03 febrero 2023

Desertores de la tiza

Desertores de la tiza
. La potencia semántica del término es brutal, también venenosa. Y desde hace décadas ha cuajado con fuerza en el imaginario docente. Para muchos profesores de Primaria y Secundaria de la enseñanza pública en activo que cada día (cada día) intentan enseñar en aulas masificadas, se enfrentan cada día (cada día) al reto que supone la extraordinaria diversidad de su alumnado y sufren cada día (cada día) la falta de recursos y la consecuencias de políticas educativas segregadoras, estos desertores de la tiza (antiguos compañeros que dejaron la enseñanza diaria para dedicarse a otros menesteres dentro de la administración educativa o del mundo laboral) no son más que traidores a los que despreciar con cinismo mientras se teme lo que sus opiniones y sus decisiones desde las instancias superiores de la Administración, desde la comodidad del "afuera", puedan afectar a su trabajo diario, a la ya de por sí complicada labor diaria de enseñar.
 
Al mismo tiempo, debido al éxito del término asignado a esos exdocentes, su interpretación difiere entre nosotros, los profesores que seguimos dando clases cada día. No todos le damos el mismo significado y algunos, en mi opinión, sobreutilizan el término diluyendo, sin darse cuenta, su fuerza. Por ello, trataré de explicar cuándo, en mi opinión, ese compañero que hasta ayer trabajaba junto a mí cada día dando clases a ciento y pico (o más) alumnos cada semana deja de ser compañero y se convierte en un desertor de la tiza al que más que despreciar es necesario combatir.
 
¿Quiénes son estos desertores de la tiza y por qué son un cáncer para el sistema educativo español? 
 
Empecemos constatando un hecho sin ningún juicio de valor: existe una pléyade de docentes que en cuanto pueden, tras unos años de labor generalmente humilde y en ningún caso extraordinaria en diferentes centros, y tras conseguir su plaza fija como funcionarios, abandonan la docencia diaria en busca de nuevos proyectos laborales. Solo a partir de esta realidad, de esa condición necesaria pero no suficiente, se puede empezar a describir las características que hacen de ese desertor de la tiza alguien tan vilipendiado y despreciado por sus antiguos compañeros.

Para empezar a aclararnos creo que es útil señalar a los que, cumpliendo esa primera condición (abandonar el día a día de las aulas), es ridículo e incluso, en algunos casos, tremendamente injusto, considerarlos como desertores de la tiza:

  • No son desertores de la tiza, en general, esos compañeros que, por diferentes motivos, terminan dando el paso para desempeñar los puestos de dirección y jefatura de estudio. Ya, lo sé, todos los profesores conocemos casos de trepas infames que buscan desesperadamente su puestito directivo para no tener que soportar su cuota de fracaso diario en las aulas, pero es absurdo considerarlos a todos desertores de la tiza cuando en la mayoría de los casos su labor diaria, que afecta directamente al día a día de la vida de los colegios e institutos, supone un esfuerzo, una exposición y una responsabilidad realmente importantes. A veces, los profesores de la pública perdemos de vista la importancia que tiene que sea tu compañero, el que ayer era un docente de aula diaria y mañana puede volver a serlo, el encargado de dirigir y gestionar nuestros centros educativos. De manera que, como siempre digo, a priori, y hasta que me demuestren lo contrario con actitudes nepotistas o autoritarias, mi respeto absoluto por ellos y por su labor.
  • Tampoco considero desertores de la tiza a aquellos antiguos compañeros que, tras años en las aulas, deciden, por diferentes razones, abandonar la docencia para dedicarse a otras profesiones o a cuestiones de índole técnico/administrativo dentro de la Administración. Nunca me atrevería a juzgar de manera crítica decisiones vitales sobre las que no solo no tenemos nunca la información suficiente sino que tampoco tenemos ninguna autoridad moral para hacerlo.

Entonces, ¿quiénes son los famosos desertores de la tiza? Ahora ya, sí, podemos empezar a hablar de ellos.

Una característica que comparten muchos desertores de la tiza es que desde casi el principio, desde que obtienen su plaza de funcionario, empiezan a buscar desesperadamente, sin que les importe mucho cuestiones ideológicas o contradicciones de discurso, cómo incorporarse a los excesivamente numerosos (y opacos) cuadros de la Consejería de Educación de turno, donde la realidad es que se eligen o se vetan a las personas por enchufe o recomendación, por mera afinidad personal o ideológica. Otros, en cambio, optan por la liberación sindical o por lucrativas formas de parasitar a nuestra profesión tras abandonarla, dejándola de lado pero siempre dando lecciones sobre cómo ejercerla, ya sea en los centros de formación docente, como inspector, como candidato al Global Teacher Price, como docente de la educación para adultos o como docente universitario.

Sigamos profundizando en las peculiaridades de los desertores de la tiza centrándonos, por ser lo que mejor conozco, en los docentes de Secundaria. Empecemos por una realidad incontestable: de la noche a la mañana dejan de pisar los institutos. De repente, cada día, cuando suena el despertador y tras unos pocos años de amarga lucha, dejan de enfrentarse durante cada mañana a tres, cuatro o cinco grupos de 30-35 alumnos. De golpe y porrazo desaparece de sus vidas el permanente conflicto latente que supone la relación humana entre docente y adolescentes. Ojo, y por aclarar, nadie que me haya leído o conocido durante estos últimos 15 años que he sido profesor podrá pensar jamás que no disfruto de la docencia. Pero, al contrario de los ensoñadores profesionales, yo sí estoy cada día en las aulas y conozco de primera mano no solo la dificultad que supone la docencia sino también la extraordinaria energía que consume si quieres hacerlo bien. Por eso mismo, puedo entender perfectamente la extraordinaria tentación que supone para muchos compañeros seguir cobrando un sueldo excelente sin tener que dar clases diariamente. Pero claro,  una cosa es entender su debilidad y otra muy diferente es asumir que no se les puede criticar por ello cuando llega el momento de recordarles su trayectoria laboral para contrarrestar sus discursos educativos.

El desertor de la tiza es ese tipo que cuando daba clases, cuando fue tu compañero en el claustro de aquel instituto de pueblo en el que coincidisteis, nunca se hizo notar demasiado. No era mal compañero, tampoco necesariamente un mal profesor, pero jamás le viste como modelo de nada, nunca pensaste en él como una inspiración pedagógica, como un referente moral en relación al trato de los alumnos y su diversidad. como alguien que pudiera enseñarte a enseñar (al fin y al cabo, bastante tenía con metabolizar su propia dosis de fracaso docente diario, ese que se pega a nuestras ropas y no desaparece con los años).

Pero ahora, de repente, ese antiguo compañero, ese exprofesor, aparece en tus cursos de formación, o en tu instituto, o en tus redes sociales, o en los másteres de educación de tus futuros compañeros para explicarte (y contarle al mundo), no solo lo que haces mal cada día (cada día) en tu aula sino cómo hacerlo mucho mejor.

Casi siento pena por ellos. Debe ser terrible descubrir cómo se puede y se debe construir la gran revolución educativa, con nuevas metodologías innovadoras, competenciales e innovadoras, justo, justo cuando ya no se puede demostrar su seguro éxito en las aulas con adolescentes porque ya no trabajas en ellas.... Qué mala suerte, ¿no?

Siempre podrían volver a las aulas, claro. Pero, curiosamente, no vuelven jamás. Es comprensible, la ensoñación educativa necesita de apóstoles que construyan pulcras utopías pedagógicas cuya única fortaleza es que su fracaso en las aulas reales siempre se pueda achacar a otros, los otros, nosotros.

Siempre digo que el desertor de la tiza solidifica como tal a partir de los cinco años fuera de las aulas. Mi hipótesis es que tras esos años sin conexión real con las dificultades que supone la enseñanza diaria, el desertor de la tiza empieza a olvidar esa realidad, empieza a olvidar sus fracasos docentes, empieza a eludir en su memoria las veces que sus propias clases hicieron bostezar a sus alumnos, sus proyectos supuestamente innovadores fracasaron ante su incapacidad de gestionar la desidia y falta de interés de sus alumnos, empieza a ignorar todas las veces que como tutor fue incapaz de reconducir el comportamiento de su grupo o cómo no pudo dar una respuesta digna a las necesidades de todos sus alumnos porque la inclusión y el respeto a la diversidad chocan cada día con ratios y dinámicas de grupos y de aprendizaje que convierten nuestro día a día en un continuo caminar por el borde del abismo del fracaso docente. Con el paso de los años, la memoria selectiva le permite ver y criticar lo mal que lo hacen los que se quedaron en esas aulas mientras empieza a reivindicar sus logros: aquel proyecto que realizó con los alumnos de aquel centro, aquel aplauso que le dieron sus chicos de aquella tutoría tan maja el día que se despidieron en junio, cómo consiguió conectar con aquel alumno desahuciado por todos los profesores pero que tenía un potencial que, gracias a él, comenzó a desarrollar...

Así, sin notarlo apenas, sin que nadie de su entorno pueda hacérselo ver, se diluye, como gotas en la lluvia, la experiencia real docente en la memoria del que fuera un día profesor. Solo a partir de ese momento puede empezar a colaborar de manera plenamente activa en la construcción de la ensoñación pedagógica. Liberado de las cadenas de la realidad, el desertor de la tiza, en su nuevo papel de redentor pedagógico, empieza a dictar sentencias sobre los grandes  problemas de la educación y sus necesarias soluciones pretendiendo, además, que su voz tenga una legitimidad superior porque él sí ha sido profesor en estos niveles educativos. Ya puede defender la necesidad de implementar nuevas tecnologías y nuevas metodologías en las aulas porque ese cambio de enfoque pedagógico no lo va sufrir y no va a tener que dedicar ni una hora de su tiempo libre en formarse en aquello que asegura que es trascendente para la revolución educativa. Ya puede oponerse a la repetición de curso de manera general y con palabras duras (sin pararse a analizar las diferencias de nuestro sistema educativo con el de países como Francia o Alemania) porque nunca más volverá a estar sentado en una junta de evaluación que tenga que decidir sobre qué es mejor para ese alumno concreto al que, por supuesto, él tampoco tendrá que dar clases al curso siguiente. Ya puede defender leyes educativas delirantes cuya "filosofía es la correcta" porque no va tener que escribir nunca más una programación ni va a tener que adaptar su docencia para cumplir con una legislación que, en el aula real, va en contra las posibilidades de aprendizaje real de la mayoría de los alumnos. Ya puede empezar a construir totalitarios discursos engolados sobre la necesidad de la inclusión solo para imponerse en las conversaciones públicas a aquellos docentes que cada día (cada día) se matan por sus alumnos y fracasan, una y otra vez, cada puto día y cada puto curso, porque él nunca va a permitirse volver a fracasar (como ya lo hizo en ese pasado que elude recordar).

Termino con una petición a ese desertor de la tiza, antiguo compañero con ínfulas, sin vergüenza intelectual pero con proyección social: al menos, por pura dignidad, deja de llorar y deja de hacerte la víctima cuando tus grandilocuentes y relamidas opiniones sobre lo que debe significar la educación provocan que una marea de docentes vengan a reprocharte que todo lo que defiendes que se debe hacer es exactamente lo que nunca jamás volverás a hacer (y nunca hiciste realmente) porque lo de dar clases cada día (cada día) se te hace ya un poquito cuesta arriba. No es tu experiencia pasada la que enriquece tus opiniones sino que, precisamente, es tu experiencia pasada, diluida en el tiempo, la que distorsiona todo lo que dices. Se te discute y se te critica porque tus opiniones pretenden construirse desde la experiencia docente cuando los que te leemos y te escuchamos sabemos perfectamente que hace ya demasiado tiempo que no te vemos por los pasillos. Sigues teniendo todo el derecho de opinar sobre la educación, faltaría más, pero lo que has perdido y es hora de que lo asumas, es la autoridad que te podría otorgar la experiencia diaria.

3 comentarios:

  1. De los desertores de la tiza que conozco, algo así como el 90 o el 95 por ciento eran personas con muchos problemas para ejercer la docencia, de ahí que el término para etiquetarlos sea muy atinado, porque los desertores de la tiza son en general gente que huye de una guerra que les horroriza. Por otro lado, estoy muy de acuerdo contigo en que a los directivos de ningún modo se les debe considerar desertores del aula, aunque solo sea por el hecho de que, al menos en la enseñanza pública y muy acertadamente, siempre tienen que seguir dando algunas horas de clase. Ejercí durante tres años de jefe de estudios y, después de mi paso por los despachos, llegué a la convicción de que se debería buscar la forma de que pasasen por los cargos el mayor número de profesores posible, porque aporta una perspectiva que te ayuda a entender mucho mejor el oficio. Un abrazo, Pepe.

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    1. Así es. Siempre he tenido esa sensación con muchos de los que se han ido (no todos). Tal vez por eso me parece hipócrita por su parte eludir los problemas reales que tenemos en el aula y ayudar a a difundir entelequias pedagógicas que lo complican todo mucho más para los que seguimos en ella.
      Un abrazo, Pablo.

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    2. Totalmente de acuerdo con este artículo. Es surrealista que vengan a darnos lecciones...

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