28 abril 2012

Declaración de amor a un sueño moribundo

Cada día una nueva mala noticia educativa en Madrid viene a superponerse a la del día anterior. Confluyen como una superposición de ondas en interferencia constructiva, mostrándome la dura realidad que, lenta pero inevitablemente, me arrastra cada día más lejos de la profesión que elegí y con la que he sido extraordinariamente feliz durante los últimos seis años.

Yo nunca aspiré a ser profesor de instituto. Ni cuando fui adolescente, ni cuando me planteé el estudio de la carrera de Físicas, ni cuando elegí la especialidad de Astrofísica para licenciarme. Utilizaba con soltura los lugares comunes con los que los jóvenes denostan a estos profesores, vinculando su actividad con los folios amarillos, la desidia, el aburrimiento y la mediocridad. Lugares comunes, esos lugares que por creer conocidos no se investigan y dejan patente nuestra propia pobreza y pereza intelectual. Una vez acabada la carrera lo único que tenía claro era, en cambio, que no podía dedicar mi vida a la investigación científica porque implicaba una dedicación exclusiva a algo que estaba en las antípodas de lo que eran mis intereses reales. Aún me emociono cuando comprendo (o vuelvo a comprender) ciertos fenómenos físicos, me entusiasma asomarme a vislumbrar el porqué de tantos de esos sucesos que la naturaleza nos muestra, cada día me interesan más la filosofía y la divulgación de la ciencia, pero ya por entonces advertía con pavor la entrega monacal que exigía la especialización que suponía la investigación, y la competición miserable, la lucha no por conocer sino por pertenecer, no por comprender sino por sobrevivir en el mundo de la ciencia. Sólo he visto en otro lugar similares puñaladas a las que, dentro de la ciencia, los aspirantes al club se lanzan entre ellos: en el mundo de la literatura. Entre sonrisas, abrazos e hipócritas loas. Recién emparejado con la que hoy sigue siendo mi mujer, mi compañera, mi todo, decidimos seguir nuestra frágil aventura en Madrid, en la que era la ciudad de mis sueños, donde según mi imaginario todo sucedía porque todo podía suceder. Madrid nunca me ha decepcionado, al menos hasta ahora, me siento en casa como nunca me sentí en Sevilla, me siento identificado con su idiosincrasia, con su ritmo, con su autocrítica constante, con su capacidad de no ser nada mientra puede aspirar a ser todo. A pesar de su repugnante evolución hacia el conservadurismo político. Durante un par años vivimos al día, con lo justo, sin posesión alguna, sin compromisos ni ataduras, dando clases particulares a domicilio, disfrutando del enorme tiempo libre que nuestra falta de ambición económica nos otorgaba para vivir la ciudad, para leer, para sumergirme en el cine, para picar y picar en todo aquello que me llena, me interesa: sociología, economía, política, cine, filosofía, literatura… Experto en casi todo, especialista en casi nada, diletante profesional, incapaz de profundizar, feliz por ello, desgraciado a veces por lo mismo. Fue  una época feliz, libre, casi salvaje, donde el tiempo era eterno y el futuro sólo era algo que pasaba la semana siguiente. Poco a poco descubrí que era bueno, bastante bueno dando clases. Que me gustaba, que se me daba bien, que era la única actividad en donde nunca mostraba impaciencia, en la que en todo momento era capaz de de mostrar la empatía necesaria para ayudar a la comprensión del alumno. Tal vez había encontrado algo, tal vez podría tener la suerte de dedicarme a algo que me gustara y que me dejara cierto tiempo libre para seguir ocupándome de mis otras necesidades. Tuve suerte y, aprobando una y otra vez los exámenes de las oposiciones, pude optar a las migajas interinas que el sistema educativo madrileño permitía debido a la financiación ilegítima con fondos públicos de la enseñanza privada concertada. Fui profesor interino, con vacante cada curso, lo que significaba que cada año me convertí en el profesor de Física y Química (y Ciencias Naturales) de decenas de alumnos madrileños.

Desde el primer día supe que estaba exactamente donde debía estar. Desde que entré por primera vez en las aulas del IES Isabel la Católica, supe que había encontrado mi sitio, mi lugar en el mundo. Entonces yo no sabía nada de constructivismo, de grupos de trabajo, de la crisis de la clase magistral, de la discusión pedagógica sobre lo que debía significar la figura del profesor en el proceso de aprendizaje de los alumnos, de trincheras educativas, de lo que había supuesto y significaba, positiva o negativamente, la LOGSE en la memoria individual y colectiva del gremio docente... Lo que sí sabía, lo que supe desde el principio, era lo extraordinariamente sencillo que me era conectar con los alumnos, con sus problemas, con sus inquietudes, sus miedos, sus ambiciones. Y a partir de ahí ayudarles a interesarse por la ciencia y por el mundo partiendo de sus ideas y procurando alimentar sus sueños. Tal vez todo era muy simple, tal vez el significado de ser profesor fuera en el fondo mucho más sencillo que lo que tantos pedagogos se afanaban en complicar o tantos malos profesores se empeñaban en simplificar, tal vez todo se resumía en que había que respetar a los alumnos, escucharlos, empatizar con ellos, considerarlos merecedores de consideración intelectual y emocional y no por ello dejar de saber que el papel del profesor no era estar a su altura sino colocarse a su lado, ayudarlos a avanzar mientras tú te quedabas atrás, mientras ellos se alejaban en busca de la consecución de sus propios sueños. Hace tiempo que comprendí que ningún CAP, ningún Máster va a conseguir jamás que alguien que no sienta que eso es una verdad emocional, casi telúrica, puede llegar a ser un buen profesor. Podrá ser un buen profesional, tendrá los recursos para enseñar una materia, pero nunca será un buen profesor. Yo entendí rápidamente que mi papel, el papel del profesor, no tenía nada que ver con  impartir espectaculares y aburridas clases magistrales sobre la materia que enseñamos, sino mucho más con la apertura de puertas a otros mundos, científicos, culturales y emocionales a adolescentes hambrientos, desesperados porque alguien los tome definitivamente en serio, que entienda que, a pesar de los tópicos y de la infantilización a los que sistemáticamente se los somete, ellos son personas en proceso de transformación, camino de convertirse tal vez en aburridos adultos, como tantos, pero aún con la apasionante sensación adolescente de ser al mismo tiempo tan especiales y tan vulgares, de sentirse únicos en el mundo al tiempo que el más mediocre de sus habitantes. Capaces de iluminar con la luz más brillante para un segundo después comportarse de la manera más miserable.

Desde entonces no recuerdo un día que entrara en un aula con mala cara. La mala cara aparecía por la mañana, cuando me tenía que levantar de madrugada para poder llegar a tiempo al instituto. O al llegar a casa más allá de las cuatro de la tarde tras un día agotador. Pero nunca al entrar en el aula. He disfrutado siempre. Esa puerta, la puerta de cada aula, significaba adentrarme en una burbuja, en otro mundo, donde mis problemas, mis miedos, mis preocupaciones, las enfermedades o el contexto socioeconómico pasaban inmediatamente a un segundo plano. En este mundo las directrices estaban claras, los objetivos evidentes, la posibilidad de despiste inexistente, el camino marcado, todo tan fácil y siempre tan cerca del fracaso: cada clase como una función de teatro en la que lo que se hizo el día anterior no sirve para nada, una representación en la que no se puede fallar, trabajando como un director de orquesta, construyendo un show que permita el aprendizaje (el objetivo clave, siempre presente como eje director) para elevarse sobre una realidad educativa que induce al aburrimiento, a la desidia, a la reiteración de actividades clonadas… Cada mañana, cada clase, vista como un reto, siempre cerca del abismo, con los alumnos esperando ese error que les permita de nuevo desconectar y desentenderse, adaptándome a las radicales diferencias entre las decenas de grupos con los que he trabajado, disfrutando de su heterogeneidad, de las sinergias construidas, de las complicidades: la inmigración y los problemas sociales en el Isabel la Católica junto con un estupendo grupo de 4º ESO con el que empecé a aprender a trabajar como tutor; el salto a Fuenlabrada, al África con el 3º más complicado al que nunca me enfrenté y con otra tutoría de 4º muy especial, un grupo de alumnos tremendamente receptivos que me hicieron uno de los regalos de despedida más frikis y divertidos que, creo, nunca recibiré; los dos años en Colmenar de Oreja, en el Carpe Diem, mi exilio rural, que me permitieron por primera vez repetir en un mismo centro y conocer a una generación de alumnos estupendos, extraordinarias personas, muy especiales, que me acaban de invitar a su graduación, dos años después, en 2º de Bachillerato, y con los que aprendí el enorme bien que la educación pública puede hacer en estos lugares; el brusco cambio desde lo rural hasta lo urbano, volviendo a Madrid capital, al Iturralde, con otra tutoría de 4º con alumnos muy brillantes y comprometidos, con hambre atrasada, deseosos de aprender y de posicionarse en el mundo; hasta este curso, en el que he ido transitando desde Becerril hasta Torrejón a la espera de lo que me destine el final de curso, desde trabajar en el Juan Ramón Jiménez con enorme esfuerzo y empatía con alumnos al borde del abandono educativo hasta encontrarme en el Palas Atenea con un 1º de Bachillerato que ha sido el grupo de alumnos más dinámico, divertido y brillante que jamás haya tenido... Años intensos, grupos dispares, cientos de alumnos cuyos nombres voy poco a poco olvidando, cuyas caras se difuminan con el tiempo, pero que tienen un enorme significado porque forman parte de mi vida.

No me engaño. Parafraseando a una de mis películas favoritas mi sensación es que todas estas experiencias se irán como lágrimas en la lluvia. No es éste un post reivindicativo, ni político. Otros lo han sido y otros lo serán. No, éste es una declaración de amor. De amor a una labor en la que he encontrado mi lugar, mi equilibrio, la sensación de ser útil a personas reales e identificables, en la que he encontrado la posibilidad de vivir mi vida sin sentirme excesivamente sucio, ni deshonesto, una labor en la que no debía traicionarme para conseguir el dinero con el que sobrevivir en esta sociedad. Una labor por la que siempre llego absolutamente reventado a casa, que me ha hecho descubrir el sabor amargo de las migrañas, que llena mi cabeza, me exige y me tensiona cada día pero que también me ha permitido conocer a gente extraordinaria, profesores que a día de hoy se han convertido en algunos de mis mejores amigos. Este post lo escribo para mí, para recordarme por qué debo seguir luchando, para no olvidar los motivos por los que perseverar contra viento y marea aún merece la pena, para recordar a esos alumnos con los que he trabajado, ésos que creían que eran ellos los que estaban aprendiendo conmigo mientras era yo que el cada día, gracias a ellos, era mejor persona.

Esto no es más es una declaración de amor en tiempos de guerra.

A pesar de todo.

6 comentarios:

  1. Preciosa entrada. La emoción que transmites en ella creo que la comparten muchos buenos profesores, pues considero que no todos los que están en este sector lo son (desgraciadamente me he encontrado con unos cuantos de estos). Gracias.

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  2. Siento lo mismo que tú, gracias por compartir tu reflexión y recordarnos lo afortunados que somos por dedicarnos a esto. Tus palabras son luz entre tanta oscuridad... Ánimo y suerte.

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  3. Gracias a las dos por vuestros comentarios. Me alegro de que os gustara lo escrito.

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  4. Hola Pepe, he leído el post con bastante intensidad, pero ¿no estarás enfocando un poquillo mal todo esto?. Que lo que está pasando es horrible, qué es una putada, que no te lo mereces... eso no lo discuto, pero trabajar en otro sitio no publico o semipúblico no es traicionarse a si mismo para ganar el sustento. Todo depende del foco con el que se miren las cosas. Ánimo COÑO que te queda mucha guerra que dar en la enseñanza hombre..esto no acaba aquí...los valores de la enseñanza están por encima de eso, no crees?
    Venga somos muy jóvenes para estar tan derrotados.
    Un besote desde BCN
    Sara

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    1. Gracias por los ánimos, Sara, pero no comparto contigo la lectura que haces del post. Desde luego yo no lo entiendo así, ni pretendía dar esa impresión,no me veo en absoluto derrotado, tengo demasiadas ganas aún de seguir en la brecha, precisamente porque merece la pena a pesar de los obstáculos.

      Un abrazo

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  5. Eso es ser profesor!!!Lo sabemos los que lo sentimos...Qué bonita la frase 'no es ponerse a su altura, es avanzar con ellos'...Qué gran verdad tan poco entendida!!...Mucha suerte en tu camino...Ojalá sigas teniendo la oportunidad de ser siempre profesor :)

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