Cumple 70 años, siete décadas de existencia,
de lucha. Nacida en la oscuridad y la miseria de la posguerra española, casada
apenas con veintiuno, diez hijos, mis hermanos y yo, una vida entregada, de otra
época. Tres hijas muertas: una al nacer, Alicia, el fantasma familiar, cuyo
nombre lleva ahora una de sus nietas; las otras dos, Mercedes y Mari,
masacradas en la treintena por el monstruo, por el puto cáncer, que truncó el futuro y convirtió la
vida en un presente continuo para el resto. Y un marido, mi padre, siete años
mayor que ella, extraño y contradictorio, que apenas le duró hasta los sesenta y cinco. Es
una superviviente, de la vieja guardia, pertenece a otro mundo, a un mundo que
se desvanece ante nuestros ojos, que desaparece para siempre, con otros códigos
y diferentes expectativas. Ha envejecido sin que me dé cuenta, sin que lo note
ni lo acepte. Tampoco ella. Y eso le da vida, le permite seguir jugando una
prórroga eterna. Aunque pasen los años. Y la tentación de claudicar a la
tristeza se agigante y sea cada vez más seductora.
La recuerdo envuelta siempre en
colores vivos, reflejo de una vitalidad abrumadora, negándose al negro
depresivo y autocompasivo al que sucumbió su madre, dispuesta siempre a la risa
fácil, a la charla ocasional que se transforma en infinita, incapaz de comprender
motivaciones vitales que excedan los límites marcados por la defensa de su
prole, de su legado, de lo que ha sido, tal vez sin ser muy consciente de ello,
su más importante proyecto vital. Testaruda, con carácter, visceral y emotiva. Nunca
lo suficientemente valorada ni respetada. Ni por su marido ni por sus hijos. Y
qué decir de una sociedad que sólo la vio siempre como una ama de casa cuyo
criterio era de escaso valor. Nada más lejos de la realidad. No he visto jamás
en nadie la capacidad de adaptación y de evolución que ella tuvo. Siempre
dispuesta a ver más allá, a aceptar sin dudar algunos de los brutales cambios
sociales a los que ha asistido, algunos de los cuales venían a destrozar sus
paradigmas vitales. Paradigmas bajo los que se había educado y bajo los que
había entendido que tenía que educar a sus hijos.
Pero no es una mujer de película.
Afortunadamente, claro. Porque la vida no es una ficción. En la ficción ella,
como arquetipo, nunca hubiera errado, siempre estaría ahí para todos, sería tan empática
como irreal, inasequible al desaliento, capaz de dar a todos lo que cada uno de
nosotros hemos necesitado en cada momento. Nadie es así. Sólo los egoístas, los
que pretenden que el mundo gire a su alrededor, pueden pretender eso de alguien. A mí lo
que me emociona cuando pienso en ella es que conociendo su capacidad de rencor,
sus inseguridades, o su angustia cuando las cosas difieren a lo que su cabeza ha
diseñado, sea capaz de dar un salto al vacío, de no dudar, de mantener la
lealtad, de dar cariño ilimitado, de arropar a los suyos, a su manera, hasta el
final, con todas las consecuencias. Jamás, bajo ninguna circunstancia, olvidaré
las más de treinta noches seguidas que acompañó a su hija, Mari, mi hermana, en
lo que sería su lecho de muerte en aquel hospital. Negándose a cualquier otra posibilidad,
gestionando su dolor a duras penas, manteniendo el tipo hasta el final. Aún hoy
parece ayer cuando la miro, a cámara lenta, sentada en aquel sofá, incapaz de asimilar
lo que veía: los estertores de su niña, o mejor dicho, del esqueleto viviente
en el que se había convertido su niña de 34 años, cuyas manos agarraban desesperadamente
Espe y Amparo, sus hermanas, mis hermanas, con las caras contraídas por el
dolor y la incomprensión.
Ni una ni dos ni tres son la
veces que pensé que finalmente ella no sería capaz de soportar tanto dolor, tanto
sufrimiento. Y siempre, cada una de las veces, me equivoqué. La subestimé. Tal
vez por eso, contemplando su extraordinaria capacidad de supervivencia, me
divierte tanto ver cómo mis hermanos intentan influenciarla, incluso cómo yo
mismo intento a veces hacerlo. Porque me encantan sus gestos y adoro el rictus
de su cara cuando desprecia esos vanos intentos de manipularla. Cuando muestra
la realidad de su carácter: obcecado, testarudo, inmune a estrategias paternalistas
y condescendientes.
Se me acumulan los recuerdos y no
caben en este post el agradecimiento y la lealtad que siento. El cariño. El
amor por ella. Tampoco yo soy un hijo de película. Soy egoísta, vivo mi vida, me
molestan las convenciones, soy incapaz de aceptar demasiadas obligaciones
familiares. Pero tengo memoria. Y soy consciente de las deudas emocionales con
ella contraídas. Deudas que jamás podré pagar.
En mis recuerdos infantiles me
encuentro muchas veces enfermo, como tantas veces en mi niñez, en una cama, febril,
indefenso. Ella siempre está allí, cuidándome. Como aquella vez que mientras
soportaba en vela noche tras noche escribió un diario para contarles a mis
médicos la evolución de mi enfermedad. O como cuando me abandonó para correr como
una loca en busca de un médico que me ayudara mientras yo intentaba de manera
desesperada respirar por cada poro de mi piel. O como cuando durmió junto a mí, otra vez noche tras
noche, en el salón de nuestra casa para permitir descansar a mis
hermanos, incapaces de soportar mi angustia respiratoria. O como cuando, ya
enzarzado en una guerra sin cuartel contra mi padre, escapé de casa camino al
monolito de Juanma mientras ella rompía puntualmente relaciones con su marido y se
acostaba en la cama fría de un hijo incapaz de lidiar con un padre autoritario.
Yo le debo todo. Nada tengo que
echarle en cara. Siempre fui capaz de comprender y controlar sus defectos. De
entenderla. Siempre supe cómo encontrarla, cómo provocar su risa. Cómo demostrarle
mi cariño. De pocas cosas me siento más orgulloso que de conseguir hacerla reír.
De conseguir que escape por un momento de una realidad encorsetada.
Ni una sola queja. Ni una sola crítica.
Un respeto descomunal. Y un cariño incuestionable. Amor sin medida. Eso es lo
que siento por mi madre. Que cumple hoy 70 años. Que seguirá viviendo en medio
de conspiraciones de medio pelo y traiciones insignificantes. Como en todas las
familias. Que tal vez seguirá equivocándose
en algunas cosas. Por supuesto. Pero respetando su espacio y siendo capaz de defender el propio se termina encontrando a una mujer extraordinaria, dispuesta a darlo todo por sus hijos. Una
mujer de otro tiempo, de otra época, con un hijo que la adora y que siempre
estará dispuesto a quererla. Sin duda alguna. Para siempre.
Un beso, mamá. Feliz cumpleaños.
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