En esa amalgama social a la que llamamos izquierda
convivimos una enorme diversidad de personalidades con diferentes aspiraciones,
necesidades, prioridades y emociones que terminan cristalizando en una masa de
votantes extrañamente heterogénea, en la que aparecen desde esas pijas amantes de la homeopatía y los baños de bosque hasta esos viejos que apuran su vida
ahogados en un machismo miserable mientras proclaman seguir siendo comunistas. Nada
nos une con más fuerza a mucha de esa gente de izquierdas que elude el sufrimiento económico del día a día que la vanidad, cierta superioridad
moral que no podemos nunca dejar de translucir, una manera de mirar al mundo con
la que satisfacer nuestros egos y (sobre)valorar nuestros sesudos análisis sociopolíticos.
Lo cierto es que esta actitud tan solo sirve para distanciarnos de esa realidad
que creemos desentrañar tan lúcidamente, elevarnos sobre ella para no
mancharnos y, de esta forma, impedir cualquier posibilidad real de acercarnos al
dolor diario de ese pueblo, de esas clases populares a las que decimos defender
e, incluso, de manera arrogante, representar. Hasta cuando votamos pretendemos distinguirnos, diferenciarnos, advertir a los demás, a los que deberían ser
nuestros compañeros y a los que deberían ser nuestros enemigos que
nuestro voto tal vez sea como el suyo o tal vez sea contrario a él (la verdad es que para algunos
eso es lo de menos), pero que nosotros lo hacemos desde
nuestra atalaya moral, desde una posición de superioridad intelectual,
con la nariz tapada, con condescendencia, como mal menor, a sabiendas de que
los que nos han de representar no estarán jamás a nuestra altura. Al final, lo
único que dejamos claro es que, en ocasiones, para muchos de nosotros, nuestra
posición (radical) es más estética que ética y que en el fondo no somos
peligrosos. Y los que lo tienen que saber lo saben, claro. Y se descojonan.
Entre todo los tipos de miembros de nuestra tribu hay uno que últimamente
me subyuga en particular, uno en el que no puedo dejar de pensar. He decidido
llamarlo el apocalíptico integrado. En los últimos años me he encontrado
personalmente con varios, también los he leído en redes y ensayos. Suele ser gente
preparada, con lecturas, que ha reflexionado de manera cabal sobre política y
sociedad; son tipos formados, cultos, intelectualmente atractivos, potentes,
pero que no pueden evitar mirar por encima del hombro a todo lo que huela a
intentos de reformismo, a mejoras parciales, a parches que ellos desdeñosamente
califican como buenistas. Son aquellos a los que el Tony Judt de Algo va mal
les provoca una urticaria mortal, al tiempo que la apelación a sus últimas ideas
provoca la aparición de una sonrisa de desprecio en sus caras. Aprovechan
cualquier error de la izquierda política representativa para reforzar sus
tesis. Se alimentan emocionalmente de las contradicciones que han de asumir
aquellos que, pretendiendo ser de izquierdas, detentan de manera precaria el poder.
Han llegado a una conclusión que pretenden hacer pasar por "científica":
no hay solución dentro del capitalismo. El capitalismo destruirá siempre cualquier
alternativa que pretenda modificarlo o matizarlo sin eliminarlo. Sus razones son de peso, sus argumentaciones
impecables, sus diagnósticos inapelables. Desprecian cualquier intento de
reforma aunque mejore parcialmente las condiciones de vida de los mas
desfavorecidos; pertenecen a una élite intelectual fantasma a la que nadie
presta atención pero que sobrevive políticamente alimentándose de sus propias
expectativas. Ante cualquier circunstancia social siempre encontrarán un motivo
para reafirmarse en su planteamiento radical original, ese que les permitirá
diferenciarse, encontrar razones para el nuevo fracaso reformista, evaluar de
manera condescendiente los resultados de ciertas políticas sociales y
refugiarse en la ironía cobarde, en el sarcasmo estéril, sin aportar más
solución que una fantasmagórica teoría del colapso como elemento regenerador de
una sociedad enferma de capitalismo. Incapaces ya de vislumbrar esa implosión
capitalista que predijeran Marx o Rosa Luxemburgo, ahora prefieren especular
con un próximo colapso climático, con una naturaleza implacable que vendrá remediar
nuestra incapacidad revolucionaria, una naturaleza esquilmada que derrotará al
capitalismo a través de una crisis ecológica que la arrogante ciencia humana
no será capaz ya de contener.
Conversar con un apocalíptico integrado es siempre un placer.
Leerlo siempre es una puerta abierta al conocimiento. Su bagaje cultural y su curiosidad
le permiten no solo estar al tanto de lo que se pensó en el pasado sino también
de lo que el actual presente convulso plantea. Lo que resulta sorprendente es
que, en el fondo, poco de todo eso le importa. Ha decidido levitar en el vacío,
no ensuciarse en el fango de la realidad, no tener que enfrentarse a ninguna
contradicción. El apocalíptico integrado de izquierdas ha decidido detener el
tiempo, salirse del mundo, no cree necesario ya involucrarse en ninguna lucha,
solo resta esperar a ese horror que se avecina y que, en su inconsciencia, termina
invocando en sus discursos. Se ha convertido en un milenarista absurdo a la espera
del gran colapso social. Su horizonte de futuro solo contempla el fin del
capitalismo a través del final de un planeta que, según ellos, siempre está al
borde del abismo ecológico.
La radicalidad de su planteamiento intelectual haría pensar
que, descartado un inútil activismo subversivo o terrorista, la vida de estos
apocalípticos integrados se convertiría en una ascética espera de un final
inevitable o en un desquiciado intento de proteger a los suyos de la convulsión
social que acarrearía ese colapso ecológico que consideran inevitable, al
estilo del protagonista de Take Shelter, la magnífica película de Jeff Nichols.
Pero no. Aquí aparece la paradoja. Sus vidas, extrañamente, no reflejan ninguna
de sus convicciones: se casan, tienen hijos (a los que según ellos abocan a un
futuro terrible), trabajan cada día como todos, se convierten en funcionarios,
aceptan convenciones sociales conservadoras y degradantes, se relacionan con
suegros fachas o liberales, participan del consumismo occidental, mantienen
amistades con machistas y reaccionarios en nombre de lealtades inextricables...
¿Realmente desean que este mundo, como aseguran, se acabe? Y si no se va a acabar próximamente, ¿es honesto despreciar continuamente cualquier intento de construir socialdemocracias (siempre defectuosas) que mejoren las condiciones de vida de los más jodidos?
Reconozco que disfruto con ellos. Disfruto de su
conversación, de sus agudos análisis de la realidad, admiro su inteligencia. A
veces, incluso, en ciertos momentos de debilidad, envidio su calculada
indiferencia hacia una realidad con la que nunca se ensucian, pero no puedo evitar poner siempre cierta distancia emocional con ellos, mantener cierta
frialdad hacia ellos, procurarme cierta protección frente a unas ideas que
parecen sugestivas pero que, finalmente, tan solo son enormemente cómodas. No puedo
evitar que el fantasma del postureo aparezca ante mis ojos, que haya algo que
nunca termine de encajar entre el discurso intelectual y la realidad vital. Al final, siempre termino encharcado en una de mis obsesiones, la coherencia, la puñetera coherencia.
Buenísimo.
ResponderEliminarBuenas tardes,
ResponderEliminarCreo que eso que usted entiende por apocalíptico integrado se puede categorizar como una especie dentro del género nihilista. Es curioso que usted no contemple mujeres en esa especie y les acuse de machistas. Le aseguro que hay muchas mujeres apocalípticas integrada que salen en el Hola, por ejemplo. Yo creo que todo este tipo de epifenómenos posmodernos están ocultando la auténtica izquierda ilustrada, moderna (que no posmoderna) que sabe que el generismo es antifeminista y anticientífico y, por tanto, niega una parte fundamental del progreso social, humanitario. Su artículo me ha parecido interesante y no he perdido el tiempo disfrutando de su lectura. Un saludo.