Nadie parece querer ver al elefante en el salón. Nadie
parece estar dispuesto a ralentizar la marcha, a relajar el ritmo, a tomarse un
respiro para estudiar, evaluar y advertir qué otras consecuencias (además de
las positivas, que difunden hasta el hastío) conlleva aquello que se ha convertido
en paradigma social. Nadie parece querer encontrar un solo defecto, un solo
aspecto negativo, nadie parece querer debatir con seriedad los efectos
indeseados e indeseables que conlleva la imposición de la formación continua,
del aprendizaje para toda la vida en nuestras experiencias laborales. No se
contextualiza, no se indaga, no se piensa a largo plazo, sólo se glosan sus
beneficios y su necesidad inmediata, las ventajas que supone, la vitalidad que nos
otorga, el ímpetu que nos da. Dicen, repiten, reiteran hasta el hartazgo que es
lo que nos permitirá seguir en la brecha, no abandonarnos a rutinas y vivir
constantemente en alerta, atentos a los cambios que se produzcan, a las
oportunidades que la vida nos ofrezca, aprendiendo, formándonos, siempre, cada
día, cada semana, cada mes, cada año, toda la vida, hasta morir, para estar continuamente
en guardia, preparados, dispuestos a afrontar los problemas que surjan, a
encarar las dificultades a las que nos enfrentemos con una maleta de conocimientos
y competencias que poder usar o, al menos, que poder certificar y mostrar a aquellos
que realmente tienen el dinero y el poder de darnos el "privilegio" de trabajar.
Nadie quiere ser el primero en advertirnos de la imposibilidad de mantener este
ritmo desquiciante, de la aceleración inhumana que nuestras sociedades modernas
han adquirido, del fango al que nos arrastra este camino. Han conseguido
transformar nuestra percepción de la realidad, convertir la hipótesis sin
confirmar en ley ineludible, en dogma, han construido un nuevo lenguaje para
poder conformar esa realidad según sus planteamientos y han terminado de
dar forma a esta especie de nueva
religión gracias a la creación de una casta de nuevos sacerdotes, gurús
tecnológicos y pedagogos de la última generación, encantados de su labor
mesiánica, encantados de convertirse en los adalides del advenimiento de los
nuevos tiempos laborales y de hacerse con el control emocional de las masas.
Durante décadas hubo una clara diferenciación entre el horario laboral y el horario propio, de ocio o familiar. Se luchó denodadamente para conseguir que ese horario laboral se redujera y se regulara, para permitir a los trabajadores escapar de los asfixiantes espacios laborales (donde el ser humano nunca puede expresarse en toda su dimensión) y poder disponer de tiempo para construirse un espacio propio, íntimo, familiar en el que descansar y poder sentirse pleno. La irrupción de la modernidad líquida y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación sólo han servido finalmente para que el espacio laboral termine colonizando de nuevo al espacio propio y todo el tiempo sea ya uno solo, el laboral, compuesto en primer lugar por el horario de trabajo en sí mismo, en segundo lugar por el tiempo dedicado a la obtención (certificada, claro) de esas competencias necesarias para no quedarse atrás, dedicado a una formación continua que termina siendo condena perpetua de la que no es posible escapar y, por último, por el tiempo dedicado a la construcción de un yo social que poner en el mercado, a la vista de todos, en las redes sociales de Internet, un tiempo dedicado a la exposición infructuosa de un yo artificial, mutilado y autocensurado, construido para el establecimiento de contactos con los que aumentar el capital social disponible, enfocado, por supuesto, a un mejor posicionamiento en el mercado laboral.
Durante décadas hubo una clara diferenciación entre el horario laboral y el horario propio, de ocio o familiar. Se luchó denodadamente para conseguir que ese horario laboral se redujera y se regulara, para permitir a los trabajadores escapar de los asfixiantes espacios laborales (donde el ser humano nunca puede expresarse en toda su dimensión) y poder disponer de tiempo para construirse un espacio propio, íntimo, familiar en el que descansar y poder sentirse pleno. La irrupción de la modernidad líquida y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación sólo han servido finalmente para que el espacio laboral termine colonizando de nuevo al espacio propio y todo el tiempo sea ya uno solo, el laboral, compuesto en primer lugar por el horario de trabajo en sí mismo, en segundo lugar por el tiempo dedicado a la obtención (certificada, claro) de esas competencias necesarias para no quedarse atrás, dedicado a una formación continua que termina siendo condena perpetua de la que no es posible escapar y, por último, por el tiempo dedicado a la construcción de un yo social que poner en el mercado, a la vista de todos, en las redes sociales de Internet, un tiempo dedicado a la exposición infructuosa de un yo artificial, mutilado y autocensurado, construido para el establecimiento de contactos con los que aumentar el capital social disponible, enfocado, por supuesto, a un mejor posicionamiento en el mercado laboral.
Lo que nadie parece querer tener en cuenta es el inevitable paso
del tiempo en la vida individual de cada uno de los trabajadores. Las
sociedades modernas se construyen sobre un presente continuo que no tolera el
fluir del tiempo: el trabajador debe estar siempre dispuesto a hacer lo
necesario para mantenerse “empleable” y ello pasa por utilizar su tiempo libre
para seguir formándose eternamente, sin posibilidad real de disfrutar con un
aprendizaje que siempre se realiza bajo una extraordinaria presión. No deja de
ser una cruel ficción sustentada en unos trabajadores perfectamente
prescindibles que se engañan pensando que son absolutamente imprescindibles y
destruyen sus vidas durante un tiempo para servir al capital. La ficción se
mantiene durante ese tiempo, un tiempo en el que se vive tan sólo para trabajar
o para encontrar trabajo hasta que al final, sin posibilidad de evitarlo, se
sucumbe a la única realidad que la vida se asegura de mostrarnos: el tiempo no
se detiene, dejamos de ser jóvenes, estamos sometidos a un lento declinar físico
que tiene consecuencias, llega la madurez, la inevitable pérdida del ímpetu
para enfrentarse a un mundo hipercompetitivo, la asunción de responsabilidades
familiares que lastran la proyección profesional, tenemos hijos, aparecen las enfermedades,
llega la vejez y con ella, e incluso antes, la forzosa pérdida de ciertas capacidades cognitivas… Esa es la
realidad a la que las sociedades modernas han cerrado los ojos desde hace años
debido a la dictadura del capitalismo
inmaterial. Vivimos en ese mundo que prefiguraba La fuga de Logan, un mundo donde
se rinde culto a la juventud y, en este caso, ese culto se relaciona
directamente con la adaptabilidad laboral de los jóvenes, que tanto conviene al
sistema. Un mundo donde al viejo se lo aparta y se lo hace desaparecer, sin que
nadie quiera investigar las razones profundas por las que eso sucede, sin que
nadie se pregunte seriamente por qué dejaron de ser útiles, las causas últimas por
las que no pudieron seguir el ritmo aunque lo intentaran desesperadamente,
porque en muchas ocasiones ese reciclaje perpetuo que exige el mercado entronca
directamente con la facilidad de la juventud para esclavizarse gustosamente por
una oportunidad de futuro que termina destruyendo el presente de los mayores.
Debemos comenzar a preguntarnos a dónde nos lleva esta
obsesión pretendidamente formativa y quién sale realmente beneficiado con ella.
Hay que criticar el fanatismo con el que se defienden las ventajas de la
formación continua y el aprendizaje para toda la vida por parte de tanto gurú
de pacotilla que nunca saca un pie de la universidad o ha montado su
chiringuito a costa de impartir cursos sin sustancia, construidos sobre el vacío,
cursos donde el coaching, el branding y el networking se dan la mano con la
impostura, la superficialidad y la estafa intelectual. Hemos dejado de lado el
ritmo natural de la vida, sus ciclos y las posibilidades que cada uno de ellos
nos permite, nos hemos puesto de speed hasta arriba y acelerado nuestras vidas hasta
alcanzar una velocidad suicida imposible de mantener. Es absolutamente
necesaria una reflexión social ajena a las necesidades de un mercado bulímico que
devora trabajadores al mismo ritmo que los expulsa tras haberlos exprimido. Hay
que establecer los límites de esa formación continua, cuándo y cómo debe
realizarse, a quien beneficia la obsesión por los títulos y las competencias
certificadas, así como la utilidad concreta de las mismas en el mercado laboral
real. El estudio y la formación conllevan un enorme esfuerzo no sólo temporal
sino también emocional y aunque el aprendizaje pueda resultar en algunos casos gratificante,
la suma de este esfuerzo y del propiamente laboral, unidos a la presión asfixiante
bajo la que se está realizando esta formación, tanto con la esperanza de
encontrar un trabajo en un mercado laboral anoréxico como para no perder el empleo
y poder así sobrevivir y no perder la posición social alcanzada, constituyen un
escenario atroz que destruye vidas, anula voluntades y transforma a las
personas en zombis cuyo único objetivo es la supervivencia. Por ello no les
importa pagar una y otra vez el dinero que no tienen para hacer cursos,
matricularse en masters o asistir a conferencias.
Más allá de una élite cultural y empresarial que cree haber encontrado la
piedra filosofal en una formación continua cuya gestión detenta con mano de
hierro, existe una enorme masa ciudadana desconcertada, desorientada, perpetuamente
enganchada a una formación permanente que siempre parece que la forma para algo
que ya se ha quedado inmediatamente anticuado o que hay inmediatamente que
reciclar. Mediante más formación de pago, por supuesto. El problema no está en
la necesidad de ese aprendizaje para toda la vida. La idea mantiene su enorme
fuerza porque se asienta sobre una verdad incontestable: es saludable seguir
aprendiendo más allá de los primeros años de vida para no estacarse y poder
evolucionar. Pero como tantas veces sucede, una buena idea se termina
prostituyendo cuando no se pone al servicio de las necesidades humanas sino al
servicio del mercado, al servicio de la economía, al servicio, por tanto, del capitalismo
disparatado en el que vivimos.
No podemos estar estudiando toda la vida con la soga al
cuello, no podemos estar formándonos para siempre bajo presión, no podemos
utilizar el escaso tiempo libre del que disponemos para seguir estudiando solo
aquello que nos digan que resulta útil para posicionarnos en un mercado
laboral que nunca parece tener espacio para todos. No podemos centrarnos tan
solo en una formación obscenamente pragmática que nos impide tener tiempo para
volver la cabeza a otras lecturas y a otros aprendizajes tal vez más cercanos a
nuestras verdaderas necesidades. Que nos satisfagan y realmente nos hagan
evolucionar. No solo como potenciales trabajadores sino como personas con
inquietudes. Nos han estafado con el rollo de la formación continua y me temo que igual ya es tarde para escapar.
y que estamos cansaos! coño ya!
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo: es el esclavismo de estos tiempos. Enriquecerse y mantener la mente activa, conservar la curiosidad son activos permanentes, pero esto de lo que hablas es otra cosa, no permite ritmos personales, ni elecciones, no prioridades ni compatibilizaciones; es autoritario y cruel. Y, total, muchas veces para nada, solo por si acaso, persiguiendo una ilusión que no tiene por qué materializarse.
ResponderEliminarBuena reflexión sobre una realidad que compartimos en directo o, como diría ese referente de sabiduría que es Cospedal, en difereido
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