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17 noviembre 2018

El apocalíptico integrado: una historia de la izquierda

En esa amalgama social a la que llamamos izquierda convivimos una enorme diversidad de personalidades con diferentes aspiraciones, necesidades, prioridades y emociones que terminan cristalizando en una masa de votantes extrañamente heterogénea, en la que aparecen desde esas pijas amantes de la homeopatía y los baños de bosque hasta esos viejos que apuran su vida ahogados en un machismo miserable mientras proclaman seguir siendo comunistas. Nada nos une con más fuerza a mucha de esa gente de izquierdas que elude el sufrimiento económico del día a día que la vanidad, cierta superioridad moral que no podemos nunca dejar de translucir, una manera de mirar al mundo con la que satisfacer nuestros egos y (sobre)valorar nuestros sesudos análisis sociopolíticos. Lo cierto es que esta actitud tan solo sirve para distanciarnos de esa realidad que creemos desentrañar tan lúcidamente, elevarnos sobre ella para no mancharnos y, de esta forma, impedir cualquier posibilidad real de acercarnos al dolor diario de ese pueblo, de esas clases populares a las que decimos defender e, incluso, de manera arrogante, representar. Hasta cuando votamos pretendemos distinguirnos, diferenciarnos, advertir a los demás, a los que deberían ser nuestros compañeros y a los que deberían ser nuestros enemigos que nuestro voto tal vez sea como el suyo o tal vez sea contrario a él (la verdad es que para algunos eso es lo de menos), pero que nosotros lo hacemos desde nuestra atalaya moral, desde una posición de superioridad intelectual, con la nariz tapada, con condescendencia, como mal menor, a sabiendas de que los que nos han de representar no estarán jamás a nuestra altura. Al final, lo único que dejamos claro es que, en ocasiones, para muchos de nosotros, nuestra posición (radical) es más estética que ética y que en el fondo no somos peligrosos. Y los que lo tienen que saber lo saben, claro. Y se descojonan.

Entre todo los tipos de miembros de nuestra tribu hay uno que últimamente me subyuga en particular, uno en el que no puedo dejar de pensar. He decidido llamarlo el apocalíptico integrado. En los últimos años me he encontrado personalmente con varios, también los he leído en redes y ensayos. Suele ser gente preparada, con lecturas, que ha reflexionado de manera cabal sobre política y sociedad; son tipos formados, cultos, intelectualmente atractivos, potentes, pero que no pueden evitar mirar por encima del hombro a todo lo que huela a intentos de reformismo, a mejoras parciales, a parches que ellos desdeñosamente califican como buenistas. Son aquellos a los que el Tony Judt de Algo va mal les provoca una urticaria mortal, al tiempo que la apelación a sus últimas ideas provoca la aparición de una sonrisa de desprecio en sus caras. Aprovechan cualquier error de la izquierda política representativa para reforzar sus tesis. Se alimentan emocionalmente de las contradicciones que han de asumir aquellos que, pretendiendo ser de izquierdas, detentan de manera precaria el poder. Han llegado a una conclusión que pretenden hacer pasar por "científica": no hay solución dentro del capitalismo. El capitalismo destruirá siempre cualquier alternativa que pretenda modificarlo o matizarlo sin eliminarlo. Sus  razones son de peso, sus argumentaciones impecables, sus diagnósticos inapelables. Desprecian cualquier intento de reforma aunque mejore parcialmente las condiciones de vida de los mas desfavorecidos; pertenecen a una élite intelectual fantasma a la que nadie presta atención pero que sobrevive políticamente alimentándose de sus propias expectativas. Ante cualquier circunstancia social siempre encontrarán un motivo para reafirmarse en su planteamiento radical original, ese que les permitirá diferenciarse, encontrar razones para el nuevo fracaso reformista, evaluar de manera condescendiente los resultados de ciertas políticas sociales y refugiarse en la ironía cobarde, en el sarcasmo estéril, sin aportar más solución que una fantasmagórica teoría del colapso como elemento regenerador de una sociedad enferma de capitalismo. Incapaces ya de vislumbrar esa implosión capitalista que predijeran Marx o Rosa Luxemburgo, ahora prefieren especular con un próximo colapso climático, con una naturaleza implacable que vendrá remediar nuestra incapacidad revolucionaria, una naturaleza esquilmada que derrotará al capitalismo a través de una crisis ecológica que la arrogante ciencia humana no será capaz ya de contener. 

Conversar con un apocalíptico integrado es siempre un placer. Leerlo siempre es una puerta abierta al conocimiento. Su bagaje cultural y su curiosidad le permiten no solo estar al tanto de lo que se pensó en el pasado sino también de lo que el actual presente convulso plantea. Lo que resulta sorprendente es que, en el fondo, poco de todo eso le importa. Ha decidido levitar en el vacío, no ensuciarse en el fango de la realidad, no tener que enfrentarse a ninguna contradicción. El apocalíptico integrado de izquierdas ha decidido detener el tiempo, salirse del mundo, no cree necesario ya involucrarse en ninguna lucha, solo resta esperar a ese horror que se avecina y que, en su inconsciencia, termina invocando en sus discursos. Se ha convertido en un milenarista absurdo a la espera del gran colapso social. Su horizonte de futuro solo contempla el fin del capitalismo a través del final de un planeta que, según ellos, siempre está al borde del abismo ecológico.
 
La radicalidad de su planteamiento intelectual haría pensar que, descartado un inútil activismo subversivo o terrorista, la vida de estos apocalípticos integrados se convertiría en una ascética espera de un final inevitable o en un desquiciado intento de proteger a los suyos de la convulsión social que acarrearía ese colapso ecológico que consideran inevitable, al estilo del protagonista de Take Shelter, la magnífica película de Jeff Nichols.
 
Pero no. Aquí aparece la paradoja. Sus vidas, extrañamente, no reflejan ninguna de sus convicciones: se casan, tienen hijos (a los que según ellos abocan a un futuro terrible), trabajan cada día como todos, se convierten en funcionarios, aceptan convenciones sociales conservadoras y degradantes, se relacionan con suegros fachas o liberales, participan del consumismo occidental, mantienen amistades con machistas y reaccionarios en nombre de lealtades inextricables... ¿Realmente desean que este mundo, como aseguran, se acabe? Y si no se va a acabar próximamente, ¿es honesto despreciar continuamente cualquier intento de construir socialdemocracias (siempre defectuosas) que mejoren las condiciones de vida de los más jodidos?
 
Reconozco que disfruto con ellos. Disfruto de su conversación, de sus agudos análisis de la realidad, admiro su inteligencia. A veces, incluso, en ciertos momentos de debilidad, envidio su calculada indiferencia hacia una realidad con la que nunca se ensucian, pero no puedo evitar poner siempre cierta distancia emocional con ellos, mantener cierta frialdad hacia ellos, procurarme cierta protección frente a unas ideas que parecen sugestivas pero que, finalmente, tan solo son enormemente cómodas. No puedo evitar que el fantasma del postureo aparezca ante mis ojos, que haya algo que nunca termine de encajar entre el discurso intelectual y la realidad vital. Al final, siempre termino encharcado en una de mis obsesiones, la coherencia, la puñetera coherencia.

26 enero 2014

No es verdad: decálogo de un malestar


No es verdad 
  1. No es verdad, por mucho que lo repitan, por mucho que intenten convencerte de ello, no es verdad que baste con sobrevivir, no puede ser que lo único que importe sea conseguir un empleo miserable con un sueldo de mierda sin una mínima seguridad laboral y con una nula proyección de futuro. 
  2. No es verdad, no lo es, que vivamos en una sociedad de libertades cuando tienes que alquilar a bajo coste el 70% de la vida que no pasas durmiendo en un trabajo que no tiene por qué llenarte, para el que tal vez no te has formado, en el que tu valor no depende exclusivamente de tu rendimiento y para el que debes competir con un número exagerado de tus iguales en una cruenta guerra en la que siempre perderás, de una manera u otra, en algún momento de tu vida.
  3. No es verdad que seas un ciudadano con derechos de una sociedad democrática moderna cuando no tienes la posibilidad real de construir un proyecto de futuro personal y familiar digno porque la precariedad laboral te amenaza cada día, porque el miedo a la pobreza y a la exclusión social limitan tu libertad de acción y de elección y porque sientes demasiado cercano el abismo como para poder dejar de sentir ni un solo instante ese malestar existencial difuso que te corroe las entrañas día tras día.
  4. No es verdad, aunque te engañes y quieras convencerte de ello, que todo lo haces finalmente por tus hijos, con la esperanza de que al menos les darás a ellos una oportunidad para vivir de otra forma, en libertad, con dignidad. Y no es verdad porque en el fondo sabes que salvo que demos un giro a todo esto ahora su futuro será el mismo que el tuyo: trabajarán como esclavos modernos para alguna empresa. Como tú. Serán puteados, exprimidos y finalmente, en alguna de sus crisis, abandonados a su suerte. Como hicieron contigo. Recortarán sus derechos y sus libertades lentamente, al ritmo de las necesidades del sistema. Como a ti. Vivirán y morirán acobardados, indefensos, aislados y angustiados. Como tú. Sí, lo sé, te conozco, tienes la esperanza de que tal vez ellos, tus hijos, se puedan salvar, que a ellos igual la tormenta no les alcanzará, que conseguirán un refugio donde guarecerse. Es posible. Pero también sabes que si lo consiguen tan sólo lo harán para mirar desde su ese refugio como se calan hasta los huesos los hijos de los otros, de nosotros, esos que en el fondo, desde tan lejos, ni siquiera tú serías capaz de diferenciar de tus propios hijos.
  5. No es verdad que puedas mantener eternamente ese ritmo, esta tensión, esos horarios imposibles, la presión que soportas cada día. Hasta ahora has evitado la enfermedad, la has sorteado, ya no eres inmortal porque la has olisqueado de cerca pero crees sentirte fuerte, capaz de superar esos obstáculos en los que ves a otros tropezar y caer. Todavía, a veces, te confundes y caes en el error de juzgar cada situación de manera aislada, descontextualizada. No entiendes por qué no se levantan, por qué no se rebelan, por qué no encaran sus desgracias, sus despidos, sus crisis de otra manera. Los criticas, incluso en ocasiones los desprecias. Desde esa óptica miope en la que has sido educado por el sistema. Pero no, no es verdad que todo el mundo pueda aguantar ese ritmo, esa tensión, esos horarios y esa presión, todo eso que tú aún crees poder manejar, y conciliarlo con sus emociones más íntimas, con sus desarreglos emocionales, con el paso del tiempo, con el transcurrir de la vida. Como desgraciadamente también tú terminarás comprendiendo.
  6. No es verdad que salir de la zona de confort, esa que tanto critican los gurús emocionales, los coaches encorbatados, los sacerdotes del capital, tenga que ser una opción deseable. La única zona de confort indeseable es la ideológica, la que provoca que no seas capaz de aceptar nuevas ideas sólo por la pereza de tener que replantearte las que ya asumías como dogmas. Pero no te dejes convencer, no te lo creas, no caigas en su trampa: una enfermedad grave es una putada, no una oportunidad para ver la vida desde otra perspectiva y replantearte tus prioridades y un despido es otra putada, no una manera de reorientar tu carrera y alcanzar por fin la felicidad emprendiendo tus propios proyectos. Mejor será no enfermar y que no te despidan y que tú mismo decidas, cuando te veas preparado y consideres conveniente, dar un volantazo a tu vida y cambiar tu perspectiva vital o cambiar de empleo. O no. No es verdad que todo cambio es positivo, no es verdad que es mejor vivir en lo provisional, no es mejor vivir en el alambre de no saber si mañana vas a tener un empleo o debes volver a reenfocar tu carrera laboral. Necesitamos anclas afectivos, sociales y laborales para poder pararnos y ser capaces de reconocernos. Y optar, si es nuestra decisión y no lo que otros nos imponen, salir a la mar en busca de nuevos horizontes vitales.
  7. No es verdad que vayas a poder formarte toda la puta vida. Es evidente que  trabajar en el ámbito que sea conlleva una necesaria adaptación continua a los cambios. Por supuesto. Pero eso no es novedoso, siempre fue así. Lo de la formación continua reglada, lo del credencialismo, lo de la maldita titulitis es otra cosa, es una trampa mortal, la zanahoria que el sistema te ha colocado delante para que corras hasta la extenuación y termines sin resuello y medio muerto en algún recodo del camino. Es su manera de volver a robarte el poco tiempo libre que habías conseguido gracias a sangrientas luchas sociales. Ésas que ya no recuerdas. Nada que ver con la maldita empleabilidad con la que se llenan la boca todos aquellos cuyas vidas, curiosamente, suelen estar ya solucionadas. O los que han convertido esa formación continua en su modo de vida, vendiendo humo disfrazado de necesidad. Formarse es fundamental, claro, pero el enfoque que el capitalismo pretende dar a esa formación es sesgado, limitado y mezquino. Y siempre, al final, esa formación será insuficiente, nunca estarás lo suficientemente preparado como para soportar la feroz competencia de los que vienen por detrás con los dientes afilados, educados en un mercado laboral adulterado en el que jamás hay ni habrá espacio para todos.
  8. No es verdad que todo lo que está pasando, el horror de una crisis destructiva, el fango putrefacto sobre el que chapoteamos cada día desde hace años, la tristeza y la rabia que nos devoran por dentro, puedas achacarlo tan sólo a la gentuza que nos gobierna, a los políticos, a esos tipos tan mediocres, tan limitados, tan intelectualmente incapaces. Que cobran cuatro, cinco o diez veces más que tú. Tenemos que ser capaces de ver más allá, de acercarnos a las entrañas de la bestia, de comprender el funcionamiento del sistema, la imposibilidad real de que pueda alcanzar el poder político nadie que no haya mostrado antes su absoluta adaptación al infecto medio en el que desarrollará su labor. Los políticos no son la enfermedad. Su inutilidad es el síntoma. El capitalismo totalitario, como un virus, ha infectado todos los estamentos sociales haciendo casi una utopía encontrarle una alternativa viable en la que podamos concentrar los esfuerzos de resistencia
  9. No es verdad que tú solo vayas a poder salir vencedor de esta batalla que estamos librando. Es la mayor de todas las mentiras. No es verdad que puedas darnos la espalda y hacer como que no notas a los que faltan, a los que ya no están: los compañeros que despiden de un día para otro y dejan de ir a la oficina; los conocidos que tras meses de intentar ocultar la realidad dejan de aparecer en los lugares de siempre porque ya no pueden permitirse pagar esas cervezas; los que abandonan sus casas, sus barrios, sus ciudades o su país dejando atrás ilusiones destrozadas que nunca podrán ya recuperar. Porque no están muertos, siguen vivos, su recuerdo es mucho más difícil de manejar. No para el sistema claro, que puede expulsarlos de manera implacable y para siempre en base a impecables razonamientos económicos. Pero mucho más complicado será que tu memoria pueda olvidarse de ellos. Aunque intentes concentrarte en tus proyectos, convencerte de que la única prioridad es tu familia, la salvación de los tuyos, tu supervivencia. Esos fantasmas ya no te van a abandonar. Ni el miedo, ni el pavor, ni el absoluto terror a quedarte tan solo, tan abandonado y tan desprotegido como los dejaste a ellos cuando vengan a por ti. Porque ya, a estas alturas, sabes que también vendrán a por ti.
  10. No es verdad que sean verdad todas esas patrañas que el neocapitalismo nos vende con certificado de inexorable, no es verdad que no haya alternativa, no es verdad que podamos sobrevivir en soledad, no es verdad que las ciberutopías se vayan a cumplir, no es verdad que las relaciones en la red nos van a salvar del aislamiento, no es verdad que podamos sobrevivir sin los demás, sin cuidarnos los unos a los otros mediante instituciones solidarias; no es verdad que podamos cambiar nada sin cambiar antes el paradigma social, la visión de conjunto, el punto de vista individualista, arrogante y presuntuoso en el que nos hemos educado y hemos creído que era patrimonio cultural de Occidente; no es verdad que podamos cambiar nada sin ser honestos y sin hacer ver a los demás la necesidad de serlo, sin construir normativas que nos obliguen a serlo. No es verdad que podamos salir de esta crisis como entramos porque nada será igual, aunque algunos pretendan confundidos volver a Matrix o atiborrarse de soma para eludir de nuevo la realidad.
No es verdad

10 julio 2013

Internet nos hace superficiales... pero con matices (2 de 2)


A mi alrededor constato que aquellos que, por diferentes motivos, pasamos mucho tiempo conectados a la red cada vez nos cuesta más trabajo leer 10 o 15 páginas seguidas de una novela o un ensayo sin que nos interrumpa el último whatsapp, tuit, mail o comentario de facebook. Antes, hace muy poco, esto era muy fácil de solucionar alejándote del ordenador y leyendo en otros espacios de la casa. Ahora, desde hace unos pocos años, con los smartphones y los tablets, la desconexión es prácticamente imposible sin caer en un talibanismo tecnológico igualmente perjudicial. Además, no la solución no creo que pase por cerrar las puertas de acceso a la red porque tal vez el tecnológico sea el aspecto menos relevante del problema. La novedad, lo diferente, es el ansia, la necesidad, la adicción a la conexión permanente, a revisar tu smartphone o tu ordenador, aunque no hayas recibido ninguna alerta, como un acto reflejo, como un drogadicto en busca de sus dosis, buscando el estímulo digital al que nos hemos acostumbrado, y que nos facilita la pérdida de concentración en esa actividad tan costosa que es la lectura atenta y en profundidad.

Hay un aspecto que tal vez aún esté pasando desapercibido y con lo que no creo que se contara cuando se glosaban los beneficios de la construcción colectiva de conocimientos que traería la Web2.0. La conversión del receptor pasivo de la Web 1.0 en comunicador, en constructor interactivo de información en la Web 2.0, ha tenido como efecto colateral inesperado la aparición del placer culpable y casi siempre estúpido de la búsqueda de reconocimiento. Esta actitud ya se empezó a vislumbrar cuando explotó el fenómeno de los blogs y sus autores desesperaban por maximizar las visitas y las referencias a lo escrito. Ahora eso se ha multiplicado por mil gracias a redes sociales como Twitter y Facebook en las que, sin necesidad de construir un contenido cuidado y con cierta densidad, se puede conseguir ser protagonista y conseguir esos 15 minutos de fama que predijera Warhol (que en la red, por su velocidad, han transmutado en unos escasos segundo y medio). Aunque es evidente que habría que dilucidar cómo afecta a los diferentes tipos de internautas esto que describo, es innegable la existencia de cierta vanidad y búsqueda de relevancia en esa continua atención a tuits, whatapps, comentarios de blogs o interacciones de Facebook, que poco a poco absorben cada vez mayor cantidad de tiempo. Esta actividad interactiva significa en ocasiones (pocas) un  intercambio constructivo y formativo de información y conocimientos pero en general, no supone más que una gran conversación infinita repleta de naderías, anécdotas e intrascendencias ególatras. La vanidad y la búsqueda de reconocimiento es algo que siempre hemos asociado a los creadores:escritores, pintores, cineastas que nunca han podido evitar, aunque lo oculten tras una falsa modestia o una calculada indiferencia, la emoción que sienten cuando sus creaciones alcanzan el éxito o la relevancia social. Pienso que a pequeña escala esto está sucediendo también en la Web 2.0, con la enorme diferencia de que esos cientos de miles de anónimos creadores en busca del éxito apenas ponen encima de la mesa nada que pueda ser considerado como relevante y por tanto susceptible de ser valorado como algo singular y con cierta trascendencia.

Por otro lado es idiota criticar al medio y tratar de responsabilizar a la red de un problema que debemos resolver nosotros mismos. A muchos les entusiasma construir extravagantes teorías de la conspiración y pensar que el ruido y la trivialidad en la que nos sumerge la red son provocados y fomentados, fruto de un elaborado plan para someternos y confundirnos (detrás estarían, por supuesto, el club Bilderberg, los mercados o los alienígenas. O una alianza de todos ellos). Pero dejando aparte estas tonterías, al final los problemas mencionados no son más que la consecuencia natural de la irrupción de una tecnología de la comunicación que ha cambiado todos los parámetros relacionales con los que habíamos vivido durante décadas. El salto ha sido muy grande y en muy poco tiempo. Y todavía tenemos que aprender a usar de manera inteligente toda esa información y comunicación que la red nos ofrece sin perder de vista que el ser humano necesita espacios de soledad e introspección para pensar y reflexionar, para incluso ser capaz de conocerse a sí mismo, de ahí la importancia del silencio e incluso del aburrimiento para conseguirlo.

Por último también hay que dejar constancia de un aspecto que sirve para relativizar un tanto la crítica (aunque sea necesaria) a la distorsión que generan las nuevas tecnologías a nuestra capacidad lectora en particular y a nuestra capacidad de concentración en general. En el fondo, mucho antes de que la Web 2.0 viniera a distraernos, había ya mucha gente (de hecho una gran mayoría de españoles), que no leía un libro ni aunque le pusiesen una pistola en la cabeza y que, salvo las cartas que enviaron de niño a sus abuelos (obligados por sus padres, claro), se podían tirar toda su vida adulta sin comunicarse por escrito con nadie y sin ser capaz de hilar dos ideas complejas sobre un papel. Esa gran mayoría es la misma que lo más cerca que estaba de leer un periódico era porque le regalaban alguno de esos ejemplares de prensa anoréxica repleta de anuncios que se popularizaron en los últimos quince años. Y esa gran mayoría igual no ha notado nada de lo que he descrito en estos post y en cambio sí ha visto cómo, aunque sea de manera superficial, le llegaba mucha información por vías de las que no disponía en el pasado que poco a poco le han ido permitiendo opinar y argumentar sobre asuntos que, sin la Web 2.0, ni siquiera habría conocido su existencia.

Por lo tanto debemos reflexionar y aceptar como una evidencia que la Web 2.0 no sólo están modificando nuestra manera de aprender, de relacionarnos y de comunicarnos sino que también tiene una repercusión directa y negativa en la realización de tareas complejas que conllevan necesariamente una concentración que a día de hoy se ve continuamente cuestionada por la distracción perenne en la que nos sumergen las redes sociales. Pero ello no nos debe hacer desdeñar en aras de un intelectualismo mal entendido el enorme potencial que Internet tiene y los beneficios que ya hoy nos aporta. Aprender a controlar nuestras adicciones virtuales, reconocer el problema, aprender a usar de manera más racional y útil las nuevas tecnologías de la comunicación e imponernos y exigirnos una mayor educación en nuestro devenir digital son objetivos básicos que debemos colectivamente intentar alcanzar. Y volver a aprender a leer en profundidad disfrutando del silencio. Costará, pero una vez que nos cansemos de la novedad digital y la comunicacional infinita igual descubrimos que no tan difícil volver a conseguirlo.

07 julio 2013

Internet nos hace superficiales... (1 de 2)

Nos está pasando a muchos, lo hemos tenido que ir reconociendo a pesar de que al principio nos lo negábamos incluso a nosotros mismos. Nos ha ayudado que por fin sea algo que se ha puesto encima de la mesa, algo de lo que se habla ya abiertamente, que se puede valorar y discutir y que, por supuesto, ya somos conscientes de que no es un problema sólo nuestro. Desde hace un tiempo se escriben artículos sobre el asunto, aparecen sesudos ensayos expresando honda preocupación y es un problema que los que estamos conectados mucho tiempo a Internet, a las redes sociales, a la Web 2.0 en general, no podemos ni debemos eludir: Internet está afectando a nuestra capacidad lectora. Cada vez es más dificultoso mantener la concentración fijada durante horas en una lectura pausada, comprensiva y reflexiva. Y esas son las características fundamentales que pueden hacer que dicha lectura suponga un aprendizaje significativo y trascendente, una experiencia con poso y con sustancia. Por lo tanto nos deslizamos peligrosamente hacia una experiencia lectora superficial, intensa y agotadora de textos consecutivos y paralelos cada más breves, más extremistas y con menor profundidad, en los que lo emocional y la ausencia de matices se hacen preponderantes y lo reflexivo y lo analítico desaparecen. 

Vivimos inmersos en un carrusel desquiciado de noticias que cada hora parecen suponer un punto de inflexión definitivo en lo político, lo social o lo económico. Noticias sobre las que nos volcamos con ansiedad leyendo y escribiendo radicales juicios apresurados, navegando como posesos en busca de nuevos artículos que nos ayuden a clarificar el nuevo escenario que dichas noticias han dibujado, para tan sólo obtener una riada de datos descontextualizados que no tenemos tiempo de hilar ni de darles forma racional porque de repente aparece la nueva noticia que todo lo cambia. Las opiniones se entrecruzan, aparece la confrontación, se discute con quien no es el enemigo pero al menos tiene una cara (virtual), se abandona la idea de convencer a nadie, se grita, se insulta, escupimos al ciberespacio parte de la rabia que acumulamos en el día a día. Y cuando nos cansamos de discutir dejamos aparecer el sarcasmo, jaleamos el cinismo y elevamos a los altares durante unos segundos el pretendido ingenio de los que se erigen en poetas mínimos del fracaso colectivo social en el que vivimos. Tal vez sea en Twitter y en los comentarios a los artículos de los medios digitales donde se manifiesta con mayor virulencia aquello que describo.

Actualmente Internet ofrece lo que parece una ilimitada oferta de información y de conocimientos que están ahí esperando tan sólo a que el interés de cada uno de nosotros nos permita acceder a ellos. Podemos mejorar nuestra formación mediante un aprendizaje continuo hecho a la medida de cada uno de nosotros. Podemos confrontar opiniones, profundizar en asuntos que antes estaban vedados por los grandes medios de comunicación, aclarar ideas, entender nuevos conceptos. Pero la realidad es otra, muy diferente. El último ensayo de Pascual Serrano, La comunicación jibarizada, trata sobre ello, como antes lo había hecho Nicholas Carr en Superficiales, ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes? La realidad es que tras la promesa de acceso a una información ilimitada, de un acceso infinito a diferentes voces y puntos de vista sobre cualquier tema que nos ocupe, la Web 2.0 se ha convertido en un enorme patio de vecinos en el que el que el ruido ensordecedor provocado por la opinión continua sin filtro de todos nosotros nos termina arrastrando por el camino de la irrelevancia, de la búsqueda del titular, del reconocimiento en un otro que casi no se conoce, a través de una lectura diagonal que apenas supone un escaneo insustancial del contenido escrito pero con el que creemos, erróneamente, dotarnos de datos con los que finalmente terminamos reafirmándosonos en nuestras posturas previas. Abrimos decenas de enlaces que nos llevan a decenas de artículos que a su vez nos direccionan a decenas de nuevas páginas en un bucle infernal que, generalmente, tras una lectura superficial y apresurada, dejamos abiertos como pestañas en el navegador, durante un rato, hasta que de manera displicente los cerramos sin reflexionar mucho sobre ello. En todo este proceso consumimos tiempo, mucho tiempo, un tiempo que podríamos dedicar a realizar lecturas en profundidad sobres esos temas que decimos que tanto nos preocupan. Pero la tendencia es otra, la multitarea se impone, la capacidad de hacer varias cosas al mismo tiempo es alabada como una mejora evolutiva, como una forma de aprovechar el tiempo, de abrirse a diferentes estímulos que nos enriquecen intelectualmente. Y son tachados como conservadores y retrógrados los que señalan que diversificar nuestra atención, intentar estar a muchas cosas al mismo tiempo puede impedir la profundización y la reflexión sobre cada una de esas tareas que se realizan, y que por ello, tal vez, nuestros aprendizajes tiendan a ser menos significativos.

10 marzo 2013

La cara oculta de la formación continua

Nadie parece querer ver al elefante en el salón. Nadie parece estar dispuesto a ralentizar la marcha, a relajar el ritmo, a tomarse un respiro para estudiar, evaluar y advertir qué otras consecuencias (además de las positivas, que difunden hasta el hastío) conlleva aquello que se ha convertido en paradigma social. Nadie parece querer encontrar un solo defecto, un solo aspecto negativo, nadie parece querer debatir con seriedad los efectos indeseados e indeseables que conlleva la imposición de la formación continua, del aprendizaje para toda la vida en nuestras experiencias laborales. No se contextualiza, no se indaga, no se piensa a largo plazo, sólo se glosan sus beneficios y su necesidad inmediata, las ventajas que supone, la vitalidad que nos otorga, el ímpetu que nos da. Dicen, repiten, reiteran hasta el hartazgo que es lo que nos permitirá seguir en la brecha, no abandonarnos a rutinas y vivir constantemente en alerta, atentos a los cambios que se produzcan, a las oportunidades que la vida nos ofrezca, aprendiendo, formándonos, siempre, cada día, cada semana, cada mes, cada año, toda la vida, hasta morir, para estar continuamente en guardia, preparados, dispuestos a afrontar los problemas que surjan, a encarar las dificultades a las que nos enfrentemos con una maleta de conocimientos y competencias que poder usar o, al menos, que poder certificar y mostrar a aquellos que realmente tienen el dinero y el poder de darnos el "privilegio" de trabajar. Nadie quiere ser el primero en advertirnos de la imposibilidad de mantener este ritmo desquiciante, de la aceleración inhumana que nuestras sociedades modernas han adquirido, del fango al que nos arrastra este camino. Han conseguido transformar nuestra percepción de la realidad, convertir la hipótesis sin confirmar en ley ineludible, en dogma, han construido un nuevo lenguaje para poder conformar esa realidad según sus planteamientos y han terminado de dar  forma a esta especie de nueva religión gracias a la creación de una casta de nuevos sacerdotes, gurús tecnológicos y pedagogos de la última generación, encantados de su labor mesiánica, encantados de convertirse en los adalides del advenimiento de los nuevos tiempos laborales y de hacerse con el control emocional de las masas.

Durante décadas hubo una clara diferenciación entre el horario laboral y el horario propio, de ocio o familiar. Se luchó denodadamente para conseguir que ese horario laboral se redujera y se regulara, para permitir a los trabajadores escapar de los asfixiantes espacios laborales (donde el ser humano nunca puede expresarse en toda su dimensión) y poder disponer de tiempo para construirse un espacio propio, íntimo, familiar en el que descansar y poder sentirse pleno. La irrupción de la modernidad líquida y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación sólo han servido finalmente para que el espacio laboral termine colonizando de nuevo al espacio propio y todo el tiempo sea ya uno solo, el laboral, compuesto en primer lugar por el horario de trabajo en sí mismo, en segundo lugar por el tiempo dedicado a la obtención (certificada, claro) de esas competencias necesarias para no quedarse atrás, dedicado a una formación continua que termina siendo condena perpetua de la que no es posible escapar y, por último, por el tiempo dedicado a la construcción de un yo social que poner en el mercado, a la vista de todos, en las redes sociales de Internet, un tiempo dedicado a la exposición infructuosa de un yo artificial, mutilado y autocensurado, construido para el establecimiento de contactos con los que aumentar el capital social disponible, enfocado, por supuesto, a un mejor posicionamiento en el mercado laboral.

Lo que nadie parece querer tener en cuenta es el inevitable paso del tiempo en la vida individual de cada uno de los trabajadores. Las sociedades modernas se construyen sobre un presente continuo que no tolera el fluir del tiempo: el trabajador debe estar siempre dispuesto a hacer lo necesario para mantenerse “empleable” y ello pasa por utilizar su tiempo libre para seguir formándose eternamente, sin posibilidad real de disfrutar con un aprendizaje que siempre se realiza bajo una extraordinaria presión. No deja de ser una cruel ficción sustentada en unos trabajadores perfectamente prescindibles que se engañan pensando que son absolutamente imprescindibles y destruyen sus vidas durante un tiempo para servir al capital. La ficción se mantiene durante ese tiempo, un tiempo en el que se vive tan sólo para trabajar o para encontrar trabajo hasta que al final, sin posibilidad de evitarlo, se sucumbe a la única realidad que la vida se asegura de mostrarnos: el tiempo no se detiene, dejamos de ser jóvenes, estamos sometidos a un lento declinar físico que tiene consecuencias, llega la madurez, la inevitable pérdida del ímpetu para enfrentarse a un mundo hipercompetitivo, la asunción de responsabilidades familiares que lastran la proyección profesional, tenemos hijos, aparecen las enfermedades, llega la vejez y con ella, e incluso antes, la forzosa pérdida  de ciertas capacidades cognitivas… Esa es la realidad a la que las sociedades modernas han cerrado los ojos desde hace años debido a  la dictadura del capitalismo inmaterial. Vivimos en ese mundo que prefiguraba La fuga de Logan, un mundo donde se rinde culto a la juventud y, en este caso, ese culto se relaciona directamente con la adaptabilidad laboral de los jóvenes, que tanto conviene al sistema. Un mundo donde al viejo se lo aparta y se lo hace desaparecer, sin que nadie quiera investigar las razones profundas por las que eso sucede, sin que nadie se pregunte seriamente por qué dejaron de ser útiles, las causas últimas por las que no pudieron seguir el ritmo aunque lo intentaran desesperadamente, porque en muchas ocasiones ese reciclaje perpetuo que exige el mercado entronca directamente con la facilidad de la juventud para esclavizarse gustosamente por una oportunidad de futuro que termina destruyendo el presente de los mayores.

Debemos comenzar a preguntarnos a dónde nos lleva esta obsesión pretendidamente formativa y quién sale realmente beneficiado con ella. Hay que criticar el fanatismo con el que se defienden las ventajas de la formación continua y el aprendizaje para toda la vida por parte de tanto gurú de pacotilla que nunca saca un pie de la universidad o ha montado su chiringuito a costa de impartir cursos sin sustancia, construidos sobre el vacío, cursos donde el coaching, el branding y el networking se dan la mano con la impostura, la superficialidad y la estafa intelectual. Hemos dejado de lado el ritmo natural de la vida, sus ciclos y las posibilidades que cada uno de ellos nos permite, nos hemos puesto de speed hasta arriba y acelerado nuestras vidas hasta alcanzar una velocidad suicida imposible de mantener. Es absolutamente necesaria una reflexión social ajena a las necesidades de un mercado bulímico que devora trabajadores al mismo ritmo que los expulsa tras haberlos exprimido. Hay que establecer los límites de esa formación continua, cuándo y cómo debe realizarse, a quien beneficia la obsesión por los títulos y las competencias certificadas, así como la utilidad concreta de las mismas en el mercado laboral real. El estudio y la formación conllevan un enorme esfuerzo no sólo temporal sino también emocional y aunque el aprendizaje pueda resultar en algunos casos gratificante, la suma de este esfuerzo y del propiamente laboral, unidos a la presión asfixiante bajo la que se está realizando esta formación, tanto con la esperanza de encontrar un trabajo en un mercado laboral anoréxico como para no perder el empleo y poder así sobrevivir y no perder la posición social alcanzada, constituyen un escenario atroz que destruye vidas, anula voluntades y transforma a las personas en zombis cuyo único objetivo es la supervivencia. Por ello no les importa pagar una y otra vez el dinero que no tienen para hacer cursos, matricularse en  masters o asistir a conferencias. Más allá de una élite cultural y empresarial que cree haber encontrado la piedra filosofal en una formación continua cuya gestión detenta con mano de hierro, existe una enorme masa ciudadana desconcertada, desorientada, perpetuamente enganchada a una formación permanente que siempre parece que la forma para algo que ya se ha quedado inmediatamente anticuado o que hay inmediatamente que reciclar. Mediante más formación de pago, por supuesto. El problema no está en la necesidad de ese aprendizaje para toda la vida. La idea mantiene su enorme fuerza porque se asienta sobre una verdad incontestable: es saludable seguir aprendiendo más allá de los primeros años de vida para no estacarse y poder evolucionar. Pero como tantas veces sucede, una buena idea se termina prostituyendo cuando no se pone al servicio de las necesidades humanas sino al servicio del mercado, al servicio de la economía, al servicio, por tanto, del capitalismo disparatado en el que vivimos.

No podemos estar estudiando toda la vida con la soga al cuello, no podemos estar formándonos para siempre bajo presión, no podemos utilizar el escaso tiempo libre del que disponemos para seguir estudiando solo aquello que nos digan que resulta útil para posicionarnos en un mercado laboral que nunca parece tener espacio para todos. No podemos centrarnos tan solo en una formación obscenamente pragmática que nos impide tener tiempo para volver la cabeza a otras lecturas y a otros aprendizajes tal vez más cercanos a nuestras verdaderas necesidades. Que nos satisfagan y realmente nos hagan evolucionar. No solo como potenciales trabajadores sino como personas con inquietudes. Nos han estafado con el rollo de la formación continua y me temo que igual ya es tarde para escapar.

02 marzo 2013

Elogio de la coherencia

En unos pocos días he vuelto a leer o a escuchar varias veces una de esas frases que se repiten pomposamente en ciertas conversaciones, una de esas ideas con las que algunos pretenden finiquitar discusiones que los superan o epatar a sus contertulios aparentando profundidad: "la coherencia está sobrevalorada". Me gusta imaginarlos justo antes de emitir su sentencia, terminando de escuchar la crítica del adversario, la pregunta del entrevistador o la reflexión del amigo. Paladean la idea en su cerebro, se impacientan, creen haber encontrado la piedra filosofal que les exime de responsabilidad alguna en aquello de lo que se está tratando. Ellos poseen la luz que nos ha de guiar, una verdad que lo cambia todo, una certeza que todos debemos aceptar para crecer y madurar, para no quedarnos en estadios primarios de nuestra evolución social: "la coherencia está sobrevalorada". También me gusta imaginarlos justo después de lanzar al aire su reflexión, esperando tal vez un silencio sobrecogedor, quizás miradas de admiración ante su clarividencia, seguramente gestos afirmativos de los que no pueden más que aceptar la realidad invocada. Creo que la primera vez que escuché esa frase fue hace unos cinco años, en boca de un veterano profesor, progre por supuesto, tras una multitudinaria manifestación educativa en la que reivindicábamos la educación pública sin saber aún la deriva que el asunto iba a tomar en pocos años. El tipo en cuestión, con su cerveza en la mano derecha, más bien obeso, mirando fijamente al infinito, soltó la manida frasecita intentando hacer valer su edad, su experiencia, su mayor conocimiento de la vida para salir del callejón sin salida en el que sus argumentos previos, contradictorios, absolutamente cínicos, miserables, lo habían arrinconado: "la coherencia está sobrevalorada". Tras la boutade intentó aclarar su planteamiento, exponiendo sin darse cuenta la inconsistencia de la idea, la debilidad de sus convicciones. Planteaba que la clave era sostener unos ideales de justicia y de solidaridad social, incluso defenderlos públicamente si hiciera falta pero que ello no tenía por qué llevarnos a actuar en la vida real de manera coherente con ellos. Al fin y al cabo el ser humano es débil y no puede resistir a la tentación de ir contra de aquello que defiende intelectual y racionalmente cuando entra en juego su propio beneficio (aunque sea inmoral). "La coherencia está sobrevalorada". En el fondo la afirmación no es más que un síntoma del pensamiento débil que domina nuestro tiempo. No seamos coherentes, relativicemos la importancia de intentar actuar según lo que decimos pensar, dejemos de lado la ambición de que nuestros actos sean consecuentes con las ideas que decimos creer. Porque ahí está una de las claves: lo que decimos pensar, lo que decimos creer, que tal vez no sea ni de lejos lo que realmente pensamos o lo que realmente creemos pero son las ideas que conforman el discurso construido para vincularnos con nuestro entorno social.

Es necesario reivindicar la coherencia, defenderla y protegerla, sin caer en fundamentalismos, comprendiendo la dificultad que conlleva, pero teniendo claro que debe ser el eje rector de nuestras acciones, la meta a alcanzar aceptando la imposibilidad de hacerlo: la coherencia es la única manera en la que nos podemos reconocer a nosotros mismos, el mecanismo mediante el que construimos nuestra personalidad, el instrumento mediante el que podemos aspirar a que los demás nos reconozcan, nuestra forma de vivir en sociedad. Porque al final, más allá de veleidades posmodernas y constructos teóricos elusivos, no somos socialmente ni lo que pensamos ni lo que decimos pero sí terminamos siendo lo que hacemos. Y por eso, por lo que hacemos, por nuestras acciones, coherentes o no con lo que decimos pensar, se nos podrá valorar. Por nuestras acciones, por nuestra actividad social dentro de la comunidad,  que tendrá un significado, que tendrá un sentido o, por el contrario, será un ejemplo más de la maleabilidad humana para procurarse un beneficio propio a costa de las miserias de otros. Otro ejemplo más de como conseguir un provecho mientras se afirma exactamente lo contrario de lo que se hace.

24 febrero 2013

Cuando el destino nos alcance (3 de 3)


¿Y entonces? ¿Cuál es el camino? ¿Es posible una revolución? No lo sé, no lo creo, no existe ese Paul Atreides, ese líder de masas que venga a cambiar nuestro mundo, ni creo en la posibilidad de que la masa se convierta en la multitud inteligente que defendieron Negri y Hardt, pero cada día vivo con más rabia la estafa social en la que vivimos y cuyas consecuencias nos quieren hacer tragar, cada día me siento más incapaz de prever salidas justas y viables al drama social en el que andamos inmersos, cada día siento crecer el cinismo en mi interior, la desesperanza, el desencanto, también un cabreo infinito que me revuelve el estómago y me quema la garganta. Incapaz de desconectar pero hasta los cojones de no encontrar la manera de parar todo esto. Aquí de lo que se trata es de si cuando acabe todo esto (si conseguimos que acabe) tendremos un presente y un futuro común o será un sálvese quien pueda, egoísta, insolidario, consustancial al ciego neoliberalismo, totalitario y seductor, que nos ha arrastrado por el fango, que nos ha hundido, que nos ha llevado hasta esta situación. Si dejaremos de creer en la posibilidad de una solución común y colectiva y dedicaremos todos nuestros esfuerzos, como el burro tras la zanahoria, o como los esclavos encima de las bicicletas estáticas de Black Mirror, a correr y correr dentro de un despiadado sistema competitivo en el que la victoria para casi nadie es posible pero todos creen que igual ellos podrán alcanzarla. Si cada uno de nosotros viviremos aislados creyéndonos la ficción, pensando que el problema está en los otros, en su pereza o incapacidad, pero no en nosotros que somos competitivos, adaptables, trabajadores y dinámicos. Mientras todo marche sin problemas, claro, mientras te mantengas en la cima, mientras seas joven, mientras no te alcancen los imponderables que jamás creíste ni te planteaste que te podrían afectar: las enfermedades, los despidos, el propio paso del tiempo… Todo lo que finalmente hará que seas un desecho social, maquinaria prescindible, inútil para una sociedad hierática que no atenderá más que a tu cuenta de resultados inmediatos, una sociedad que científicamente justificará tu exclusión. En el fondo muchos de los que hoy se indignan, se manifiestan, cuestionan el sistema y afean la conducta a políticos y banqueros no dudarían un segundo en tomarse la pastilla azul de Morfeo para reintroducirse en Matrix, en la España de hace seis o siete años, en el Occidente de principios de siglo XXI, en el que marchaba de burbuja en burbuja hasta el estallido final. No darse cuenta de este hecho es no entender la sociedad en la que vivimos, no aceptar la odiosa realidad que nos rodea, dejar que el ruido social que nos envuelve nos engañe y nos lleve a pensar que por fin los ciudadanos han tomado conciencia de su poder y de su importancia. Desgraciadamente muchos de los que creen en la necesidad  de una salida desde la izquierda a la crisis social y económica que padecemos obvian que a una gran parte de la sociedad no le jode que nos estafen sino que ellos no puedan llevarse su parte (pequeña) del pastel, como antaño hicieron.

La solución realista, revolucionaria al tiempo que la única pragmática, increíble al tiempo que la única posible, complicada, casi imposible, pasa por hacerse con el poder las instituciones, por cambiar el sistema desde dentro, sin destruirlo, aceptando las miserias y bondades del capitalismo pero controlando sus excesos por el bien de la mayoría, limitando la libertad individual del ciudadano medio mientras se permite el enriquecimiento inmoral de unos pocos privilegiados. Es lo que hay. Asumamos el relativismo moral posmoderno. No es viable soñar con alcanzar hoy ningún objetivo totalitario. Hay que domar al capitalismo, embridarlo, pero parece imposible destruirlo, incluso nadie parece creer que hacerlo sea finalmente positivo. La clave está en aceptar la tesis del decrecimiento, entendiendo esto como dejar de pretender un crecimiento económico exponencial y suicida, que amenaza no sólo a la sostenibilidad del planeta sino a la propia existencia del ser humano, y buscar el desarrollo de un capitalismo más pausado, regulado, intervenido y dirigido con el que no se amenace continuamente al trabajador y en el que el ciudadano acepte la imposibilidad de alcanzar cotas de lujo innecesario en su vidas. Hemos de asumir que la solución también pasa por disfrutar de la vida de manera diferente, alejándonos del ideal consumista capitalista que ha colonizado nuestros subconscientes y nos lleva a un consumismo irracional en cuanto disponemos de una hora de libertad laboral o unos días de vacaciones. Y recordar que no puede ser lo normal, lo lógico, lo aceptable en una sociedad desarrollada, alquilar la mayor parte de tu vida al mercado laboral para ganar un dinero que apenas sirve para sobrevivir. O cambiamos los ideales vitales y las expectativas de vida o seguiremos estando completa y absolutamente jodidos. Para que todos podamos alcanzar un nivel aceptable de bienestar, para dar cabida a toda la población activa en los mercados laborales, para dejar de trabajar y vivir con miedo permanente y sin posibilidad de negociación con las empresas, todo pasa por entender que debemos trabajar menos horas, cobrar sueldos más bajos y encontrar incentivos diferentes al consumismo para nuestro mayor tiempo de ocio. Por supuesto, para nuestra protección, por el bien de la equidad y la justicia social, el Estado debe proveer y gestionar directamente, sin intermediarios y de manera responsable la educación y la sanidad, además de controlar sin pudor los mercados inmobiliario y energético para moderar su coste y asegurarse de que toda la población pueda disponer siempre de una vivienda digna donde refugiarse, más allá de los vaivenes que la vida siempre depara.

No existen soluciones mágicas, no vamos a participar de una catarsis social por más que muchos la deseemos, hace años que sabemos que no vamos a cambiar el mundo pero sí estamos frente a un cruce de caminos que nos obliga a elegir una dirección u otra para tratar de salir como sea de este cenagal. Y dependiendo de lo que elijamos, dependiendo de la fuerza que tengamos para impedir que sean los otros, los de siempre los que decidan por nosotros en su propio beneficio, dependiendo de nuestra capacidad de organización para defender nuestros espacios sociales y nuestros derechos tendremos un tipo de sociedad u otro, construiremos un futuro u otro y viviremos más o menos libremente o como esclavos del capital.

23 febrero 2013

Lo que la crisis se llevó (2 de 3)


Pero la virulencia de nuestra crisis, el desfalco al que estamos siendo sometidos los españoles, la revelación de que nunca vivimos realmente en democracia y que nuestro régimen era tan autoritario y tan ajeno a los designios del pueblo como siempre fue en sus diversas mutaciones históricas, no debe hacernos perder la perspectiva global, los efectos colaterales (positivos) no buscados pero evidentes que este sistema ha producido en su loca carrera hacia el máximo beneficio, inmoral e inmediato. Las deslocalizaciones industriales (que no sólo afectan a Europa sino también a EEUU, que ve como cada día la que fuera su gloriosa industria nacional se desmantela, se trocea y se desplaza a los países asiáticos, sin sindicatos y casi sin impuestos) y los flujos de capital sin control han permitido que algunos de esos países manufactureros y agrícolas que parecían condenados a ser eternamente “países en vías de desarrollo” (aquello que estudiábamos de pequeños, como si fuera un mantra) sueñen por fin con la posibilidad real de convertirse en países desarrollados y con la llegada un futuro con más derechos sociales para sus ciudadanos. En lo últimos veinte o treinta años en imposible negar que millones de ciudadanos de parte del llamado tercer mundo (China, Brasil o India) han visto como iban mejorando sus condiciones de vida debido a la implantación de las industrias occidentales en sus países, con unas condiciones de trabajo que rozan la esclavitud según los estándares occidentales pero que han proporcionado al mismo tiempo unas mínimas estructuras de derechos y servicios sociales que esos países nunca habían tenido. Por supuesto que es necesaria y justa la crítica a unas deslocalizaciones que suponen un ominoso desempleo en un Occidente que involuciona y cuyos trabajadores son chantajeados cada día a costa del trabajo semiesclavo de Oriente. Pero es cínico criticar esto sin valorar también la otra cara de la moneda: durante muchos años, mientras los occidentales (y sobre todo los europeos) fuimos construyendo nuestros castillo de seguridad a través de los estados de bienestar no sólo no nos preocupamos mucho en cómo ayudar y fomentar que otros países alcanzaran nuestros logros sociales sino que lo impedimos través de todo tipo de trabas comerciales, aduaneras o leyes proteccionistas. Eso sí que fue competencia desleal. Creímos que era posible vivir en utopías socialistas de bienestar, en islas de derechos sociales dentro un mundo desolado y empobrecido, creímos poder dedicarnos al consumo irresponsable a costa de seguir explotando y abandonando a su suerte a la mayor parte de la población  mundial. No nos preocupamos cuando para nuestro inicial beneficio nuestras empresas nacionales se fueron convirtiendo en internacionales, luego en transnacionales y finalmente en omnímodas. Y dejamos de lado que se estaba construyendo un capitalismo salvaje y expoliador como sistema socioeconómico rector que ya no tenía que justificarse ni competir con un comunismo cuyos muros se derrumbaron en el Berlín de 1989.  Lo máximo que hicimos fue envolvernos en la despreciable bandera de un oenegeísmo infame con el que creímos eximirnos de la responsabilidad individual que el sistema de manera colectiva nos obligaba racionalmente a atribuirnos. Es irónico: no hay solución más capitalista que esta pretendida salvación individual de nuestras conciencias. De esta manera, los 80 y los 90 fueron las décadas de la explosión de la explotación de las “buenas conciencias occidentales”, a través de una proliferación casi viral de las ONG´s de desarrollo que llegaban al tercer mundo para introducir efectos paliativos y asegurar, tal vez sin pretenderlo, la imposibilidad real de desarrollo de los países (a los que acudían como moscas y como tal marchaban según la volátil opinión pública de los países ricos) al sustituir pobremente, sin un plan concebido, el necesario papel del Estado en la gestión de los servicios mínimos de sus ciudadanos. Mandábamos las sobras de nuestras comidas, mientras llenábamos nuestros platos gracias a lo que les robábamos. Y con ello acallábamos nuestras conciencias. Como en el Plácido de Berlanga

22 febrero 2013

Los miserables (1 de 3)

De esta crisis no vamos a salir nunca. O al menos, no vamos a salir jamás de vuelta al mundo de fantasía dentro del cual vivíamos cuando nos alcanzó. Hace ya un tiempo que parece que la sociedad española padece una peligrosa especie de amnesia autoinducida, ha olvidado el origen, el porqué, el principio de todo, lo que nos llevó a la ciénaga putrefacta en la que nos revolcamos cada día, lo que nos condujo al insondable abismo en el que miles de españoles pierden sus trabajos mientras todos perdemos la posibilidad de un futuro digno y de un presente en el que no vivamos de rodillas, temerosos, siempre con miedo y perdiendo lentamente la poca dignidad que aún intentamos mostrar. La crisis del capitalismo especulativo, la crisis del sistema ludópata, asesino e irracional que se hizo con el control de los Estados a través de sus instituciones más relevantes y, poco a poco, fue apropiándose de todos los recursos públicos para privatizarlos, exprimirlos, extraer brutales réditos instantáneos en beneficio de unos pocos mientras hipotecaba el futuro de todos mediante una cínica globalización de capitales que fluyeron sin control, fue ocultada durante años de manera interesada por los grandes poderes financieros pero también eludida, de manera estúpida, por una ciudadanía ciega, que no quería que nadie la despertase de su sueño, inmersa en una utopía consumista basada en el crédito, que le permitía disponer de un dinero que no tenía para vivir unas vidas cuyo ritmo de consumo no podía mantener. Lo escribo y me aburro a mí mismo. Estas ideas ya han fosilizado dentro de mí. Me parecen tan evidentes que me sorprende el éxito de aquellos que quieren enmascarar la realidad del origen del problema en la incapacidad o la corrupción de nuestros políticos, o trasladar toda la responsabilidad a la ciudadanía. Es la economía, estúpidos, es el sistema el que ha quebrado y jamás se podrá recuperar. El sistema es el problema y el foco de infección. Fin de la ficción en la que vivió Occidente. Despertemos del sueño y reflexionemos cómo acabó convirtiéndose en pesadilla. Nuestros políticos son tan mediocres hoy como lo fueron siempre y lo único que ha cambiado es que por fin una gran mayoría ciudadana no puede seguir ya autoengañándose más y ha adquirido conciencia plena sobre ese problema. Pero no son los culpables de este fracaso social. En absoluto. Ni de lejos. Son exactamente como deben ser, ejercen la política exactamente como deben hacerlo tal y como están construidas hoy las democracias occidentales, asumen su compromiso y ofrecen su lealtad al poder real, que no reside en el pueblo sino en el capital, y aceptan sin rubor su rol subsidiario. Algunos, de paso, se enriquecen ilícitamente o solucionan su futuro laboral. Son miserables tal vez, pero no los responsables. Son tan sólo los tontos útiles, los colaboradores necesarios, pero su mediocridad intelectual y su falta de carisma, arrojo, valentía y capacidad no sólo los invalida para sacarnos del agujero y para liderar la regeneración por sí solos, sino que también los invalida para asumir la responsabilidad de ser los causantes principales por su mala gestión de una crisis tan brutal como la que soporta Occidente. Una crisis que se va a llevar por delante los estados de bienestar europeos tal y como los conocemos, que aún no ha acabado y en la que los supuestos vencedores, los que se atreven a dar lecciones (como Alemania ahora, como hace no tanto hacíamos nosotros mismos) finalmente también se verán afectados por el tsunami y, directa o indirectamente, sus ciudadanos también verán recortados su derechos sociales, aumentadas sus jornadas laborales, disminuidos sus salarios y precarizados sus empleos. La hoja de ruta está clara. Y no hay forma de volver atrás. Al menos es imposible hacerlo por el camino por el que hemos llegado hasta aquí

20 enero 2013

El naufragio moral de un país

Las sangrantes noticias de corrupción política aparecen ya sin interrupción, se superponen unas sobre otras, cada día, y al siguiente, engendrando un enorme manto de mierda que envuelve y ahoga con su hedor a una ciudadanía agotada, asfixiada y encanallada, a ratos desanimada y a ratos enferma de rabia. Al final, como tantos auguraban, España comienza a resquebrajarse, pero no como advertían los rancios nacionalistas españoles, ni como anhelaban los necios nacionalistas periféricos, sino por la manifiesta ruptura del contrato democrático entre los ciudadanos y sus representantes políticos, sin el cual sólo nos queda navegar por las aguas oscuras del totalitarismo, la indiferencia anómica o el activismo más estéril. Los políticos, los tontos útiles del chiringuito capitalista, mediocres intelectuales pero con una personalidad artera que les permite aprovecharse del sistema poniéndose de perfil, llevan años enriqueciéndose a costa de los supuestos servicios que nos ofrecen, llevan años haciéndose fuertes dentro de sus partidos por su facilidad para conchabar con un sector privado bulímico y envilecido, ansioso por hacerse con enormes tajadas de dinero público y por controlar gran parte de ese apetitoso sector público que fue desmembrándose lentamente hasta dejarnos a los ciudadanos mucho más pobres, a los grandes poderes financieros mucho más ricos (y aún más poderosos) y a infinidad de miserables políticos sin necesidad de volver a trabajar en su puta vida.

Los grandes casos de corrupción, los que afectan a los grandes nombres de la política, a los grandes partidos, siempre encuentran su reflejo invertido, deformado, con menores cuantías pero no menor delito, en la podredumbre de los cargos intermedios, en la deshonestidad de los designados a dedo que de su plaza hacen su cortijo al amparo de los favores hechos y debidos. Así, los tejemanejes de los Pujol en Cataluña y el famoso 3% de comisión con el que Maragall acusó de financiarse ilegalmente a CIU, encuentran su inaudito reverso, su reflejo deformado dentro de su propia estructura de mafia grotesca en ese tipo, Millet, que creyó que el Palau era de su propiedad y con fondos públicos llegó incluso a sufragar los gastos de la boda de su hija al tiempo que, para no levantar sospechas, le cobraba a su consuegro 40000 euros para "compartir" esos gastos fantasmas. Los actuales escándalos dentro del PP debidos al descubrimiento de los 22 millones de euros suizos del extesorero del partido, Bárcenas, a los sobres de dinero negro que cobraron todo tipo de cargos y al ático marbellí del exterminador de los servicios públicos madrileños, Ignacio González, no son más que el reflejo aumentado de esa trama de la Gürtel madrileña con ramificaciones valencianas, esa trama cutre de amiguitos para siempre y mafiosos de pacotilla en la que se nos quiso hacer creer que la cosa no iba más allá de unos cuantos trajes regalados; o nos retrotrae a ese joven Zaplana, grabado por la policía en las investigaciones del caso Naseiro, afirmando aquello de “yo estoy en política para forrarme”. Sin consecuencias. Nunca pasa nada. Todo termina despareciendo de la agenda de los medios y las leyes (hechas por políticos corporativistas) nunca les afectan. Sólo queda el hedor. También los del PSOE tienen mierda que esconder, tanta que hace años que resulta imposible acercarse a ellos sin asfixiarse por su pestilencia. El famoso caso Filesa, mediante el que se descubrió la trama de financiación ilegal del PSOE, encontró años después su reflejo invertido en ese escándalo, tan despreciable como zafio, de los ERE en Andalucía, con ese chófer y su jefazo sociata encocándose y yéndose de putas con dinero público. Cuánta caspa. Cuánto hijo de puta. Así se escapa, se pierde, se diluye el dinero de nuestros impuestos a través de los mugrientos desagües de la Administración. Y la pérdida no es sólo económica, lo es también moral, porque a nadie le extraña, todos llevamos años asumiéndolo con normalidad, dando por sentado que así funciona el sistema, que ninguna empresa conseguirá contratos con la Administración sin untar a políticos y a partidos, que es aceptable y natural que políticos de alto nivel como Bono o de los niveles más bajos como el alcalde semianalfabeto de tu pueblo aumenten su patrimonio descaradamente mientras ejercen la política. Estamos inmersos en una enorme crisis de valores, una crisis moral que se entrelaza con la económica, que nos deja aislados, solos, sin principios éticos a los que agarrarnos y defender junto a otros, a la espera de una verdadera y catártica explosión social que nos permita al menos posicionarnos en alguna trinchera, reconocernos en los demás, dejar de sentirnos indefensos ante el sistema.

Los políticos ocupan ahora el centro de nuestros odios, tienen cara, son reconocibles, sus actos miserables y groseros los delatan. Roban nuestro dinero y nos recortan derechos sociales. Los despedazamos, los arrastramos por el lodo, los ponemos a parir en cada reunión de amigos pero, ¿de dónde salen los políticos que nos gobiernan? ¿Surgen por generación espontánea? ¿No tenemos ninguna responsabilidad? Aunque no queremos reconocer la verdad, aunque no parece el mejor momento para advertir sobre ello, es fundamental aceptar que los políticos son los hijos de nuestra sociedad, son el espejo donde vemos reflejada la indecencia de un sistema social y económico donde prima el beneficio inmediato e individual sobre los logros colectivos, y donde no se premian las acciones moralmente correctas sino que siempre parece vencer el deshonesto, el tramposo, el que no cumple las reglas. El que además se ríe de los que sí lo hacen.

Los ciudadanos no sólo cometen continuamente todos tipo de fraudes al Estado, sino que se alardea o se habla de ellos sin recato alguno, sin la más mínima sensación de culpa. Sólo hay que mirar alrededor y escuchar con atención. En el plazo de muy pocos meses he asistido o me han contado historias que ilustran a la perfección la podredumbre moral de una sociedad intrínsecamente corrupta, como los políticos que la gobiernan: un camarero de una taberna se pone a hablar con mi acompañante de manera informal. En un minuto escucho cómo cobra íntegramente todo su sueldo en negro mientras se saca un sobresueldo traficando con tabaco y marihuana (¿cobrará además alguna ayuda del Estado?); un guía de de un monumento ofrece a un amigo la posibilidad de pagar con IVA o sin IVA los 170 euros por un par de horas de trabajo; la posibilidad de venta de un terreno pone encima de la mesa familiar, sin pudor alguno, el cobro de parte del dinero en negro para evadir a Hacienda; se realizan obras de mejora de una vivienda en la que se gastan miles de euros, pero se contrata a un grupo de trabajadores a los que se les paga en negro, sin factura, por lo que esos trabajadores trabajan sin cotizar y además podrán disponer de ayudas estatales por estar oficialmente parados; se contrata a una persona para cuidar a un anciano que ya no puede valerse por sí mismo. El trabajador pide que no le den de alta para poder seguir cobrando la ayuda del Estado. No hay problema alguno, a nadie le parece mal… Historias como éstas las conocemos todos, se cuentan, se saben, a veces incluso se admiran y se jalean al tiempo que se mira con cierto desprecio al que se niega a emularlas y las critica con firmeza. En muchas ocasiones se les trata como tontos, como idotas defensores de una pureza excesiva.

¿Simpatía por los políticos? Ninguna tengo. Sus actos, su corrupción, su incapacidad y su forma de doblar la rodilla, humillándose antes los poderes financieros me provocan el mismo asco que a todos. Pero me chirría comprobar cómo una vez más los medios de comunicación de masas consiguen que el foco de atención ciudadana se centre en la corrupción política sin ayudar a construir una reflexión colectiva sobre por qué puede suceder esta corrupción, una corrupción que es intrínseca al sistema. Los políticos son una herramienta esencial de ese sistema (esencial su existencia, prescindibles las personas particulares que en cada momento la ejercen) construido por un capitalismo depredador que hace décadas que dejó de pensar que el Estado era un problema sino que, por el contrario, era fundamental hacerse con sus servicios para defender sus negocios, para hacerse con el dinero cautivo de los impuestos y para servir de colchón en los inevitables derrumbamientos cíclicos a los que la espiral inflacionista y enloquecida de la búsqueda de beneficios (cada vez mayores y con el menor coste posible) pudiera conducir. Lo que está podrido es el sistema democrático tal y como lo conocemos. Los políticos no son los que toman la decisión individual de corromperse, la situación es mucho más grave, es idiota pensar que son decisiones propias, una elección personal, la cuestión central es que no se puede ejercer la política dentro de este sistema sin aceptar el precio de la corrupción. Sólo hay una alternativa: irse, dejar la política. Pero eso no soluciona nada porque se necesitan políticos y otro vendrá a sustituir al que marchó Si se quedan dentro ya saben a lo que atenerse, sobre todo si terminan gobernando. Es el sistema económico el que todo lo envilece e impide cualquier intento de regeneración desde el interior de la política. El que lo intenta es eliminado. No tendrá ningún futuro. No tenemos ninguna posibilidad de cambiar nada desde dentro.

Hace falta, por tanto, reformar nuestra sociedad desde los cimientos y eso pasa por abandonar cierto relativismo dañino y defender la necesidad de regirnos por unos principios morales convenidos, por conformar una nueva ética social. Y aunque eso implica por supuesto reeducarnos, entender la importancia de los beneficios que obtenemos a través de los estados de bienestar y asumir la obligación de preservarlos, también es necesario dotarnos de leyes coercitivas para defendernos de aquellos que nos roban, atacan y destruyen lo público, de los que defraudan a Hacienda (a todos los niveles), sin amnistías, sin atajos, sin prescripciones, con penas especialmente duras para aquellos políticos que utilizan su posición para enriquecerse o prevaricar. Es la sociedad civil la que tiene que reaccionar, la que tiene que dar el golpe de timón

Esa moral y esa ética de la que hablo nada tienen que ver con lo religioso. Nada más lejos de mi planteamiento volver a las viejas, hipócritas, nocivas y malsanas normas basadas en los dogmas religiosos, construidas desde el pensamiento irracional. Al final todo es más simple. Es necesario recuperar la certeza de que es mejor hacer las cosas bien que hacerlas mal y comprender que lo que se enseña a los hijos cuando son pequeños tiene que tener su reflejo en la sociedad a través de una vida adulta comprometida y honesta.

16 febrero 2012

Sobre la ampliación del Bachillerato (III): conclusiones, miedos y peligros



En los posts anteriores he tratado de centrarme lo máximo posible en la problemática derivada de la posible variación de la estructura de la Secundaria y el Bachillerato propuesta por el nuevo gobierno. En este sentido, como ya he argumentado, creo que la reforma propone una estructura organizativa que se adapta mejor a las necesidades formativas de los alumnos y soluciona algunos graves problemas que la articulación de la Educación Secundaria desde la LOGSE había generado. He intentado no desviarme en este caso hacia otros asuntos que considero los realmente relevantes y decisivos en relación a una mejora radical de la educación en España, y que de manera sucinta quiero señalar: 1) una mejor financiación, distribución y gestión de los recursos educativos con especial énfasis en la necesaria labor de paliar las desigualdades sociofamiliares de origen, que siguen siendo la causa más importante de la gran mayoría del fracaso escolar; 2) una necesaria disminución de las ratios por clase para todos los niveles y para todas materias, lo que permitiría una relación más fluida profesor-alumno y una mayor dedicación del primero a cada uno de los segundos; 3) un reconocimiento social a la figura del profesor que debiera ir aparejado con una mayor implicación por parte de éste en su labor docente, en su formación continua y en su responsabilidad para con sus alumnos; 4) una radical apuesta, exclusiva y excluyente, por la defensa de la enseñanza pública, evitando partidismos y bajo la premisa de que la gestión de los recursos públicas debe ser gestionada por la Administración, por lo que la selección del profesorado debe ser un proceso independiente y objetivo, alejado de favoritismos y sujeto a evaluación.

Finalmente, no puedo dejar de señalar la preocupación que existe, que comparto y es el origen de la gran mayoría de las reticencias de un gran sector de la comunidad educativa a esta reforma organizativa de las enseñanzas medias en España, por el hecho de que dicha reforma la vaya a realizar el Partido Popular. La desconfianza viene generada fundamentalmente por dos motivos: 1) La situación económica en la que vivimos inmersos permite que el ala más liberal del PP esté aprovechando el rebufo de lo que vienen haciendo desde hace años Comunidades como la de Madrid para continuar privatizando y liberalizando la educación, uno de los servicios públicos esenciales, en aras de una pretendida y artificiosa libertad de elección (subvencionada con los impuestos de todos) para beneficio de unas cuantas empresas, de muchas organizaciones religiosas (con lo que se aseguran siempre el voto conservador) y con la consecuencia de una segregación y segmentación social tremendamente  perjudicial. Sería de necios no señalar que la reforma comentada puede traer consigo la concertación del Bachillerato, puesto que su nueva estructura, que no conlleva ningún problema para su aplicación en centros públicos, plantea una situación de difícil solución en el caso los centros privados-concertados. Hasta ahora, excepto en la Comunidad Valenciana, las concertaciones educativas se hacían tan sólo para la etapa de la enseñanza obligatoria, es decir hasta el 4º ESO actual. Ahora, debido a la reducción de un año de la Secundaria y el mantenimiento de la obligatoriedad de los estudios hasta los 16 años, parece claro que los centros privado-concertados se van a mover para no perder nada de lo que ya han conseguido y aprovechar el momento para intentar que se amplíen los conciertos educativos a todo el Bachillerato. Que esto sucediera sería la puntilla final para la enseñanza pública, que se quedaría en una condiciones de manifiesta inferioridad frente a una enseñanza privada-concertada, extrañamente favorecida por una Administración pública, que la subvenciona generosamente y le permite no cumplir las leyes de selección de alumnado y de obligatoriedad de la gratuidad de la etapa de estudios obligatorios. 2) El otro peligro que conllevaría esta reforma sería aprovechar su implantación para ceder a la tentación de comenzar a crear diferentes itinerarios para los alumnos desde el primer año de la Secundaria. Esa idea, que ya lleva manejando el PP desde hace más de una década, copiaría el modelo segregador alemán y supondría el peor de los ataques a la igualdad de oportunidades que todo alumno de 12 años debe tener. A esa edad un alumno no tiene aún suficiente madurez para tomar ese tipo de decisiones respecto al futuro de su formación, y tampoco se ha puesto todavía lo suficiente a prueba como para reconocer con seguridad sus capacidades e intereses. La aplicación de esta segregación prematura sólo serviría para que los orígenes sociofamiliares del alumnado fueran aún más determinantes en la elección de sus itinerarios formativos.

A pesar de todo, estos peligros no sirven para negar la validez de la reforma. En todo caso sirven para comprender cómo una idea correcta, objetivamente beneficiosa, siempre puede ser utilizada con intereses espurios. Criticar la ampliación del Bachillerato a tres años sería un terrible error estratégico por parte de la izquierda (ojala hubiera sido ella la que la planteara)  porque con el tiempo va a terminar contando con un enorme respaldo social, de la comunidad educativa en general y de los profesores en particular, además de que va ayudar a mejorar las estadísticas de fracaso escolar y a descomprimir la convivencia en los centros escolares. Por lo tanto el empeño debe estar en no permitir que bajo el paraguas de la reforma se destruya el futuro de la enseñanza pública de España y que perdamos la ilusión de seguir teniendo una educación publica de tod@s y para tod@s 


Actualización: era de esperar que, tras el espectáculo que el ministro Wert da casi cada día desde que accedió a su múltiple Ministerio, los aspectos más positivos de la reforma pudiesen quedar en papel mojado una vez que se pusiese hablar con los agentes privados de Educación y observase que este cambio normativo traía cambios necesarios en la organización de muchos centros educativos. En sus penúltimas declaraciones sore la reforma (no serán las últimas), Wert ha afirmado que, en todo caso, el título (¿qué título, por  cierto?) no se obtendría hasta terminar el primer curso del nuevo bachillerato o de FP. Vamos que todo seguiría como hasta ahora pero los alumnos recibirían el título de Secundaria tras ¡terminar el primer curso de una nueva etapa educativa! ¿Que no tiene ningún sentido? Evidentemente. Todo seguiría igual que ahora, aunque cambien los nombres. y se le añadiría el elemento surrealista de que la titulación llegue un curso después de terminar una etapa educativa y sin terminar la siguiente. Imagino que la imposibilidad económica actual de concertar los Bachilleratos y el temor de muchos de estos centros concertados a ver cómo perdían una curso de la ESO en beneficio de uno de Bachillerato (cuya etapa carecería de sentido comenzar en dichos centros para terminarla en los centros públicos), ha pesado mucho en esta marcha atrás. Pero también estoy seguro que todavía no hemos visto el final de las rectificaciones y los parches. Así hacemos leyes educativas en españa.

Sobre la ampliación del Bachillerato (II): argumentos a favor

(Continuación del post anterior)

Todo aquél que conozca en primera persona la realidad de los Institutos de Educación Secundaria, es consciente del gran número de alumnos que  presenta diferentes tipos de problemas educativos, y también, que cuando empiezan a aflorar esos problemas, el horizonte de la obtención del título la ESO, cuatro cursos después, es algo que para muchos de ellos aparece como un objetivo inalcanzable, lo que los frustra y desanima. Por este motivo, a medida que los tropiezos se van produciendo en 1º o 2º ESO, el panorama que se les ofrece a estos alumnos (salvo que presenten alguna particularidad que les permita ingresar  en el programa de diversificación curricular a partir de 3º ESO) es desolador, porque por un lado son incapaces de revertir su situación a pesar de que puntualmente lo intenten (atrapados como están en una dinámica negativa, que se ve reforzada por la falta de empatía de una gran parte del profesorado que los ve tan sólo como elementos disruptivos, y no también como víctimas de un sistema al que no son capaces de adaptarse) y por otro, lentamente, van adquiriendo la conciencia de que les va a ser tremendamente complicado obtener un título, el de la ESO, que saben que la sociedad les va a exigir para poder al menos tener alguna mínima posibilidad en el mercado laboral. Este hecho termina por pervertir todo su proceso de formación, porque a partir de cierto punto (tras repetir o pasar de curso sin los conocimientos adecuados por imperativo legal) su única obsesión será terminar 4º ESO como sea, forzando al máximo su permanencia en los centros, encontrando vericuetos, extrañas combinaciones de asignaturas y rebajas de nivel académico dentro de grupos especiales que ninguna directiva confesaría oficialmente crear, pero que a algunos (los menos) de ellos les permite intentar alcanzar su objetivo. Por el camino, muchos otros terminan completamente perdidos, desesperados, y como la ley (con buen criterio de partida aunque sin medios ni recursos suficientes para lograr que sea  útil) establece la obligatoriedad de la escolarización hasta los 16 años, algunos terminan convirtiéndose en zombis educativos, adolescentes que en una de las épocas más intensas de su vida muestran una pasividad y un derrotismo inauditos, que terminan desarmando al más esforzado de sus profesores, hasta que un día desaparecen de las aulas sin que nadie les eche mucho en falta. Esos alumnos formarán parte de esa estadística vergonzante que sitúa a España como uno de los países occidentales con mayor índice de fracaso escolar o, visto de otra manera, con mayor índice de deserción y rendición educativa. Otros, en cambio, reaccionan de manera belicosa contra un enclaustramiento educativo que no comprenden, y de manera furibunda articulan su propia lucha suicida contra un sistema que los enjaula hasta los 16 años (en muchos casos sus padres los fuerzan a que ellos mismos alarguen su “condena” hasta los 18 años, mientras esperan un milagro) con la excusa de un proceso de formación que saben que no están aprovechando y que termina siendo completamente contraproducente, ya que les habitúa a la holgazanería, a la apatía y a la falta de responsabilidad y de perspectiva. Por todo esto resulta evidente para todo aquél que lo quiera ver, que la reducción de la Educación Secundaria a tres años y la posibilidad de obtener el título de graduado tras el tercer curso (si es que finalmente así se decide) aliviaría muchas de estas tensiones descritas, acortaría el tiempo necesario para obtener dicho título, acercaría ese horizonte, no obligaría a cursar ciertas materias cuya complejidad en 4º excede con creces lo que debe ser la formación mínima necesaria para obtener un certificado de estudios tan básico como el de Secundaria, y reduciría notablemente la tasa de fracaso escolar de nuestro país. Este dato final no es baladí. Más allá de que muchos lo vean como una forma de maquillar las estadísticas sin que nada cambie, lo cierto es que dar el título en 3º de la Educación Secundaria (como hacen en Francia, por ejemplo, aunque con otro nombre) reduciría de un plumazo muchos puntos de ese 25/30% de fracaso escolar en el que andamos años instalados y ello conllevaría que todos esos alumnos se abrirían las puertas a nuevos procesos formativos para los que el graduado en Secundaria es imprescindible.
Hay un malentendido que está circulando entre mucha gente, incluidos profesores, que incide en que es una barbaridad obligar al alumno a hacer sólo un curso más de Bachillerato o FP para cumplir con la obligatoriedad de la escolarización hasta los 16 años. Es increíble que se confunda la obligatoriedad de escolarización hasta los 16 años con la obligatoriedad de hacer un curso más fuera de la Educación Secundaria. Intentaré aclarar la cuestión. El alumno que vaya bien en los estudios y vaya aprobando curso por curso desde la Educación Primaria, es cierto que se encontrará en esa situación. Es decir, a los 15 años, tras el 3º curso de Secundaria por el que obtendría el graduado pertinente, se vería en la obligación de realizar un curso más de Bachillerato o FP… De acuerdo, es así, pero más allá de supuestos teóricos que casi nunca se ponen de manifiesto en la realidad de las aulas, ¿qué alumno que haya ido bien en los estudios, aprobando curso por curso, no tiene la pretensión se continuar su formación y por ende de hacer un Bachillerato o cursos de Formación Profesional? Más allá de la anécdota, a la que recurrirán los interesados que se echen las manos a la cabeza para defender desde supuestas posturas progresistas la aberración que este hecho supone si el alumno no quiere segur formándose, los profesores sabemos que ninguno de ellos dejaría de estudiar tras ese tercer curso de Secundaria y todos intentarían continuar su formación. Sí es cierto que tendrán (en teoría) que adelantar un año la decisión de optar por uno de esos dos caminos, algo que hasta ahora se hace tras acabar 4º ESO. Pero se vuelve a confundir la teoría con la realidad, puesto que esta necesidad de optar por algún tipo de itinerario que, casi de manera determinista, ya le encamina a optar por hacer el Bachillerato o la FP ya lo tenían que hacer con actual estructura de la ESO en el mismo momento y a la misma edad (15 años , tras 3º), al tener que decantarse en 4º por los itinerarios de Ciencias o de Humanidades (que les preparan para el Bachillerato pero no demasiado para la FP) o por  una tercera vía (cuando la formación de grupos lo permite) que, sin existir expresamente en la leyes, se construye para esos alumnos de los que anteriormente ya he hablado, y que se  presentan en 4º tras transitar penosamente por la Secundaria sin conseguir prácticamente ninguno de los objetivos que esta etapa educativa propone. Para los demás alumnos, ésos que hayan suspendido y por tanto repetido algún curso en Primaria o en Secundaria, en el caso de que alcanzaran 3º y lo aprobaran, con la nueva reforma obtendrían entonces el título de Secundaria y tendrían edad suficiente (16 años) para no sólo optar por seguir formándose (que sería lo deseable) sino también para salir al mercado laboral sin necesidad en tal caso, por supuesto, de cursar ese primer curso de Bachillerato o FP que tantos quebraderos de cabeza está dando.
Hay que dejar de ocultar y hay que contar a la sociedad esa realidad que está sucediendo actualmente en una gran mayoría de IES debido a lo que supone retardar la obtención del título de la ESO hasta 4º. Más del 40% de los alumnos que estudian Secundaria a duras penas va cumpliendo los objetivos, tropezando una y otra vez y repitiendo uno o dos cursos en esta etapa. Dejando ya fuera del análisis a los que dejan los estudios una vez cumplidos los 16 años sin graduarse, muchos otros de éstos se presentan en ese último curso con una sola opción (o como mucho dos) de terminar ese año y obtener el título de Graduado en Secundaria mediante el circuito convencional, el circuito educativo en el que llevan (sobre)viviendo desde los seis años. Para estos alumnos hace tiempo que la formación, centrada en los contenidos, más bien académica y más allá de competencias y otras zarandajas (que sólo sirven sobre el papel pero no en las aulas a la hora de evaluar los aprendizajes), dejó de tener sentido, pero comprenden que sin el Graduado de Secundaria poco podrán hacer en el mercado laboral y su formación además se queda en suspenso porque no pueden si él acceder a la Formación Profesional. Por ese motivo terminan encuadrados en unos grupos con características muy especiales que en muchos centros, de manera jocosa, con cierta maldad y cierta resignación, algunos profesores terminan denominándolos en privado “grupos de 4º terminales” o “grupos de 4º de Hollywood”, apelativos que ilustran una realidad: en ellos los alumnos cursan materias sin prácticamente ninguna ilación o sentido, que ellos consideran asequibles  y que terminan siéndolo por el bajo nivel formativo previo que ellos presentan y la asunción de esa realidad que terminan haciendo los profesores al enfrentarse a estos grupos, lo que provoca que la rebaja de exigencia sea muy importante. Cuando los análisis se realizan en abstracto la gran mayoría de profesores se muestra en contra de permitir que con diferentes niveles formativos los alumnos de diferentes grupos de 4º obtengan el mismo premio, pero la realidad es tozuda y nos muestra que, por supuesto, los profesores no son tampoco inmunes a la relación humana que se establece con el alumno, por lo que, terminan adaptándose a la situación y manejándola como pueden, asumiendo que para esos alumnos el título de la ESO va a ser sólo un certificado que avalará sus años de estudios realizados pero no demostrará nada sobre su  formación académica, especialmente durante ese último curso. Por ello, en las evaluaciones de junio y septiembre, y mediante la posibilidad que la ley ofrece de que el alumno se gradúe con dos o tres materias suspensas, se terminan dando títulos de la ESO a demasiados alumnos que, objetivamente, se sabe que no tienen la formación que ese curso en particular y la etapa en general debieran proporcionar.

Ese problema se arrastra y conlleva consecuencias, ya que una vez superado el trago de la titulación, muchos de estos alumnos no aplican el principio de realidad (y racionalidad) y con el beneficio de empezar de nuevo con el expediente limpio (a pesar de que haya titulado con dos o tres materias suspensas) ingresan en el Bachillerato “a ver qué pasa” debido (a la inversa de lo que pasaba en la ESO) a que el Bachillerato actual, con sus dos (cortos) cursos ofrece un horizonte demasiado cercano como para no intentar conseguir, utilizando las mismas técnicas de (no)estudio, y con la ley del mínimo esfuerzo, una nueva titulación superior. El siguiente ejemplo, que no deja de ser una anécdota ilustrativa, pone de manifiesto la incongruencia de la actual disposición  de la Secundaria y el Bachillerato: existe la posibilidad (y se da no pocas veces) que un alumno alcance 2º de Bachillerato sin haber aprobado las Matemáticas desde 2º ESO (o habiendo aprobado las de 3º en recuperaciones de pendientes con un nivel ínfimo).

El Bachillerato de tres años permitiría que su 1º curso fuera por un lado más exigente (contentando a aquellos que todo lo quieren basar en frases tan grandilocuentes y vacías de contenido como ésta) que el actual 4º ESO, pero fundamentalmente lo que permitiría es trabajar con mayor tranquilidad, de manera que todos los esfuerzos de profesores y los alumnos podrían dedicarse a la introducción de éstos en las mayores complejidades que cada una de las materias que cursan ofrecen ya a estos niveles, sin  tener que estar atentos a la obtención del título y sin que los alumnos, desbordados por el sistema evaluativo que se les impone, terminen  abandonando unas materias en pos de aprobar otras, para titular de cualquier forma. Volviendo a utilizar un ejemplo que permita ilustrar lo que argumento, la introducción de este Bachillerato de tres años impediría que un alumno que ha optado voluntariamente con 15 años (tras el 3º curso de Secundaria) por el itinerario científico pueda terminar el curso actual de 4º ESO con Física y Química y Matemáticas suspensas y, por la posibilidad legal de titular con dos o tres materias suspensas, comenzar el curso siguiente, en el actual Bachillerato, sin esos conocimientos absolutamente necesarios para cursar el Bachillerato científico. No tiene sentido encontrarse alumnos en el 2º de Bachillerato actual matriculados en asignaturas como Química, cuando tienen la Física y Química sin aprobar desde 3º ESO.