22 marzo 2009

Perrera, de Daniel Ruiz

Los ladridos ahuyentan siempre a los desconocidos. Y sería una pena. Porque sólo permitiendo que los perros te devoren, tolerando que mordisqueen con saña tu cuerpo de lector reclinado absurdamente en el sofá, concediendo a los perros que te despedacen sin pedir socorro, sin juzgar, podrás descubrir que la nueva novela de mi amigo-a pesar de ser cuñado Daniel Ruiz, editada con cariño y valentía por Dum Spiro, es un fresco social que, a medio camino entre lo onírico y lo descarnado, retrata una parte de los restos putrefactos de una sociedad siempre en descomposición, centrando su atención en la manufactura defectuosa de sus productos adolescentes, despojos abandonados a sí mismos, mucho más cerca de las moscas que retratara William Golding que de los dibujos amables de Enid Blyton, mostrándolos desde dentro, escuchando y dando voz a sus motivaciones, sus sentimientos, sus miedos, sin buscar culpables ni justificaciones tranquilizadoras, sólo siguiendo el camino de las baldosas amarillas. Aunque en este caso sólo conduzca al abismo.

Perrera es la segunda novela que le editan a Dani. Recuerdo la joven conmoción que me provocó la lectura de la primera, Chatarra, hace ya más de diez años, debido en parte a la avalancha de recursos estilísticos, metáforas y voces fragmentadas que abigarraban la novela, convirtiéndola en un ingenio barroco, evidentemente deudor del universo lorquiano, que funcionaba con enorme precisión. Vuelve el autor en Perrera a utilizar ese mismo estilo, tal vez de manera menos recargada, otorgando a una historia social un pátina expresionista que termina dominando el escenario, haciendo que su voz se entremezcle con la de los personajes, que a su vez nunca dejan de dialogar consigo mismos, mientras sienten hasta la extenuación y padecen en un silencio que el autor convierte en grito desesperado imposible nunca de escuchar, o en lágrimas que se ocultan para no demostrar una debilidad que es entendida como fracaso vital, y que sólo se permitirá alguno de los personajes en soledad, una soledad atormentada en la que se mueven todos los chicos y que tratan de espantar a manotazos con risas, drogas, insultos y lealtades mal entendidas.

La novela nos traslada a un barrio de extrarradio de una gran ciudad y a pesar de los intentos del autor por plantearla de manera atemporal, es inevitable sentir, casi palpar, que es de los propios años de su adolescencia de los que habla. No de manera tontamente autobiográfica, sino recogiendo el espíritu de una época (diferente a la de ahora, distinta a las de antes, igual en muchos sentidos a tantas) donde la calle era todavía territorio a conquistar y los chavales, hijos del baby boom, poblaban las aceras, las plazas, las salas de máquinas y los institutos, formando no bandas, sino grupos compactos, de lealtades inquebrantables, amistades que trascendían los meros lazos afectivos o los gustos compartidos para erigirse en un sentimiento absoluto de pertenencia, que servía al tiempo de identificación para empezar a interactuar en sociedad.

En este barrio viven el Lucio, el Cucho y el Panceta, tres chicos entre los 16 y los 17 años que formaban parte de un grupo del barrio que giraba en torno a Marcelo, primo de Lucio, y cuya muerte ha significado una auténtica conmoción en ellos, trastocando sus roles en la calle, dejándolos a la intemperie, sin protección, teniendo ahora ellos que proteger incluso a un Chamaquito, hermano pequeño de Marcelo, al que la vida le ha ido dando hostias sin parar, dejándolo primero sin padres, después sin su hermano mayor, para terminar con menos de 12 años viviendo solo con su abuela, mujer en límite de la demencia y a las puertas de la muerte. En este panorama los amigos viven el instante, inmersos en la eternidad adolescente, apurando cada segundo de libertad del que disponen, enamorándose, buscando follar con devoción, drogándose, jugando y conversando, sobre todo conversando, mucho, todo el tiempo. Es ahí donde la historia seduce con mayor intensidad al lector, trasladándole literalmente el lenguaje soez y malhablado de los adolescentes, pero otorgándole un barniz de extraña belleza, de musicalidad, fruto tal vez de la nostalgia del propio autor por la libertad verbal que la vida adulta castra para siempre.

Marcelo, el primo, hermano y amigo muerto, gravita continuamente sobre toda la novela. Él era un héroe, un líder, un “Chico de la motocoppoliano que a diferencia de éste no podrá volver jamás, y que ha dejado desamparados a los suyos, sin una guía para transitar por los difíciles recovecos de la perrera social. El que fuera su perro, hasta ahora cuidado con devoción por su hermano Chamaco, aparece muerto, reventado, masacrado por alguien que ignoraba o no daba importancia al significado que ese chucho tenía para el niño, y por ende para el grupo de chicos: era el último vestigio de Marcelo, su recuerdo vital, y su muerte tendrá que ser absurdamente vengada en un camino sin retorno hacia el desastre.

Ese es el punto de partida de una novela que deja al lector exhausto, sin respiración, alternando entre los improperios que los chavales se sueltan ( “tú eres una maricona, y tú un comemierda, y tú madre es una guarra, y tu abuela más guarra que tu madre…” se dicen amigablemente el Cucho y el Panceta al comienzo de la historia) y la belleza de la metáforas con las que el autor nos transmite los sentimientos de los personajes (“sintió un estilete aguijoneándole el pecho al escuchar el nombre de el Lobo…”,) o su acciones (“las palabras se le derraman de la boca con dificultad, como una canica a la que le costara deslizarse por una superficie abrupta”, “Lucio ya no estaba allí, Lucio ya no pertenecía a este mundo, ahora Lucio viajaba por los trasteros de la tierra, descendía por panteones y pasillos oscuros, torcía por recovecos insondables donde de momento hacía frío, al instante apretaba el calor, todo ello sin mirar, sin ver, como un ciego que ha perdido la cautela y se entrega sumiso a su deficiencia sin echar cuenta al resto de sentidos…”)

Hay que señalar también el que puede ser el defecto más notable de la novela, relacionado con ciertos anacronismos que el escritor no es capaz de evitar. Así no parece lógico que siendo uno de los ejes espaciales de la historia una sala de máquinas (“los chapolos” como se los llama en ella), donde se reúnen los chicos del barrio que pertenecen a los distintos grupos y pasan las horas jugando a las máquinas o al futbolín, se utilicen euros para jugar en ellos cuando es evidente que la importancia de estos lugares decayó por completo como centro de reunión (siendo sustituida por los cibers) una vez los Pc´s y las consolas invadieron los hogares españoles. Del mismo modo leemos como los personajes tienen que llegar a casa para llamar desde el teléfono fijo a sus amigos, o que los institutos aún mantienen cierta ilusión de libertad y en la hora que quieren los chicos pueden hacer una rabona para invitar a una chica a un café (cuando en la actualidad y, desde antes de la entrada en vigor del euro, son espacios propios de la pesadilla foucaltiana en los que los chavales son encerrados a primera hora y no pueden salir y entrar libremente.) El tema del euro va a complicar mucho la pretensión de los escritores de no ubicar sus historias en un tiempo concreto.

Pero que detalles nimios no oculten una novela cuya lectura es altamente recomendable para todos aquellos que quieran prescindir de las historias contadas de manera convencional y quieran adentrarse en el universo poético de Daniel Ruiz, cuya tercera novela está ya en camino y yo la espero con ilusión.

16 marzo 2009

Hasta cuándo

Hay opciones. Hay multitud de centros públicos a los que llevar a los hijos. Si a unos padres les obligan a llevarlos a un concertado pueden y deben exigir que en ellos se cumpla la ley. Tan sólo eso.

Sé que no es del todo justo cargar sobre los hombros de los padres la responsabilidad de defender la educación pública. Pero es increíble que sin pararse a pensar en las consecuencias que conlleva, metan a sus vástagos en centros concertados que pueden incluso estar absolutamente en contra de sus propias ideas, que ejercen la segregación social y practican de manera habitual el chantaje emocional a padres que si tuvieran a esos mismos hijos en un público estarían reclamando sus derechos de manera continua. Sólo por miedo, por mantenerlos alejados de los problemas que la televisión les cuenta que tienen los centros de titularidad pública, por la excusa del nivel académico (la mayor, la más increíble de las falacias argumentales) o para generar la ilusión de una diferencia social con los otros (eso sí, mientras la hipoteca ahoga).

El reportaje de Cuatro es sólo la punta del iceberg. Un ejemplo más de cómo la televisión podría ser un increíble y poderoso instrumento de denuncia pero que siempre, en todas las ocasiones, por la superficialidad en el tratamiento, la falta de pretensiones o de presupuesto, fracasa en su vertiente social.

Imaginad que se pudiera utilizar el presupuesto de un solo programa de La Noria (de esos en los que paga a delincuentes condenados como Roldán, Mario Conde o el antiguo alcalde de Marbella) en realizar una serie de reportajes de investigación sobre la educación en España. Ese podría ser el verdadero informe Pisa.

Son nueve minutos. Ahí estudian nuestros hijos. A salvo de contaminaciones.


03 marzo 2009

Imbecilidades mediáticas 2

Hoy en Público, en su (generalmente) estimable sección de Ciencias, se descuelgan con la siguiente noticia.

...

Si uno continúa con la línea de razonamiento de semejante titular uno llega a la sorprendente y transgresora conclusión de que....¡¡¡los niños que no saben nadar se ahogan más!!!... Increíble...

Y tener que esperar hasta principios del siglo XXI para saberlo... Hay que ver lo que se hace de rogar la ciencia a la hora de dar respuestas a semejantes conflictos diarios. Menos mal que nuestros periodistas están al tanto de la ciencia puntera mundial para informarnos de avances tan relevantes como éstos.

Lo sé, lo sé, me pasa lo mismo, estáis nerviosos ante las nuevas cuestiones que explotan en nuestros cerebros ante semejante revelación, preguntas que tras este estudio el ser humano ya está en disposición de contestarse interrelacionando múltiples variables y disciplinas científicas:

  • ¿Qué sucederá con un niño que no sabe nadar y que es abandonado en la mitad de un piscina olímpica?
  • ¿Y con un niño que sabe nadar pero se le abandona en mitad del océano?
  • Un niño al que un accidente dejó paralítico tras aprender a nadar, ¿tendrá más o menos posibilidades de salvarse que uno que no sabe manejarse en el líquido elemento si ambos son abandonados en esa misma piscina olímpica?
  • ¿Afecta el hecho de no poder respirar en las muertes ocasionales de pacientes asmáticos?
  • Si el corazón de un humano se para por completo, ¿hay posibilidad de que se muera?
  • ¿Existe alguna relación entre la ceguera de un conductor de coche y los accidentes que pueda tener en carretera?
  • Un suicida, ¿realmente quiere matarse?

En el antetítulo explican que se trata de un estudo insólito. Nada más lejos de la realidad.

Lo insólito es que un estudio idiota (y a lo peor interesado, ¿estará financiado por alguna escuela de natación?) salga reflejado en un periódico que pretende ser serio.

Me encanta el principio del ¿artículo?: Lo dice la ciencia...

Con dos cojones.

Pero, en fin, yo me he reído mucha esta mañana al leerlo.