Perdimos. Como siempre. Ya tenemos material para un nuevo relato
melancólico de una derrota que se parece demasiado a las de siempre. Perdimos. Y
volveremos a perder. Nacimos políticamente perdiendo, eligiendo a los perdedores
como receptores de los votos de nuestra escasa confianza representativa. Perdedores
a los que en ocasiones, hace años, incluso tuvimos que votar tapándonos la nariz, mirando hacia a otro lado, para no ver de frente su convivencia con el
sistema, su conexión con el poder, su miserable confortabilidad de outsider,
solo con la esperanza de cambiar algo con nuestros votos y poner límites a un
bipartidismo asfixiante. Cumplí la mayoría de edad a mitad de los 90, cuando el
partido en el poder, el PSOE, presentaba síntomas inequívocos de descomposición,
corrupción y putrefacción, sin que sus fieles fueran capaces de abandonar el
barco. Con los años, en los albores del nuevo siglo, muchos de ellos dieron finalmente
ese paso para, ¿sorprendentemente?, votar al PP de Aznar y dar la mayoría
absoluta a aquel iluminado. Cuánto voto oculto entonces. Qué significativo que
fueran tantos de los que destrozaron la imagen pública de Anguita (ese, el de
esa puta pinza con la que se le llenó la boca a tanto hijo de puta) los que se
pasaran en silencio (cobarde) a la desatada modernidad neoliberal de un PP que por
fin se mostraba ante su público sin complejos. Ansiosos todos por pillar cacho.
El PP consiguió mayoría absoluta. Ese partido tan eficaz, tan pragmático, tan
moderno. Con Rodrigo Rato al frente de una economía liberal que surfeó la ola
de la burbuja inmobiliaria para terminar mostrando sus miserias al tiempo que
él se hundía en el fango de la corrupción más despreciable. Rato, paradigma
junto a Bárcenas de ese PP que, apenas 10 años después de llegar al poder, nos
mostró su enorme capacidad de emulación y superación de la vieja y paleta
corrupción socialista. Al fin y al cabo, ellos habían nacido en las mejores
familias patrias por algo. Podían hacerlo mejor, mucho mejor. Y lo hicieron. Dejando,
de paso, esquilmado al país. Su corrupción era modernidad; sus políticas, el
futuro; la competitividad pregonada, capitalismo de amiguetes. En esa mentira compartida el
español medio creyó vislumbrar el camino para alcanzar sus sueños más húmedos
consumistas. Neoliberalismo en vena para todos. El real, no la utopía. Inoculado
a través de todos los medios de comunicación del poder. Con PRISA haciendo de
caballo de Troya entre tanto pijoprogre mutado en gilipollas en su casa de Pitufilandia. Allí, en las afueras. Una sociedad española que respondía entusiasmada
al llamado del dinero sin importarle las reformas laborales, los recortes del
Estado de Bienestar en nombre de la modernidad individualista, la privatización
de servicios, la concertación de la educación para segregar correctamente (de
manera educada) a los inmigrantes, la privatización de la sanidad para
convertir la salud en negocio... Nada importaba porque la promesa de la riqueza
estaba instalada en todos nosotros. Imbéciles. Como si al final, cuando la cosa
se jodiera, fuera a ellos (a esos, sí, a esos políticos en los que estás
pensando) o a los otros (sí, a esos otros que son los realmente manejan el
cotarro) a los que la crisis que tenía que llegar les fuera a afectar.
Llegó el 15M. Y volvió a ganar el PP (cuántos olvidan eso;
cuántos olvidan las enseñanzas del Mayo del 68). Pero no importaba, decían, se
estaba gestando un cambio. Mientras, Esperanza Aguirre con su mayoría absoluta
(esa que no importaba) llevaba a cabo en Madrid el mayor ataque a la educación
pública de la democracia española. Daba igual, aseguraban, el cambio ya estaba
en marcha. El desafecto hacia los dos grandes partidos era algo que ya era
imposible detener. Cuánta confianza equivocada. Qué incapaces somos de analizar
correctamente la realidad cuando los deseos y la esperanza nos ciegan. Confiar
en los demás. Nunca fue mi fuerte. Y llegó Podemos, llegó la ilusión, llegó la
nueva era de la televisión, de las tertulias, de las redes sociales
ensimismadas en su propio ruido. Abandonamos las calles. Para qué continuar en
ellas, nos dijimos. Se reían de nosotros, no les hacíamos daño. Ahora sí, ahora
por fin los veíamos asustados. Nos emocionamos. Nos crecimos. Nos equivocamos.
Mientras nos arrogábamos un liderazgo moral que nadie nos pidió y muchos detestaron
en silencio, la sociedad española iba metabolizando lentamente la depravada corrupción
del PP. Como antes había metabolizado la del PSOE. Hoy ningún votante de esos
dos partidos puede siquiera intentar aparentar defender a su partido de las miserias
que sus dirigentes han cometido. Pero eso ya no importa un carajo. Lo que
debiera haber significado una catarsis se ha transformado en una especie de espejo
de Dorian Grey de nuestra sociedad, que ha utilizado a la política (y a los
políticos) como el basurero moral mediante el que expiar sus culpas, abandonar
la rabia y refocilarse en un cinismo estúpido, tan casposo y tan cuñado como perverso:
todos van a robarnos, todos los políticos son iguales, nada va a mejorar. Todos
dan asco ergo podemos seguir votando a los mismos cabrones. No vaya a ser que
el cambio, aunque necesario, nos venga mal. ¿Y qué piensa esta gente de los
nuevos? Odian a Podemos. Detestan su mera existencia. Es el partido que más
rabia les provoca. Sobre todo a los gurús intelectuales de la vieja izquierda.
La socialista y la comunista. Qué pena. Tiene sentido. Es el partido que les obligó a bajar la
cabeza durante un rato a todos. Eran incapaces de contrarrestar sus verdades, incapaces
de esconder sus propias vergüenzas, andaban huérfanos aun del relato justificatorio que
el sistema no les alcanzaba a dar durante los años más duros de la crisis. Ahora ya
ha pasado el tiempo. Y el tiempo todo lo pudre. Todos los delitos (o presuntos
delitos) y todas la contradicciones (o presuntas contradicciones) de los
podemitas se jalean con fervor y se difunden con rencor, no hay atisbo de gradación, asesinato vale lo mismo
que hurto y ya no hay posibilidad de réplica si no quieres que te vean como un fanboy
sin criterio. El ruido se ha hecho insoportable y sirve para enmascarar la realidad
de un país depauperado, precarizado, depresivo y sin futuro, en el que la vieja
política vuelve a imponer su agenda mientras no hay una sola posibilidad de que
algún cambio concreto y fundamental se produzca en la organización de nuestra
sociedad.
En las ultimas elecciones no había una sola razón para dejar
de votar a Unidos Podemos que permitiera votar al PP, al PSOE o a Ciudadanos si
realmente se defendía la necesidad de un giro social. Lo paradójico es que muchos
lo sabían, se dieron cuenta, así lo entendieron. Y por eso se fueron a la playa
(o se quedaron en casa). Para no tener que equivocarse ellos. A la espera de
que fueran otros, los otros, esos otros a los que llevaban años criticando, los
que les permitieran no tener la responsabilidad de dar el poder de nuevo a los
de siempre para que todo siguiera igual. Tal vez los dirigentes de Podemos lo
que no terminaron de entender fue que el votante tipo del nicho electoral que los elevó, el que los jaleaba en las redes sociales, nunca fue el trabajador precario
de origen humilde (el gran olvidado) sino el (nuevo) trabajador precario de
origen acomodado y menor de 45 años, el antiguo mileurista, al que la rabia le dura el tiempo que tarda
en descargarse su móvil y que en el fondo lo que desea es volver creerse la
mentira neoliberal. El desencantado con ansias de volver al redil.
Radicales, nos llamaban. Totalitarios,
decían. Intentaron (con éxito) generar un patético miedo propio de otro tiempo hacia
nosotros pero lo cierto es que salvo naturales (e infantiles) manifestaciones
de descontento en las redes sociales (¡que también juzgaron!), salvo desahogos
puntuales con amigos, salvo exabruptos incontrolados, nosotros, los
bolivarianos, los que íbamos a montar soviets en los barrios, los
antidemócratas, los estalinistas, los amantes del poder totalitario, hemos traicionado
nuestro espíritu despótico y hemos respetado sin atisbo de duda los resultados
electorales. No hemos quemado las calles y hemos preferido (románticos que
somos) hundirnos en una depresión silenciosa. Destruirnos internamente buscando
culpables de un fracaso que jamás debiera haber sido considerado como tal. De
fondo se escuchan las risas de los de siempre. Se descojonan. Se descojonan. Mucho.
Y nosotros solo conseguimos sonreír con tristeza.