10 marzo 2013

La cara oculta de la formación continua

Nadie parece querer ver al elefante en el salón. Nadie parece estar dispuesto a ralentizar la marcha, a relajar el ritmo, a tomarse un respiro para estudiar, evaluar y advertir qué otras consecuencias (además de las positivas, que difunden hasta el hastío) conlleva aquello que se ha convertido en paradigma social. Nadie parece querer encontrar un solo defecto, un solo aspecto negativo, nadie parece querer debatir con seriedad los efectos indeseados e indeseables que conlleva la imposición de la formación continua, del aprendizaje para toda la vida en nuestras experiencias laborales. No se contextualiza, no se indaga, no se piensa a largo plazo, sólo se glosan sus beneficios y su necesidad inmediata, las ventajas que supone, la vitalidad que nos otorga, el ímpetu que nos da. Dicen, repiten, reiteran hasta el hartazgo que es lo que nos permitirá seguir en la brecha, no abandonarnos a rutinas y vivir constantemente en alerta, atentos a los cambios que se produzcan, a las oportunidades que la vida nos ofrezca, aprendiendo, formándonos, siempre, cada día, cada semana, cada mes, cada año, toda la vida, hasta morir, para estar continuamente en guardia, preparados, dispuestos a afrontar los problemas que surjan, a encarar las dificultades a las que nos enfrentemos con una maleta de conocimientos y competencias que poder usar o, al menos, que poder certificar y mostrar a aquellos que realmente tienen el dinero y el poder de darnos el "privilegio" de trabajar. Nadie quiere ser el primero en advertirnos de la imposibilidad de mantener este ritmo desquiciante, de la aceleración inhumana que nuestras sociedades modernas han adquirido, del fango al que nos arrastra este camino. Han conseguido transformar nuestra percepción de la realidad, convertir la hipótesis sin confirmar en ley ineludible, en dogma, han construido un nuevo lenguaje para poder conformar esa realidad según sus planteamientos y han terminado de dar  forma a esta especie de nueva religión gracias a la creación de una casta de nuevos sacerdotes, gurús tecnológicos y pedagogos de la última generación, encantados de su labor mesiánica, encantados de convertirse en los adalides del advenimiento de los nuevos tiempos laborales y de hacerse con el control emocional de las masas.

Durante décadas hubo una clara diferenciación entre el horario laboral y el horario propio, de ocio o familiar. Se luchó denodadamente para conseguir que ese horario laboral se redujera y se regulara, para permitir a los trabajadores escapar de los asfixiantes espacios laborales (donde el ser humano nunca puede expresarse en toda su dimensión) y poder disponer de tiempo para construirse un espacio propio, íntimo, familiar en el que descansar y poder sentirse pleno. La irrupción de la modernidad líquida y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación sólo han servido finalmente para que el espacio laboral termine colonizando de nuevo al espacio propio y todo el tiempo sea ya uno solo, el laboral, compuesto en primer lugar por el horario de trabajo en sí mismo, en segundo lugar por el tiempo dedicado a la obtención (certificada, claro) de esas competencias necesarias para no quedarse atrás, dedicado a una formación continua que termina siendo condena perpetua de la que no es posible escapar y, por último, por el tiempo dedicado a la construcción de un yo social que poner en el mercado, a la vista de todos, en las redes sociales de Internet, un tiempo dedicado a la exposición infructuosa de un yo artificial, mutilado y autocensurado, construido para el establecimiento de contactos con los que aumentar el capital social disponible, enfocado, por supuesto, a un mejor posicionamiento en el mercado laboral.

Lo que nadie parece querer tener en cuenta es el inevitable paso del tiempo en la vida individual de cada uno de los trabajadores. Las sociedades modernas se construyen sobre un presente continuo que no tolera el fluir del tiempo: el trabajador debe estar siempre dispuesto a hacer lo necesario para mantenerse “empleable” y ello pasa por utilizar su tiempo libre para seguir formándose eternamente, sin posibilidad real de disfrutar con un aprendizaje que siempre se realiza bajo una extraordinaria presión. No deja de ser una cruel ficción sustentada en unos trabajadores perfectamente prescindibles que se engañan pensando que son absolutamente imprescindibles y destruyen sus vidas durante un tiempo para servir al capital. La ficción se mantiene durante ese tiempo, un tiempo en el que se vive tan sólo para trabajar o para encontrar trabajo hasta que al final, sin posibilidad de evitarlo, se sucumbe a la única realidad que la vida se asegura de mostrarnos: el tiempo no se detiene, dejamos de ser jóvenes, estamos sometidos a un lento declinar físico que tiene consecuencias, llega la madurez, la inevitable pérdida del ímpetu para enfrentarse a un mundo hipercompetitivo, la asunción de responsabilidades familiares que lastran la proyección profesional, tenemos hijos, aparecen las enfermedades, llega la vejez y con ella, e incluso antes, la forzosa pérdida  de ciertas capacidades cognitivas… Esa es la realidad a la que las sociedades modernas han cerrado los ojos desde hace años debido a  la dictadura del capitalismo inmaterial. Vivimos en ese mundo que prefiguraba La fuga de Logan, un mundo donde se rinde culto a la juventud y, en este caso, ese culto se relaciona directamente con la adaptabilidad laboral de los jóvenes, que tanto conviene al sistema. Un mundo donde al viejo se lo aparta y se lo hace desaparecer, sin que nadie quiera investigar las razones profundas por las que eso sucede, sin que nadie se pregunte seriamente por qué dejaron de ser útiles, las causas últimas por las que no pudieron seguir el ritmo aunque lo intentaran desesperadamente, porque en muchas ocasiones ese reciclaje perpetuo que exige el mercado entronca directamente con la facilidad de la juventud para esclavizarse gustosamente por una oportunidad de futuro que termina destruyendo el presente de los mayores.

Debemos comenzar a preguntarnos a dónde nos lleva esta obsesión pretendidamente formativa y quién sale realmente beneficiado con ella. Hay que criticar el fanatismo con el que se defienden las ventajas de la formación continua y el aprendizaje para toda la vida por parte de tanto gurú de pacotilla que nunca saca un pie de la universidad o ha montado su chiringuito a costa de impartir cursos sin sustancia, construidos sobre el vacío, cursos donde el coaching, el branding y el networking se dan la mano con la impostura, la superficialidad y la estafa intelectual. Hemos dejado de lado el ritmo natural de la vida, sus ciclos y las posibilidades que cada uno de ellos nos permite, nos hemos puesto de speed hasta arriba y acelerado nuestras vidas hasta alcanzar una velocidad suicida imposible de mantener. Es absolutamente necesaria una reflexión social ajena a las necesidades de un mercado bulímico que devora trabajadores al mismo ritmo que los expulsa tras haberlos exprimido. Hay que establecer los límites de esa formación continua, cuándo y cómo debe realizarse, a quien beneficia la obsesión por los títulos y las competencias certificadas, así como la utilidad concreta de las mismas en el mercado laboral real. El estudio y la formación conllevan un enorme esfuerzo no sólo temporal sino también emocional y aunque el aprendizaje pueda resultar en algunos casos gratificante, la suma de este esfuerzo y del propiamente laboral, unidos a la presión asfixiante bajo la que se está realizando esta formación, tanto con la esperanza de encontrar un trabajo en un mercado laboral anoréxico como para no perder el empleo y poder así sobrevivir y no perder la posición social alcanzada, constituyen un escenario atroz que destruye vidas, anula voluntades y transforma a las personas en zombis cuyo único objetivo es la supervivencia. Por ello no les importa pagar una y otra vez el dinero que no tienen para hacer cursos, matricularse en  masters o asistir a conferencias. Más allá de una élite cultural y empresarial que cree haber encontrado la piedra filosofal en una formación continua cuya gestión detenta con mano de hierro, existe una enorme masa ciudadana desconcertada, desorientada, perpetuamente enganchada a una formación permanente que siempre parece que la forma para algo que ya se ha quedado inmediatamente anticuado o que hay inmediatamente que reciclar. Mediante más formación de pago, por supuesto. El problema no está en la necesidad de ese aprendizaje para toda la vida. La idea mantiene su enorme fuerza porque se asienta sobre una verdad incontestable: es saludable seguir aprendiendo más allá de los primeros años de vida para no estacarse y poder evolucionar. Pero como tantas veces sucede, una buena idea se termina prostituyendo cuando no se pone al servicio de las necesidades humanas sino al servicio del mercado, al servicio de la economía, al servicio, por tanto, del capitalismo disparatado en el que vivimos.

No podemos estar estudiando toda la vida con la soga al cuello, no podemos estar formándonos para siempre bajo presión, no podemos utilizar el escaso tiempo libre del que disponemos para seguir estudiando solo aquello que nos digan que resulta útil para posicionarnos en un mercado laboral que nunca parece tener espacio para todos. No podemos centrarnos tan solo en una formación obscenamente pragmática que nos impide tener tiempo para volver la cabeza a otras lecturas y a otros aprendizajes tal vez más cercanos a nuestras verdaderas necesidades. Que nos satisfagan y realmente nos hagan evolucionar. No solo como potenciales trabajadores sino como personas con inquietudes. Nos han estafado con el rollo de la formación continua y me temo que igual ya es tarde para escapar.

02 marzo 2013

Elogio de la coherencia

En unos pocos días he vuelto a leer o a escuchar varias veces una de esas frases que se repiten pomposamente en ciertas conversaciones, una de esas ideas con las que algunos pretenden finiquitar discusiones que los superan o epatar a sus contertulios aparentando profundidad: "la coherencia está sobrevalorada". Me gusta imaginarlos justo antes de emitir su sentencia, terminando de escuchar la crítica del adversario, la pregunta del entrevistador o la reflexión del amigo. Paladean la idea en su cerebro, se impacientan, creen haber encontrado la piedra filosofal que les exime de responsabilidad alguna en aquello de lo que se está tratando. Ellos poseen la luz que nos ha de guiar, una verdad que lo cambia todo, una certeza que todos debemos aceptar para crecer y madurar, para no quedarnos en estadios primarios de nuestra evolución social: "la coherencia está sobrevalorada". También me gusta imaginarlos justo después de lanzar al aire su reflexión, esperando tal vez un silencio sobrecogedor, quizás miradas de admiración ante su clarividencia, seguramente gestos afirmativos de los que no pueden más que aceptar la realidad invocada. Creo que la primera vez que escuché esa frase fue hace unos cinco años, en boca de un veterano profesor, progre por supuesto, tras una multitudinaria manifestación educativa en la que reivindicábamos la educación pública sin saber aún la deriva que el asunto iba a tomar en pocos años. El tipo en cuestión, con su cerveza en la mano derecha, más bien obeso, mirando fijamente al infinito, soltó la manida frasecita intentando hacer valer su edad, su experiencia, su mayor conocimiento de la vida para salir del callejón sin salida en el que sus argumentos previos, contradictorios, absolutamente cínicos, miserables, lo habían arrinconado: "la coherencia está sobrevalorada". Tras la boutade intentó aclarar su planteamiento, exponiendo sin darse cuenta la inconsistencia de la idea, la debilidad de sus convicciones. Planteaba que la clave era sostener unos ideales de justicia y de solidaridad social, incluso defenderlos públicamente si hiciera falta pero que ello no tenía por qué llevarnos a actuar en la vida real de manera coherente con ellos. Al fin y al cabo el ser humano es débil y no puede resistir a la tentación de ir contra de aquello que defiende intelectual y racionalmente cuando entra en juego su propio beneficio (aunque sea inmoral). "La coherencia está sobrevalorada". En el fondo la afirmación no es más que un síntoma del pensamiento débil que domina nuestro tiempo. No seamos coherentes, relativicemos la importancia de intentar actuar según lo que decimos pensar, dejemos de lado la ambición de que nuestros actos sean consecuentes con las ideas que decimos creer. Porque ahí está una de las claves: lo que decimos pensar, lo que decimos creer, que tal vez no sea ni de lejos lo que realmente pensamos o lo que realmente creemos pero son las ideas que conforman el discurso construido para vincularnos con nuestro entorno social.

Es necesario reivindicar la coherencia, defenderla y protegerla, sin caer en fundamentalismos, comprendiendo la dificultad que conlleva, pero teniendo claro que debe ser el eje rector de nuestras acciones, la meta a alcanzar aceptando la imposibilidad de hacerlo: la coherencia es la única manera en la que nos podemos reconocer a nosotros mismos, el mecanismo mediante el que construimos nuestra personalidad, el instrumento mediante el que podemos aspirar a que los demás nos reconozcan, nuestra forma de vivir en sociedad. Porque al final, más allá de veleidades posmodernas y constructos teóricos elusivos, no somos socialmente ni lo que pensamos ni lo que decimos pero sí terminamos siendo lo que hacemos. Y por eso, por lo que hacemos, por nuestras acciones, coherentes o no con lo que decimos pensar, se nos podrá valorar. Por nuestras acciones, por nuestra actividad social dentro de la comunidad,  que tendrá un significado, que tendrá un sentido o, por el contrario, será un ejemplo más de la maleabilidad humana para procurarse un beneficio propio a costa de las miserias de otros. Otro ejemplo más de como conseguir un provecho mientras se afirma exactamente lo contrario de lo que se hace.

01 marzo 2013

El instante final

Apoyó suavemente la cabeza sobre su pecho. Sintió inmediatamente el irregular latido de su corazón, mientras el pecho agitado protestaba rítmicamente por el nuevo impedimento que encontraba en su batalla perdida por seguir bombeando oxígeno desde aquellos viejos y asmáticos pulmones. Se mantuvo así unos segundos, disfrutando de la calma, de la pausa, de la tregua que se daba a sí misma en medio del sufrimiento final. Porque era el final, su final, el de ellos, el de su historia, el de una vida compartida. Sabía que ya no despertaría, no habría lugar para la despedida sentimental, esa que él siempre detestara en el cine que tanto amó. Simplemente la miró, dulcemente, como tantas veces, esbozó media sonrisa y cerró lentamente los ojos. Se apagó su mirada y, sorprendida, observó que sin ella ese rostro le parecía casi el de un desconocido. Las arrugas propias de la vejez surcaban la cara del que posara por primera vez, sonriente y enamorado, hace ya tantos años, ante su cámara. Recordó como el viento del mar agitaba entonces sin cesar su pelo negro, ese pelo del que apenas hoy quedaban rescoldos encanecidos sobre su cráneo. Los ojos, pensó, los ojos son los únicos que nos permanecen fieles mientras el tiempo nos devasta. La mirada, su fuego, el sarcasmo imperceptible, la furia desatada, el dolor incontrolable, el miedo. Lo único que terminamos reconociendo en las facciones del otro, en la facciones de uno mismo, a lo que nos agarramos cuando el espejo nos devuelve la imagen de un cuerpo decrépito que jamás asimilas que pueda ser el tuyo. La mirada. Separó lentamente la cabeza de su pecho mientras intentaba evitar contemplar su rostro. Para qué. Ya no era él, nada de él permanecía, solo su memoria, su historia, el pasado, el de los dos. Se arregló el pelo de manera mecánica y salió de la habitación, de la casa, cruzó el jardín, siguió caminando, dejó atrás el tiempo, atravesó el espacio y llegó finalmente a una pequeña playa de arena negra bajo los riscos. Era la última mujer viva, nadie quedaba ya, era leyenda, en eso se había convertido, en la leyenda que nadie reclamaría. Se encontró por fin frente al mar, un mar tenso, nervioso, agitado, como si tuviera vida, como si siempre hubiera podido sentir y solo ahora, en la intimidad, se permitiera expresarse, recordar viejas historias, construir nuevas ficciones. Frente a ese mar comprendió que todo había terminado. Nada quedaba por hacer, nada quedaba por salvar, nada por lo que luchar. La contienda había finalizado. Se sentó sobre la arena, sintió por última vez su suavidad, dejó arrastrar sus manos sobre ella sintiendo como se deslizaba entre sus dedos. Mientras lo hacía, al fondo, la gran ola comenzó a acercarse. No pudo evitar sonreír. Tal vez recordando alguna película. Tal vez recordándolo a él