02 febrero 2025

Te sigo echando de menos

2 de febrero. Un año ya sin ti. No pude escribirte cuanto te fuiste, no fui capaz, no me salió. Demasiado dolor. Demasiado cansancio. Ahora el calendario asegura que se cumple un año de tu muerte, pero a mí todavía me parece que fue ayer cuando recibí la llamada que me anunció que por fin, definitivamente, habías dejado de sufrir.
 
Estos días, mientras se acercaba esta fecha, me he permitido volver a ti con más asiduidad, he regresado a tus fotos, tus mensajes, he vuelto a escuchar algunos de los audios que me enviaste desde la residencia, cuando ya casi no podías hablar y, sobre todo, me he permitido liberar esa memoria que mantengo siempre restringida para poder regresar al pasado sin caer en la nostalgia. Se suele confundir nostalgia con memoria. Creo que es un error vivir instalado en una nostalgia que trata de detener el paso del tiempo e impide disfrutar del presente. Pero también considero equivocado vivir de espaldas al pasado, intentar dejar atrás lo que pasó, sin recordar a los que fueron, para construir una vida en presente continuo.
 
Mientras te recordaba, te buscaba y te lloraba volví a algo que te escribí hace más de tres años, cuando el Alzheimer ya había arrasado contigo, cuando ya entendí que te habíamos perdido aunque tu cuerpo decidiese traicionarte y mantenerte con vida dos terribles años más. Al leerlo, me di cuenta de que ahí estaba ya escrita mi despedida de ti, estaba esbozado lo que habías significado en mi vida y lo mucho que ya te echaba de menos. De manera que he vuelto a ese texto para reescribirlo y volver a sentirlo, volver a sentirte, volver a estar contigo un rato más hoy, cuando se cumple un año de tu muerte.
 
Echo de menos tu voz, mamá. Echo de menos tu risa, echo de menos tu verborrea continua, tu apoyo incondicional a cada paso que di. Echo de menos tus besos, cómo echo de menos tus besos, esa ráfaga de amor que convertía en eternos esos segundos en los que tus labios parecían ser incapaces de separarse de mi mejilla. Echo de menos no poder reposar una vez más, como tantas veces desde niño, mi cabeza en tu pecho para olvidarme de todo durante unos instantes mientras acariciabas mi pelo suavemente.
 
Echo de menos no poder llamarte por teléfono, algo tan idiota como eso, algo que un idiota como yo jamás consiguió hacer de una manera constante durante los años que ya no volverán. Me resulta insoportable algo tan banal como saber que nunca más podré empezar a cocinar y llamarte porque he olvidado alguno de los pasos de alguna de aquellas recetas que anoté en aquel verano que lo cambió todo, el verano del 99, cuando decidí romper con tantas cosas y marchar a Tenerife para irme de casa con la excusa de estudiar Astrofísica. A veces releo ese ajado cuaderno azul con el que te perseguí tantas mañanas de aquel caluroso verano sevillano para obligarte a poner números a tus puñaditos de sal, perejil o pimentón y me sorprendo sonriendo mientras te veo hoy, como si fuera ayer, dirigiendo con mano firme, inmune al desaliento o la queja, aquel caos que siempre fue nuestra familia. Y sí, hoy mis lentejas, mi cocido y mis patatas cocidas son las tuyas. Clonadas. Desde entonces. Tan solo una vez hice coliflor rebozada, mi plato favorito de todos los tuyos. Fracasé. No era lo mismo. Todavía no me creo que jamás volveré a comer esa coliflor.
 
Echo de menos hacerte reír, mamá. Madre mía, cómo echo de menos hacerte reír. Por algún motivo, entre tantos hermanos, dentro de aquella tribu de nueve hijos que demandaban continuamente tu atención y tu cuidado, siempre me sentí especialmente querido por ti. Tal vez fue mi infancia enfermiza, esa que te obligó a pasarte noches y noches en vela cuidando de aquel niño enclenque que respiraba como Darth Vader pero soñaba con correr, como Gordillo, la banda del Benito Villamarín. Me gusta pensar que también tuvo algo que ver sentirte respetada, querida y cuidada en los tiempos que, ya como adulto, pasé junto a ti. Libre, seguramente de manera poco justa, de cargas y de responsabilidades familiares, cuando estaba contigo solo te disfrutaba y siempre tuve la impresión de que tú hacías lo mismo conmigo.
 
No sé si les ha pasado a otros pero recuerdo cómo, cuando era niño, algunas noches imaginaba, antes de dormir, la posibilidad de tu muerte. La posibilidad de que no estuvieras, la posibilidad de tu ausencia. Recuerdo el dolor que sentía cuando mi imaginación se desbordaba y el escenario mental me superaba. Recuerdo el miedo, el pánico a que dejaras de estar. Nunca me pasó con papá, pero imagino que eso es algo que nadie mejor que tú puedes entender, mamá. Mi infancia fuiste tú, tu presencia sanadora, tu cuidado y tu amor incondicional. Ese que nunca dejé de sentir en ningún momento de mi vida.
 
Sabes que siempre fui tremendamente crítico con la familia. Mucho. Con el concepto de familia como institución social y con nuestra propia familia en particular. Como en tantas otras cosas, me equivoqué. Creo que habrías estado orgullosa de cómo los hermanos fuimos capaces de superar el brutal desafío que tu situación y la de Juanma supusieron desde el verano de 2021 hasta vuestras muertes. Lo hicimos bien. Lo hicimos bastante bien, dadas las circunstancias. Aunque hayan quedado heridas que tardarán en cicatrizar y nos hayamos aislado un tanto los unos de los otros durante este año. 
 
Echo de menos nuestros largos paseos por la playa, cuando caminábamos juntos, de la mano, hasta ver aquella casa a medio construir con cuya historia siempre especulábamos y cuya visión suponía el aviso de que ya tocaba darnos la vuelta y regresar junto al resto de la familia. Tengo guardadas en mi memoria, como oro en paño, algunas de las conversaciones que tuvimos durante aquellos paseos. Los hijos nunca conocen del todo a sus padres, hay demasiado de su pasado que nunca alcanzamos a comprender, pero creo que nunca estuve más cerca de intuir algunas de tus motivaciones vitales como durante aquellos paseos.
 
Este año ya no fui a Sevilla por navidades, mamá. Para qué. Ya no nos queda ni nuestra casa, tu casa. La vendimos a los pocos meses de tu muerte. Hemos perdido el último reducto físico familiar que nos unía a todos. Ahora también echo de menos tener la posibilidad de volver allí, volver a pasear por las habitaciones rememorando mi infancia y adolescencia, volver a sentarme en aquella terraza, como tantas veces hice junto a ti, mientras caías rendida cada siesta y dormitabas bajo los rayos del sol.
 
Ya no habrá más navidades todos juntos, no volverá a haber otro 24 de diciembre en el Aljarafe sevillano, en nuestra casa, contigo y con algunos de los hermanos, cenando pavo y champiñones. No volveré a ver cómo nos callas a todos y nos echas del salón para ver el mensaje del Rey, ni cómo nos mandas cortar jamón para los cuñados, ni cómo te fumas ese cigarrito anual que convertías en evento mientras te bebías ese anisete que solo te permitías en estas fechas. No volveré a disfrutar de ese momento, cuando la noche empezaba a alargarse y te vencía el sueño, en el que antes de irte a la cama nos advertías veinte veces de que teníamos que quitar el brasero (joder, mamá, para cuándo ibas a dejar de usar ese puñetero brasero) mientras algunos empezábamos ya a viajar a otra dimensión en los brazos del alcohol.
 
El puto Alzheimer nos dejó sin ti. En tan poco tiempo. Desapareciste en vida. Estabas pero ya no estabas. Hasta que hace un año te fuiste definitivamente y, al menos, dejaste de sufrir.
 
Un año ya.
 
Te echo tanto de menos.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario