Hace
ya casi quince años que me fui de Colmenar de Oreja. Estuve
como interino durante dos cursos en el SIES de la localidad. Fueron dos cursos excelentes en lo laboral y en lo personal pero todavía hoy recuerdo con una sonrisa (de miedo) en la boca aquellos trayectos en autobús (aquel
mítico 337) para llegar hasta
allí, las más lejana población en la que he trabajado en Madrid: una hora de autobús diaria de ida y otra de vuelta que dieron mucho de sí. Sobre todo, un enorme cansancio, claro.
Hace
un año, mientras comía en Buitrago del Lozoya, a donde había ido aprovechando un puente, noté que
un chico me miraba desde otra mesa con extraña insistencia. Notaba su mirada
desde lejos sin acabar de comprender qué podía despertar su curiosidad hasta
que, finalmente, se acercó directamente a mi mesa y me dijo:
—Disculpa,
¿tú eres Pepe, no?
Todos
los docentes sabemos lo difícil que es recordar los nombres de antiguos
alumnos. Incluso olvidamos muchos de los del curso pasado si no vuelven a ser alumnos nuestros al curso
siguiente. Y más los que, como interinos, hemos cambiado de centro con cierta asiduidad . Cada año aprendemos decenas de nuevos nombres e, inevitablemente, vamos olvidando otros tantos. Pero podemos olvidar sus nombres, no
sus caras, sus gestos, su forma de mirar, sus sonrisas. Aunque este chico ya rondaba los 30 años.
—Sí,
soy yo, claro... y seguro que tú fuiste alumno mío, ¿no?
Nos
empezamos a reír y me aseguró que desde que me había visto en la mesa había
pensado que era yo pero que hasta que no había hecho un gesto característico
mío con el pelo no había estado seguro. Mi mujer, también presente, se reía.
Sabe que cuando hablo y me explayo (y más en clase) siempre termino tocándome el pelo mientras intento explicarme. Finalmente, el chaval se identificó y
una avalancha de recuerdos regresaron de golpe a mi cabeza.
Le
había dado clases en la ESO. Por entonces, era un alumno que rozaba la conflictividad
y mostraba siempre un punto de desafío hacia sus profesores pero también tenía un
corazón que no le cabía en el pecho. Y dibujaba como los ángeles. Recuerdo cómo
le animábamos a estudiar y cómo discutíamos por entonces sus profesores las mejores
estrategias para que siguiera estudiando.
Lo último que había sabido de él era que había titulado la ESO y que, animado por todos, había decidido
matricularse en el Bachillerato de Artes en un instituto de Madrid, el IES
Isabel la Católica. Ahora le iba a tocar a él esa hora y media diaria de ida y de
vuelta, en transporte público, para continuar con su formación. Allí, de pie, sin
dejar de sonreír, me completó su historia: me contó que acabó el Bachillerato y
siguió formándose. También me contó que ahora estaba trabajando en la
producción de una serie que se estaba rodando allí, en Buitrago del Lozoya, en
este pueblo en el que casi 15 años después habíamos vuelto a encontrarnos.
Transmitía la misma energía contagiosa que cuando era un chaval y, aunque iba
con prisa, empezó a hablarme de los "viejos tiempos".
—No
sabes lo que nos acordamos de ti, Pepe, nos cambiaste la vida.
Sin
darse cuenta, como si estuviese hablando del tiempo, el hombre en el que se
había convertido aquel chaval al que yo enseñé durante tan poco tiempo, hace ya
tanto tiempo, me soltó ese halago que un docente nunca espera.
Siguió
hablando, riéndose, mientras recordaba su época de chaval en el instituto, las que había montado, cómo se había dado cuenta de que tenía que
seguir estudiando y también cómo recordaba haber empezado entender lo de la FyQ
conmigo. Yo diría que solo le di clases en 3º ESO. Me habló de sus amigos del pueblo, que también habían sido mis alumnos,
y cómo iban a alucinar cuando les contase que me había visto.
Nos
despedimos sin más. Felices. Me alegró la tarde. En un año terrible en lo
personal, pocos días después de la muerte de mi madre y apenas dos meses
después de la muerte de mi hermano Juanma, un reconocimiento espontáneo como el
suyo me llegó al alma.
Solo una cosa de aquella conversación recuerdo con tristeza: no
pude evitar tener presente en todo momento, durante la conversación, a Fernando.
También fue su profesor allí pero no fui capaz de contarle nada sobre él y
sobre lo que le había pasado.
2 de febrero. Un año ya sin ti. No pude
escribirte cuanto te fuiste, no fui capaz, no me salió. Demasiado dolor.
Demasiado cansancio. Ahora el calendario asegura que se cumple un año de tu
muerte, pero a mí todavía me parece que fue ayer cuando recibí la llamada que
me anunció que por fin, definitivamente, habías dejado de sufrir.
Estos días, mientras se acercaba esta fecha, me he permitido
volver a ti con más asiduidad, he regresado a tus fotos, tus mensajes, he vuelto a escuchar
algunos de los audios que me enviaste desde la residencia, cuando ya casi no
podías hablar y, sobre todo, me he permitido liberar esa memoria que mantengo
siempre restringida para poder regresar al pasado sin caer en la nostalgia. Se
suele confundir nostalgia con memoria.
Creo que es un error vivir instalado en una nostalgia que trata de detener el
paso del tiempo e impide disfrutar del presente. Pero también considero
equivocado vivir de espaldas al pasado, intentar dejar atrás lo que pasó, sin
recordar a los que fueron, para construir una vida en presente continuo.
Mientras te recordaba, te buscaba y te lloraba volví a
algo que te escribí hace más de tres años, cuando el Alzheimer ya había
arrasado contigo, cuando ya entendí que te habíamos perdido aunque tu cuerpo
decidiese traicionarte y mantenerte con vida dos terribles años más. Al leerlo,
me di cuenta de que ahí estaba ya escrita mi despedida de ti, estaba esbozado
lo que habías significado en mi vida y lo mucho que ya te echaba de menos. De
manera que he vuelto a ese texto para reescribirlo y volver a sentirlo, volver
a sentirte, volver a estar contigo un rato más hoy, cuando se cumple un año de
tu muerte.
Echo de menos tu voz, mamá. Echo
de menos tu risa, echo de menos tu verborrea continua, tu apoyo incondicional a
cada paso que di. Echo de menos tus besos, cómo echo de menos tus besos, esa
ráfaga de amor que convertía en eternos esos segundos en los que tus labios
parecían ser incapaces de separarse de mi mejilla. Echo de menos no poder
reposar una vez más, como tantas veces desde niño, mi cabeza en tu pecho para
olvidarme de todo durante unos instantes mientras acariciabas mi pelo
suavemente.
Echo de menos no poder llamarte
por teléfono, algo tan idiota como eso, algo que un idiota como yo jamás
consiguió hacer de una manera constante durante los años que ya no volverán. Me
resulta insoportable algo tan banal como saber que nunca más podré empezar a
cocinar y llamarte porque he olvidado alguno de los pasos de alguna de aquellas
recetas que anoté en aquel verano que lo cambió todo, el verano del 99, cuando
decidí romper con tantas cosas y marchar a Tenerife para irme de casa con la
excusa de estudiar Astrofísica. A veces releo ese ajado cuaderno azul con el
que te perseguí tantas mañanas de aquel caluroso verano sevillano para
obligarte a poner números a tus puñaditos de sal, perejil o
pimentón y me sorprendo sonriendo mientras te veo hoy, como si fuera ayer,
dirigiendo con mano firme, inmune al desaliento o la queja, aquel caos que
siempre fue nuestra familia. Y sí, hoy mis lentejas, mi cocido y mis
patatas cocidas son las tuyas. Clonadas. Desde entonces. Tan solo una vez
hice coliflor rebozada, mi plato
favorito de todos los tuyos. Fracasé. No era lo mismo. Todavía no me creo que
jamás volveré a comer esa coliflor.
Echo de menos hacerte reír, mamá.
Madre mía, cómo echo de menos hacerte reír. Por algún motivo, entre tantos
hermanos, dentro de aquella tribu de nueve hijos que demandaban continuamente tu
atención y tu cuidado, siempre me sentí especialmente querido por ti. Tal vez
fue mi infancia enfermiza, esa que te obligó a pasarte noches y noches en vela
cuidando de aquel niño enclenque que respiraba como Darth Vader pero
soñaba con correr, como Gordillo, la banda del Benito Villamarín. Me
gusta pensar que también tuvo algo que ver sentirte respetada, querida y
cuidada en los tiempos que, ya como adulto, pasé junto a ti. Libre, seguramente
de manera poco justa, de cargas y de responsabilidades familiares, cuando
estaba contigo solo te disfrutaba y siempre tuve la impresión de que tú hacías
lo mismo conmigo.
No sé si les ha pasado a otros
pero recuerdo cómo, cuando era niño, algunas noches imaginaba, antes de dormir,
la posibilidad de tu muerte. La posibilidad de que no estuvieras, la
posibilidad de tu ausencia. Recuerdo el dolor que sentía cuando mi imaginación
se desbordaba y el escenario mental me superaba. Recuerdo el miedo, el pánico a
que dejaras de estar. Nunca me pasó con papá, pero imagino que eso es algo que
nadie mejor que tú puedes entender, mamá. Mi infancia fuiste tú, tu presencia
sanadora, tu cuidado y tu amor incondicional. Ese que nunca dejé de sentir en
ningún momento de mi vida.
Sabes que siempre fui
tremendamente crítico con la familia. Mucho. Con el concepto de familia como
institución social y con nuestra propia familia en particular. Como en tantas
otras cosas, me equivoqué. Creo que habrías estado orgullosa de cómo los
hermanos fuimos capaces de superar el brutal desafío que tu situación y la de
Juanma supusieron desde el verano de 2021 hasta vuestras muertes. Lo hicimos
bien. Lo hicimos bastante bien, dadas las circunstancias. Aunque hayan quedado
heridas que tardarán en cicatrizar y nos hayamos aislado un tanto los unos de los otros
durante este año.
Echo de menos nuestros largos
paseos por la playa, cuando caminábamos juntos, de la mano, hasta ver aquella
casa a medio construir con cuya historia siempre especulábamos y cuya visión suponía
el aviso de que ya tocaba darnos la vuelta y regresar junto al resto de la
familia. Tengo guardadas en mi memoria, como oro en paño, algunas de las conversaciones
que tuvimos durante aquellos paseos. Los hijos nunca conocen del todo a sus
padres, hay demasiado de su pasado que nunca alcanzamos a comprender, pero creo
que nunca estuve más cerca de intuir algunas de tus motivaciones vitales como
durante aquellos paseos.
Este año ya no fui a Sevilla por
navidades, mamá. Para qué. Ya no nos queda ni nuestra casa, tu casa. La
vendimos a los pocos meses de tu muerte. Hemos perdido el último reducto físico
familiar que nos unía a todos. Ahora también echo de menos tener la posibilidad
de volver allí, volver a pasear por las habitaciones rememorando mi infancia y
adolescencia, volver a sentarme en aquella terraza, como tantas veces hice
junto a ti, mientras caías rendida cada siesta y dormitabas bajo los rayos del
sol.
Ya no habrá más navidades todos
juntos, no volverá a haber otro 24 de diciembre en el Aljarafe sevillano, en
nuestra casa, contigo y con algunos de los hermanos, cenando pavo y
champiñones. No volveré a ver cómo nos callas a todos y nos echas del salón
para ver el mensaje del Rey, ni cómo nos mandas cortar jamón para los
cuñados, ni cómo te fumas ese cigarrito anual que convertías en evento
mientras te bebías ese anisete que solo te permitías en estas fechas. No
volveré a disfrutar de ese momento, cuando la noche empezaba a alargarse y te
vencía el sueño, en el que antes de irte a la cama nos advertías veinte veces de
que teníamos que quitar el brasero (joder, mamá, para cuándo ibas a dejar de
usar ese puñetero brasero) mientras algunos empezábamos ya a viajar a otra
dimensión en los brazos del alcohol.
El puto Alzheimer nos dejó sin
ti. En tan poco tiempo. Desapareciste en vida. Estabas pero ya no estabas.
Hasta que hace un año te fuiste definitivamente y, al menos, dejaste de sufrir.
Un año ya.
Te echo tanto de menos.
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Pienso en todos esos jóvenes (y no tan jóvenes)profesores que se incorporan a nuestras aulas
cada curso y cada día me parece más trascendente esta cuestión sobre la que hoy
escribo.
¿Depende tanto la gestión de esa aula de la ESO del
carácter, carisma y disposición personal del docente como para que, tal vez, no
se pueda enseñar a hacerlo? Esta pregunta enlaza con otra que no se puede
ignorar aunque levante alguna ampolla y cuyo origen son las experiencias que
nos transmiten los que hace muy poco fueron alumnos del Máster de Secundaria y
llegan a nuestras aulas ya convertidos en docentes: ¿puede enseñar a gestionar
un aula de la ESO quien nunca lo hizo o el que dejó de hacerlo hace ya mucho
tiempo (seguramente para eludir contradicciones vitales)?
Creo que sería absurdo negar la existencia de una serie de
pautas que se pueden transmitir y se pueden interiorizar para mejorar la
gestión de un grupo de adolescentes en el contexto de la enseñanza de una
materia de la ESO. En este post que enlazo, por ejemplo, recopilé 10 consejos
básicos para cualquier docente novato que empieza a enseñar en cualquier
instituto. Pero de lo que hoy hablo en este post es de algo más sutil,
diferente y complejo.
¿Qué te permite, como docente, construir las condiciones
previas en tu relación con los alumnos para que tu labor, con la metodología
que elijas para enseñar, pueda resultarles útil?
He leído mucho sobre el asunto pero hoy escribo desde una
óptica básicamente experiencial, casi intuitiva, desde esas vivencias
compartidas por tantos de nosotros, docentes, que vivimos cada día de nuestras
vidas laborales en los institutos. Cuando cada minuto que se pasa en un centro
educativo se vive en un estado profesional de alerta y atención continua (habría
que plantearse la cantidad de compañeros que "no se enteran de nada",
ese primer paso hacia el abismo, hacia el fracaso profesional) se termina
conociendo e intuyendo con relativa facilidad cuáles de tus compañeros enseñan
con cierta garantía de éxito y cuáles van a tener problemas curso tras curso,
sean quiénes sean los alumnos que les toquen.
Hay una serie de docentes, siempre de diverso pelaje
pedagógico (la pluralidad de estilos docentes supone una enorme riqueza de la
enseñanza pública que está permanentemente amenazada no solo por absurdas leyes
educativas sino también por la fiscalización extrema de los militantes de la
#EnsoñaciónPedagógica), que construyen una relación con sus alumnos y
establecen un ambiente de aula que les da la posibilidad real de enseñar y que
sus alumnos aprendan con ellos. Resulta tan curioso como conmovedor ver cómo
algunos de ellos lo consiguen desde una educada distancia emocional, que desde
fuera puede resultar extrema, mientras que otros alcanzan su objetivo desde una
cercanía personal que en ocasiones parece situarlos al borde del error
profesional. No importa realmente cómo lo consiguen: curso tras curso, esos
docentes realizan una labor profesional impresionante, nunca suficientemente
reconocida, casi siempre en la sombra, asumiendo que su forma de ser y lo que
consideran que debe significar la educación determina su trabajo diario pero
que todo empieza y termina en un objetivo educativo irrenunciable: la exigencia
académica. Porque a veces, tal vez demasiadas veces, se elude esa cuestión: los
docentes estamos en los centros educativos para enseñar y para que nuestros
alumnos aprendan. Estamos en los institutos para enseñar y para que nuestros
alumnos, tras nuestro trabajo, tengan una base suficiente de conocimientos que les permita seguir formándose al año siguiente. Somos una gota de agua en su vida
formativa pero no podemos convertirnos en un obstáculo, por acción u omisión,
en el derecho que tienen los adolescentes a adquirir una cultura básica y una
formación suficiente. No nos pagan (o no deberían hacerlo) solo para acompañar
y cuidar emocionalmente de nuestros alumnos. Nos pagan para que, acompañando y
cuidando emocionalmente de nuestros alumnos, consigamos que aprendan los
contenidos de nuestras materias y adquieran una serie de conocimientos como único
camino intelectualmente respetable para la obtención de ciertas
competencias.
La mayoría de alumnos son, casi siempre, perfectamente
conscientes de la calidad de esos docentes. Los aprecian y los defienden. Aunque
a muchos otros docentes y a otros muchos expertos les fastidie ese
reconocimiento y, dependiendo hacia qué tipo de docente se manifieste, siempre
encuentran razones espurias para impugnarlo.
Mi hipótesis, por tanto, es que existen ciertos arquetipos
docentes que demuestran de forma persistente su éxito en el aula. Ojo, habría
que explicar qué entiendo como "éxito". Para mí, tiene una raíz
radicalmente prosaica. Me explico: tan lejos de Keating y su irresponsable mesianismo
docente como sea posible.
Entonces, siguiendo esa idea, no debiera ser difícil, si nos
alejamos de prejuicios pedagógicos, compilar experiencias y establecer las
condiciones previas, en relación a la gestión de grupo, que un docente ha de
conocer para construir una relación con sus alumnos que le permita enseñarles con
cierta garantía de éxito, pero...
Pero luego llega la realidad y te da esa hostia que destruye
hasta la ensoñación pedagógica más modesta. Esa por la que uno lucha cada día. También
la de intentar mejorar un poquito el día a día de tu propio centro, o mejorar
la formación de los grupos a los que das clases, o tan solo que las cosas en tu
tutoría funcionen. Porque no se puede enseñar a nadie a ser lo que no es y lo
que le funciona a un docente se convierte en un estrepitoso fracaso para otro.
He tenido grupos complicados a los que conseguí enseñar con un
extraordinario esfuerzo. En una ocasión, nos convocaron a una reunión a los
docentes de un grupo muy difícil para buscar soluciones colectivas. De manera
extemporánea, sin ninguna maldad pero con muy poco tacto, la jefa de estudios
me pidió que explicara al resto de mis compañeros, que se veían impotentes ante
el grado de disrupción del grupo, "cómo lo hacía yo" para mantener
mis clases en un silencio activo mediante el que yo era capaz de enseñar y los
alumnos eran capaces de aprender. Me encontré, de repente, balbuceando lugares
comunes y consejos que terminaban siendo ridículos en el contexto relacional
que mis compañeros tenían con esos alumnos. Mis compañeros sufrían
extraordinariamente cada clase con ellos y lo que yo les decía no podía cambiar
eso. No me siento todavía hoy capaz de reprocharles nada a pesar de algunos de
sus errores: la propia Administración y la sociedad en la que vivimos habían
decidido que aquel centro fuera el gueto educativo de aquella población, y las
consecuencias de esa decisión puede que fuera algo con lo que aquellos docentes
debían convivir por exigencia laboral pero no suponía, ni de lejos, que ellos fueran
los responsables finales del fracaso educativo y el estigma social al que estaban
sometidos aquellos alumnos (las víctimas reales de todo aquello).
Es el momento de completar la hipótesis anteriormente
planteada: sí, existen ciertos arquetipos docentes que demuestran, de forma
persistente, su éxito en el aula. Pero, ¿son tan fáciles de replicar como
algunos pretenden desde sus despachos universitarios? Me temo que no.
La docencia en la ESO es complicada y en ella entran en
juego matices personales, sociales y emocionales que no se pueden obviar. Tengo
la sensación de que la investigación académica tiene muy poco en cuenta
el factor humano en la construcción de sus relatos educativos. La experiencia
parece demostrar que existen una serie de rasgos de carácter que facilitan
enormemente la labor docente y que, por mucho que se construyan
"formaciones", se puede atenuar las consecuencias de no disponer de
ellos pero, en ningún caso, se consigue replicarlos. Es lo que hay.
No hay nada más alejado de esos rasgos de carácter
que comento que la idea de "vocación" que algunos nos venden como
trasunto laico pedagógico de la iluminación religiosa. El cementerio del
fracaso docente está repleto de profesores con una enorme vocación.
Suelen ser carne de cañón.
Entonces, ¿qué hacemos? A veces, no es necesario mantener y
defender una opinión tajante sobre algo cuando la realidad te demuestra cada
día la imposibilidad de construir una generalización intelectualmente
consistente. Hay que ser humilde. Entender la complejidad. Asumir las
contradicciones.
Creo que es posible dar a conocer a los nuevos docentes ciertas
pautas que les permitirán no cometer errores absurdos en la gestión del aula.
Hay cosas que veo cada curso en ciertos compañeros que me parecen alucinantes y
completamente indefendibles. Pero también hay que aceptar que no existe nada
que les garantice que un grupo de alumnos les vaya a hacer caso como docentes.
Hagan lo que hagan.
Por último, también considero que resulta imprescindible hacer entender a la
sociedad que la docencia es un trabajo más y a ningún docente se le debería exigir
ninguna heroicidad, tan solo profesionalidad. El hecho de que en algunos centros de la enseñanza publica se terminen necesitando unas habilidades docentes especiales y se noten demasiado los defectos profesionales de algunos profesores es tan solo la consecuencia final de la endémica falta de recursos de la enseñanza pública y de la lacerante segregación socioeconómica que la doble red concertada/pública permite y fomenta.