23 febrero 2019

Un año de cine (2018). Segunda parte

Aquí comparto la segunda tanda de películas que vi por primera vez durante 2018. Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las fui viendo. 
  • Vida perra (1982)Javier Aguirre. Adaptación de una obra Ángel Vázquez. Película formalmente arriesgada en la que una mujer soltera, ya mayor y de familia acomodada, habla con los fantasmas de su pasado con rencor, amargura y un infantilismo pueril. El monólogo está rodado mediante planos lejanos que lentamente evolucionan hasta primeros planos radicales de una Esperanza Roy sublime. Sobre ella recae completamente el peso de la película y realiza una interpretación desgarrada y convincente que transmite con enorme fuerza el horror de las consecuencias de una educación represiva y conservadora. Estupenda.
  • Un lugar tranquilo (2018)John Krasinski. En términos de entretenimiento puro y sin complejos, es curioso cómo en un género tan proclive a la saturación visual y argumental como la ciencia ficción siempre termina funcionando mucho mejor sugerir que mostrar; provocar tensión, miedo o interés hacia lo que nunca se termina de ver o decir completamente. Esta película es el mejor ejemplo de ello. Construida a partir del silencio y del terror a provocar cualquier sonido que causaría una muerte segura en manos de los extraterrestres que han destruido la civilización humana, ese silencio exterior al que la historia principal obliga sirve como reflejo deformado de ese otro triste silencio, el de la culpa no resuelta dentro de una familia que no puede hablarse para purgar el dolor. Más allá de una resolución final convencional me gustó mucho la propuesta.
  • Siete hermanas (2018)Tommy Wirkola. El cine es ideología. Siempre hay un discurso social y político detrás de cada historia que se cuenta. Disfrazada de ciencia ficción superficial y banal esta película mediocre, aburrida y realizada con una enorme pobreza de ideas y de soluciones formales termina resultando ser otro repulsivo alegato de una maternidad emocionalmente totalitaria, un instinto primario e irracional al que nadie puede poner límites racionales en sociedades con falta de recursos. Una necesidad existencial que debe servir para perdonar cualquier traición, deslealtad, delito o inmoralidad que se cometa. Y un carajo. Como película, un soberano coñazo.
  • Hondo (1953)John Farrow. Visualmente tiene un acabado de western de primera categoría y su historia de amor también es poderosa por anómala y controvertida. Pero tiene un problema. Relacionado con aquello que le dijera John Ford a Robert Parrish cuando este le inquirió a Ford sobre cómo conseguía esas extraordinarias interpretaciones de John Wayne. Ford le contestó: "toma papel y lápiz y cuenta cuantas veces habla John Wayne en La Diligencia y en Hombres Intrépidos". El viejo maestro no se equivocaba. Porque ese es el gran problema de Hondo: John Wayne habla. Y habla mucho. Todo el rato. Y su equivocada interpretación es el principal escollo de un western que aún así se deja ver.
  • Le brio (2017)Yvan Attal. El mito de Pigmalión trasladado a la Universidad con un viejo profesor que se ve obligado a ayudar a una joven de la periferia a convertirse en una oradora de primer nivel. A pesar de que prometía ser una acumulación de clichés, la película mantiene el tipo gracias a unas interpretaciones estupendas y a la humanidad de unos personajes que, sin alharacas ni catarsis impostadas, aprenden el uno del otro, a pesar de la diferencia de edad, a lidiar con sus propios defectos para seguir transitando por la vida. Bonita, que diría Pumares.
  • El final de todo (2018)David M. Rosenthal. Típico producto de medio pelo de los que está produciendo en serie Netflix, que siempre sabe elegir los temas de sus películas de ciencia ficción para que los aficionados no podamos dejar de intentarlo con ellas. En este caso tenemos en el menú el habitual cataclismo inesperado que pone en jaque a la sociedad mientras el foco de la historia se centra en un tipo cualquiera que acompañado de su suegro debe recorrer cientos de kilómetros en coche para reencontrarse con su mujer. Visualmente es digna pero a los guionistas se les acabaron las ideas tras media hora de metraje y el final termina siendo puro bochorno. Mala. Mucho.
  • L´economie du couple (2016)Joachim Lafosse. Interesante historia en una película muy bien rodada sobre las consecuencias de la separación de una pareja con una hija que tienen que seguir conviviendo en la misma casa. A través de detalles, matices y la construcción de personajes poliédricos y con aristas la trama se vuelve oscura, dolorosa y claustrofóbica. El ser humano aparece en toda su miseria en las pequeñas decisiones. Gran película. Pertubadora. Muy triste.
  • Willd Streets (1968)Barry Shear. Películas como esta son las que me alegran y animan el año cinematográfico. Llego a ellas por extrañas reseñas o menciones que me encuentro en internet, y en este caso su recuerdo perdura meses después. Distopía política en la que los jóvenes de los 60, a través del liderazgo de una estrella de rock, consiguen imponer su agenda y su visión del mundo a una sociedad desnortada, sin ímpetu, que termina aceptando dócilmente que todos los menos jóvenes son un lastre y deben ser encerrados en campos de concentración en los que se les atiborrará de LSD para que no molesten. La película es un puro delirio y a pesar de ser una producción de medio pelo plantea cuestiones sociales de plena actualidad. Su inquietante final es magnífico, pleno de significado. Recomendadísima.
  • Equals (2015)Drake Doremus. Distopía intensita y millenial que deja de lado cualquier reflexión ideológica y social para centrarse en el sobado, desesperado, trillado y aburrido amor desgarrador. Un soberano coñazo. Y qué mal está Kristen Stewart.
  • Deadpool 2 (2018)David Leitch. Si la primera al menos tenía el efecto sorpresa de la provocación, esta ya no ofrece absolutamente nada. Muchos chistes de caca, pedo, culo y pis pero poca diversión en una producción pobre que cree que vanagloriándose de ello va a provocar la simpatía del espectador. No hay por dónde cogerla.
  • Paul (2011)Greg Mottol. Simpática película hecha por (y para) aficionados al cine de ciencia ficción. Los guiños a los clichés de películas de extraterrestres son continuos y, sin ser ninguna maravilla, se pasa un rato entretenido con ella. Poquita cosa, en todo caso.
  • Jack Reacher 2 (2016)Edward Zwick. De todo en lo que se ha embarcado Tom Cruise en los últimos años (dejando fuera ese engendro que fue La momia) esta franquicia (y este personaje) es lo que menos conecta con su carisma y con su figura de leyenda de un Hollywood que agoniza. No me extraña que los rumores apunten a que esta saga acabe aquí con Cruise y se quiera hacer un reboot con otro actor. Como cine la película es puro trámite, un día en la oficina tan intrascendente que casi desaparece de la memoria instantáneamente tras su visionado.
  • La batalla de los sexos (2018)Jonathan Drayton y Valerie Faris. Los creadores de las excelentes Pequeña Miss Sunshine y Ruby Sparks nos ofrecen una película que, sin alcanzar el nivel de las anteriores, es valiente, divertida y diferente. La batalla por la reivindicación de la mujer en el mundo machista y misógino del tenis de los años 70 es descrita con enorme humanidad e inteligencia. Merece mucho la pena.
  • Future World (2018)James Franco y Bruce Thierry Cheung. Mad Max de medio pelo que comienza viéndose con cierto interés y curiosidad hasta que uno asiste anodadado a cómo, a partir de la media hora, se tira a la basura toda coherencia argumental y la película termina convirtiéndose en carne de perro. Mala hasta molestar.
  • A puerta fría (2012)Xavi Puebla. Retrato cruel, ácido y lúcido de las entrañas del mundo empresarial de bajo coste del que se nutre el mercado laboral español. Qué pena de estúpido final.
  • Todo el dinero del mundo (2018)Ridley Scott. Nada peor que resultar irrelevante. Que independientemente de su calidad formal lo que cuentes resulte tan intrascendente que tu película se vuelva invisible para siempre justo tras estrenarse.
  • Infini (2015)Shane Abbess. Ciencia ficción de serie B con buenas ideas que no termina de cuajar en película interesante a pesar de su prometedor inicio. No basta con  recurrir a los ecos desgastados de Alien para que tu historia termine resultado efectiva. Para aficionados al tema.
  • La muerte de Stalin (2017)Armando Ianucci. El director de In The loop, aquella ácida mirada a la trastienda de la política anglosajona, repite planteamiento argumental trasladando ahora la historia a una Unión Soviética en la que la muerte de Stalin desata una lucha sin cuartel entre sus más cercanos por conseguir el poder. Humor negro, en ocasiones descacharrante y siempre inteligente para una excelente película que engancha hasta el final.
  • Absolutamente todo (2015)Terry Jones. Comedia gamberra pero blanca (muy blanca) que se alimenta del espíritu de los Monthy Python sin dejar de querer ofrecer una película comercial para todos los públicos. Divertida a ratos pero finalmente fallida.
  • Their finest (2016)Lone Scherfig. Me gustó mucho. Es una película pequeña, sin ínfulas, bonita, en la que se disfrutan los detalles que sin estridencia alguna te hacen paladear esos momentos de buen cine que, desafortunadamente, cada vez escasean más en el cine industrial. La trama se desarrolla en las entrañas de una producción cinematográfica inglesa que, en plena 2ª Guerra Mundial, pretende convertir en heroica una acción intrascendente protagonizada por dos hermanas en Dunkerque. El objetivo es que la película sirva como propaganda bélica antinazi y para animar a una población deprimida. Los protagonistas, guionistas de esa película, están maravillosamente interpretados. Y la recreación de las peripecias de la producción y el rodaje es deliciosa. 
  • Worm (2016)Keir Burrows. Ciencia ficción de bajo presupuesto que indaga sobre los viajes en el tiempo y la aparición de réplicas incompletas (emocional e intelectualmente) de uno mismo como consecuencia indeseada del mismo. Mantiene la tensión y la intriga durante gran parte del metraje para desembocar en una resolución más bien tosca. Curiosa.
  • Coco (2017)Lee Unkrich. No me llegó en ningún momento esta película de Pixar. Esta historia de muertos, traiciones, recuerdos y familia solo deja algunos detalles de humor de calidad y una imaginería visual que por momentos abruma. Pero la historia no me emociona y termina cayendo en un sentimentalismo desagradable.
  • El olivo (2016)Icíar Bollaín. Había dejado aparcada esta película de una Bollaín a la que había abandonado tras aquella enorme decepción que me supuso También la lluvia (2010). También me echaba para atrás la premisa sentimentaloide de la historia: nieta en busca de un olivo como última conexión a la vida y al pasado de su abuelo enfermo de Alzheimer. Finalmente, sin ser perfecta, la película vuela alto gracias, fundamentalmente, a la presencia de una Anna Castillo espectacular, luminosa, que ofrece una interpretación en la que se deja la piel, mostrando una amplia gama de emociones, matices y complejidades humanas que enriquecen una película con momentos muy logrados. Pena de resolución abrupta y chapucera.
  • Tully (2018)Jason Reitman. Aquí estaban de nuevo. Seguramente la pareja creativa cinematográfica que más detesto: Jason Reitman (en la dirección) y Diablo Cody (firmando el guion).Y yo no podía dejar de ver cómo se las apañaban esta vez para volver a edulcorar y a enmascarar su habitual discurso subterráneo conservador y reaccionario. No decepcionan. Ofrecen de nuevo un mensaje tradicionalista, sexista y machista envuelto en el habitual papel celofán de modernidad y reflexión sociológica. Tras la aparente crítica social emerge la defensa cerrada de una maternidad que, aunque resulte para la mujer angustiante y asfixiante, debe finalmente ser entendida por ella como algo maravilloso. La mujer debe reconducir sus ganas de libertad y de realizarse personalmente porque, en el fondo, nada puede ser mejor para ella que sacrificar su vida, sus sueños y sus ilusiones y dedicarse al  "cuidado" de su familia. Vomitiva. Como todas las suyas.
  • Red Army (2014)Gabe Polsky. Excelente documental que narra con gran ritmo y cierto humor negro las andanzas de los jugadores de la mejor generación rusa de hockey sobre hielo, allá por los años 70 y 80, centrándose fundamentalmente en la figura del más famosos de ellos: Fetisov. Tan manipulador e ideologizado como todo buen documental pero mucho más interesante que la gran mayoría de ellos.
  • Sin rodeos (2018)Santiago Segura. Esta comedia es un remake de una película chilena realizada apenas dos años antes. Una mujer de mediana edad a la que todos en su entorno manipulan y pisotean despierta un día dispuesta a ofrecer batalla sin cuartel en la guerra cotidiana del día a día. Con algunos momentos divertidos y algunos gags muy conseguidos, la película se desinfla por su propia concepción de producto prefabricado y aséptico. No se puede uno mover por las pantanosa aguas de la crítica social y, al mismo tiempo, no querer ofender del todo a nadie. Superficial.
  • UFO (2018)Ryan Eslinger. Me gustó su fría y elegante puesta en escena para una clásica historia de ciencia ficción en la que el posible contacto extraterrestre depende de la resolución de un desafío intelectual. En este caso el desafío es matemático, y será también el clásico estudiante inadaptado pero brillante el único capaz de desentrañarlo. Simpática.
  • El cochechito (1959)Marco Ferreri. Una auténtica obra maestra. Un clásico incontestable del cine español que supura mala hostia y legítimo rencor de clase por cada poro de cada no de sus fotogramas. Qué maravilla de película, cuánta miseria social escondida tras aquella placidez franquista y menudo final, a la altura de los más grandes finales de la historia del cine. A la altura del mejor Billy Wilder.
  • Reality Bites (1994)Ben Stiller. Lo mejor de la película son los primeros minutos, cuando a través de un discurso universitario tan fallido como absurdamente aplaudido y de una reunión de amigos se muestra el desconcierto, la ingenuidad, las contradicciones y el carácter débil e infantiloide de una generación, la Generación X, que estaba llamada a cambiar definitivamente el mundo y que finalmente fue arrasada por un mundo laboral al que jamás supo adaptarse. A partir de ese prólogo la película se desliza por una cuesta abajo continua hasta un final pueril y bochornoso. Que para tantos esta sea la película emblema de mi generación dice mucho de nosotros.
  • Happy End (2018)Michael Haneke. Película compendio del universo de uno de los mejores directores europeos de los últimos 30 años. Las contradicciones, miedos, frustraciones y miserias subterráneas de la clase media-alta europea acomodada vuelven a la pantalla con una historia dolorosa y existencialmente angustiosa. El bisturí analítico de Haneke disecciona a una familia cuyos miembros son unos desconocidos los unos para los otros, incapaces no ya de conectar sino siquiera de escucharse. La banalidad del mal intrafamiliar. Excelente.
  • Z, la ciudad perdida (2016)James Gray. Inicialmente tiene el aroma de aquel viejo cine de aventuras exóticas pero termina tomando otro camino y se desvía hacia un cine adulto, amargo y reflexivo. Historia oscura y perturbadora sobre el ser humano y su absurda capacidad para la obsesión. Estupenda.
  • Noche de lobos (2018)Jeremy Saulnier. Pasa el tiempo desde que la vi y cada vez tengo mejor recuerdo de ella. Lastran la película ciertas incoherencias absurdas en el guion pero pesa mucho más en la valoración positiva ese ambiente emocionalmente gélido que logra transmitir, acorde con el escenario natural en el que se desarrolla la historia y el extrañamiento que provoca la vida en un lugar tan apartado del mundo en el que el pensamiento mágico parece el único refugio seguro para un ser humano desvalido. Además, tiene un par de secuencias (sobre todo la del tiroteo) de cine bueno, muy bueno. Recomendable.
  • Cold War (2018)Pawek Pawlikowski (cine). Un prodigio cinematográfico. Su sensibilidad y belleza a nivel visual solo son comparables con su capacidad para construir una historia de amor desesperado a través de retazos y elipsis radicales. Una auténtica gozada, cine con mayúsculas, con una secuencia final soberbia, que no solo sirve para sintetizar de manera inteligente el espíritu de la historia a la que hemos asistido sino también para ilustrar de manera portentosa el carácter de los dos protagonistas. Pelos como escarpias.
  • El mundo es suyo (2018)Alfonso Sánchez. Los compadres se pasan al largo y el clasismo, el postureo y el pijerío sevillanos son retratados desde el humor y cierto (¿excesivo?) cariño en una película de trama irregular, en la que a momentos desternillantes le suceden secuencias de relleno o fallidas. A mí esta gente me tiene ganado desde hace años pero reconozco que eché mucho de menos a el Cabeza y a el Culebra.
  • ¿Estamos solos? (2018)Reed Morano. Enésima variante de drama posapocalíptico que reúne con acierto a dos personajes completamente diferentes que terminan conectando a partir de una soledad que no es solo impuesta por el fin de la civilización sino también, en cierta manera, deseada. El sorprendente giro a mitad de la historia termina llevando la película a nuevos lugares en los que no termina de sentirse cómoda y que le hacen perder fuelle. Una pena.
  • Los increíbles 2 (2018)Brad Bird. Continuación tardía del éxito de Pixar de 2004. Los personajes siguen desarrollándose emocionalmente, la familia se muestra como un espacio de lucha en la que cada uno tiene que encontrar su sitio pero que, finalmente, se convierte en el refugio en el que encontrar aliados para enfrentarse al mundo. Buenas intenciones, personajes carismáticos y cierta sensación de cansancio, de final de etapa, de fórmula gastada en el Universo Pixar.
  • Quién te cantará (2018)Carlos Vermut (cine). Peliculón. Tal vez peque de cierto exceso de academicismo cinematográfico pero aun así, apoyado en unas interpretaciones femeninas de altísimo nivel, Vermut vuelve a ofrecernos un cine complejo y contradictorio en el que las pasiones humanas se muestran sin filtro ni contención.
  • Paciente cero (2018)Stefan Ruzowitzky. Basura infinita, cósmica, intergaláctica. Molesta hasta hacer daño. Sin duda, lo peor que vi este año. Menudo engendro. Ni cine posapocalíptico, ni zombis ni hostias. Esta cosa infecta es tan jodidamente horrorosa que ni sirve para reírse de ella y al menos pasar el rato. Y ese final... joder, pura cochambre.
  • Al otro lado del viento (1970-1976-2018)Orson Welles. Fascinante. Todos somos conscientes de que lo hemos visto finalmente no tiene por qué ser exactamente lo que Welles hubiera querido finalmente mostrarnos si hubiese podido estrenar la película antes de morir. Pero lo que vemos es suficiente para quedar absolutamente deslumbrado. Welles, al final de su vida, quiso jugar a ser el más moderno de todos los modernos. Y el resultado es apabullante. El cine dentro del cine es un subgénero en sí mismo pero todo en esta película es diferente. No dejo de pensar en ella.
  • Me amarán cuando esté muerto (2018)Morgan Neville. Documental sobre la filmación de la que finalmente sería la última película de Orson Welles. Indaga en las contradicciones de uno de los personajes más carismáticos, brillantes e inteligentes de la historia del cine. Una auténtica joya para los arqueólogos del cine.
  • Thoroughbreds (2017)Cory Finley. Turbadora película con ribetes de comedia negra sobre la amistad de dos extrañas chicas adolescentes, una con pulsiones homicidas ocultas y otra sin capacidad para sentir emociones. Entretiene y te mantiene atento hasta un final que se agradece que no sea el clásico moralista de Hollywood.
  • Mission Impossible: Fallout (2018)Christopher McQuarrie. Creo que me lo pasé medianamente bien, que me entretuve y todo. Pero pocos meses después ni me acuerdo de qué iba esta enésima secuela de aquello que tampoco es que fuera nunca realmente muy interesante. Y que conste que me cae muy bien el Tom Cruise actor.
  • El rey proscrito (2018)David Mackenzie. Es curioso, pero en contra de lo que me sucede con otras películas, que a medida que pasa el tiempo se pierden en mi memoria por irrelevantes tras el impacto inicial, esta, que desdeñé tras verla en su momento, cada vez la recuerdo con mayor gusto, con mayor interés. La secuencia inicial es fantástica. Podría considerarse la "secuela" cronológica de Braveheart (Mel Gibson, 1996) pero se aleja completamente de su épica y opta por un realismo frío, alejado de las grandes emociones. Y a pesar de todo lo bueno que pueda decir de ella también he de reconocer mi aburrimiento viéndola. Paradojas.
  • Dark Star (1974)John Carpenter. Qué maravilla. Cuánto me reí, cómo me sorprendió y cuánto me gustó. Surrealista película de "ciencia ficción" del Carpenter más irreverente. Me quedo con ese extraterrestre-globo tocacojones. Y con esa bomba inteligente que va cobrando consciencia hasta enfrentarse a un dilema filosófico irresoluble. Esta película me ganó el corazón para siempre.
  • Generación Kronen (2015)Luis Mancha. Documental que examina las consecuencias de la publicación de la famosa novela de José Ángel Mañas, Historias del Kronen, allá por 1994, y la revolución editorial y generacional que se construyó artificialmente a su alrededor. El paso del tiempo, las decepciones, los castillos de naipes vitales que se desmoronan y las traiciones de la sobredimensionada industria literaria de España son temas que se tratan de manera más superficial de lo que uno hubiera deseado. Pero, en todo caso, el retrato (que se intuye más que se muestra) de un "tiempo literario" perdido resulta apasionante.
  • Blog (2010)Elena Trapé. Un extraño pacto entre varias adolescentes de un centro educativo es la premisa de la que parte esta historia que fracasa completamente en el análisis de los motivos que pueden haber tras esta decisión adolescente mientras que, curiosamente, acierta en el retrato humano de los momentos de intimidad y de amistad entre unas niñas que empiezan a descubrir el mundo apoyándose las unas en las otras.
  • La balada de Buster Scruggs (2018)  Hermanos Coen. Nunca entré de verdad en ninguno de los relatos que conforman esta película. Y lo intenté, en serio. Porque el western forma parte de mi vida. Porque de pocas cosas he disfrutado más cinematográficamente que de las historias enmarcadas en esa frontera americana. Porque en muchas ocasiones he conectado con el universo de los Coen (no siempre) y en esas ocasiones he disfrutado mucho de su cine. Podría engañar(me), ejercer de cultureta o valorar cuestiones artísticas de manera aséptica. Pero no, la realidad es que la propuesta al completo, de principio a fin, salvo destellos, fue una decepción absoluta. Y la película me resultó un coñazo infinito.
  • Venom (2018)Ruben Fleischer. Entretiene a ratos, sobre todo al principio, que es cuando suelen funcionar este tipo de películas, pero termina naufragando en un tramo final en el que los remontajes y los bruscos giros de tono y de ritmo la lastran y terminan condenándola.
  • Viudas (2018)Steve McQueen (cine). Peliculón. La gran olvidada en la carrera de los premios de este año. Es incomprensible. Más allá de unas interpretaciones femeninas portentosas bajo la dirección atinada de un McQueen que rueda como los ángeles, hay un interesantísimo subtexto en toda la historia que nos habla de un mundo masculino en decadencia, que está desapareciendo, que muere sin remedio y en el que incluso aquella vieja épica de las lealtades masculinas que aparece en los momentos vitales está ya corrompida. Frente un universo masculinizado, individualista y fracasado emerge la posibilidad de un nuevo comienzo en el que las mujeres aprenden a mirarse y a reconocerse en sus diferencias. Mujeres que se encuentran y empiezan a construir puentes entre ellas bajos nuevas premisas y nuevas lealtades. Y a todo esto hay que sumarle la secuencia, rodada desde fuera de un coche en movimiento, en la que solo se escucha la voz histérica del personaje que interpreta Colin Farrel. Un discurso que  suena como patético epitafio final de una forma de dirigir el mundo. Película fantástica.
  • The Predator (2018)Shane Black. Tiene tantas ganas de recordarnos continuamente con sus diálogos que pretende recuperar las viejas esencias del cine de acción macarra y despreocupado (e hipermasculinizado) de los 80, que al final se olvida de construir una trama lo suficientemente digna que consiga evitar que la película desbarre en una última media hora abochornante.
  • Alpha (2018)Albert Hughes. Fantasía prehistórica para niños que cuenta la que sería la  primera domesticación de un lobo para convertirse en animal de compañía del ser humano. Aburrida, convencional, sentimentaloide.
  • Blackkklansman (2018)  Spike Lee. Gran película. Una historia repleta de ironía y mala leche que narra la infiltración real de dos policías (uno negro y el otro judío) en el Ku Klux Klan de los años 70. Con un montaje espectacular y una dirección impecable, la película finaliza con último giro que conecta los eventos acaecidos en un pasado que ya parece lejano con inquietantes imágenes reales del convulso presente de EEUU.
  • Roma (2018)Alfonso Cuarón. De lo mejor que vi este año. Película enorme y honesta. Nadie puede presentar objeción alguna a un acabado formal de una calidad incontestable. Las críticas han surgido en relación al supuesto clasismo que destila la historia. No entiendo esas críticas porque precisamente ese clasismo es algo que Cuarón, de manera tremendamente honesta, no pretende enmascarar en ningún momento: Cleo es la criada de la familia. No es un miembro de ella. Y es en las contradicciones y exigencias emocionales (y de sumisión) que esa relación laboral demanda donde surgen las reflexiones más perturbadoras e inquietantes que se pueden extraer de la historia. En ese sentido el final es elocuente y lacerante: toda la familia ya está en la casa tras el episodio de la playa y los niños se sientan para contarle a la abuela el heroísmo de Cleo para salvarlos del mar. Solo interrumpen la historia para pedirle a esa misma mujer, sin mirarla, que les traiga bebidas y pasteles. Magistral. Obra maestra.
  • Rompe Ralph (2002)Rich Moore. Hablaban tan bien de la segunda parte que, antes de verla, creía necesario acercarme a esta primera parte que en su momento ni valoré ver. Error. Bala malgastada. Ahora ya tampoco me interesa, de momento, la segunda. Nada realmente que objetar a la película salvo lo fundamental: ¿para qué?
  • Starcrash (1978)Luigi Cozzi. No veo muchas películas como esta a lo largo del año, pero cómo las disfruto cuando aparecen... Ciencia ficción de serie Z nacida al rebufo del éxito de Star Wars. Con un sorprendente buen acabado en los efectos especiales, la historia es una pastiche delirante en el que se copia sin vergüenza y en el que resuenan desde los clásicos griegos hasta Flash Gordon y, por supuesto, Star Wars. Es una cosa tan disparatada, tan delirante, tan sexista y tan absurda que te engancha sin remedio. Y ya cuando la trama avanza, cuando desaparece toda coherencia argumental, con robots que resucitan, mujeres presas que realizan trabajos forzados vestidas con diminutos y sensuales bikinis, supositorios galácticos con soldados en su interior para asaltar fortalezas espaciales y, como remate final, la aparición estelar de un jovencísimo David Hasselhoff como príncipe salvador, solo puedes hacer una cosa: levantarte del sillón, aplaudir con fuerza y meterte otro whisky para celebrar tamaño disparate.
  • Spider-Man un nuevo universo (2018)  Peter Ramsey, Robert Sichetti y Rodney Rothman (cine). Visualmente apabullante y muy entretenida, la película es un divertimento de categoría que abre nuevas posibilidades al universo marvelita en el mundo de la animación cinematográfica.
  • Les garçons sauvages (2018)Bertrand Mandico. Extraña, perturbadora y oscura historia en la que resuenan los ecos de El señor de la moscas y que bebe directamente de las fuentes del surrealismo. Con una fotografía impecable, narra la redención a través de un viaje a los infiernos de sí mismos de un grupo de niños tras haber cometido un horrendo crimen. Una joyita no apta para todos los públicos.
  • Lo que esconde Silver Lake (2018)David Robert Mitchell. Cine lisérgico que bebe de Hitchcock y de Lynch para narrar una historia que parece mostrar el desconcierto vital de una juventud actual a la que le resulta mas sencillo enfrentarse a una demencial conspiración existencialista que a la realidad de un sistema económico que la arrincona.
  • The Sisters Brothers (2018)Jacques Audiard. Western atípico pero sugestivo que sigue las andanzas de dos hermanos delincuentes. Con unas actuaciones fantásticas, tanto de los actores principales como de los secundarios, la película discurre por diferentes meandros narrativos sin que se pierda el interés por unos personajes a los que se les termina cogiendo cariño. Curiosa. 

24 enero 2019

Un año de cine (2018). Primera parte

Estas son las películas que vi por primera vez durante el año que finalizó hace poco. Aclaro, mediante la palabra "cine", las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente según las fui viendo. Separo la lista en dos partes, como siempre, para hacer más digerible su lectura.
  • El guardián invisible (2017)Fernando González Molina. Thriller con una atmósfera bien construida al servicio de  una historia policial en el ámbito rural que no termina de funcionar debido a una trama mal urdida y con demasiados clichés. A eso hay que añadir cierta falta de personalidad en la puesta en escena. Entretenida.
  • The Room (2003)Tommy Wiseau. Es una película inclasificable. Se ha escrito mucho sobre ella. Y hay que verla al menos una vez en la vida. Interpretada y dirigida por un Wiseau que creía estar haciendo un melodrama a la antigua usanza, su visionado resulta una experiencia inolvidable. Delirante. Fascinante. Un puro dislate. Un bodrio con ínfulas de trascendencia hecho por alguien que creía estar haciendo arte. Y a su manera lo hizo. Es tan mala que es imposible resistirse a ella.
  • Score: a film music documentary (2017)Matt Schrader. Excelente documental centrado en la labor de los compositores de música de cine. Abarca demasiadas cosas y sus dos horas terminan resultando escasas. A pesar de la calidad de la propuesta terminé de verlo con la sensación agridulce de que en cada una de las ideas presentadas se podía haber profundizado mucho más. Para aficionados a las BSO´s.
  • La batalla de Midway (1942)John Ford. Las míticas secuencias grabadas in situ por el maestro Ford durante la Batalla de Midway, sirven para comprender la magnitud y la capacidad de un gigante capaz de intuir, incluso en mitad de la guerra, qué grabar y cómo construir un mensaje tan poético como épico, que no esconde en ningún momento su intención propagandística.
  • La cura del bienestar (2017)Gore Verbinski. Es de agradecer que se sigan haciendo películas como esta, donde el terror no termina desembocando ni en gore ni en una sucesión de sustos. Película con una excelente dirección, con una atmósfera densa que afecta al espectador, a la que le sobra metraje y que culmina en una resolución que no está a la altura de la propuesta. A pesar del irritante y decepcionante tramo final es más que digna.
  • The Disaster Artist (2017)James Franco (cine). Es una película maravillosa que demuestra una admiración y un cariño incondicionales hacia ese otro cine alejado de la industria, un cine que se realiza desde la ignorancia, tan solo con la pasión pero sin ningún talento. Franco se apropia del espíritu de Wiseau y con esta reconstrucción, tan respetuosa como irreverente del rodaje de The Room, le rinde un homenaje a la altura del que le hiciera Tim Burton a Ed Wood. Un homenaje sincero a ese cine tan cutre como libre. Para disfrutar.
  • El sacrificio de un ciervo sagrado (2017)Yorgos Lanthimos. Lo vuelve a hacer. Lanthimos vuelve a darnos una película excelente, fría, dura, inteligente y con personajes fascinantes. Descripción de una venganza con raíces mitológicas contra la familia de un médico que, debido a una negligencia, terminó matando a un paciente. Fantástica.
  • Wonderstruck (2017)Todd Haynes. Es una película que parece poca cosa cuando la ves y que, además, camina peligrosamente por la frontera de la sensiblería (cayendo en ella alguna vez). Pero al final su recuerdo es agradable. Una historia delicada, humana y rodada de forma exquisita por Haynes. Merece la pena. A reivindicar.
  • Edicto siglo XXI: prohibido tener hijos (1972)Michael Campus. Me encanta seguir redescubriendo aquellas viejas películas de serie B de la ciencia ficción de los 70. Me gusta el aroma de ese cine, cómo sus responsables se sobreponían a sus bajos presupuestos con imaginación. Pero, sobre todo, disfruto con su ambición desmesurada por trascender el propio relato e intentar construir discursos éticos, políticos y sociales sobre el ser humano. Una pena que todo lo anterior en esta  película no exista y la película sea un auténtico despropósito de principio a fin. Infame, conservadora, ridícula y machista. Qué cosa más mala, joder.
  • Personal Shopper (2016)Oliver Assayas. No logré conectar en ningún momento con la búsqueda mística del personaje que encarna Kristen Stewart de su hermano fallecido. No me interesa su sufrimiento ni su apatía social. Y tampoco soy capaz de penetrar en el retrato sociológico que plantea la trama de una juventud desnortada y sin coordenadas vitales definidas. Me dejó frío. Una pena.
  • Tres anuncios a las afueras (2018)Martin McDonagh (cine). Una película formidable, con músculo narrativo y una virulencia ideológica perfectamente ajustada al contexto social en el que se desarrolla la historia. Curiosamente, con el paso de los meses, he leído críticas muy negativas sobre ella. No las entiendo. Igual se pretendía un relato más neutro o políticamente correcto que idealizara y no asumiera la realidad de esa América profunda que muestra, que no parece muy inclinada hacia el matiz ideológico. Es lo que tenemos los urbanitas, nos amilana (afortunadamente) el caos y la fuerza bruta. Excelente.
  • The Post (2018)Steven Spielberg (cine). Película menor de un gran director que lleva demasiado tiempo haciendo películas de usar y tirar. Buenas interpretaciones en una historia que no por conocida resulta menos interesante. Gustará mucho a esos nostálgicos retrotópicos que idealizan un periodismo que ya no existe, un periodismo en el que empresarios "independientes" (¡ja!) publicaban sin miedo contra el poder. Y es en esa mentira populista es donde encalla la película. La moralina salpica cada fotograma, la mitología demócrata norteamericana se despliega al completo ante los ojos de un espectador que ya no es el mismo que se emocionaba con el cine de Capra. Irrelevante.
  • Thor Ragnarok (2017)Taika Waititi. De las películas del ciclo de Marvel reconozco que esta es de las que más me ha gustado. ¿El motivo? La visión  socarrona, humanista y pelín extravagante que aporta Waititi a esta tercera entrega de Thor le aporta aire fresco al universo marvelita. Todo lo que toca este hombre tiene magia y calidad.
  • Geostorm (2017)Dean Devlin. Cine de catástrofes escrita siguiendo a rajatabla el manual de instrucciones habitual. En algunos momentos parece la típica película que terminaba en las estanterías llenas de polvo de aquellos videoclubs de los 90. La acumulación de clichés y tópicos es apabullante: familia desestructurada, masculinidad fuerte pero sensible, lágrimas femeninas, música intensa y heroísmo inevitable de tipo con cara esculpida en cartón piedra. El típico pastiche que a veces irrita y a veces hace sonreír. Para fans del género.
  • Windriver (2017)Taylor Sheridan. Una de las mejores películas que vi en todo el año. El guionista de la también estupenda Comanchería se pasa a la dirección con un guion firmado por él mismo. La película lo tiene todo: dirección impecable, una trama bien hilada que va desentrañando el misterio a cuentagotas, unas interpretaciones poderosas, una atmósfera opresiva y una dura historia enmarcada en los arrabales emocionales de un país, EEUU, que nació con el enorme pecado de masacrar a los indios para después recluir a los pocos que quedaban, y a sus descendientes, en reservas. Estas reservas, con el tiempo, terminaron convertidas en cárceles sin barrotes para unos jóvenes que ven pasar sus vidas en ellas sin expectativas vitales. Espléndida. Peliculón.
  • Justice League (2017)Zack Snyder. Qué desastre. Pero qué desastre. Una película a la que hizo mucho daño el intento de los productores de marvelizarla. Snyder es un director ampuloso y que peca de esteticista, pero al menos tenía una idea clara de cómo desarrollar el universo DC en el cine. Una vez apartado Snyder se le dio la dirección a un Joss Whedon que pasaba por ahí, y el híbrido final que se estrenó resultó una calamidad: no hay desarrollo de personajes, no existe química alguna entre ellos, Wonder Woman involuciona de manera lamentable y el montaje de la historia es horroroso. No es casual que ya nadie parezca recordarla. Muy mala.
  • The Florida Project (2017)Sean Baker. Una autentica joya. En el submundo de los suburbios del capitalismo, la luz de la infancia refulge durante un breve periodo de tiempo antes de que la realidad termine de pudrir una inocencia que ya no se volverá a encontrar. Ni siquiera servirá correr para escapar del mundo real y esconderse en DisneyWorld, ese mundo artificial donde la emoción pueril se convierte en objeto de consumo. Magnética, sensible, dura, conmovedora. Maravillosa. Encoge el corazón.
  • Detroit (2017)Kathryn Bigelow. Pelín decepcionante. Esperaba mucho más de esta recreación de los disturbios que se produjeron en la ciudad que da nombre a la película en 1967. Le falta fuerza, le falta reflexión sociológica y le sobran muchos clichés y muchas secuencias construidas tan solo para deslumbrar.
  • Lady Bird (2017)Greta Gerwig. Cine hipster sin complejos. La síntesis de la trama nos suena a algo ya muy visto: retrato de las contradicciones de una adolescente de pequeña población que trata de encontrarse a sí misma antes de saltar al mundo adulto de la universidad. A pesar de lo sobado de la historia, lo cierto es que la película vuela alto, la relación de la chica con su madre es oro puro y la trama está salpicada de pequeños detalles que humanizan y aportan matices a la construcción de una adolescente tan inteligente como todavía muy perdida. Deja un muy buen sabor de boca final.
  • The Party (2017)Sally Potter. A pesar de su escasa duración resulta ser una película fascinante que indaga en los estragos que causa el paso del tiempo en las relaciones personales. Las expectativas fracasadas, los cambios de rumbos vitales que dejan atrás a personas que fueron importantes, las contradicciones y las miserias del ser humano son abordadas en una historia que desborda ironía, humor negro y mala hostia. Estupenda.
  • The Cloverfiel Paradox (2018)Julis Onah. La tercera parte de esta extraña trilogía (hasta ahora) que comenzara con Monstruoso en 2008 resulta ser la peor de todas. La historia, que solo conecta de manera lejana con las otras dos películas, se centra en los universos paralelos y los viajes a través del tiempo y del espacio pero, a pesar de lo sugerente de su propuesta, nunca termina de funcionar, lastrada por una trama confusa y aburrida y unos actores que tampoco parecen enterarse en ningún momento de qué va la cosa. Decepcionante.
  • Toc Toc (2017)Vicente Villanueva. Adaptación rutinaria de la obra de teatro con el mismo nombre que se acerca, en clave de humor, a las manías con las que tienen que convivir una serie de personajes que sufren diferentes Trastornos Obsesivo Compulsivos, y que terminan una tarde encerrados juntos en la sala de espera de un psicólogo. Algunas risas, algún bostezo, buenos actores y poco más. Para pasar el rato.
  • The Big Sick (2017)Michael Showalter. Biopic que se disfraza de extraña comedia romántica en el que el racismo, la incomprensión hacia las costumbres del diferente y la impostura hipster se retratan, sorprendentemente, con mucha honestidad, sin caer en el trazo grueso, pero sin dejar que el discurso se imponga a la humanidad de unos personajes que aprenden de sus errores y reconocen sus debilidades y fracasos. No está mal. Me gustó.
  • Mute (2018)Duncan Jones. Calamitosa. Lo tenía todo para convertirse en una gran película de ciencia ficción. Qué mal tiene que salir todo para que finalmente se estrene y aparezca este bodrio. La suma de errores es larga: trama deshilachada, actores que parecen trabajar en diferentes películas con diferentes tonos, puesta en escena confusa, montaje caótico y sin sentido... Qué pena todo. Y qué mala es.
  • The Witch (2015)Robert Eggers. La magnética Anya Taylor-Joy es la protagonista absoluta de esta excelente película de terror que juega con la ambigüedad para construir una hipnótica historia de horror, dolor y represión. Tiene un clímax final de alto voltaje. Me gustó mucho.
  • The Square (2017)Ruben Östlund. Hay una cierta corriente en la crítica y en el público que denuesta cierto cine intelectual que se realiza desde la frialdad y el distanciamiento. Östlund, como buen heredero de Haneke, construye un artefacto cinematográfico de difícil digestión que funciona como un reloj: la crítica a la vacuidad del postureo que rodea al arte contemporáneo sirve como espejo deformado de una exposición descarnada de las pulsiones y emociones más prosaicas de una élite cultural decadente, que ya es incapaz de sobrevivir más allá de su burbuja de clase. Personas que cortocircuitan cuando la vida les hace interaccionar con la periferia de esa burbuja. Excelente. Con alguna secuencia para el recuerdo.
  • La forma del agua (2018)Guillermo del Toro. Definitivamente acepto que del Toro no es santo de mi devoción. Y mira que me cae bien el tipo como hombre de cine. Película irritante, meliflua, a ratos idiota y a ratos aún más idiota. Una historia de amor sublimada y ridícula que solo provoca indiferencia, fatiga y aburrimiento. Menudo coñazo.
  • Atomic Blond (2017)David Leitch. Me cuesta recordar, pocos meses después de verla, nada reseñable de ella. Si construyes un legítimo pastiche de acción pero tan solo te ciñes a rodar secuencia de acción tras secuencia de acción (tan espectaculares como inverosímiles), el objetivo debe ser diferenciarte del alguna manera (tipo John Wick y su "mitología") del puñado de títulos que año tras año ofrecen lo mismo. No lo consigue y termina aburriendo.
  • Hans Zimmer: live in prague (2017)Tim Van Someren. Documental que muestra el concierto que Hans Zimmer y su banda ofrecieron en Praga interpretando muchos de los temas míticos de su larga carrera como compositor de música de cine. Como absoluto amante de la música de Zimmer que soy, disfruté extraordinariamente cada minuto de esta explosiva y espectacular combinación de música y show.
  • Jumanji, bienvenidos a la jungla (2017)Jake Kasdan. Pues sí. Pienso lo mismo que tú. . ¿Por qué coño termino viendo cosas como esta? Y yo qué sé. En todo caso, lo cierto es que no resulta molesta, está bien hecha, tiene su puntito... Que sí, que ya, que vale, que para qué, ¿no? Pues eso.
  • El violín y la apisonadora (1961)Andrei Tarkovski. La plasticidad de la fotografía de un genio como Tarkovski ilumina una de sus primera películas, rodada antes de convertirse en un artista reconocido. Mediometraje construido para ensalzar a la URSS y al nuevo hombre que el comunismo venía a traer que consigue trascender a la propaganda y mostrar una humanidad dolorosa y triste.
  • La reconquista (2017)Jonás Trueba. Trueba sigue indagando en la confusión de una generación que, alcanzada la treintena, regresa una y otra vez al paisaje sentimental de una infancia y una adolescencia en las que las certezas eran pocas pero las lealtades parecían inquebrantables. Seduce, inquieta, entristece, hace sonreír, rezuma verdad, dolor y amor por la vida. No hay mejor antídoto contra el cinismo que el cine  de Jonás Trueba. Y a mí, su cine, siempre me conmueve.
  • Aniquilación (2018)Alex Garland. La disfruté enormemente. A pesar de los errores de continuidad y de cierto caos narrativo, la película es una gozada para los sentidos, y su reflexión sobre qué nos hace humanos resulta apasionante. La secuencia del personaje interpretado por Natalie Portman y su dopppelänger extraterrestre en el faro es, sin duda, una de las secuencias cinematográficas del año. A reivindicar.
  • Downsizing (2017)Alexander Payne. Tedio en vena a pesar de partir de una propuesta de lo más ingeniosa. Es lo que sucede cuando se traslada lo más rancio de las convenciones sociales a nuevas sociedades que surgen por algún tipo de revolución científica o política. El cambio de escala de un ser humano convertido en miniatura de sí mismo abría un abanico de posibilidades formidables que terminan cristalizando en maniqueísmo y sentimentalismo pueril. Una pérdida de tiempo.
  • Thelma (2017)Joachim Trier. Inquietante y perturbadora. Otra muestra más de la pujanza del cine nórdico a la hora construir atmósferas opresivas. Lo sobrenatural se utiliza de manera inteligente para profundizar en las angustias existenciales del ser humano, en el dolor que causa la represión religiosa y sexual. Brillante
  • Tomb Raider (2018)Roar Uthaug (cine). Pocas películas muestran  mejor que esta el enorme problema que tiene Hollywood con el cine de evasión, con el cine-espectáculo, con aquello con lo que construyó los cimientos de su dominio mundial. Un director que nadie conoce se hace cargo de un guion que del que nadie se responsabilizará para filmar una película de aventuras que debería ser entretenida y que nadie cuida. El único objetivo es lograr una taquilla inmediata en su primer y segundo fin de semana que justifique un presupuesto absurdo. Antes de que a todos se les olvide su existencia. Incluso a aquellos que la vieron.
  • El muñeco de nieve (2017)Thomas Alfredson. Lo tenía todo para ser una buena película: ese ambiente nórdico que tanto nos atrae y desconcierta, un actor poderoso como Fassbender como cabeza de cartel, un director con personalidad, una trama que conjuga el thriller con el retrato social.... Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué terminó convirtiéndose en este muermazo intragable repleto de errores de principiante a nivel narrativo, actoral y de puesta en escena? Cosas del cine.
  • Muchos hijos, un mono y un castillo (2017)Gustavo Salmerón. Era inevitable que la relacionaran con la Carmina de Paco León, pero ni la madre de Gustavo Salmerón ni la película-documental que éste ha hecho tienen nada que envidiar (ni que ver) a lo que hiciera Paco León con su madre. Salmerón, sin esquivar los claroscuros de su extraña familia, escribe una carta de amor infinito a una madre a la que adora y que, con su humor y cierta mala hostia, se apodera de cada fotograma. Maravillosa.
  • Molly´s Game (2018)Aaron Sorkin. No podía resultarme más ajeno y menos interesante a priori el argumento de esta película. Biopic basado en una mujer que se convirtió durante unos años en la organizadora clave de partidas de poker clandestinas de ricos de mierda cuyas vidas me importan un carajo. Pero Sorkin consigue de nuevo dotar de electricidad a su guion y, a pesar de que de manera cobarde elude cuestiones ideológicas o sociales, le da ritmo y tensión su película. Merece la pena.
  • Ready Player One (2018)Steven Spielberg (cine). ¿Cómo describir la mala hostia que me provocó esta película? ¿Cómo entender la recepción amable que tuvo entre cierta crítica viejuna a la que resulta imposible criticar algo que venga firmado por Spielberg? Ideológicamente es despreciable. Cinematograficamente es lo más pobre que ha hecho Spielberg desde Always. Tiene el dudoso honor de tener una de las secuencias más pueriles que he visto jamás: ese momento en el que Parzival, el protagonista, suelta el discurso motivador para salvar Oasis, ese refugio de gilipollas incapaces de luchar por mejorar sus condiciones reales de vida. Algo así  como el discurso de Aragorn antes de enfrentarse a las tropas de Mordor pero en mierda.
  • Perfectos desconocidos (2017)Álex de la Iglesia. Nada de lo mejor del director aparece en este remake inmediato de un éxito del cine italiano. Estrangulada por una puesta en escena teatral, cuesta encontrar algo salvable en unas interpretaciones exageradas que, en algún caso, caen en el histrionismo. La trama me resultó ridícula y los conflictos demasiados forzados. Rescato, eso sí, una secuencia que me resultó emocionante: esa llamada de teléfono que realiza la hija a su padre. Momentazo de Eduard Fernández.
  • El corredor del laberinto: la cura mortal (2018)Wes Ball. El estreno de este capítulo final de la trilogía se retrasó debido a un grave accidente de su actor principal. Realmente, igual que pasó con Divergente, nadie hubiera echado de menos que no se cerrara la historia. Parece que una etapa de la producción de distopías juveniles para cine está finiquitada. Intentar clonar una y otra vez  la plantilla que triunfara con Crepúsculo y Los juegos del hambre parece haber saturado a un adolescente cada vez más alejado del cine.
  • Isla de perros (2018)Wes Anderson. Nunca entré en ella. Pocos directores en las ultimas dos décadas me han enamorado tanto como Wes Anderson. Pero con películas como esta, en la que no consigo conectar con su propuesta, alcanzo a comprender a sus críticos, a los que no sienten nada con su cine y se sorprenden por la admiración que este director despierta en muchos de nosotros. Decepcionante.
  • Wildling (2018)Fritz Böhm. Una muestra más de ese cine de serie B de intriga que bordea el terror. Es una película honesta, que cumple con su propósito, construye una atmósfera inquietante y durante un rato te mantiene enganchado hasta que, poco a poco, termina naufragando con delicadeza.  
  • Pantera negra (2018)Ryan Coogler. Me aburrí tanto... Tanto...Tanto... Qué hastío. La trama circula sobre sí misma varias veces, repitiendo situaciones una y otra vez, y cuando llega esa agotadora batalla final ya no sé dónde meterme. Y la han nominado al Óscar a mejor película. Joder.
  • Avengers IInfinity (2018)Hermanos Russo. Desbordamiento emocional. Está construida desde el minuto uno para epatar y dejar si aliento y sin corazón a sus aficionados más fieles. Tras más de 20 películas tocaba no solo amenazar sino matar a casi todos aquellos a los que se había amado. Filmada respetando la más pura tradición del cómic, la muerte inicial de Loki deja claro que esta vez estos tipos van a sufrir. Como película le pesa su excesiva fragmentación y la necesidad de darle su minuto de gloria a demasiados personajes. Su batalla final es agotadora, incongruente, ridícula y termina siendo un coñazo. Pero yo no era a quién iba dirigida esta película. Y entiendo perfectamente por qué a tantos satisfizo. 
  • John Wick 2 (2017)Chad Stahelski. Más de lo mismo pero redoblando la apuesta. Nadie esperaba otra cosa. Es tan exagerada la propuesta que a ratos sorprende, pero es mucho menos trascendente dentro del género de acción de lo que algunos pretenden.
  • The Yakuza (1974)Sidney Pollack. Poderosa muestra del mejor cine de los 70. Los ecos de la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial resuenan en cada fotograma. A un país que intenta lentamente volver a levantarse regresa un maduro detective americano incapaz de olvidar una vieja historia de amor frustrada. El enfrentamiento entre dos mundos, dos tradiciones,  dos formas de enfrentarse a la vida es el motor de una película fantástica.
  • Cargo (2017)Ben Howling. Película menor que aprovecha el ya clásico contexto posapocalíptico para narrar, de manera convencional, el desesperado viaje de un padre enfermo, al que le faltan pocos días para sucumbir a la locura debido a un virus del que se ha contagiado, con el objetivo de encontrar un refugio seguro para su bebé. Se deja ver.
  • Han Solo (2018)Ron Howard (cine). Es la película que debía ser. En la mejor tradición aventurera. Tan respetuosa con un personaje mítico como capaz de aportar una nueva y refrescante visión sobre él. Han Solo es el personaje cinematográfico de mi vida. He disfrutado y sufrido con él desde la infancia. Mi criterio cinematográfico se va al carajo cuando entra en juego la nostalgia y el goce que siempre me generó Star Wars. Disfruté la película como el niño que fui. 
  • La niebla (2007)Frank Darabont. Llevaba años con  ganas de hincarle el diente a esta adaptación de la novela de Stephen King. Había leído maravillas sobre ella a gente en cuyo criterio confío habitualmente pero resultó ser una absoluta decepción. Producción de medio pelo, momentos que provocan vergüenza ajena, un guion irregular... Y sí, es verdad, era cierto, tiene un final brutal, anómalo y sorprendente. Pero no fue suficiente como para compensar las dos horas  de muermo que llevaba encima.
  • Jurassic World: el reíno caído  (2018)J. A. Bayona (cine). Pasan los meses y cada vez la recuerdo como peor. No hay manera de continuar con esta saga fuera de la isla sin caer en el ridículo (como ya demostrara el propio Spielberg en el final de Parque Jurásico 2). Resulta bochornoso recordar las críticas positivas que tuvo este engendro en España solo por el hecho de tener a un español dirigiendo una superproducción de Hollywood. Película que pocos volverán a ver y que tan solo es capaz de respirar, en ocasiones, gracias a los guiños a la original. Lamentable.
  • The Beguiled (2017)Sofía Coppola. La exquisita fotografía y la ambientación detallista ayudan a configurar una atmósfera opresiva en este inquietante remake de la película de Don Siegel. Retorcida, delicada y perversa. Realmente interesante.
  • The Endless (2017)Justin Benson y Aaron Moorhead. Magnífica película que se alimenta del espíritu de Lovecraft para construir una trama extraña y perturbadora que sirve como excusa para una hermosa reflexión sobre el amor entre hermanos y la dificultad de encontrar un rol propio y diferente al que la costumbre ha modelado dentro de las relaciones familiares. Una pequeña joya a descubrir.
  • Ant-Man and the Wasp (2018)Peyton Reed (cine). He de reconocer que me cae bien el personaje de Ant-Man y el actor que lo encarna. Mr hace gracia. Nada es especialmente molesto en esta película. Otra cosa es que haya algo que merezca la pena.
  • Trenes rigurosamente vigilados (1966)Jirí Menzel. Comedia. O  no. Drama. Pero tampoco. Cine en estado puro, tan inclasificable como inteligente. Una auténtica gozada desde el primer minuto, con ese repaso a la genealogía de nuestro protagonista que le hace tan poco apto para la guerra o el heroísmo. Fantástica.

17 noviembre 2018

El apocalíptico integrado: una historia de la izquierda

En esa amalgama social a la que llamamos izquierda convivimos una enorme diversidad de personalidades con diferentes aspiraciones, necesidades, prioridades y emociones que terminan cristalizando en una masa de votantes extrañamente heterogénea, en la que aparecen desde esas pijas amantes de la homeopatía y los baños de bosque hasta esos viejos que apuran su vida ahogados en un machismo miserable mientras proclaman seguir siendo comunistas. Nada nos une con más fuerza a mucha de esa gente de izquierdas que elude el sufrimiento económico del día a día que la vanidad, cierta superioridad moral que no podemos nunca dejar de translucir, una manera de mirar al mundo con la que satisfacer nuestros egos y (sobre)valorar nuestros sesudos análisis sociopolíticos. Lo cierto es que esta actitud tan solo sirve para distanciarnos de esa realidad que creemos desentrañar tan lúcidamente, elevarnos sobre ella para no mancharnos y, de esta forma, impedir cualquier posibilidad real de acercarnos al dolor diario de ese pueblo, de esas clases populares a las que decimos defender e, incluso, de manera arrogante, representar. Hasta cuando votamos pretendemos distinguirnos, diferenciarnos, advertir a los demás, a los que deberían ser nuestros compañeros y a los que deberían ser nuestros enemigos que nuestro voto tal vez sea como el suyo o tal vez sea contrario a él (la verdad es que para algunos eso es lo de menos), pero que nosotros lo hacemos desde nuestra atalaya moral, desde una posición de superioridad intelectual, con la nariz tapada, con condescendencia, como mal menor, a sabiendas de que los que nos han de representar no estarán jamás a nuestra altura. Al final, lo único que dejamos claro es que, en ocasiones, para muchos de nosotros, nuestra posición (radical) es más estética que ética y que en el fondo no somos peligrosos. Y los que lo tienen que saber lo saben, claro. Y se descojonan.

Entre todo los tipos de miembros de nuestra tribu hay uno que últimamente me subyuga en particular, uno en el que no puedo dejar de pensar. He decidido llamarlo el apocalíptico integrado. En los últimos años me he encontrado personalmente con varios, también los he leído en redes y ensayos. Suele ser gente preparada, con lecturas, que ha reflexionado de manera cabal sobre política y sociedad; son tipos formados, cultos, intelectualmente atractivos, potentes, pero que no pueden evitar mirar por encima del hombro a todo lo que huela a intentos de reformismo, a mejoras parciales, a parches que ellos desdeñosamente califican como buenistas. Son aquellos a los que el Tony Judt de Algo va mal les provoca una urticaria mortal, al tiempo que la apelación a sus últimas ideas provoca la aparición de una sonrisa de desprecio en sus caras. Aprovechan cualquier error de la izquierda política representativa para reforzar sus tesis. Se alimentan emocionalmente de las contradicciones que han de asumir aquellos que, pretendiendo ser de izquierdas, detentan de manera precaria el poder. Han llegado a una conclusión que pretenden hacer pasar por "científica": no hay solución dentro del capitalismo. El capitalismo destruirá siempre cualquier alternativa que pretenda modificarlo o matizarlo sin eliminarlo. Sus  razones son de peso, sus argumentaciones impecables, sus diagnósticos inapelables. Desprecian cualquier intento de reforma aunque mejore parcialmente las condiciones de vida de los mas desfavorecidos; pertenecen a una élite intelectual fantasma a la que nadie presta atención pero que sobrevive políticamente alimentándose de sus propias expectativas. Ante cualquier circunstancia social siempre encontrarán un motivo para reafirmarse en su planteamiento radical original, ese que les permitirá diferenciarse, encontrar razones para el nuevo fracaso reformista, evaluar de manera condescendiente los resultados de ciertas políticas sociales y refugiarse en la ironía cobarde, en el sarcasmo estéril, sin aportar más solución que una fantasmagórica teoría del colapso como elemento regenerador de una sociedad enferma de capitalismo. Incapaces ya de vislumbrar esa implosión capitalista que predijeran Marx o Rosa Luxemburgo, ahora prefieren especular con un próximo colapso climático, con una naturaleza implacable que vendrá remediar nuestra incapacidad revolucionaria, una naturaleza esquilmada que derrotará al capitalismo a través de una crisis ecológica que la arrogante ciencia humana no será capaz ya de contener. 

Conversar con un apocalíptico integrado es siempre un placer. Leerlo siempre es una puerta abierta al conocimiento. Su bagaje cultural y su curiosidad le permiten no solo estar al tanto de lo que se pensó en el pasado sino también de lo que el actual presente convulso plantea. Lo que resulta sorprendente es que, en el fondo, poco de todo eso le importa. Ha decidido levitar en el vacío, no ensuciarse en el fango de la realidad, no tener que enfrentarse a ninguna contradicción. El apocalíptico integrado de izquierdas ha decidido detener el tiempo, salirse del mundo, no cree necesario ya involucrarse en ninguna lucha, solo resta esperar a ese horror que se avecina y que, en su inconsciencia, termina invocando en sus discursos. Se ha convertido en un milenarista absurdo a la espera del gran colapso social. Su horizonte de futuro solo contempla el fin del capitalismo a través del final de un planeta que, según ellos, siempre está al borde del abismo ecológico.
 
La radicalidad de su planteamiento intelectual haría pensar que, descartado un inútil activismo subversivo o terrorista, la vida de estos apocalípticos integrados se convertiría en una ascética espera de un final inevitable o en un desquiciado intento de proteger a los suyos de la convulsión social que acarrearía ese colapso ecológico que consideran inevitable, al estilo del protagonista de Take Shelter, la magnífica película de Jeff Nichols.
 
Pero no. Aquí aparece la paradoja. Sus vidas, extrañamente, no reflejan ninguna de sus convicciones: se casan, tienen hijos (a los que según ellos abocan a un futuro terrible), trabajan cada día como todos, se convierten en funcionarios, aceptan convenciones sociales conservadoras y degradantes, se relacionan con suegros fachas o liberales, participan del consumismo occidental, mantienen amistades con machistas y reaccionarios en nombre de lealtades inextricables... ¿Realmente desean que este mundo, como aseguran, se acabe? Y si no se va a acabar próximamente, ¿es honesto despreciar continuamente cualquier intento de construir socialdemocracias (siempre defectuosas) que mejoren las condiciones de vida de los más jodidos?
 
Reconozco que disfruto con ellos. Disfruto de su conversación, de sus agudos análisis de la realidad, admiro su inteligencia. A veces, incluso, en ciertos momentos de debilidad, envidio su calculada indiferencia hacia una realidad con la que nunca se ensucian, pero no puedo evitar poner siempre cierta distancia emocional con ellos, mantener cierta frialdad hacia ellos, procurarme cierta protección frente a unas ideas que parecen sugestivas pero que, finalmente, tan solo son enormemente cómodas. No puedo evitar que el fantasma del postureo aparezca ante mis ojos, que haya algo que nunca termine de encajar entre el discurso intelectual y la realidad vital. Al final, siempre termino encharcado en una de mis obsesiones, la coherencia, la puñetera coherencia.

21 agosto 2018

La huelga, esa piedra en el zapato del precariado


No recuerdo una sola gran huelga en los últimos 20 o 25 años que a los pocos días los grandes medios de comunicación no hayan empezado a demonizar de manera indecente y que la opinión pública, más o menos manipulada, no se haya vuelto contra ella con mayor o menor virulencia. Dio igual que fueran mineros, estibadores, controladores, profesores, taxistas o basureros. Poco importó que fueran trabajadores de la limpieza, de AENA, los del metro o los de astilleros. Cuando no fueron lo suficientemente trascendentes para ser mediáticamente criticadas, las huelgas tan solo fueron dolorosamente ignoradas.

Siempre parecen existir excusas para criticar cualquier lucha por los derechos de los trabajadores, todos las hemos escuchado alguna vez:

"No defienden sus derechos, defienden sus privilegios".

"Igual tienen razón pero la pierden por las formas, esa violencia es inaceptable".

"Si ellos tienen derecho a la huelga, ¿no tengo yo también derecho a llegar a la hora a mi trabajo?



Una y otra vez la solidaridad con los demás trabajadores es reprimida por un sistema caníbal y cínico que alimenta el enfrentamiento, potencia la singularidad e induce al aislamiento laboral. Últimamente, además, parece que hemos empezado a comprar con gusto malsano ese discurso destructivo. El precariado (sobre)vive en un infierno diario pero no aspira a cambiar el sistema sino a triunfar en él. Ese infierno aspiracional es el motor de un sistema laboral en el que se soporta la explotación y la humillación de empresarios indecentes en silencio, pero luego se reprocha la lucha de otros que solo pretenden no soportar o no alcanzar ese grado de sordidez laboral.

Tal vez una de las causas de que todo esto suceda es que casi nadie se asume como trabajador precario a jornada completa (el señuelo aspiracional), sino como alguien capaz de aceptar sin batalla unas condiciones laborales infames porque vive en una ensoñación perpetua, a la espera de dar el salto a otro nivel, a la espera de un futuro que, en demasiados casos, por pura estadística, nunca llegará.

No nos miramos los unos a los otros como trabajadores. La lucha por los derechos de unos debería ser la lucha por los derechos de todos. Nos miramos con rencor y envidia, con desconfianza, bien adiestrados por unos medios de comunicación siempre dispuestos a fijarse en lo anecdótico del contexto sociolaboral, nunca en lo sustancial, jamás en lo conflictivo.

Es de rigor analizar críticamente el silencio de cada uno de los colectivos que se han ido poniendo en (justa) huelga en relación a las huelgas de los otros colectivos. Vivimos en un tiempo de egotismo tan atroz que incluso las únicas huelgas necesarias parecen ser las nuestras. ¿Y las otras? ¿Nos paramos a pensar en las otras huelgas? ¿Nos solidarizamos con los demás trabajadores en esas huelgas? ¿Nos posicionamos públicamente con ellos sin rodeos?... A veces sí, al menos al principio… Pero que no nos jodan las vacaciones.

Jugamos a ser islas ridículamente independientes en un mar de canibalismo capitalista que se descojona de nosotros. Nos ignoramos, vivimos inmersos en una distopía posmoderna de empatía y emociones positivas, esas que jamás aplicamos al trabajador puteado de enfrente. Cuando la realidad nos mancha desaparecen las caretas. Que el otro se joda. Como nosotros.

Si terminas de leer esto igual piensas que no va contigo, claro. Que menudo coñazo. Estás por encima de estas mierdas, no te va a convencer de nada un puto hilo de Twitter o este post. Que tampoco es para tanto. Igual todavía eres joven. Igual hoy acabas de llegar a casa tras trabajar 10 horas de las que solo 6 aparecen en tu contrato. Estás reventado. Igual has decidido pedir comida por Uber o por Glovo. E igual, al ir a pedirla, has recordado que por fin los riders se han puesto en huelga. Te cabreas: "joder, ¿ni siquiera voy a poder comer por estos gilipollas?"

Pero no, esto no va contigo, claro.

26 mayo 2018

La Educación amenazada

De vez en cuando, los poderes del Mercado dejan filtrar sus verdaderas voces e intereses a través de los poderes políticos a su servicio. Esta noticia de El Mundo advierte sobre la "preocupación" de la Comisión Europea por la Educación en España. Resulta especialmente relevante este párrafo, y aun más interesante analizar la correlación de ideas que refleja:

  1. Muchos jóvenes tienen muy buena formación.
  2. Pero existe un problema: están sobrecualificados para lo que demanda el mercado laboral.
  3. ¿Solución? Hay que adecuar la Educación a las exigencias del mercado laboral.
Es decir, admiten sin titubear que la formación de estos jóvenes es válida, es "buena", pero claro, resulta "excesiva" ante lo que realmente el mercado laboral puede ofrecerles. Imbuida de ese cinismo neoliberal que representa el signo de nuestro tiempo, la Comisión Europea ni siquiera se preocupa por mencionar esa otra solución que todos vemos a esa "sobrecualificacion" que mencionan como problema: se podría intentar mejorar las condiciones del mercado laboral, adecuarlo a esa buena formación que citan, y así dar cabida a esa gente bien formada, pagándole unos salarios dignos y dándoles unas condiciones de trabajo que permitan cierta estabilidad y un proyecto de vida. Ni se lo plantean. Y ni se plantean que los ciudadanos que preferimos vivir en una sociedad que elija esa segunda posibilidad, frente al determinismo social que implica la primera, nos enfrentemos políticamente a sus deseos, a su visión. Se saben ganadores. Nos desprecian.

A pesar de todo sí hay una aspecto relevante, perverso, que prefieren ocultar cuando propugnan la necesidad de adecuar la Educación a ese mercado laboral precario que tenemos: no está resultando nada sencillo lidiar con las expectativas de aquellos que dedicaron años a conseguir una buena formación con la promesa de que ello significaría mejores puestos de trabajo y mejores salarios. En esta fase del capitalismo afectivo en la que vivimos, en la que las empresas han decidido parasitar las emociones de sus empleados como un instrumento más para mejorar la productividad, no se puede permitir tener a trabajadores críticos, molestos, enrabietados o reivindicativos. Que estén descontentos por el engaño social, por el tiempo y el dinero invertidos en una "buena" formación que nadie ahora les valora. Por eso abogan por cambiar la Educación. Porque esos trabajadores con esa disposición emocional (negativa) les sobran.

Siguiendo el hilo de lo que defiende la Comisión Europea uno solo se puede deducir que, en el fondo, el cambio educativo que defienden no sería para mejorar esa formación sino que su pretensión es rebajarla, diluirla, hacerla líquida... ¿Os suena? No hace falta que sepan tanto, no hace falta que tantos realicen estudios superiores, no es necesario pretender un conocimiento profundo de la realidad, lo que se necesita es que los jóvenes sean flexibles y dinámicos, dóciles en lo político y emprendedores en lo económico. ¿No escucháis de fondo los ecos de los discursos hueros de ciertos gurús educativos?

Somos nosotros, como ciudadanos, como padres, como docentes los que deberíamos pararnos a reflexionar sobre la Educación que queremos para todos. Y ese para todos es trascendente. La Escuela se transforma desde la Sociedad, y ahora mismo, sin que nosotros realmente estemos decidiendo nada (aunque muchos sí estén colaborando, consciente o inconscientemente), se está produciendo una transformación, un cambio de paradigma respecto a la Enseñanza. Y los agentes transformadores son las Empresas y el Mercado. Es cierto que ese cambio no parece terminar de llegar a las aulas, que en el día a día no parece afectarnos, pero se va haciendo carne en leyes y disposiciones, en criterios de evaluación que se les imponen a los profesores de muchas Comunidades Autónomas, o en la formación obligatoria que se les ofrece a todos los docentes. Si se está atento al discurso pedagógico dominante, al que cada día sirven de altavoces los grandes medios de comunicación, se observará cómo se ha construido una hipócrita y maniquea disyuntiva entre una enseñanza "tradicional" (trasnochada, autoritaria e ineficaz) y una enseñanza "moderna" (afectiva, creativa, centrada en el alumno, horizontal). Se realza todo lo que tiene de equivocado la primera, minusvalorando (o directamente despreciando) sus posibles virtudes, mientras que se ensalza todo lo positivo que se consigue mediante la segunda (aunque provenga de experiencias sesgadas y poco representativas), sin profundizar en sus aspectos más controvertidos.

Al final, todos tendremos que decidir si defendemos realmente esos discursos que mantenemos en público sobre la importancia de la Educación. Los padres tendrán que ir más allá de aquello que beneficia a corto plazo a sus hijos pero perjudica extraordinariamente a los hijos de otros (véase la enseñanza concertada o el bilingüismo en la enseñanza pública), y los docentes tendrán que abandonar esa postura hipócrita que les lleva a defender públicamente una educación inclusiva e igualitaria para todos y después convertirse en cómplices de programas educativos segregadores, o en cruzados irreflexivos de utopismos pedagógicos que son conscientes que nunca podrían implementar con éxito, de manera generalizada, en escuelas de entornos socioeconómicos problemáticos. Y cuando hablo de éxito hablo de conseguir unos resultados académicos y una formación efectiva que permitan convertir a la escuela en el ascensor social que una vez soñó ser. Sí, puede sonar prosaico, pero más jodida es la vida y las expectativas de futuro en los barrios pobres de nuestras ciudades. Pasaos por allí.

¿Realmente la nueva Educación competencial, lúdica y emocional que fomenta (y financia) el Mercado ofrecerá las mismas oportunidades a todos los jóvenes? Bajo la pirotecnia pedagógica con la que el Mercado nos abruma subyace una cuestión fundamental: ¿tienen los niños de todas las clases sociales el mismo derecho a "sobrecualificarse" y a buscar "su" oportunidad? ¿O ese pragmatismo formativo por el que aboga la Comisión Europea solo afectará a los de siempre? Entiendo las razones por las que a cierta izquierda romántica la música de la "canción educativa" que representan las nuevas pedagogías les entusiasme. Pero hay que escuchar la letra de la canción y, sobre, todo darse cuenta de quién escribe esa letra y qué busca con ello. Ya basta de falsas ingenuidades interesadas.

Mientras los profesores innovadores, esos que en las redes se autodenominan innoeducators, no me expliquen cómo es posible que su formación renovadora, sus proyectos educativos, sus premios a los mejores profesores y su crítica a la Escuela tradicional van a cambiar la Educación para cambiar el mundo; mientras no me expliquen cómo superar la contradicción que supone que su formación renovadora, sus proyectos educativos, sus premios a los mejores profesores y su crítica a la Escuela tradicional sean financiados y promovidos por el neoliberalismo más carroñero, por fondos de inversión especulativos o por empresas que parasitan a la Enseñanza y mueven continuamente los hilos para apropiarse de una parte cada vez más suculenta de la formación obligatoria, será difícil que su ímpetu de cambio resulte creíble. Mientras que la única consecuencia de sus planteamientos educativos sea convertir a la Escuela en una burbuja de "felicidad y creatividad" para unos niños y adolescentes que, después de atiborrarse de soma constructivista y colaborativo, serán arrojados del paraíso para convertirse en carne de cañón (flexible y sumisa) de un mercado laboral precarizado, será difícil que su relato transformador resulte mínimamente verosímil.

Cuando en las redes sociales aparecen esas etiquetas recurrentes sobre eventos formativos de innovación educativa suelo pararme a leer los mensajes relacionados con ellos.  Es perturbador compararlos entre sí, analizar su contenido, el extravagante entusiasmo que destilan. La gran mayoría de los que los escriben ejercen de apóstoles disciplinados de una revolución que pretenden imparable; sus consignas pedagógicas son incendiarias: vienen a arrasar con todo, a cambiarlo todo, a construir un nuevo mundo educativo. Siempre con buen rollo, eso sí, con una sonrisa en la boca, son felices todo el rato y no pueden dejar de demostrarlo. Incluso cuando trabajan los sábados y los domingos. No les importa. Después, al entrar en sus perfiles públicos en esas redes y leer con atención sus intervenciones escritas, uno se enfrenta al mayor de los abismos: el vacío. En general, el silencio sobre todo aquello que determina en la práctica el tipo de Educación que un país tiene es estremecedor. Y tan significativo. Lo social, lo político, lo ideológico  y lo económico no existe para ellos. Han construido una Escuela virtual, una Escuela-burbuja descontextualizada socialmente, un juguete con el que disfrutar de experiencias que les llenan como docentes, independientemente de las consecuencias reales que sus acciones educativas tendrán en sus alumnos a largo plazo. Se han aprovechado de la parálisis y la mediocridad de la Escuela tradicional para satisfacer la necesidad aspiracional de una nueva generación de padres desnortados.

Pero, cuidado, estos no son los peores, estos no son más que el rebaño fiel de los otros. ¿Y esos otros quiénes son? Son los líderes del movimiento renovador, los que lanzan las consignas que aquellos repiten, los que tienen cancha para difundir sus delirios educativos en los medios de comunicación, los que dan las charlas en escenarios oscuros repletos de sombras y pantallas. Esos a los que se les llena la boca con una Educación alternativa que debe priorizar la felicidad de los alumnos, fomentar su creatividad, descubrir el talento de cada uno de ellos; una Educación en la que lo más importante sea el "saber hacer" pero nunca el "saber", que destierre el aprendizaje de conocimientos, esa cosa tan obsoleta que todos podemos encontrar en Internet cuando queramos (aunque todos sepamos que eso jamás sucederá).

Me acerco a sus perfiles en las redes, me leo sus biografías laborales. Casi nunca encuentro colegios ni institutos en ellas. Sigo buscando. Terminan apareciendo. Más en su pasado que en su presente. Y nunca ya de una forma significativa. Hoy tan solo encuentro empresas. Y ambición, claro.

07 abril 2018

Campo de batalla: la Educación

A veces es necesaria la autocrítica, la reflexión pausada. Las redes sociales son un lugar privilegiado para analizar comportamientos humanos y hace tiempo que vengo constatando una realidad: en cualquier ámbito profesional nos irrita en sobremanera que vengan desde fuera a explicar(nos) o criticar(nos) nuestro trabajo, salvo que vengan a darnos la razón y a asumir nuestra autoridad. En tal caso, solemos aceptar los aplausos sin mucho problema. Y eso es algo que resulta contradictorio.

¿Es razonable, deseable o útil  que solo puedan opinar y dictar sentencia sobre una materia en particular tan solo los profesionales implicados en dicha materia diariamente? ¿Son ellos las únicas voces autorizadas? ¿No habría que especificar sobre aquello de lo que se discute en relación a esa materia? ¿Queremos una tecnocracia o una democracia de ciudadanos informados? ¿Qué pasaría si extrapolásemos esa idea a todos lo ámbitos? ¿Sólo deben hablar sobre periodismo los periodistas o sobre política los políticos? ¿Deben ser los economistas los únicos que tengan una voz autorizada para establecer las bases ideológicas con las que construir el sistema de impuestos de un país?

Tal vez sea el periodismo un campo fértil para ampliar el preámbulo de esta reflexión. ¿Es razonable que tipos como Francisco Marhuenda (La Razón), David Alandete (El País) o Eduardo Inda (sus labores) puedan ser considerados como profesionales con la autoridad intelectual necesaria para establecer las bases de lo que debe ser la deontología del periodismo español?

Sé que esto que escribo puede resultar en principio controvertido. Todos los días en los medios de comunicación aparecen cantamañanas que ejercen de gurús visionarios ofreciendo soluciones peregrinas a problemas sociales profundos, en un lacerante espectáculo intrusista que desprecia la experiencia profesional. Pero seguro que este planteamiento inicial parecerá menos subversivo (y le gustará menos a algunos de los que ahora se frotan las manos) al profundizar en él. De momento sigamos haciéndonos preguntas. Para ello me centro ya en mi actividad profesional, en la enseñanza: ¿es honesto afirmar que todos los docentes, por el hecho de serlo, son expertos en educación y por tanto voces lúcidas a las que escuchar con atención y respeto cuando se discute sobre los problemas de la enseñanza en España? La respuesta es sencilla: no, no es honesto. Porque no, no es verdad. Una gran parte de los docentes ni siquiera se ha planteado con una mínima profundidad cómo construir las bases de un sistema educativo público, equitativo y exigente en el que los alumnos adquieran conocimientos (y con ello la capacidad de convertirse en ciudadanos críticos). Todos conocemos a profesores que trabajan cada día en el aula y cuya opinión sobre los alumnos, o sobre la actividad docente, o sobre la organización de un centro educativo, o sobre la organización general del sistema educativo no compartimos, no nos representa, nos resulta indiferente, nos provoca rechazo o directamente nos da vergüenza ajena. No todos los que enseñan cada día son voces interesantes ni autorizadas para hablar sobre la enseñanza. Sí es verdad que conocen la realidad de las aulas (faltaría más, las pisan cada día) pero ese hecho no implica automáticamente que de sus experiencias sean capaces de extraer una sabiduría que vaya más allá de la supervivencia profesional. Y todo esto es algo que desde nuestras trincheras muchas veces, interesadamente, obviamos.

Vivimos tiempos en donde lo emocional impera y ese exceso de sentimentalidad se ha extendido, inevitablemente, a unos profesionales hartos de la avalancha de opiniones "externas", delirantes e interesadas, que les intentan explicar cómo realizar su trabajo. Como consecuencia, de manera reactiva, casi defensiva, se ha construido un discurso dentro de cierto sector del profesorado que, a falta de las matizaciones necesarias, pretende trasladar a la sociedad el mensaje de que nadie puede hablar de la educación, ni pedir cuentas a los profesores sobre su labor porque estos son los únicos que poseen el bagaje necesario, debido a su experiencia, para enjuiciar dicha labor y la de sus compañeros. Y esa actitud, que linda con una arrogancia equivocada, genera una brecha y un desafecto con unos alumnos, unos padres y una opinión pública incapaces ya de aceptar (nos parezca eso mejor o peor) que el profesor tiene la razón en todo momento y que todas las decisiones que toma son las mejores y las más adecuadas para la formación de los alumnos

Entonces...

Habría que empezar por diferenciar dos planos. Por un lado está cómo elige dar sus clases un profesor, qué estrategias de enseñanza elige y cómo enfoca su labor diaria, ateniéndose siempre a las especificaciones obligatorias que los currículos oficiales establecen. En ese ámbito (uno de los que más cuestionados, curiosamente, desde fuera de la Escuela) debería respetarse escrupulosamente la autonomía del docente, aceptar sus elecciones metodológicas sin cuestionamientos externos y comprender el enorme valor que tiene una educación pública en la que cada docente aporta su visión personal sobre cómo debe diseñarse el aprendizaje de los alumnos. No existe una única manera de enseñar válida, al igual que no existe una única forma adecuada de aprender. Lo que sí existe es un enorme ruido social, alimentado por los poderes económicos, en torno a esta cuestión metodológica. Se pretende uniformizar el aprendizaje, asumiendo que la visión competencial neoliberal de la educación (abrazada de manera incomprensible por ciertos sectores de una izquierda desnortada) es la única posible, despreciando el valor del aprendizaje de conocimientos como única vía real para un cuestionamiento crítico de la sociedad en la que vivimos. He escrito sobre esto en otro lugar por lo que no me extenderé sobre ello.

Por otro lado, de manera más general, la sociedad española debe enfrentarse de una vez a la cuestión educativa. Una vez superada la inercia inicial de aquella democracia que hace 40 años conseguimos establecer, el relato de la educación como motor de ascenso social, que tan bien funcionara durante dos décadas, está hoy profundamente cuestionado. Es un relato que ha entrado en decadencia, que ya no traspasa los muros de las casas de una clases populares que viven golpeadas por una precariedad dolorosa y ven cómo sus hijos parecen abocados a unas vidas aun más precarias que las suyas. Un cinismo, tan equivocado como comprensible, ha hecho carne en ellas. Hay que dignificar la Escuela, revalorizar la cultura como forma de crecimiento personal más allá de lo económico, conseguir que esa formación inicial sea el cimiento real sobre el que edificar la vida laboral, la mejor manera de disponer de diferentes opciones de futuro. Y al mismo tiempo esa Escuela está obligada a ofrecer una manera (nunca será la única, claro) con la que conseguir esos ropajes intelectuales mínimos con los que enfrentarse a una compleja realidad política y social que los grandes poderes intentarán siempre simplificar a su favor. Nada de lo que planteo es cuestión baladí. También están en cuestión permanente aspectos claves como cuál debe ser la relación docente-alumno, los derechos y deberes de unos y otros en los centros o la integración de la Escuela en su entorno social. Y qué decir sobre la implantación de programas bilingües como el de Madrid, construidos para segregar a los alumnos y diseñar una educación de varias velocidades en la que los padres (de clase media) terminan eligiendo el entorno social al que sus hijos se verán "expuestos" y muchos docentes, funcionarios "habilitados", participan pasivamente en la selección de los alumnos a los que darán clases. La Escuela, a diferencia de lo que pretenden los vendemotos y sueñan los utópicos, no es tanto un agente de cambio social sino una consecuencia, un espejo de la sociedad en la que se construye. Y no encuentro manera alguna de considerar que en este (re)planteamiento total de lo que debe significar la educación reglada en España las voces de los docentes puedan (o deban) ser escuchadas con especial consideración solo por provenir de dentro la Escuela. Serán valiosas (o no) por los argumentos que aporten.

Respecto a cualquier realidad sociopolítica (y la enseñanza lo es, como lo es la economía o el periodismo) el acercamiento a ese segundo plano que describo puede ser experiencial, teórico o ambos al mismo tiempo. No podemos permitirnos asumir que lo experiencial se convierta automáticamente en dogma porque hay un montón de profesionales de la enseñanza cuyas voces son absolutamente inútiles en cualquier debate educativo con cierto nivel de profundidad. Hay voces lúcidas de padres, periodistas, sociólogos o pedagogos preocupados por la educación que deben ser tenidas en consideración, más allá de que lo que defiendan parezca poner en cuestión, en un primer momento, nuestro prurito profesional.

¿Qué determina finalmente que una opinión cualquiera deba ser tenida en cuenta en un debate sobre la educación? La respuesta es evidente: argumentos, datos, conocimiento de la realidad sobre la que se opina más allá de lo anecdótico. Esa es la clave. Y lecturas. Se olvida demasiado ese "pequeño" detalle. Para profundizar sobre lo que sea hay que leer mucho sobre ello aunque, evidentemente, la experiencia sea clave para poder construir un discurso realista. No se le puede negar a nadie la posibilidad de construir una opinión fundamentada sobre cualquier asunto si le dedica el suficiente tiempo a ello. Ese tiempo puede ser solo experiencial o solo teórico. Las voces más interesantes suelen ser las que son capaces de mezclar ambos aspectos pero es absurdo desdeñar lo que aportan por separado. Cada una en su ámbito, cada una con su capacidad de contribuir al debate necesario.

De hecho, ¿no es ese uno de los objetivos más importante de la educación? Con conocimientos, datos y una estructura mental/ideológica (propia) en la que enmarcarlos pretendemos que los estudios reglados nos den a todos la oportunidad de reflexionar y llegar a conclusiones sobre diversas cuestiones, más allá de nuestra especialidad profesional. Existe una inclinación (inevitable, tal vez) en todos los ámbitos profesionales por desdeñar opiniones no por los argumentos esgrimidos sino por proceder de personas de fuera del gremio  Es hora de discriminar y entender que ni todo lo de viene de fuera es equivocado ni todo lo que proviene de dentro tiene valor.

Todos vamos a terminar opinando sobre casi todo (lo queramos o no). Defendamos la experiencia como un valor incontestable pero sin dejar de lado la formación intelectual, las lecturas y la reflexión. Y solo después, sin avergonzarnos de ello, dejemos que la ideología sea el filtro final a través del cual construyamos nuestra cosmovisión.

24 febrero 2018

La voz silenciada de los docentes

¿De quiénes hablan los partidos políticos cuando dicen que consultan a los profesores? ¿Con qué "expertos" deciden nuestro futuro Podemos, IU, Ciudadanos, PSOE y PP? ¿Por qué nunca hay consultas a los claustros de la enseñanza pública para conocer su opinión? ¿Por qué unos (la izquierda) creen que los sindicatos tradicionales representan nuestra opinión? ¿Han analizado la participación en las elecciones sindicales? ¿Por qué los otros (la derecha) consideran voces autorizadas para diseñar la educación a pedagogos y representantes de fundaciones privadas con intereses opacos? La enseñanza pública, en contra de lo que interesadamente ciertos sectores de los medios de comunicación quieren hacer ver, es enormemente plural. Conviven docentes con diferentes ideologías que somos capaces de soportarnos y casi siempre de entendernos. Es más, somos los primeros en reconocer lo bien que lo hacen algunos profesores de la "trinchera de enfrente" y lo mal que lo hacen algunos de los que, en teoría, son "de los nuestros". Porque vivimos en el aula cada día, cada semana, y sabemos que o nos apoyamos o no salimos adelante. Que nuestros alumnos no saldrán adelante sin la colaboración de todos sus profesores. Entonces, ¿por qué la mayoría de profesores creemos que jamás se nos escucha, que jamás se atiende a las verdaderas prioridades que nosotros entendemos que tiene la educación en España? No hablo de que decidamos nada (faltaría más) sino de que nuestra voz, la verdadera, se escuchase.