estaba al fondo de una sala repleta de familiares, alumnos y profesores. El director entonces, sorpresivamente, apeló directamente a nosotros: “antiguos profesores”, dijo, (no sabía quiénes éramos, él no estaba en el centro por entonces), “antiguos profesores que estén presentes y quieran participar de la entrega de diplomas a los alumnos”. Miro a Luis. Primero sube él, profesor de inglés, que fue con ellos al viaje de fin de la ESO, a Praga, del que tienen excelentes recuerdos. Aplaudo. Me alegro por él. Entonces escucho mi nombre en la sala, en boca de algunos de ellos: “Pepe, venga... ¡Pepe!…” Los que me conocen saben lo reacio que soy a estas historias, lo que me cuesta convertirme en protagonista de un acto como éste. Mi primer impulso fue negarme, claro, pero al final… qué coño… sonreí, los miré y los recordé hacía ya dos años, sus gestos, sus risas, sus sufrimientos, las horas compartidas…  Subí al escenario, a ese escenario algo destartalado, tan de instituto público…

Allí estaba, con mis vaqueros y mi camisa negra, rodeado de trajes elegantes y corbatas, saludando y felicitando a chicos y chicas emocionados, algunos llorosos, recibiendo besos, apretones de manos o intensos abrazos de antiguos alumnos a los que mi memoria, de manera defensiva, había ido dejando atrás.  Me sentí, de repente, el profe más orgulloso del mundo, mientras los saludaba, entre sonrisas cómplices y abrazos espontáneos, mientras los aplaudía, mientras veía su sincera emoción. Una emoción  que ellos habían decidido compartir conmigo. Chicos y chicas estupendos, cada uno con sus particularidades, con sus capacidades, con su idiosincrasia, con sus ideas y sus inquietudes. Reflejo de la sociedad en la que vivimos, sustancia de esa educación pública en la que creo y por la que trabajo. Un motivo más para seguir en la brecha, luchando. Y disfrutando.

15 mayo 2013

De nuevo dentro de la bestia

Es el olor. Al final es ese olor, que se adhiere de manera nauseabunda a tus ropas, que termina apoderándose de cada centímetro de tu piel, que te acompaña durante días sin posibilidad de eliminarlo ni enmascararlo, mientras obligado sigues transitando por las entrañas del monstruo. Cada noche, mientras aceptaba sumiso volver a ser devorado, mientras paseaba por sus entrañas con la cabeza agachada para no enfrentarme de nuevo directamente a él, para eludir mi reflejo en sus frías paredes y negarme a confiar en su impostada asepsia, camino a esa habitación palpitante aún de vida que significaba el único refugio posible frente al dolor que transpiraban las paredes del monstruo, levantaba levemente la mirada, lo justo para mirar sin ser observado. Los pasillos de la bestia son como un agujero negro, un punto singular, un aleph del cual el dolor, como la luz, intenta escapar sin conseguirlo, regresando siempre, incapaz de ir más allá de los límites físicos que lo constriñen, incapaz de superar su particular radio de Schwarzschild, distribuyéndose a su vuelta de manera despiadada e indiscriminada entre sus cautivos, lo que hace que algunos que aún albergaban alguna esperanza esa noche, como aquella noche, de aquel puto septiembre, terminen derrotados frente a un cadáver irreconocible mientras otros saludan la mañana con la buena nueva de una respiración acompasada en un cuerpo que por fin deja de temblar. Corres entonces, empaquetas tus cosas y las de ella, sales con prisa de la habitación que fue refugio y ahora se ha convertido en prisión, atraviesas de nuevo los pasillos sintiendo como se posan sobre ti las miradas cargadas de envidia insana que te lanzan los que aún deben permanecer en el estómago de la ballena. Atraviesas por fin la puerta de salida, el coche acelera alejándote del monstruo de hormigón, ves como su tamaño disminuye en pocos segundos hasta por fin desaparecer pero, a pesar de ello, a pesar de que por fin lo pierdes de vista, crees escuchar una risotada sarcástica, lejana, casi inapreciable. Suena como una promesa. Promesa de un reencuentro que aunque no deseas sabes que inevitablemente se volverá a producir. Promesa de dolor. Promesa de sufrimiento. Sonríes por primera vez en días. Que se joda. Que espere. Todavía no es la hora. Queda tiempo. Tanto tiempo.

12 abril 2013

El funcionario escindido: otro tonto útil

Leo la anécdota en el ameno y clarificador ensayo Keynes vs Hayek, escrito por Nicholas Wapshott. Friedrich Hayek, el que se convertiría en adalid de la rebelión contra el intervencionismo del Estado en los asuntos económicos de los ciudadanos, recién llegado a EEUU, con apenas 24 años y sin posibilidad de contactar con la persona que iba a contratarlo para una universidad norteamericana estuvo a punto de trabajar como friegaplatos en un restaurante para poder mantenerse en EEUU sin que lo deportaran. Finalmente el problema se solucionó y entró a trabajar en la universidad, pasando así a ser un empleado público, uno más, uno de de tantos, de índole intelectual, sí, profesor universitario, de acuerdo, pero un trabajador público más al fin y al cabo cuya labor sólo podría desarrollarse (entonces y ahora) bajo el paraguas del Estado, de su arquitectura institucional. No era la primera vez que trabajaba en el ámbito de lo público, ni fue la última. Ni mucho menos. En diferentes países. En su caso, durante toda su vida. En sus 92 años el famoso economista jamás trabajó para el sector privado (habría tal vez que descontar los poco más de diez años en la Universidad de Chicago, que el autor del libro parece obviar que era privada). Su caso es paradigmático. Es la gran figura, el Messi ultraliberal, aquél al que idolatran todos los liberales dogmáticos, todos los que creen en la posibilidad utópica de un libre mercado ajeno a las interferencias políticas, los que defienden la existencia de un Estado mínimo que no interfiera en el equilibrio “natural” de los mercados. Cuando hablan de Estado mínimo no es difícil establecer a qué mínimo Estado se refieren, claro. Al que los proteja a ellos, a la élite, de los miserables que peleen por su supervivencia.

06 abril 2013

Resonancias cinematográficas

El cine. El arte en el que todo cabe, en el que nadie ya se detiene, sobre el que todos se permiten opinar. Finalmente convertido para tantos ciegos tan sólo en la destreza de narrar una historia audiovisual. La misma historia. Una y otra vez. Hasta que alguien advierte que no siempre es igual. Que lo que se cuenta difiere sustancialmente de lo ya contado, aún pareciendo que se cuenta de nuevo lo que anteriormente ya se contó. Hasta que alguien comprende que merece la pena reflexionar sobre las diferencias, discutir sobre las influencias y entablar un diálogo entre películas que parecen narrar lo mismo Un diálogo entre directores dispares con sensibilidades diferentes. Universos independientes construidos a imagen y semejanza de artistas que se sentían capaces de volver a contar lo ya contado bajo su prisma. De volver a contar lo mismo para volver a contarlo por primera vez
 
Sólo se vive una vez - Fritz Lang (1937)


Los amantes de la noche - Nicholas Ray (1948)


Malas tierras - Terrence Malick (1973)

10 marzo 2013

La cara oculta de la formación continua

Nadie parece querer ver al elefante en el salón. Nadie parece estar dispuesto a ralentizar la marcha, a relajar el ritmo, a tomarse un respiro para estudiar, evaluar y advertir qué otras consecuencias (además de las positivas, que difunden hasta el hastío) conlleva aquello que se ha convertido en paradigma social. Nadie parece querer encontrar un solo defecto, un solo aspecto negativo, nadie parece querer debatir con seriedad los efectos indeseados e indeseables que conlleva la imposición de la formación continua, del aprendizaje para toda la vida en nuestras experiencias laborales. No se contextualiza, no se indaga, no se piensa a largo plazo, sólo se glosan sus beneficios y su necesidad inmediata, las ventajas que supone, la vitalidad que nos otorga, el ímpetu que nos da. Dicen, repiten, reiteran hasta el hartazgo que es lo que nos permitirá seguir en la brecha, no abandonarnos a rutinas y vivir constantemente en alerta, atentos a los cambios que se produzcan, a las oportunidades que la vida nos ofrezca, aprendiendo, formándonos, siempre, cada día, cada semana, cada mes, cada año, toda la vida, hasta morir, para estar continuamente en guardia, preparados, dispuestos a afrontar los problemas que surjan, a encarar las dificultades a las que nos enfrentemos con una maleta de conocimientos y competencias que poder usar o, al menos, que poder certificar y mostrar a aquellos que realmente tienen el dinero y el poder de darnos el "privilegio" de trabajar. Nadie quiere ser el primero en advertirnos de la imposibilidad de mantener este ritmo desquiciante, de la aceleración inhumana que nuestras sociedades modernas han adquirido, del fango al que nos arrastra este camino. Han conseguido transformar nuestra percepción de la realidad, convertir la hipótesis sin confirmar en ley ineludible, en dogma, han construido un nuevo lenguaje para poder conformar esa realidad según sus planteamientos y han terminado de dar  forma a esta especie de nueva religión gracias a la creación de una casta de nuevos sacerdotes, gurús tecnológicos y pedagogos de la última generación, encantados de su labor mesiánica, encantados de convertirse en los adalides del advenimiento de los nuevos tiempos laborales y de hacerse con el control emocional de las masas.

Durante décadas hubo una clara diferenciación entre el horario laboral y el horario propio, de ocio o familiar. Se luchó denodadamente para conseguir que ese horario laboral se redujera y se regulara, para permitir a los trabajadores escapar de los asfixiantes espacios laborales (donde el ser humano nunca puede expresarse en toda su dimensión) y poder disponer de tiempo para construirse un espacio propio, íntimo, familiar en el que descansar y poder sentirse pleno. La irrupción de la modernidad líquida y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación sólo han servido finalmente para que el espacio laboral termine colonizando de nuevo al espacio propio y todo el tiempo sea ya uno solo, el laboral, compuesto en primer lugar por el horario de trabajo en sí mismo, en segundo lugar por el tiempo dedicado a la obtención (certificada, claro) de esas competencias necesarias para no quedarse atrás, dedicado a una formación continua que termina siendo condena perpetua de la que no es posible escapar y, por último, por el tiempo dedicado a la construcción de un yo social que poner en el mercado, a la vista de todos, en las redes sociales de Internet, un tiempo dedicado a la exposición infructuosa de un yo artificial, mutilado y autocensurado, construido para el establecimiento de contactos con los que aumentar el capital social disponible, enfocado, por supuesto, a un mejor posicionamiento en el mercado laboral.

Lo que nadie parece querer tener en cuenta es el inevitable paso del tiempo en la vida individual de cada uno de los trabajadores. Las sociedades modernas se construyen sobre un presente continuo que no tolera el fluir del tiempo: el trabajador debe estar siempre dispuesto a hacer lo necesario para mantenerse “empleable” y ello pasa por utilizar su tiempo libre para seguir formándose eternamente, sin posibilidad real de disfrutar con un aprendizaje que siempre se realiza bajo una extraordinaria presión. No deja de ser una cruel ficción sustentada en unos trabajadores perfectamente prescindibles que se engañan pensando que son absolutamente imprescindibles y destruyen sus vidas durante un tiempo para servir al capital. La ficción se mantiene durante ese tiempo, un tiempo en el que se vive tan sólo para trabajar o para encontrar trabajo hasta que al final, sin posibilidad de evitarlo, se sucumbe a la única realidad que la vida se asegura de mostrarnos: el tiempo no se detiene, dejamos de ser jóvenes, estamos sometidos a un lento declinar físico que tiene consecuencias, llega la madurez, la inevitable pérdida del ímpetu para enfrentarse a un mundo hipercompetitivo, la asunción de responsabilidades familiares que lastran la proyección profesional, tenemos hijos, aparecen las enfermedades, llega la vejez y con ella, e incluso antes, la forzosa pérdida  de ciertas capacidades cognitivas… Esa es la realidad a la que las sociedades modernas han cerrado los ojos desde hace años debido a  la dictadura del capitalismo inmaterial. Vivimos en ese mundo que prefiguraba La fuga de Logan, un mundo donde se rinde culto a la juventud y, en este caso, ese culto se relaciona directamente con la adaptabilidad laboral de los jóvenes, que tanto conviene al sistema. Un mundo donde al viejo se lo aparta y se lo hace desaparecer, sin que nadie quiera investigar las razones profundas por las que eso sucede, sin que nadie se pregunte seriamente por qué dejaron de ser útiles, las causas últimas por las que no pudieron seguir el ritmo aunque lo intentaran desesperadamente, porque en muchas ocasiones ese reciclaje perpetuo que exige el mercado entronca directamente con la facilidad de la juventud para esclavizarse gustosamente por una oportunidad de futuro que termina destruyendo el presente de los mayores.

Debemos comenzar a preguntarnos a dónde nos lleva esta obsesión pretendidamente formativa y quién sale realmente beneficiado con ella. Hay que criticar el fanatismo con el que se defienden las ventajas de la formación continua y el aprendizaje para toda la vida por parte de tanto gurú de pacotilla que nunca saca un pie de la universidad o ha montado su chiringuito a costa de impartir cursos sin sustancia, construidos sobre el vacío, cursos donde el coaching, el branding y el networking se dan la mano con la impostura, la superficialidad y la estafa intelectual. Hemos dejado de lado el ritmo natural de la vida, sus ciclos y las posibilidades que cada uno de ellos nos permite, nos hemos puesto de speed hasta arriba y acelerado nuestras vidas hasta alcanzar una velocidad suicida imposible de mantener. Es absolutamente necesaria una reflexión social ajena a las necesidades de un mercado bulímico que devora trabajadores al mismo ritmo que los expulsa tras haberlos exprimido. Hay que establecer los límites de esa formación continua, cuándo y cómo debe realizarse, a quien beneficia la obsesión por los títulos y las competencias certificadas, así como la utilidad concreta de las mismas en el mercado laboral real. El estudio y la formación conllevan un enorme esfuerzo no sólo temporal sino también emocional y aunque el aprendizaje pueda resultar en algunos casos gratificante, la suma de este esfuerzo y del propiamente laboral, unidos a la presión asfixiante bajo la que se está realizando esta formación, tanto con la esperanza de encontrar un trabajo en un mercado laboral anoréxico como para no perder el empleo y poder así sobrevivir y no perder la posición social alcanzada, constituyen un escenario atroz que destruye vidas, anula voluntades y transforma a las personas en zombis cuyo único objetivo es la supervivencia. Por ello no les importa pagar una y otra vez el dinero que no tienen para hacer cursos, matricularse en  masters o asistir a conferencias. Más allá de una élite cultural y empresarial que cree haber encontrado la piedra filosofal en una formación continua cuya gestión detenta con mano de hierro, existe una enorme masa ciudadana desconcertada, desorientada, perpetuamente enganchada a una formación permanente que siempre parece que la forma para algo que ya se ha quedado inmediatamente anticuado o que hay inmediatamente que reciclar. Mediante más formación de pago, por supuesto. El problema no está en la necesidad de ese aprendizaje para toda la vida. La idea mantiene su enorme fuerza porque se asienta sobre una verdad incontestable: es saludable seguir aprendiendo más allá de los primeros años de vida para no estacarse y poder evolucionar. Pero como tantas veces sucede, una buena idea se termina prostituyendo cuando no se pone al servicio de las necesidades humanas sino al servicio del mercado, al servicio de la economía, al servicio, por tanto, del capitalismo disparatado en el que vivimos.

No podemos estar estudiando toda la vida con la soga al cuello, no podemos estar formándonos para siempre bajo presión, no podemos utilizar el escaso tiempo libre del que disponemos para seguir estudiando solo aquello que nos digan que resulta útil para posicionarnos en un mercado laboral que nunca parece tener espacio para todos. No podemos centrarnos tan solo en una formación obscenamente pragmática que nos impide tener tiempo para volver la cabeza a otras lecturas y a otros aprendizajes tal vez más cercanos a nuestras verdaderas necesidades. Que nos satisfagan y realmente nos hagan evolucionar. No solo como potenciales trabajadores sino como personas con inquietudes. Nos han estafado con el rollo de la formación continua y me temo que igual ya es tarde para escapar.

02 marzo 2013

Elogio de la coherencia

En unos pocos días he vuelto a leer o a escuchar varias veces una de esas frases que se repiten pomposamente en ciertas conversaciones, una de esas ideas con las que algunos pretenden finiquitar discusiones que los superan o epatar a sus contertulios aparentando profundidad: "la coherencia está sobrevalorada". Me gusta imaginarlos justo antes de emitir su sentencia, terminando de escuchar la crítica del adversario, la pregunta del entrevistador o la reflexión del amigo. Paladean la idea en su cerebro, se impacientan, creen haber encontrado la piedra filosofal que les exime de responsabilidad alguna en aquello de lo que se está tratando. Ellos poseen la luz que nos ha de guiar, una verdad que lo cambia todo, una certeza que todos debemos aceptar para crecer y madurar, para no quedarnos en estadios primarios de nuestra evolución social: "la coherencia está sobrevalorada". También me gusta imaginarlos justo después de lanzar al aire su reflexión, esperando tal vez un silencio sobrecogedor, quizás miradas de admiración ante su clarividencia, seguramente gestos afirmativos de los que no pueden más que aceptar la realidad invocada. Creo que la primera vez que escuché esa frase fue hace unos cinco años, en boca de un veterano profesor, progre por supuesto, tras una multitudinaria manifestación educativa en la que reivindicábamos la educación pública sin saber aún la deriva que el asunto iba a tomar en pocos años. El tipo en cuestión, con su cerveza en la mano derecha, más bien obeso, mirando fijamente al infinito, soltó la manida frasecita intentando hacer valer su edad, su experiencia, su mayor conocimiento de la vida para salir del callejón sin salida en el que sus argumentos previos, contradictorios, absolutamente cínicos, miserables, lo habían arrinconado: "la coherencia está sobrevalorada". Tras la boutade intentó aclarar su planteamiento, exponiendo sin darse cuenta la inconsistencia de la idea, la debilidad de sus convicciones. Planteaba que la clave era sostener unos ideales de justicia y de solidaridad social, incluso defenderlos públicamente si hiciera falta pero que ello no tenía por qué llevarnos a actuar en la vida real de manera coherente con ellos. Al fin y al cabo el ser humano es débil y no puede resistir a la tentación de ir contra de aquello que defiende intelectual y racionalmente cuando entra en juego su propio beneficio (aunque sea inmoral). "La coherencia está sobrevalorada". En el fondo la afirmación no es más que un síntoma del pensamiento débil que domina nuestro tiempo. No seamos coherentes, relativicemos la importancia de intentar actuar según lo que decimos pensar, dejemos de lado la ambición de que nuestros actos sean consecuentes con las ideas que decimos creer. Porque ahí está una de las claves: lo que decimos pensar, lo que decimos creer, que tal vez no sea ni de lejos lo que realmente pensamos o lo que realmente creemos pero son las ideas que conforman el discurso construido para vincularnos con nuestro entorno social.

Es necesario reivindicar la coherencia, defenderla y protegerla, sin caer en fundamentalismos, comprendiendo la dificultad que conlleva, pero teniendo claro que debe ser el eje rector de nuestras acciones, la meta a alcanzar aceptando la imposibilidad de hacerlo: la coherencia es la única manera en la que nos podemos reconocer a nosotros mismos, el mecanismo mediante el que construimos nuestra personalidad, el instrumento mediante el que podemos aspirar a que los demás nos reconozcan, nuestra forma de vivir en sociedad. Porque al final, más allá de veleidades posmodernas y constructos teóricos elusivos, no somos socialmente ni lo que pensamos ni lo que decimos pero sí terminamos siendo lo que hacemos. Y por eso, por lo que hacemos, por nuestras acciones, coherentes o no con lo que decimos pensar, se nos podrá valorar. Por nuestras acciones, por nuestra actividad social dentro de la comunidad,  que tendrá un significado, que tendrá un sentido o, por el contrario, será un ejemplo más de la maleabilidad humana para procurarse un beneficio propio a costa de las miserias de otros. Otro ejemplo más de como conseguir un provecho mientras se afirma exactamente lo contrario de lo que se hace.

01 marzo 2013

El instante final

Apoyó suavemente la cabeza sobre su pecho. Sintió inmediatamente el irregular latido de su corazón, mientras el pecho agitado protestaba rítmicamente por el nuevo impedimento que encontraba en su batalla perdida por seguir bombeando oxígeno desde aquellos viejos y asmáticos pulmones. Se mantuvo así unos segundos, disfrutando de la calma, de la pausa, de la tregua que se daba a sí misma en medio del sufrimiento final. Porque era el final, su final, el de ellos, el de su historia, el de una vida compartida. Sabía que ya no despertaría, no habría lugar para la despedida sentimental, esa que él siempre detestara en el cine que tanto amó. Simplemente la miró, dulcemente, como tantas veces, esbozó media sonrisa y cerró lentamente los ojos. Se apagó su mirada y, sorprendida, observó que sin ella ese rostro le parecía casi el de un desconocido. Las arrugas propias de la vejez surcaban la cara del que posara por primera vez, sonriente y enamorado, hace ya tantos años, ante su cámara. Recordó como el viento del mar agitaba entonces sin cesar su pelo negro, ese pelo del que apenas hoy quedaban rescoldos encanecidos sobre su cráneo. Los ojos, pensó, los ojos son los únicos que nos permanecen fieles mientras el tiempo nos devasta. La mirada, su fuego, el sarcasmo imperceptible, la furia desatada, el dolor incontrolable, el miedo. Lo único que terminamos reconociendo en las facciones del otro, en la facciones de uno mismo, a lo que nos agarramos cuando el espejo nos devuelve la imagen de un cuerpo decrépito que jamás asimilas que pueda ser el tuyo. La mirada. Separó lentamente la cabeza de su pecho mientras intentaba evitar contemplar su rostro. Para qué. Ya no era él, nada de él permanecía, solo su memoria, su historia, el pasado, el de los dos. Se arregló el pelo de manera mecánica y salió de la habitación, de la casa, cruzó el jardín, siguió caminando, dejó atrás el tiempo, atravesó el espacio y llegó finalmente a una pequeña playa de arena negra bajo los riscos. Era la última mujer viva, nadie quedaba ya, era leyenda, en eso se había convertido, en la leyenda que nadie reclamaría. Se encontró por fin frente al mar, un mar tenso, nervioso, agitado, como si tuviera vida, como si siempre hubiera podido sentir y solo ahora, en la intimidad, se permitiera expresarse, recordar viejas historias, construir nuevas ficciones. Frente a ese mar comprendió que todo había terminado. Nada quedaba por hacer, nada quedaba por salvar, nada por lo que luchar. La contienda había finalizado. Se sentó sobre la arena, sintió por última vez su suavidad, dejó arrastrar sus manos sobre ella sintiendo como se deslizaba entre sus dedos. Mientras lo hacía, al fondo, la gran ola comenzó a acercarse. No pudo evitar sonreír. Tal vez recordando alguna película. Tal vez recordándolo a él

24 febrero 2013

Cuando el destino nos alcance (3 de 3)


¿Y entonces? ¿Cuál es el camino? ¿Es posible una revolución? No lo sé, no lo creo, no existe ese Paul Atreides, ese líder de masas que venga a cambiar nuestro mundo, ni creo en la posibilidad de que la masa se convierta en la multitud inteligente que defendieron Negri y Hardt, pero cada día vivo con más rabia la estafa social en la que vivimos y cuyas consecuencias nos quieren hacer tragar, cada día me siento más incapaz de prever salidas justas y viables al drama social en el que andamos inmersos, cada día siento crecer el cinismo en mi interior, la desesperanza, el desencanto, también un cabreo infinito que me revuelve el estómago y me quema la garganta. Incapaz de desconectar pero hasta los cojones de no encontrar la manera de parar todo esto. Aquí de lo que se trata es de si cuando acabe todo esto (si conseguimos que acabe) tendremos un presente y un futuro común o será un sálvese quien pueda, egoísta, insolidario, consustancial al ciego neoliberalismo, totalitario y seductor, que nos ha arrastrado por el fango, que nos ha hundido, que nos ha llevado hasta esta situación. Si dejaremos de creer en la posibilidad de una solución común y colectiva y dedicaremos todos nuestros esfuerzos, como el burro tras la zanahoria, o como los esclavos encima de las bicicletas estáticas de Black Mirror, a correr y correr dentro de un despiadado sistema competitivo en el que la victoria para casi nadie es posible pero todos creen que igual ellos podrán alcanzarla. Si cada uno de nosotros viviremos aislados creyéndonos la ficción, pensando que el problema está en los otros, en su pereza o incapacidad, pero no en nosotros que somos competitivos, adaptables, trabajadores y dinámicos. Mientras todo marche sin problemas, claro, mientras te mantengas en la cima, mientras seas joven, mientras no te alcancen los imponderables que jamás creíste ni te planteaste que te podrían afectar: las enfermedades, los despidos, el propio paso del tiempo… Todo lo que finalmente hará que seas un desecho social, maquinaria prescindible, inútil para una sociedad hierática que no atenderá más que a tu cuenta de resultados inmediatos, una sociedad que científicamente justificará tu exclusión. En el fondo muchos de los que hoy se indignan, se manifiestan, cuestionan el sistema y afean la conducta a políticos y banqueros no dudarían un segundo en tomarse la pastilla azul de Morfeo para reintroducirse en Matrix, en la España de hace seis o siete años, en el Occidente de principios de siglo XXI, en el que marchaba de burbuja en burbuja hasta el estallido final. No darse cuenta de este hecho es no entender la sociedad en la que vivimos, no aceptar la odiosa realidad que nos rodea, dejar que el ruido social que nos envuelve nos engañe y nos lleve a pensar que por fin los ciudadanos han tomado conciencia de su poder y de su importancia. Desgraciadamente muchos de los que creen en la necesidad  de una salida desde la izquierda a la crisis social y económica que padecemos obvian que a una gran parte de la sociedad no le jode que nos estafen sino que ellos no puedan llevarse su parte (pequeña) del pastel, como antaño hicieron.

La solución realista, revolucionaria al tiempo que la única pragmática, increíble al tiempo que la única posible, complicada, casi imposible, pasa por hacerse con el poder las instituciones, por cambiar el sistema desde dentro, sin destruirlo, aceptando las miserias y bondades del capitalismo pero controlando sus excesos por el bien de la mayoría, limitando la libertad individual del ciudadano medio mientras se permite el enriquecimiento inmoral de unos pocos privilegiados. Es lo que hay. Asumamos el relativismo moral posmoderno. No es viable soñar con alcanzar hoy ningún objetivo totalitario. Hay que domar al capitalismo, embridarlo, pero parece imposible destruirlo, incluso nadie parece creer que hacerlo sea finalmente positivo. La clave está en aceptar la tesis del decrecimiento, entendiendo esto como dejar de pretender un crecimiento económico exponencial y suicida, que amenaza no sólo a la sostenibilidad del planeta sino a la propia existencia del ser humano, y buscar el desarrollo de un capitalismo más pausado, regulado, intervenido y dirigido con el que no se amenace continuamente al trabajador y en el que el ciudadano acepte la imposibilidad de alcanzar cotas de lujo innecesario en su vidas. Hemos de asumir que la solución también pasa por disfrutar de la vida de manera diferente, alejándonos del ideal consumista capitalista que ha colonizado nuestros subconscientes y nos lleva a un consumismo irracional en cuanto disponemos de una hora de libertad laboral o unos días de vacaciones. Y recordar que no puede ser lo normal, lo lógico, lo aceptable en una sociedad desarrollada, alquilar la mayor parte de tu vida al mercado laboral para ganar un dinero que apenas sirve para sobrevivir. O cambiamos los ideales vitales y las expectativas de vida o seguiremos estando completa y absolutamente jodidos. Para que todos podamos alcanzar un nivel aceptable de bienestar, para dar cabida a toda la población activa en los mercados laborales, para dejar de trabajar y vivir con miedo permanente y sin posibilidad de negociación con las empresas, todo pasa por entender que debemos trabajar menos horas, cobrar sueldos más bajos y encontrar incentivos diferentes al consumismo para nuestro mayor tiempo de ocio. Por supuesto, para nuestra protección, por el bien de la equidad y la justicia social, el Estado debe proveer y gestionar directamente, sin intermediarios y de manera responsable la educación y la sanidad, además de controlar sin pudor los mercados inmobiliario y energético para moderar su coste y asegurarse de que toda la población pueda disponer siempre de una vivienda digna donde refugiarse, más allá de los vaivenes que la vida siempre depara.

No existen soluciones mágicas, no vamos a participar de una catarsis social por más que muchos la deseemos, hace años que sabemos que no vamos a cambiar el mundo pero sí estamos frente a un cruce de caminos que nos obliga a elegir una dirección u otra para tratar de salir como sea de este cenagal. Y dependiendo de lo que elijamos, dependiendo de la fuerza que tengamos para impedir que sean los otros, los de siempre los que decidan por nosotros en su propio beneficio, dependiendo de nuestra capacidad de organización para defender nuestros espacios sociales y nuestros derechos tendremos un tipo de sociedad u otro, construiremos un futuro u otro y viviremos más o menos libremente o como esclavos del capital.

23 febrero 2013

Lo que la crisis se llevó (2 de 3)


Pero la virulencia de nuestra crisis, el desfalco al que estamos siendo sometidos los españoles, la revelación de que nunca vivimos realmente en democracia y que nuestro régimen era tan autoritario y tan ajeno a los designios del pueblo como siempre fue en sus diversas mutaciones históricas, no debe hacernos perder la perspectiva global, los efectos colaterales (positivos) no buscados pero evidentes que este sistema ha producido en su loca carrera hacia el máximo beneficio, inmoral e inmediato. Las deslocalizaciones industriales (que no sólo afectan a Europa sino también a EEUU, que ve como cada día la que fuera su gloriosa industria nacional se desmantela, se trocea y se desplaza a los países asiáticos, sin sindicatos y casi sin impuestos) y los flujos de capital sin control han permitido que algunos de esos países manufactureros y agrícolas que parecían condenados a ser eternamente “países en vías de desarrollo” (aquello que estudiábamos de pequeños, como si fuera un mantra) sueñen por fin con la posibilidad real de convertirse en países desarrollados y con la llegada un futuro con más derechos sociales para sus ciudadanos. En lo últimos veinte o treinta años en imposible negar que millones de ciudadanos de parte del llamado tercer mundo (China, Brasil o India) han visto como iban mejorando sus condiciones de vida debido a la implantación de las industrias occidentales en sus países, con unas condiciones de trabajo que rozan la esclavitud según los estándares occidentales pero que han proporcionado al mismo tiempo unas mínimas estructuras de derechos y servicios sociales que esos países nunca habían tenido. Por supuesto que es necesaria y justa la crítica a unas deslocalizaciones que suponen un ominoso desempleo en un Occidente que involuciona y cuyos trabajadores son chantajeados cada día a costa del trabajo semiesclavo de Oriente. Pero es cínico criticar esto sin valorar también la otra cara de la moneda: durante muchos años, mientras los occidentales (y sobre todo los europeos) fuimos construyendo nuestros castillo de seguridad a través de los estados de bienestar no sólo no nos preocupamos mucho en cómo ayudar y fomentar que otros países alcanzaran nuestros logros sociales sino que lo impedimos través de todo tipo de trabas comerciales, aduaneras o leyes proteccionistas. Eso sí que fue competencia desleal. Creímos que era posible vivir en utopías socialistas de bienestar, en islas de derechos sociales dentro un mundo desolado y empobrecido, creímos poder dedicarnos al consumo irresponsable a costa de seguir explotando y abandonando a su suerte a la mayor parte de la población  mundial. No nos preocupamos cuando para nuestro inicial beneficio nuestras empresas nacionales se fueron convirtiendo en internacionales, luego en transnacionales y finalmente en omnímodas. Y dejamos de lado que se estaba construyendo un capitalismo salvaje y expoliador como sistema socioeconómico rector que ya no tenía que justificarse ni competir con un comunismo cuyos muros se derrumbaron en el Berlín de 1989.  Lo máximo que hicimos fue envolvernos en la despreciable bandera de un oenegeísmo infame con el que creímos eximirnos de la responsabilidad individual que el sistema de manera colectiva nos obligaba racionalmente a atribuirnos. Es irónico: no hay solución más capitalista que esta pretendida salvación individual de nuestras conciencias. De esta manera, los 80 y los 90 fueron las décadas de la explosión de la explotación de las “buenas conciencias occidentales”, a través de una proliferación casi viral de las ONG´s de desarrollo que llegaban al tercer mundo para introducir efectos paliativos y asegurar, tal vez sin pretenderlo, la imposibilidad real de desarrollo de los países (a los que acudían como moscas y como tal marchaban según la volátil opinión pública de los países ricos) al sustituir pobremente, sin un plan concebido, el necesario papel del Estado en la gestión de los servicios mínimos de sus ciudadanos. Mandábamos las sobras de nuestras comidas, mientras llenábamos nuestros platos gracias a lo que les robábamos. Y con ello acallábamos nuestras conciencias. Como en el Plácido de Berlanga