Fue la última película proyectada dentro de un mal llamado cinefórum, en el instituto Volvimos a estar solos. El grupo de profesores que lo organizamos y presentamos las películas. Durante todo el año hemos sido incapaces de arrastrar a nuestros alumnos a ver otro cine. Sin presión, por placer, como complemento necesario a su educación cultural. Pero el capitalismo se lo hemos metido en vena a estos chicos. Desde que pisaron por vez primera un centro educativo. Si no se ponen notas, si no hay premio inmediato... ¿para qué? Cuesta sacarles de la alienación utilitarista. La escuela es el lugar donde obtendrán los certificados necesarios para empezar su carrera laboral. ¿Cómo no lo van a tener claro? Sólo hay que escuchar a sus familias. ¿Y el resto de profesores? Se ofrece la posibilidad gratuita de disfrutar de una sala con proyector que permite una visualización casi de cine. No parece suficiente ¿Para qué si ellos pueden pagar el cine? Si rascas la superficie del argumento... ¿para qué gastar dinero en el cine si puedo verlo en la televisión de plasma de mi casa? Un poco más ... ¿para qué comprar o alquilar películas si me las puedo bajar del emule cuando quiera de forma gratuita?... y apurando finalmente la idea... ¿para qué perder el tiempo con el cine?
Proyectamos Léolo, una petición de un alumno que no asistió. Una película de Jean Claude Luzon, estrenada en el 1992 y considerada ya de culto por muchos. Por mí entre ellos. Muchas películas van desgastándose en mi cerebro con el paso del tiempo, van perdiendo fuerza al desaparecer el impacto inicial; algunas llega incluso a avergonzarme o extrañar el hecho de haberlas defendido o alabado. No pasa eso con Léolo. Su impacto crece y crece con vigor dentro de mí. Sentado, entre tinieblas, casi en soledad, paladeé de nuevo cada fotograma. Porque sueño no lo estoy, porque sueño no lo estoy, porque sueño...
Léolo en un niño que resplandece entre la inmundicia y sordidez del entorno que le rodea, el barrio miserable donde su extraña y enferma familia sobrevive. No es una historia de pobreza y redención. Es un poema visual, un homenaje a la resistencia humana ante lo inevitable, un tratado terrible sobre la locura y en última instancia una apasionada defensa de la necesidad de escribir, sin ninguna razón, sin ningún objetivo, sin la vanidad del que piensa que hace algo trascendente, sin el exhibicionismo del que vuelca su alma en un papel con ánimo de permanencia. Léolo escribe para salvarse de la locura que acecha a su familia, un grupo de despojos sociales abocados a un terrible y cercano final, mientras viven un presente oscuro y pavoroso donde lentamente, uno a uno, van sucumbiendo a las tinieblas de la sinrazón. Un islote mantiene a la familia en pie, sólo uno, pero poderoso: la madre y esposa, grande e incansable en su cruzada por mantener a flote los restos del naufragio, y que asiste, sin ceder a la desesperación, a la destrucción de su familia. Sólo Léolo parece aguantar, ayudado por una imaginación desbordante que le aleja de la miseria que le rodea y que, paradójicamente, también le impide relacionarse con los demás de manera natural. A salvo, sí, pero en soledad. Siempre solo. El niño que defiende con ardor que no es hijo de su loco padre y que fue un tomate fertilizado en Sicilia el que inseminó a su madre, pasea su infancia ante nuestros ojos, al lado de un enorme y rico grupo de freaks que el director retrata con enorme cariño, con una curiosa mezcla de sutileza y vulgaridad. El niño que quería obligar a su madre a que le llamara por su nuevo nombre, Léolo, por sus ascendencia italiana, ve como finalmente la realidad putrefacta invade paulatinamente más y más recovecos de su vida, apartando a su imaginación, arrinconándola, destruyendo su imperio interior que va siendo conquistado por una sordidez vital indeseable y destructiva. Hasta que llega una noche que ya no la encuentra como refugio, una noche que ya no encuentra a Italia, no encuentra a su amor, y se queda solo, solo con su locura.
Al final sólo queda el grito desesperado de una madre que se aferra a un último intento de salvar a su niño de las garras de la inconsciencia, adentrándose en su universo interior, aceptando que sólo ahí puede sobrevivir. Una madre que grita por fin lo que tantas veces le pidieron, un nombre, sólo un nombre:¡¡¡Léolo!!!
Las luces de la sala se encienden poco a poco... Porque sueño no lo estoy, porque sueño no lo estoy, porque sueño...
Proyectamos Léolo, una petición de un alumno que no asistió. Una película de Jean Claude Luzon, estrenada en el 1992 y considerada ya de culto por muchos. Por mí entre ellos. Muchas películas van desgastándose en mi cerebro con el paso del tiempo, van perdiendo fuerza al desaparecer el impacto inicial; algunas llega incluso a avergonzarme o extrañar el hecho de haberlas defendido o alabado. No pasa eso con Léolo. Su impacto crece y crece con vigor dentro de mí. Sentado, entre tinieblas, casi en soledad, paladeé de nuevo cada fotograma. Porque sueño no lo estoy, porque sueño no lo estoy, porque sueño...
Léolo en un niño que resplandece entre la inmundicia y sordidez del entorno que le rodea, el barrio miserable donde su extraña y enferma familia sobrevive. No es una historia de pobreza y redención. Es un poema visual, un homenaje a la resistencia humana ante lo inevitable, un tratado terrible sobre la locura y en última instancia una apasionada defensa de la necesidad de escribir, sin ninguna razón, sin ningún objetivo, sin la vanidad del que piensa que hace algo trascendente, sin el exhibicionismo del que vuelca su alma en un papel con ánimo de permanencia. Léolo escribe para salvarse de la locura que acecha a su familia, un grupo de despojos sociales abocados a un terrible y cercano final, mientras viven un presente oscuro y pavoroso donde lentamente, uno a uno, van sucumbiendo a las tinieblas de la sinrazón. Un islote mantiene a la familia en pie, sólo uno, pero poderoso: la madre y esposa, grande e incansable en su cruzada por mantener a flote los restos del naufragio, y que asiste, sin ceder a la desesperación, a la destrucción de su familia. Sólo Léolo parece aguantar, ayudado por una imaginación desbordante que le aleja de la miseria que le rodea y que, paradójicamente, también le impide relacionarse con los demás de manera natural. A salvo, sí, pero en soledad. Siempre solo. El niño que defiende con ardor que no es hijo de su loco padre y que fue un tomate fertilizado en Sicilia el que inseminó a su madre, pasea su infancia ante nuestros ojos, al lado de un enorme y rico grupo de freaks que el director retrata con enorme cariño, con una curiosa mezcla de sutileza y vulgaridad. El niño que quería obligar a su madre a que le llamara por su nuevo nombre, Léolo, por sus ascendencia italiana, ve como finalmente la realidad putrefacta invade paulatinamente más y más recovecos de su vida, apartando a su imaginación, arrinconándola, destruyendo su imperio interior que va siendo conquistado por una sordidez vital indeseable y destructiva. Hasta que llega una noche que ya no la encuentra como refugio, una noche que ya no encuentra a Italia, no encuentra a su amor, y se queda solo, solo con su locura.
Al final sólo queda el grito desesperado de una madre que se aferra a un último intento de salvar a su niño de las garras de la inconsciencia, adentrándose en su universo interior, aceptando que sólo ahí puede sobrevivir. Una madre que grita por fin lo que tantas veces le pidieron, un nombre, sólo un nombre:¡¡¡Léolo!!!
Las luces de la sala se encienden poco a poco... Porque sueño no lo estoy, porque sueño no lo estoy, porque sueño...