19 julio 2007

Léolo

Fue la última película proyectada dentro de un mal llamado cinefórum, en el instituto Volvimos a estar solos. El grupo de profesores que lo organizamos y presentamos las películas. Durante todo el año hemos sido incapaces de arrastrar a nuestros alumnos a ver otro cine. Sin presión, por placer, como complemento necesario a su educación cultural. Pero el capitalismo se lo hemos metido en vena a estos chicos. Desde que pisaron por vez primera un centro educativo. Si no se ponen notas, si no hay premio inmediato... ¿para qué? Cuesta sacarles de la alienación utilitarista. La escuela es el lugar donde obtendrán los certificados necesarios para empezar su carrera laboral. ¿Cómo no lo van a tener claro? Sólo hay que escuchar a sus familias. ¿Y el resto de profesores? Se ofrece la posibilidad gratuita de disfrutar de una sala con proyector que permite una visualización casi de cine. No parece suficiente ¿Para qué si ellos pueden pagar el cine? Si rascas la superficie del argumento... ¿para qué gastar dinero en el cine si puedo verlo en la televisión de plasma de mi casa? Un poco más ... ¿para qué comprar o alquilar películas si me las puedo bajar del emule cuando quiera de forma gratuita?... y apurando finalmente la idea... ¿para qué perder el tiempo con el cine?

Proyectamos Léolo, una petición de un alumno que no asistió. Una película de Jean Claude Luzon, estrenada en el 1992 y considerada ya de culto por muchos. Por mí entre ellos. Muchas películas van desgastándose en mi cerebro con el paso del tiempo, van perdiendo fuerza al desaparecer el impacto inicial; algunas llega incluso a avergonzarme o extrañar el hecho de haberlas defendido o alabado. No pasa eso con Léolo. Su impacto crece y crece con vigor dentro de mí. Sentado, entre tinieblas, casi en soledad, paladeé de nuevo cada fotograma. Porque sueño no lo estoy, porque sueño no lo estoy, porque sueño...

Léolo en un niño que resplandece entre la inmundicia y sordidez del entorno que le rodea, el barrio miserable donde su extraña y enferma familia sobrevive. No es una historia de pobreza y redención. Es un poema visual, un homenaje a la resistencia humana ante lo inevitable, un tratado terrible sobre la locura y en última instancia una apasionada defensa de la necesidad de escribir, sin ninguna razón, sin ningún objetivo, sin la vanidad del que piensa que hace algo trascendente, sin el exhibicionismo del que vuelca su alma en un papel con ánimo de permanencia. Léolo escribe para salvarse de la locura que acecha a su familia, un grupo de despojos sociales abocados a un terrible y cercano final, mientras viven un presente oscuro y pavoroso donde lentamente, uno a uno, van sucumbiendo a las tinieblas de la sinrazón. Un islote mantiene a la familia en pie, sólo uno, pero poderoso: la madre y esposa, grande e incansable en su cruzada por mantener a flote los restos del naufragio, y que asiste, sin ceder a la desesperación, a la destrucción de su familia. Sólo Léolo parece aguantar, ayudado por una imaginación desbordante que le aleja de la miseria que le rodea y que, paradójicamente, también le impide relacionarse con los demás de manera natural. A salvo, sí, pero en soledad. Siempre solo. El niño que defiende con ardor que no es hijo de su loco padre y que fue un tomate fertilizado en Sicilia el que inseminó a su madre, pasea su infancia ante nuestros ojos, al lado de un enorme y rico grupo de freaks que el director retrata con enorme cariño, con una curiosa mezcla de sutileza y vulgaridad. El niño que quería obligar a su madre a que le llamara por su nuevo nombre, Léolo, por sus ascendencia italiana, ve como finalmente la realidad putrefacta invade paulatinamente más y más recovecos de su vida, apartando a su imaginación, arrinconándola, destruyendo su imperio interior que va siendo conquistado por una sordidez vital indeseable y destructiva. Hasta que llega una noche que ya no la encuentra como refugio, una noche que ya no encuentra a Italia, no encuentra a su amor, y se queda solo, solo con su locura.

Al final sólo queda el grito desesperado de una madre que se aferra a un último intento de salvar a su niño de las garras de la inconsciencia, adentrándose en su universo interior, aceptando que sólo ahí puede sobrevivir. Una madre que grita por fin lo que tantas veces le pidieron, un nombre, sólo un nombre:¡¡¡Léolo!!!

Las luces de la sala se encienden poco a poco... Porque sueño no lo estoy, porque sueño no lo estoy, porque sueño...


18 julio 2007

La conjura de los necios (¿o son miserables?)

El periodista lo escribe con determinación, sin que parezca avergonzarse por presentar tan ruines y falsos argumentos, sin ninguna concesión al análisis sosegado y racional. O tan sólo al análisis. Comienza su extenso artículo, pretendidamente de fondo, de la siguiente forma: “La asignatura Educación para la Ciudadanía se resume así: intoxiquemos a los adolescentes en colegios y escuelas para que cuando cumplan dieciocho voten al PSOE”. Con dos cojones.

El periodista es cuestión no es un cualquiera, el artículo no se escribe en algún patético blog burdamente liberal o conservador de Periodista Digital, ni es una columna del absurdo Jorge Valín en Libertad Digital. No, el periodista no es un joven desconocido con ansias de hacerse valer en el renovado panorama mediático conservador, ni un vocero agitador de los que están haciendo carrera en los últimos tiempos. No, el tipo en cuestión es académico de la lengua española, ha sido director de éxito de varios periódicos, donde escribe semejante sandez es en la revista cultural semanal que cada jueves se vende con El Mundo, y su nombre es Luis María Ansón. Sólo un necio indocumentado o un miserable que únicamente busca la confrontación directa y enardecer de manera indigna a las masas, manipulando a su antojo la realidad y los datos, puede escribir lo entrecomillado anteriormente. Y Ansón no es un necio.

El Gobierno actual quiere educar a los adolescentes no para la ciudadanía sino para que voten al PSOE y se alineen contra la Iglesia”. Lo tiene que repetir líneas después, reforzando así la anorexia intelectual de sus tesis contrarias a la dichosa asignatura. El resto del artículo lo dedica a glosar sus propias excelencias como alumno resistente al falangismo sociológico (…”los religiosos marianistas permitían el pitorreo generalizado con que recibíamos al profesor entusiasta y sus enseñanzas falangistas”), a utilizar nuevos y estrambóticos argumentos que rayan la indigencia intelectual para apoyar sus ideas (“En la España actual sería impensable que (la asignatura) no se instrumente a través de profesores elegidos cuidadosamente, muchos de los cuales se convertirán en una especie de comisaros políticos”), para terminar llamando a la “resistencia cívica” contra su implantación en el currículo académico de nuestros alumnos.

El ejemplo sirve para constatar nuevamente el bajísimo nivel actual del periodismo de este país, capaz de escribir lo que le viene en gana sin que se le ocurra en ningún momento contrastar las tonterías que dice. Un periodismo que vive de las rentas en un presente tremendamente cochambroso, de momias varias por un lado, y jóvenes con más ganas de hacer méritos ante ellas que de promover la necesaria regeneración y renovación de las plumas de la prensa escrita nacional por otro. Entre los que fueron y ya no son (aunque hagan malabarismos para mantenerse en el candelero) y los que debieran ser pero malgastan su tiempo y sus columnas al servicio de los otros, la prensa escrita muere un poco cada día.

Alejándome ya de los patéticos estertores de periodistas amortizados y con un pie en la tumba escrita, se hace necesario un primer análisis de Educación para la Ciudadanía, menos sesgado y más humilde. Porque lo cierto es que sólo ahora que están empezando a salir los primeros libros de texto de la asignatura podemos hacernos una idea clara de cuáles serán los contenidos que se impartirán en ella, más allá de sus ejes programáticos. Personalmente, que un tipo tan sensato e inteligente cuando habla de educación (aún discrepando con él en algunas de sus ideas educativas) como José Antonio Marina (ninguneado por “conservador” por los progres de salón, aquéllos que terminan llevando a sus hijos a los concertados, y ahora machacado por la derecha sociológica más radical debido a su apoyo a la creación de Educación para la Ciudadanía) apoye y haya coordinado alguno de los libros de esta asignatura, me parece un prueba si no concluyente, sí tranquilizadora respecto al desarrollo programático de esa lista de principios básicos que al parecer se quieren establecer en la enseñanza de nuestros jóvenes alumnos. Se trataría básicamente de educarlos en valores comunitarios, sociales, solidarios. En enseñar el valor de la diferencia y de la libertad para ejercerla mientras no provoque daños a terceros (¿hay algo más liberal que esto?). Hacerles comprender las normas básicas en las que se basa nuestra convivencia y nuestro sistema político. Resumiendo, se trata de instruir cívicamente a nuestros cachorros, adentrándoles en las normas básicas de la tribu, en el respeto a los demás y en la necesidad de convivir con otras formas válidas de entender el mundo. Que tienen que conocer y respetar. Tal vez estas enseñanzas debieran estar en manos de la sociedad y el entorno más cercano (no necesariamente sólo la familia) de los alumnos. Pero éstos han hecho dejación de funciones en los últimos tiempos y se muestran apáticos y descuidados, ignorando que la educación de los jóvenes compete a todos y que no está tan sólo en manos de la familia (aunque ésta deba ejercer el papel principal), pues el resultado final de la educación será un ciudadano formado (o no) que tendrá que convivir con otros, conociendo sus derechos y sus deberes. Tristemente parece que se hace necesario que la escuela asuma esa función ante el citado fracaso.

No es cuestión de apoyar sin paliativos que sea la escuela la que se deba ocupar de dichas enseñanzas. Pero no por los motivos que la Iglesia o gente como Ansón utiliza y manipula. El temor (mi temor) es que esta asignatura termine convirtiéndose en una nueva maría que acompañe a otras como Religión, Sociedad Cultura y Religión,Transición a la vida adulta, Imagen y expresión, Taller de artesanía, Expresión corporal, Canto coral y demás absurdeces y tonterías que pueblan el currículo de la ESO, repleto de horas finalmente perdidas por los alumnos, en detrimento de enseñanzas realmente formativas para ellos. Pero la imbécil sospecha ansoniana de crear una asignatura para publicitar y fomentar el modo de pensar socialista se desmonta fácilmente mediante varios argumentos. En primer lugar el desconocimiento de cómo se establece en la escuela pública el reparto de las horas y las asignaturas en cada departamento, sin intervención posible de los poderes públicos, además de la (saludable) existencia de pluralidad ideológica en los claustros de los profesores de la educación secundaria; la seguridad de que en pocos años el PP volverá a gobernar el país (aunque sólo sea por un problema de higiene democrática, como en 1996) y podría ejercer en su beneficio ese imposible poder alienante sobre los adolescentes que tanto preocupa y ocupa a nuestro insigne académico; lo curioso que resulta no darse cuenta ni hacer notar que será la educación concertada, mayoritariamente católica, la que tiene realmente la posibilidad de introducir esos “profesores comisarios a los que teme Ansón, ya que los puestos de trabajo de los profesores en este tipo de centros siempre dependerá de su necesaria sintonía con la dirección ideológica del centro concertado o privado en cuestión, sin posibilidad de oponerse a malas prácticas ni de denunciarlas a riesgo de ver en peligro su sustento y el de sus hijos ( ¿no se dan cuenta los padres de mi generación, que son hijos de la educación pública, que al fomentar y apoyar la concertación de la educación, con sus miedos y ambiciones, son cómplices y promotores de la nuevas viejas formas de manipulación social y religiosa, y del dirigismo y el pensamiento único que tendrán que soportar sus hijos?); por último se observa (tal vez por la edad) la incapacidad del periodista de comprender el muro de contención inicial que los adolescentes actuales (con muchos problemas sí, pero con nuevas virtudes) presentan ante todo aquello que no les competa directamente, no se les explique racionalmente y no se les justifique intelectualmente.

No tengo ninguna esperanza especial con la nueva asignatura. Lo cierto es que no es más que un parche que sirve para discutir y gritar mucho y muy alto (igual que con el tema de la religión en las escuelas), pero no sirve para solucionar nada en el proceso de descomposición de la educación pública en este país. Una descomposición producto, entre otras cosas, de la tradicional cobardía, falta de ambición y preocupación real de unos gobernantes y los intereses espurios de otros, de los miedos y el racismo sociológico de las nuevas generaciones de padres patéticamente protectores con sus hijos, y de la falta de profesionalidad, la pereza, y las malas prácticas de ciertos profesores de la educación pública, excesivamente acomodados y verdaderos parásitos sociales algunos de ellos en espera de la jubilación dorada, exigiendo derechos y asumiendo pocas responsabilidades.

16 julio 2007

Un país de feos: los portadores de grasa

Escondido tras unas gafas oscuras, uno observa al mundo sin pudor. Bajo la sombrilla, la camiseta puesta y la crema solar impregnando mi cuerpo (¿aún me sorprende no ponerme moreno?) oteo el horizonte con gestos de cazador, pero en busca de otro tipo de presas. El objetivo es detectar gestos, actitudes, relaciones o situaciones. Pretendo hacer un ejercicio de sociología playera de andar por casa. La profundidad de los resultados será una basura pero las risas están aseguradas. Con los años las incesantes advertencias sobre el peligro del sol y las ansias de comodidad han variado el paisaje turista de la costa. Aunque siempre hubo sombrillas y señoras que trasladaban su cocina, las tortillas y a su suegra junto al mar bajo ellas, ahora parece haberse impuesto definitivamente su necesidad, y todo el personal arrastra penosamente una o dos sombrillas cada mañana hasta el lugar prefijado (a poder ser el mismo cada día) en el único ejercicio que harán en todo el día. Por supuesto siguen viéndose chicas que, cuál filete precocinado, proponen un necio vuelta y vuelta diario, sin protección y a pleno sol, durante horas, para obtener en pocos días el ansiado colorcito que les hará más deseables y les acercará un poquito más al ansiado melanoma. Además, en lo últimos años la sombra de las sombrillas se ha llenado de sillas de todo tipo: bajas, altas pequeñas enormes, tumbonas… Parece que se ha conseguido un imposible: la arena casi no se toca. Molesta un poco al llegar, sí, y mientras se monta el chiringuito, pero una vez colocado el potencial bañista en su silla, la arena parece mirar desde abajo con pesar, como éste elude su desesperante contacto, y la margina a ser ocasional molestia que un accidente o alguna pelota de algún crío puñetero pueda provocar. Las sombrillas además ya no se vuelan aunque el viento azote la costa, los pequeños inventos se suceden y algún día alguien encontrará petróleo debido a la profundidad que se alcanza al clavar los artilugios que se incorporan al tradicional palo del paraguas solar. Al carajo las bonitas estampas de ese tío desesperado corriendo como un imbécil tras su bonita sombrilla floreada. El macho ibérico continúa siendo desplazado; ya no es necesario ni para clavar con fuerza. Cuando tampoco lo sea para enclavar…

Y ahí, debajo de la sombrilla, tras una gafas oscuras, bajo la camiseta e impregnado de crema protectora, uno observa desfilar a España. No la de los políticos, ni la de los nacionalismos. Ni la de los medios de comunicación. No la España que falsea la realidad cuando se prepara y se arregla para salir un viernes noche, ni la que tarda en abrir la puerta de casa porque debe vestirse y ponerse guapetona. No, la verdadera se muestra sin tapujos, como es. La playa es la verdadera pasarela de la vida, donde voluntariamente nos mostramos casi sin ropa, donde ya no podemos engañar a nadie y menos a nosotros mismos. Desde mi atril sombrillero y mis gafas escaneadoras he comprendido y constado una verdad descorazonadora. Frente a mitos e imágenes prefabricadas la playa nos desnuda y nos muestra tal y como somos. Y sin duda, sin paliativos, somos un puñetero país repleto de feos. De feos y de gordos. Gordos fofos o tirillas esmirriados.

En esta ocasión me centraré tan sólo en los poseedores de grasas superfluas. Afortunadamente alguna vez alguna chica de buen ver atravesaba mi campo visual oxigenando mi extenuante investigación. Lo repito, somos un jodido país de feos y cuidamos nuestros cuerpos menos que Espinete. Es una verdad incómoda. El modelo de cuerpo que nos vende la televisión no existe, deben ser cyborgs construidos para que pensemos que es posible una barriga tipo tabla de planchar. Pero desde mi silla, bajo mi sombrilla, el hombre medio español a partir de los cuarenta es un tipo que se tambalea sobre unas chanclas baratas, que viste (por decir algo) algún terrible bañador de un único color (estridente a poder ser) o floreado, cuyo elástico suele quedar a la altura de la última zona sin grasa de su cuerpo (es decir por encima de sus partes nobles), y que a veces se protege con una gorra demasiado pequeña para su cabeza que le han regalado en el taller donde le hacen la puesta a punto al coche. Por encima del elástico del bañador emerge orgullosa la panza, el mondongo, la barriga cervecera y descuidada, que se presenta con diferentes variantes, todas ellas realmente nada sensuales. Me obligué a catalogarlas en una mañana en la que olvidé los periódicos en casa. Éste es un resumen de mi investigación:
  • En primer lugar aparecen las barrigas pequeñas, incipientes y fofas, que son las que suelen presentar aquellos que, sin abusar de la comida, hace años que dejaron de hacer deporte (aunque seguramente cada año renuevan la ilusión de que volverán a hacerlo). Son los protogordos, a los que cualquier descuido alimenticio convertirá en candidato a ocupar algún rango superior en el escalafón. Su caminar es algo más rápido que los de sus compañeros, pero al sentarse o agacharse no pueden ocultar la fatal flaccidez de unas carnes que vivieron tiempos de mayor tensión.
  • Posteriormente aparecen las que denomino barrigas contundentes. Su aspecto es compacto, surgen desde debajo del tórax, formando una parábola eterna que promete un futuro memorable y un presente repleto de hamburguesas. Estas barrigas obligan a sus dueños a adoptar la clásica postura paseante del gordo, con sus manos entrelazadas tras la espalda para equilibrar el exceso de grasa localizado en la zona delantera, y conseguir que su centro de masa se desplace un tanto hacia atrás, permitiéndole así continuar erguidos.
  • Tras ellas nos encontramos con las superbarrigas, que sólo se muestran en todo su esplendor en las zonas costeras pues el resto del año suelen ocultarse bajo ropas amplias. La presentan tipos de una estatura más bien pequeña, cuya cabeza aún siendo de tamaño normal ya empieza a parecer al observador extrañamente pequeña debido a la desproporción con el resto de su cuerpo. En estos especímenes se observa el comienzo de una extraña fusión entre la cabeza y el tórax, además de la desaparición gradual del cuello. Sus carnes, libres de ataduras corpóreas, se balancean desafiantes, orgullosas, oscilando vehementemente al ritmo del caminar necesariamente firme (para no terminar rodando) de sus dueños por la arena. Estos barrigudos suelen ser más coquetos que el resto y se atreven incluso con algún complemento que acompaña a su horrible bañador: una camisa barata, a cuadros, con los botones sin abrochar (por imperativo físico), que al principio del paseo vuela libre mecida por el viento, pero que tras unos minutos bajo el sol es inevitablemente atrapada por el sudor de la grasa que intenta contener, quedando húmedamente abrazada para siempre a las carnes de su dueño.
  • Por último sólo quedan las hiperbarrigas. Son arrigas etéreas en las que la mirada se queda atrapada por el balanceo rítmico de sus carnes. El bañador de los afortunados que las poseen casi se hace innecesario, pues queda semioculto, casi invisible a unos ojos inexpertos, escondido por una cascada de carne que como una enredadera busca el suelo en su movimiento, asumiendo el inevitable tributo gravitatorio con majestuosidad y orgullo. Estos tipos ya no consiguen enlazar sus manos tras la espalda (demasiado amplia), pero suelen poseer unas fuertes y cortas piernas que consiguen soportar el peso del cuerpo y su cadencioso vaivén. A veces se agrupan en manadas y su presencia conjunta evoca alguna imagen documental de una playa repleta de leones marinos. El tiempo se ralentiza a su paso. Sus brazos, no proporcionados al resto de su enorme cuerpo, se balancean desvalidos, a ambos lados de tan memorable masa, y la única imagen que le viene a uno a la cabeza es la de un Jabba The Hutt en tanga, de turismo en alguna playa perdida de Tatooine.
Todos pasean despacio por el borde del mar, con sus radares encendidos y sus flexibles cuellos dispuestos prestos al giro al paso de las chicas que muestran sus pechos ante sus ojos sonrientes. Durante un mes, o un fin de semana, la dignidad impostada a lo largo de una año se desvanece; los trajes, las corbatas, los coches, la falsa clase desaparece, y sólo quedan ellos y la realidad divertida de un país que no es el que se muestra por la televisión, un país repleto de gente que come en demasía (a veces desaforadamente), que se cuida muy poco desde el punto de vista físico y que está a años luz de lo que Hollywood y el porno nos venden como sueño.