La observo a través del cristal del vagón del tren que acaba
de detenerse en el andén de enfrente. Su cara, surcada por las arrugas de una
vida sin retoques de imagen, revela que ha superado ya, sin duda, los cincuenta.
Viste con la informalidad que solo permite la seguridad en una misma, y su
pelo, cortado a media melena, absolutamente cano, lo recoge sobre su espalda
mediante una simple coleta. De repente, justo mientras el tren empieza a frenar
en la estación, apoya la cabeza lentamente, con una extraña ternura, sobre el
hombro de su pareja. Una leve sonrisa asoma a sus labios y su rostro, mientras se
acomoda sobre el cuerpo de él, transmite una inusual y perturbadora mezcla de afecto,
abandono, sosiego y seguridad. Su pareja, un hombre corpulento, con el pelo
negro y corto, que aparenta acabar de superar los cuarenta, nunca podrá ver lo
que yo acabo de presenciar, solo sentirá cómo la cabeza de ella se apoya sobre
su hombro, como tantas otras veces, incapaz de vislumbrar cómo para ella la
complejidad del mundo, de la historia, de sus vidas, acaba de desaparecer
durante una fracción de segundo. La felicidad es un acontecimiento, tan
inesperado como efímero. Un instante. Y justo cuando piensas que todo deja de
importar, que nada podrá ser ya igual, te das cuenta de que la vida continúa,
de que es imposible aferrarte a un momento que ya no existe, que tan solo es ya
un recuerdo, tal vez un desvarío más de la memoria. El tren se vuelve a poner
en marcha, él la obliga a separarse de su cuerpo, rompe el espacio-tiempo, le
comenta cualquier banalidad, ella ríe de manera forzada. Sólo le quedará el
recuerdo. No estará segura de él.
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