11 noviembre 2017

Uno de tantos: crónica de un fracaso educativo

Ya empiezo a olvidar su cara. ¿No les pasa eso a todos los profesores? A medida que pasa el tiempo muchas caras se olvidan, los nombres se entremezclan y solo permanecen las experiencias, las situaciones, las historias compartidas con ellos. Otro alumno más entre las decenas de ellos a los que damos clases cada año, entre los cientos de los últimos años. Un repetidor, otro más, extrañamente callado, extremadamente educado. Ese curso yo era tutor de su grupo de 2º de ESO. Solo 23 alumnos. Igual alguno de los tontos habituales considera que con ese número de alumnos el éxito académico debiera estar asegurado. Es lo que tiene el exasperante cuñadismo que provoca la educación: muchos pretenden opinar de lo que apenas son capaces de intuir a través de las limitadas experiencias de sus hijos. Allí, en ese aula, cada día, dando clases, los querría ver a ellos. Lo cierto es que grupos de alumnos como el que comento, de gestión emocional y académica tan complicada, ponen también a prueba esa discreta mediocridad del profesorado de la que he hablado en otras ocasiones, llevan al límite nuestras capacidades y nuestras contradicciones. Grupos de alumnos que se construyen de una manera equivocada en centros que se convierten en guettos sociales debido a la segregación lacerante que la educación reglada sufre en Madrid, con centros educativos de primera, segunda, tercera y cuarta categoría. Un sistema educativo diseñado, no lo olvidemos, en nombre de la libertad de elección de unos padres finalmente cómplices de una desesperante situación que cada año va a peor. "Si necesitas profesores de ciencia ficción, superhéroes de cómic para dar clases es que el sistema ya ha fracasado". Parafraseo a un muy buen amigo mío. No puede tener más razón. Eran 23 alumnos, sí. Pero solo recordar el panorama sociológico y económico en el que se desarrollaban sus vidas estremece. Y a pesar de que algunos, con su esfuerzo y con su inteligencia, parezcan ser capaces de sobreponerse a esas circunstancias personales al final, casi siempre, esas circunstancias condicionarán sus estudios. Como ya condicionan sus expectativas vitales y su comportamiento diario en el aula.

Se sentó desde el primer día allí, al fondo del aula, escupiéndome desde su disposición espacial su desconfianza, su desdén hacia el sistema, su falta de interés, el asco que la cárcel educativa le provocaba. ¿Por qué iba a pensar algo diferente?  El profesor avezado detecta a este tipo de alumnos desde las primeras clases, capta su insumisión inicial a las normas, al sistema, al poder omnímodo de una escuela que no es capaz de explicarse, que a veces ni siquiera lo intenta. Con el paso de los días y de las clases observé que a pesar de lo que pudiera parecer, a pesar de la imagen pública que en cada momento ese chaval quería proyectar, algo chirriaba, algo distorsionaba el relato habitual: su cuaderno era impecable, su forma de expresarse superior a la media, su interés por las ciencias, anómalo. Pronto, desafortunadamente, otras circunstancias también se pusieron de manifiesto: sus amistades eran las peores posibles, desdeñaba sin sentido a varios profesores, faltaba a clase sin justificación y cuando venía sus ojos enrojecidos a primera hora irradiaban un inequívoco fulgor a porros desde esa última fila que él creía su refugio. Tenía 15 años, camino de los 16. Dos cursos por detrás de los de su generación. Dos años mayor que la gran mayoría de sus compañeros.

La labor de tutor es una de esas funciones profesionales del docente que va mucho más allá de aquello para lo que se le contrató. Presupone unas capacidades emocionales y sociales que distan mucho de lo que la mayoría de nosotros tenemos. Durante ese curso (y no lo recuerdo como especialmente anómalo) tuve que lidiar como tutor, en relación a ese grupo, con el robo de un móvil dentro del aula durante las primeras semanas del curso, con una profesora incapaz de asumir que sus clases debían ser para todos, con un embarazo no deseado de una alumna que terminó en aborto, con una alumna que vivía en una casa de acogida porque sus padres habían perdido la custodia, con un alumno cuyo padre acosaba a su madre e intentaba utilizarme para conocer datos de su paradero actual, con una profesora que juzgaba a las alumnas según la cantidad de tela que recubriera su cuerpo, con una alumna gitana a punto de cumplir los 16 años incapaz de decidir sobre su futuro inmediato debido a las presiones familiares, con alumnos disruptivos selectivos (según el profesor que les diera clases), con relaciones de grupo tóxicas... Y junto a todo ello, como una piedra en el zapato, como un orzuelo en el ojo, ahí estaba este alumno: uno más, uno de tantos, extrañamente callado, extremadamente educado, el protagonista de este post. Alguien que jamás quiso ningún protagonismo. Que nunca exigió nada. Que aceptaba con docilidad su condición de fracasado educativo. Una condición que realmente no le había otorgado tanto una Escuela que seguía poniendo todos los medios de los que disponía para ayudarlo como una sociedad que prefería ignorar su existencia o culpar al sisteme educativo, para así esconder bajo la alfombra sus pulsiones clasistas (los unos) o su sentimiento de culpa (los otros). Tan solo estaba allí, en clase. Y despistado, me escuchaba.

Lentamente, a lo largo de semanas, a través de pequeños acercamientos, comentarios sueltos y conversaciones fragmentadas fui ganándome su confianza. Hice lo único que siempre creí justo: la misma exigencia académica para todos los alumnos entrelazada con un trato diferenciado en lo personal para cada uno de ellos (según las necesidades de cada cual). Así entiendo la enseñanza. Y de la misma forma, de alguna manera, enfoco mi trabajo como tutor. Hay que mojarse, hay que arriesgar, hay que intentarlo. Siempre. ¿Qué me encontré? Dolor, un dolor agudo, una sensación continua de malestar vital combatida a duras penas con un prematuro consumo de drogas que permitía enmascarar el fracaso personal que suponía el fracaso académico, cuando era  precisamente el éxito académico lo que hubiera permitido justificar (equivocadamente) el sacrificio de una madre que había decidido "esclavizarse" laboralmente para que su hijo tuviese una oportunidad de futuro. El padre no existía (casualidad, ¿no?). Con el tsunami de la crisis habían perdido su casa, ahora vivían los dos, madre e hijo, en una misma habitación realquilada. Pero ella, la madre, nunca estaba presente, por fin había vuelto a conseguir un trabajo, de interna, cuidando a un anciano. No dormía en casa seis de cada siete noches a la semana. Cobraba una miseria. Capitalismo, lo llaman.

Si esto fuera el argumento de una película ahora tocaría que contara cómo, a pesar de todos lo obstáculos, este chico sensible, avispado, más inteligente que la media consiguió finalmente superar su tristeza y su frustación, dominar sus emociones negativas y terminó centrándose en los estudios para así encontrar un futuro mejor. Desafortunadamente, una vez más, la realidad no se dejó construir con fotogramas. Sus estudios, lamentablemente, se enmarcaban en un contexto del que fue incapaz de evadirse. Ya he sido testigo de muchos casos como el suyo. Suspendió casi todas las asignaturas en la primera evaluación. Recuerdo con una mezcla de tristeza y melancolía las horas de conversación con él, en recreos, en séptimas horas, entre clase y clase. Siempre una mirada, un gesto de ánimo o de admonición por los pasillos. Es brutal el gasto energético que para un tutor supone guiar a este tipo de alumnos, intentar explorar todas las vías posibles que le permitan volver a estudiar, idear posibles itinerarios o soluciones junto a él y sus familias. Recuerdo con nitidez su mirada, franca, con aquellos ojos azules demasiadas veces enrojecidos por los porros. Y la lucidez que mostraba cuando analizaba su situación: era plenamente consciente del dolor que causaba a su madre y ello le causaba a él aún más dolor. Aunque a un adulto le pueda parecer absurdo él, aunque no estudiara, sufría con las malas notas, sufría cuando dejaba los exámenes en blanco, sufría cada minuto de su fracaso escolar, seguía intentando participar en clase cuando pensaba que podía conseguir que no quedara en evidencia su falta de trabajo diario. Pero era un chaval sin la fuerza de voluntad necesaria (la que pocos de nosotros tendríamos, por otro lado) para superar su situación. Lo asumía delante de mí para justificarse, para excusarse. Al llegar por la tarde a casa, ante la alternativa de quedarse solo en una habitación con dos camas dentro de una casa que no era la suya optaba por huir, por refugiarse en la calle con sus amigos, a los que consideraba su verdadera familia, tan perdidos como él. Jugar al fútbol era su obsesión pero la infancia ya quedaba atrás y me confesó con naturalidad cómo sus amigos (él no, aseguraba) ya realizaban sus primeras incursiones en la delincuencia callejera de baja intensidad. Todo en su vida era un gigantesco error. Él era consciente de ello. Sonreía. Parecía agradarle que me preocupara por él. Utilizaba mi entusiasmo para engañarse, le servía para alimentar sus fantasías de cambio. Nunca lo consiguió.

Finalmente desapareció. Había ya cumplido los 16 años. El curso avanzaba. Empezó a faltar a las clases con asiduidad hasta que finalmente la madre, por teléfono, me confirmó que el chico dejaba de estudiar y que juntos iban a abandonar Madrid para irse a otra ciudad (ya no recuerdo cuál) donde su otra hija vivía y su marido le iba a dar trabajo en un taller de coches. Y así, de repente, sin más, aquella historia llegó a su fin. De la noche a la mañana. El profesor continúa con su día a día, con el resto de sus alumnos, inmerso en el vértigo de un curso siempre acelerado que apenas deja espacio a la reflexión sobre el panorama sociológico y político de aquello que presencia y vive cada año. No fue un caso aislado. Ese  mismo curso otras dos alumnas del mismo grupo, con circunstancias personales completamente diferentes, terminaron tomando el mismo camino que él. Tras horas de trabajo y de conversaciones con alumnos y familiares, apoyado (afortunadamente) como tutor durante todo el curso por el trabajo incansable de las profesoras del Departamento de Orientación, al final esos tres alumnos dejaron de formarse, abandonaron los estudios, salieron del sistema educativo sin que nada de su presente indicara que su vida fuese a ser mejor debido a ello y sin que el propio sistema pudiese hacer nada para remediarlo.

Algunos alumnos te marcan. Muchas veces de manera positiva, cuando ves que agradecen tu trabajo con sonrisas o palabras de cariño y reconocimiento. Otros, como este chaval, te marcan de otra forma. Te hacen poner los pies en el suelo, te ayudan a reconocer tus límites, a entender hasta dónde puedes llegar, y cómo el fracaso profesional es algo con el que el docente debe convivir. Ya no es solo aceptar con naturalidad que tus clases y tu forma de concebirlas no van a servirles a todos los alumnos de la misma forma, sino que has de asumir que tampoco podrás apenas ayudar en lo personal a las decenas de adolescentes que deambulan alrededor de nosotros cada año, demandando una guía, un apoyo, un asidero al que agarrarse para no hundirse del todo.

Cuando pienso en él me doy cuenta de que también, a su manera, es otro de esos chicos a los que dirigí mi carta abierta a un alumno al borde del abismo. Conozco el sistema educativo como profesor desde hace más de una década y en ese tiempo no he dejado de leer sobre educación y políticas educativas. Por eso considero que más allá de ideologías, de utopías pedagógicas de salón, pedagogías escapistas o tradicionalismos acomodados, al final estos alumnos nacidos en familias rotas o fracasadas, en una sociedad empobrecida económica y culturalmente como la española, solo terminan teniendo una oportunidad real, una ventana pequeña de acceso a un escenario laboral aterrador al que otros, al menos, llegan sin mucho sacrificio, por un camino de rosas. Y a esa ventana solo pueden acceder mediante el esfuerzo, la constancia y el estudio diario. Este chaval no lo consiguió. Mi respeto absoluto hacia él. Ninguna crítica. Solo este lamento, tan solo mi rabia. Porque a todos los que juzgan negativamente su fracaso habría que recordarles cuántos de nosotros, en esas circunstancias, fracasaríamos igual que él. Él desperdició aquella oportunidad viciada que le dimos. Ojalá haya aprovechado otras.

23 septiembre 2017

Carta abierta a un alumno al borde del abismo

Ya terminó tu verano. Tu eterno verano. Otro más. Te quedan ya pocos como este de largos. De hecho, el verano será en poco tiempo para ti tan solo una estación del año y no sinónimo de descanso alguno. Ya lo intuyes porque no eres un niño. Estás en 2º ESO, o en 3º ESO. Pocas veces llegas a 4º ESO. Has repetido ya una o dos veces en la ESO, la Primaria no te fue bien, tienes varias materias pendientes de cursos pasados y durante unos años creíste haber encontrado el ecosistema perfecto para una vida ideal: decenas de chicos y chicas de tu edad a los que poder domeñar con tu volcánica personalidad, obligados a permanecer en tu entorno, esclavos de tus emociones primarias, de tus frustraciones y de tus ocurrencias  No, no eres un abusador. Aunque demasiadas veces ejerzas de manera miserable de ello para mantener tu estúpido estatus. Eres un lidercillo, poco más, tienes carisma e ingenio. Nada especialmente relevante. Pero ya te vas dando cuenta de que algo falla. Hasta tú, que siempre intentas reírte de los otros, de los que estudian, despreciarlos, minusvalorarlos, empiezas a percibir que algo chirría en el relato de tu vida. Que ellos son cada día más fuertes, sus ilusiones más poderosas y cada curso que empieza sientes como tu capacidad de influencia decrece. Hoy voy a ser yo quien te diga lo que pienso sobre ti, sin acritud, con tristeza.

Nos llevamos bien tú y yo. Desde que empecé a dar clases siempre tuve esa capacidad. Me respetas. Consigo que me respetes. Te escucho, te entiendo y, sobre todo, soy consciente del determinismo socioeconómico y familiar que te ha llevado a ser quien eres. Tus argumentos suenan muchas veces razonables, tus exigencias de respeto hacia un sistema que te trata como una mierda son lacerantes pero he de decirte, por fin, claramente, que no comparto ni una sola de las soluciones que crees tener para tus problemas. Que la lucidez con la que ejerces en ocasiones la crítica se transforma en mediocridad y estupidez cuando tratas de buscar excusas a tu indolencia diaria.

Siempre me dices lo mismo: "profe, tú eres diferente, tú nos escuchas, impones respeto, te lo ganas". No diré que en algún momento no me halagaron tus palabras. Parece que sé cómo estar ahí para alumnos como tú. No te fallo, "como tantos hicieron", dices, lastimero. No quieres reconocerlo, vas de pasota, pero en cuanto se te deja espacio solo sabes quejarte de todo y de todos. Todo está en tu contra, todos a tu alrededor lo hacen mal, todos terminan yendo contra ti. Al único que comprendes, justificas y siempre terminas disculpando es a ti mismo. ¿No te parece errada esa complacencia contigo mismo?

Sé cómo hablarte, conmigo te abres, me permites conocerte, intuir tu dolor, tus miedos y frustraciones. Por eso, porque te conozco, porque te aprecio, hoy me toca reflexionar contigo sobre la utilidad de nuestra relación en el ámbito académico, sobre las horas que hablamos para intentar cambiar las cosas. ¿Para qué sirvió? ¿Te fue útil? ¿Qué cambió? Tras tantos cursos oyéndote decir lo mismo, las mismas palabras que surgen de diferentes labios y que retumban en mis oídos una y otra vez, me toca a mí preguntarte a ti, que tienes tantas caras, tantos nombres diferentes, en tantos institutos distintos: ¿cuándo vas a aceptar que tus quejas solo te sirven al final como excusa para enmascarar tu pereza, tu incapacidad para el compromiso y el esfuerzo? Durante unos años creí que podría ayudar a salvarte. La ecuación parecía de fácil resolución: si conmigo eras capaz de aprender y estudiar eso te haría darte cuenta de tus capacidades, darías un giro a tu vida y terminarías mostrando al resto de profesores que no eras menos que los demás. Ya no me engaño. Da igual que apruebes conmigo una evaluación si al mismo tiempo suspendes todas las demás materias. O al revés. Poco importa que, a pesar del mutuo respeto, seas incapaz de asumir que conmigo, sin estudiar, sin trabajo diario, jamás aprobarás. Y no te engañes, no me engañas con tu sonrisa pretendidamente suficiente, sé cómo te jode suspender. Porque te importa, te afecta y te mina. Pero te has instalado en la desidia y la debilidad. Te has convertido en un auténtico experto a la hora de eludir diariamente la realidad.

Te he visto llorar. Tantas veces. De rabia y de impotencia. También he visto cómo te comportabas como un gilipollas, como un imbécil. Con tus compañeros y con tus profesores. Te dejaron crecer sin control alguno de tus emociones primarias. Nunca nadie te puso límites reales ni te guio con paciencia. A veces recibiste tan solo hostias por parte de tus padres. En otras ocasiones tú eres el tirano y ya empiezas a plantearte si las hostias las puedes empezar a dar tú, para amedrentar en casa. Los dos sabemos que esto supera a la escuela, que tu fracaso escolar es consecuencia de la derrota diaria de la lucha de clases, que no es casual que siempre pertenezcas a familias de clases populares, a familias desestructuradas, que tu entorno social determina tu presente y envilece tu futuro. Tu rabia, en ocasiones, tiene clara justificación sociopolítica. Pero de eso tampoco te vas a enterar nunca. Tendrías que estudiar, leer, conocer la historia o al menos mirar alrededor con ojos curiosos y reivindicativos, no con eso ojos consumistas, alienados y hedonistas de los que alardeas. Sería toda una experiencia visualizar a los hijos de esa multitud, tan conservadora como progre, que estructura a la clase media de este país, y que suele mirarte con desprecio, sometidos a las vicisitudes de tu vida. Pero eso ni tú ni yo lo vamos a ver. Entérate de una puta vez. Sí, tú lo tienes mucho más difícil. Ellos lo tienen mucho más fácil. Tú solo tenías una oportunidad. La que estás desperdiciando.

Es una realidad incontestable: todo parece estar en tu contra. Puedes seguir pasando de todo, seguir quejándote del mundo o creer que da igual lo que hagas. Pero no por eso dejarás de ser menos tonto por no aprovechar este tiempo y estudiar. Es más, eres el tonto perfecto, un tonto enciclopédico, el contraejemplo ideal que permite seguir configurando una sociedad competitiva y caníbal. Porque a pesar de sus fallas, el sistema sí te dio una oportunidad. Viciada, adulterada tal vez, pero al fin y al cabo tenías esa oportunidad: escolarización obligatoria hasta los 16 años. Una oportunidad de madurar, de entender cómo funciona el mundo en el que te ha tocado vivir, de escapar de la burbuja familiar, de estudiar para conseguir un futuro diferente a tu gris presente. Y aunque siempre te escondas en que ya no puedes, que ya es imposible, que siempre has sido así y no puedes cambiar ahora, lo cierto es que cada año, cada curso, cada nuevo septiembre se abre un nuevo horizonte, una posibilidad de revertirlo todo: nuevos profesores, un nuevo tutor, nuevos compañeros. Vuelve a depender de ti aprovechar la ocasión. ¿La volverás a dejar pasar?

Lo sé, lo sé. Hace ya un tiempo que me vienes con el rollo de la motivación. Que necesitas que te motiven. Los otros. Nosotros, tus profesores. Cuánto daño ha hecho esa basura de pensamiento positivo egotista que se ha instalado en la sociedad actual. Se ha terminado filtrando entre las capas más pobres de la sociedad para desactivar la única competencia que te permitiría salir del hoyo: el esfuerzo. La capacidad de superar los obstáculos, con los dientes apretados por la rabia, siendo consciente de la injusticia social que supone la cínica diferencia entre las cartas que te han tocado para jugar en comparación con las de los demás. Sí, soy consciente de que cada día en la televisión o en internet escuchas o lees que hay otras escuelas posibles, otras pedagogías, que los que te damos clases somos unos carcas, o unos inútiles. Que hay por ahí profesores que siempre sonríen, con alumnos que siempre disfrutan, en escuelas que parecen sacadas de Disney Channel. Y puede que nosotros no seamos muy buenos, tal vez, pero cuando tengas un rato investiga sobre esos tipos que pretenden solucionar todos los problemas educativos sin hacer una sola crítica a la realidad socioeconómica que contextualiza a la escuela. Yo, a cambio, te contaré un secreto: ninguno de ellos va venir a nunca a tu instituto a darte clases. Fíjate en esos videos, en esas aulas, en los uniformes de los chavales de esas escuelas. Fíjate en los nombres de esas personas que dicen preocuparse tanto por ti y por tu felicidad, que hablan de una escuela sin contenidos, sin sustancia, en la que la clave es tu desarrollo emocional. Descubre a los vendehúmos que solo revolotean sobre la educación para parasitarla. Porque no solo no te quieren dar clases. Es que tampoco se atreverían a hacerlo.

El dato es demoledor, igual has leído sobre ello de pasada en algún sitio: el 35% de los jóvenes entre 25 y 34 años españoles solo tiene el título de la ESO. Tú, seguramente, ni eso alcanzarás. En la época de la burbuja chicos como tú se consolaban con lo que ganaban trabajando en el ladrillo. Buenos sueldos que conseguían con contratos abusivos y trabajando como esclavos. Ahora ya ni esa oportunidad tienes. Serás carne picada destinada al precariado: misma esclavitud laboral pero con sueldo basura. El profesor idealista que llevo dentro te hablaría de la importancia del estudio como fuente de conocimiento, como la única manera de construirte como ciudadano crítico en una sociedad que cada día sabe menos mientras más datos absurdos están disponibles en su cerebro global. Pero hoy no te escribe ese profesor idealista, te escribo yo, el otro, el profesor pragmático, el profesor desesperado, el que te ha visto cada año hundirte un poco más, el que sabe que estás a un paso de desaparecer por las cloacas del sistema educativo sin que nadie te vaya a recordar ni a echarte de menos. El que sabes que te aprecia y se preocupa por ti. Y te lo digo con los dientes apretados, encabronado, harto de que nadie te lo cuente porque no es políticamente correcto hablarte con la claridad que te mereces: estás haciendo el imbécil. Todo tu mundo está sustentado sobre unos pilares infantiloides que están a punto de evaporase. Deja ya de moverte a impulsos emocionales, razona un poco, reflexiona. Estás ya a un paso de tener que manejarte en un mundo adulto para el que no estás preparado y en el que tu absurda y estéril bravuconería no te va a servir para nada.

Estás a tiempo. Siempre hay otra oportunidad mientras estés escolarizado. Estudia, sácate el título de la ESO, y el de Bachillerato. Ve a la Universidad. O estudia FP. Fórmate porque serán los títulos (sí, los títulos académicos de esa educación reglada que muchos desprecian porque con seguridad sus hijos accederán a ellos sin problemas) los que permitirán que tus aptitudes te abran puertas diferentes. Con ellos igual tienes una posibilidad de elegir tu futuro. Y que no sean otros los que lo elijan por ti.

Casi no te queda tiempo. Inténtalo. Empieza otro curso. No tienes nada que perder. Nadie te va a salvar. Todo depende de ti. Yo estaré aquí, si quieres, para ayudarte.

Suerte.

09 septiembre 2017

5 años, un recuerdo y un beso

Era 9 de agosto.

Dani nos adelantó en la A49. Solo vería a Mari dos veces más. Allí iba, en el asiento trasero del coche, apoyada en la ventanilla, tan débil. Estoy seguro que la vi. O tan solo es otra más de esas certezas con las que la memoria se empeña en reconstruir el pasado a su antojo. Habíamos estado en Caño Guerrero, Huelva, desde el 1 de agosto. El día anterior Carol y yo habíamos llegado a Sevilla para hacer noche y después marchar todos juntos (mi madre, Carol, Mari y Ale, su hijo de seis años) al día siguiente hacia la playa. Llevábamos ya varios años juntándonos hermanos, cuñados y sobrinos en una casa alquilada por mi madre en la playa para huir del calor sevillano. Días de playa. Días familiares. Días complicados, siempre. Y felices. Fueron felices. Pero solo nos damos cuenta de eso más tarde. Mari ya no estaba bien, su cuerpo mandaba desde hacía  un tiempo señales que nadie comprendía. Ella se lo tomaba a broma, se reía, le restaba trascendencia. Para mí, hoy, era evidente su nerviosismo, su intranquilidad: nadie que ha superado un puto cáncer vuelve a desdeñar pequeños síntomas de enfermedad sin causa justificada que no terminan de desaparecer. Sí, intuí su nerviosismo, pero le seguí la corriente. Ella quería llegar a la playa, desconectar, descansar, reír, tomarse muchas cervezas. Pues eso tocaba intentar. Los días se sucedieron (casi) como siempre: risas, cervezas, tensiones, más risas. Y los niños, mis  sobrinos, los hijos de Espe y de Mari, tan pequeños por entonces, tan estupendos, cuya existencia tanto ayudó a volver a encontrarme con ellas. Pero no, algo disonaba. Mari se sentía cada vez peor, lo intentaba pero no podía seguirnos el ritmo. Tenía extraños moratones en el cuerpo y unas décimas de fiebre que nunca desaparecían. Finalmente, a pesar de todo, intentó meterse en el mar. Las vacaciones no terminan de serlo si no cumples ciertos rituales. Debió salir del agua lívida, tiritando. Así la vi yo al menos, un rato después, en el salón de aquella puta casa, envuelta en una toalla, temblorosa, atendida por mi hermana Espe que intentaba restarle dramatismo a la situación. Pero la situación no mejoró. Mari, a partir de se día, se quedaba por la mañanas en la habitación de arriba, sola. Decía preferirlo así. Nosotros, de vacaciones, en la playa, volviendo a casa para comer y preguntando por ella: todo igual. Como buena Almeida ella sabía imponer sus decisiones. También las absurdas Y se negaba a que la llevásemos al médico. La situación se hacía insostenible. Recuerdo como si fuera ayer caminar aquella tarde del 8 de agosto con mi madre por el paseo marítimo. Y decirle, medio en broma medio en serio, que disfrutara de las vistas, de la playa, del mar, que me parecía a mí que ya no iba a ver todo eso más ese verano. Así fue. De hecho no lo volvió a ver hasta dos años después.

Al día siguiente era cuando yo volvía a Madrid. La noche anterior se decidió por fin trasladar a Mari a Sevilla para ir al hospital y que la examinasen en profundidad. Dani, mi cuñado, conducía ese coche que nos adelantó. Mi madre iba en el asiento delantero. Y Mari, allí, en el asiento trasero del coche, apoyada en la ventanilla, tan débil. Miedo, un miedo infecto, eso es lo que sentí. Hice lo único que creía poder hacer: apartar las malas ideas de mi cabeza y continuar el viaje como si nada pasase y nada malo fuese a suceder.

Era 9 de agosto.

Aquella misma tarde, ya en casa, por teléfono, me empezaron a llegar informaciones contradictorias. Una de mis hermanas afirmaba que en una conversación con uno de los médicos la posibilidad de leucemia había aparecido. Ni de coña. Venga ya. Menos dramatismo. Esto era tan solo una anemia, joder. Durante unas horas nadie quiso creerla. Es más, tocaba criticar su excesiva teatralidad. Tan lúcidos. Los Almeidas. Tan gilipollas. En el fondo tampoco se podía criticarnos demasiado. Era pura defensa emocional. Nos daban igual los indicios. No lo queríamos creer. No nos podía volver a pasar de nuevo. Y menos a ella. Otra vez. Tal vez negándolo una y cien veces podríamos esquivar a la verdad.

Solo volví a ver a Mari en dos ocasiones más. La leucemia era extremadamente agresiva y por tanto también lo fue el tratamiento. Con su sistema inmune debilitado lo mejor era que estuviese prácticamente aislada. La primera de esas veces, lo que debía ser un encuentro tranquilo y privado se convirtió, por culpa de otros hermanos, en un momento desagradable y difícil. Todos queríamos verla. Recuerdo mi estrés, lo que pensaba en ese momento: "no debíamos estar tantos allí dentro, eso podía perjudicar su recuperación..." En el fondo, de nuevo, no quería ver nada de lo que estaba pasando. Qué tonto, qué ingenuo. Qué pena. Seguramente los médicos, al permitirnos entrar a todos por turnos a verla en una situación tan grave como esa, nos estaban dando una oportunidad para empezar a despedirnos. Yo no me enteré. Ella, desde luego, tampoco. Qué bien salen todas esas mierdas emocionales en el cine.

La última vez que la vi fue aquella madrugada en la que murió. Nosotros habíamos vuelto a Sevilla a finales de agosto. El tiempo parecía suspendido mientras la familia empezaba a metabolizar la enorme gravedad de lo que ocurría, sin dejar de hacer planes de futuro para la gestión de la recuperación de Mari. El dolor, el miedo, el cansancio y la rabia reabrían viejas heridas y provocaban nuevos enfrentamientos. Aquella noche Carol y yo habíamos vuelto a casa descansar mientras mi madre, de nuevo, se quedaba a pasar la noche con ella. Todas las noches (excepto una), durante 30 días, una detrás de otra, permaneció mi madre con su hija en el hospital. Más allá de medianoche recibí un mensaje suyo al móvil: "Pepe, qué malita la veo..." Mi madre, por fin, tras negarse una y otra vez a aceptar la gravedad de la situación parecía asumirlo por fin. Y todo se derrumbaba a nuestro alrededor. Horas después alguien nos llamó. Había que ir al hospital. Deprisa. Recuerdo el silencio con el que Carol y yo nos preparamos para salir. Un silencio atroz que se deslizaba por cada rincón de esa casa en la que tantas veces tantas voces lo llenaron todo.

El hospital. Confío absolutamente en la medicina científica. Es la única oportunidad que tenemos. Por ello ese lugar también debiera ser un reflejo de esperanza. No es así en mi caso. Después de tantos años reconozco que cada vez que me acerco a uno de ellos solo siento horror. La sala de espera. Un abrazo. No me podía quedar allí. Tenía que entrar. Me dejaron pasar. Compré de manera voluntaria el último pasaje disponible para el tren del terror. Entré en una habitación en la que mi hermana Mari, la decidida, la valiente, la vitalista, era ya puro hueso, un pajarillo tembloroso con sus manos aferradas desesperadamente a las de sus hermanas, Espe y Amparo. Solo pude mirar unos segundos antes de retirar la vista, aterrorizado, mientras caminaba hacia mi madre que allí, sentada en un sillón, contemplaba en silencio la escena, derruida, apaleada de nuevo por la vida. 

Era 9 de septiembre.

Un beso, Mari, cinco años después se te sigue echando de menos.

10 agosto 2017

Decálogo fundacional del nuevo "nuevo periodismo" español

Ha terminado por ser imprescindible que los grandes medios de comunicación de este país, esos diarios de referencia, esas cadenas de radio de prestigio y esas cadenas de televisión de calidad nos iluminen y publiquen especiales (a ser posible dominicales) sobre qué, cómo y cuándo algo nos debe indignar, molestar y preocupar. Ya son demasiados años de libertinaje intelectual. Internet nos abrió demasiadas puertas que deben ser cerradas y sólo con la guía de las mentes privilegiadas del periodismo patrio volveremos a la senda del consenso y la construcción común de nuestro país. ¡España! Necesitamos unas pocas ideas-fuerza y muchas emociones primarias. O, dicho de otra manera: ¡orientadnos que nos perdemos, coño! Ofrezco mi ayuda. Modesta, lo sé. Pero aporto ideas:

1. "No se puede criticar al turismo, imbéciles. Gracias a él os hemos hecho creer que tenéis presente aunque sepáis que no tenéis futuro."

2. "No es verdad que deban existir esos derechos laborales que tú no tienes. En tal caso son privilegios. Si tú no disfrutas de esas condiciones laborales los que hacen esa huelga para defenderlas tampoco las merecen. Ódialos." 

3. "No te preocupes del porqué de una huelga. ¿Para qué? Nosotros, los medios de comunicación de prestigio de este país, te contaremos lo importante: ¿cómo te afecta esa huelga a ti, ciudadano? No lo dudes, solo se hace para joderte." 

4. "No tiene trascendencia alguna que el CIS diga que el tema catalán te importa un carajo. Eso es porque no tienes muy claras tus preocupaciones. Afortunadamente nos tienes a nosotros para reevaluar tus prioridades: has de encabronarte (y mucho) con este asunto. Odia y calla. No, mejor: odia y vocifera." 

5. "Que el Banco Santander compre por 1 euro el Banco Popular y después consiga un beneficio de 5000 millones de euros por vender su patrimonio inmobiliario a un fondo buitre como Blackstone (el que compró las VPO a Ana Botella en Madrid) es completamente normal. ¿Te extraña algo de la operación, algo te huele mal? Eso es porque no entiendes de economía. Pobre. Déjanos explicártelo." 

6. "Es absolutamente natural pagar con dinero público casi 4000 millones de euros por unas autopistas de peaje privadas y quebradas para, tras sanearlas, volver a privatizarlas. Solo los rojos no lo entienden. Tú sí, ¿no?"

7. "¿Te encabrona que al final perdamos más de 60.000 millones de euros de dinero público por esas ayudas a la banca que siempre te aseguraron que el sector financiero nos devolvería?... ¿Qué eres? ¿Un crío? Entre todos hemos conseguido superar la crisis... ¿Que cobras una mierda en un trabajo de mierda? Pues emprende, coño, emprende."  

8. "Cuando dudes, vaciles y tu cuñado podemita te dé demasiado la brasa solo has de volver a nosotros y beber de la fértil fuente de nuestros imparciales y lúcidos columnistas: Arturo Pérez Reverte,  Javier Marías, David Gistau, Edurne Iriarte, Javier Cercas, Jorge Bustos, Carlos Herrera, Alfonso Ussía, Francisco Marhuenda, Arcadi Espada, Ansón, Isabel San Sebastián, Hermann Tertsch... También fueron nuestros columnistas Esperanza Aguirre, Ignacio González... Disfruta y aprende. Son lo mejor de este país. Calidad. Nuestro ADN." 

9. "Existe un país, Venezuela, con el que España mantiene una relación tan especial que cada día nos vemos en la obligación de contarte todo lo que en él sucede. Venezuela nos duele. Nos hace sufrir. En los 90 se llamaba Cuba. Qué cosas."

10. "¿Empiezas a estar cansado de tanta política, de tanto enfrentamiento, de tanta  tristeza social? Lo entendemos. Casi que es mejor que vuelvas a  pasar de todo (otra vez). Goza de nuestros programas de mierda y de nuestro basureo emocional. ¿Qué hay mejor que llenar tu vida de mierda con la mierda de las vidas de otros?"

01 agosto 2017

Gotas de cine (4): John Ford, el poeta de lo cotidiano

John Ford, el gran poeta de la cotidianidad del cine americano. En mi opinión fue el mas grande entre los grandes maestros de Hollywood. Conseguía que la vida traspasara la pantalla, que lo ordinario se convirtiese en extraordinario ante los ojos del espectador, que los detalles convirtiesen en verdad el producto de su ensoñación, de su obsesión por la familia, por la camaradería y la lealtad. Su cine se alimenta de la nostalgia por un mundo menos civilizado, más libre, menos encorsetado por las necesarias leyes que vinieron a ordenar las sociedades modernas. Da igual que ese mundo jamás existiera realmente. Él lo creó para nosotros. El cine de Ford, como el de todos los grandes directores, gravita sobre un puñado de ideas-fuerza sobre las que reflexionó toda su vida, permitiéndonos viajar con él a través de sus grandes contradicciones vitales. Pocos cineastas permiten la extraordinaria diversidad de lecturas que se han hecho de su obra gracias, sin duda, a la enorme libertad que destilan sus películas.

Pero en esta ocasión no voy a escribir sobre los grandes temas del cine de Ford. Quiero centrarme tan solo en su extraordinaria habilidad para la dirección. En cómo conseguía exprimir al máximo lo que para otros solo son momentos muertos del relato cinematográfico. Esta secuencia de Centauros del desierto es oro puro. Es de esas secuencias que todo veterano aficionado al cine recuerda aunque no sepa exactamente por qué. Es su aparente simpleza la que la hace tan grande. No hay alardes técnicos. No hay audaces movimientos de cámara. No hay actores mostrando angustia existencial. Nada de eso es necesario. Merece la pena analizar la que para mí es una de las mejores secuencias de la historia del cine.


Han robado algunas vacas de uno de los colonos de la zona y el reverendo Samuel Johnson Clayton (también capitán de los exploradores de Texas) está montando un grupo para perseguir a los ladrones. A partir del segundo 13 la secuencia explota. Todos los actores (que interpretan a personajes que terminarán resultando trascendentes en la historia) se sitúan delante de una cámara fija y se ponen en movimiento. Y de qué manera.  Respiran vida en cada fotograma. Como espectador aspiras el aroma de ese café y saboreas esas galletas. Sientes que esos personajes son de carne y hueso, que existen y estás presenciando un momento de su vida. Ese mundo de normalidad y alegría se rompe en el segundo 48. Una puerta se abre al fondo y de la oscuridad surge Ethan (John Wayne). El espectador siente la perturbación. Bajo el discurso del reverendo se escucha el sonido ominoso del taconeo de las botas de Ethan mientras se acerca hacia él. Tensión. Mientras Ethan se desplaza la cámara comienza levemente a moverse, cerrando el espacio de visión. En el 1:13 Ethan termina encarándose con el reverendo/capitán, que hasta ese momento no ha notado su presencia. El sarcasmo de Ethan cuando exclama "¡capitán!" hace daño. El reverendo se levanta. El tono de la secuencia ha cambiado. Desde que Ethan aparece al fondo el movimiento de la cámara va asfixiando al espectador y a los personajes. Finalmente solo Ethan, el reverendo y Debbie quedan centrados en la imagen. No es casual que Debbie permanezca hasta ese momento. Ese tramo de la secuencia acaba en el 1:20, cuando el reverendo se levanta. El plano general se ha transformado, elegantemente, en poco más de un minuto, en un plano medio de dos personajes que se encaran. Lo que comenzó pareciendo una secuencia cualquiera, casual e intrascendente (no lo era) desemboca en enfrentamiento crucial que determinará la historia que se va a contar. Y todo en un minuto y medio. Brutal.

27 mayo 2017

Historias de una graduación de la enseñanza pública

Los observo con orgullo mientras suben al escenario, con esas sonrisas congeladas en sus caras, sonrisas que transmiten una extraña mezcla de nervios, excitación y satisfacción. Hoy es su fiesta, su graduación, han terminado 2º de Bachillerato, ese curso tan complicado, para muchos el más difícil de sus vidas.

Conocí a esta generación de alumnos hace cuatro años, en 2013, en 3º de ESO, cuando repetía por segundo curso consecutivo en el mismo instituto. No es fácil para un profesor interino dar varios cursos seguidos en el mismo centro y se tuvieron que dar dos circunstancias para ello: que a mí no me importara repetir con jornada parcial (importante) y que el instituto fuese (y sea) uno de esos centros que el colectivo docente cataloga como "complejo" (clave), por lo que no suele ser excesivamente solicitado por los profesores que tienen ya plaza fija y poseen cierta capacidad de decisión sobre el destino en el que trabajar.

Yo había llegado allí el curso anterior, en septiembre de 2012. Lo recuerdo como si fuera ayer. Empecé a trabajar un 20 de septiembre. Mari, mi hermana, había fallecido del putocancer el 9 de ese mismo mes. No parecía fácil volver al mundo real tras ese verano en el infierno pero dar clases resultó ser, finalmente, algo reparador... Pero esa es otra historia.

Cuando conocí a esta generación que ahora se gradúa estaban distribuidos en tres cursos de 3º ESO. Les daba clases de Física y Química, claro. Dos horas a la semana. ¿Cómo eran por entonces? Pues como son en general los adolescentes a esa edad, en ese nivel, tan complicado, tan difícil. Los había infantiles, insolentes, enormemente inteligentes, protestones. Los había divertidos, introspectivos, inquietos, incapaces de atender en clase. Los había objetores educativos, responsables, creativos, trabajadores. Y casi todos ellos ejercieron, en algún momento del año, en una de esas categorías en las que pobremente terminamos clasificando a los alumnos. ¿Qué era lo que les unía a todos? Nada sorprendente, nada que todo el mundo no sepa: todos, de una manera u otra, parecían estar enfadados con el mundo. Con sus profesores, con sus padres, con sus obligaciones. Pero tan solo había que rascar un poquito, acercarse a ellos, escucharlos con cierta atención para percibir que, tras esa primera capa de rebeldía natural, se escondían niños y niñas encantadores, se ocultaban muchos sueños, muchos miedos, muchas penurias y demasiada poca rabia. Casi todos, por acción, obligación o respeto respondieron positivamente a la única exigencia ineludible de mis clases: había que estudiar, que trabajar, las clases debían servir no solo para aprender sobre ciencia (prioritario) sino también para entender la necesidad de esforzarse cada día para conseguirlo. Había algunos, pocos, que demostraban en cada clase un enorme interés por aprender. Menos de lo que uno siempre desea. [¿Te extraña? ¿Qué te crees? ¿Que estás leyendo un relato de fantasía pedagogista?  Esto es la vida real.] Lo que sí aceptaron casi todos fue lo que todo profesor debiera desear: no estudiar no era opción. En el fondo, vistos desde fuera, pudiera parecer que nada los distinguía de tanto otros estudiantes de tantos otros centros de las zonas pobres de Madrid. Nada pareciera poder servir para distinguirlos. No es verdad. En absoluto. Para mí, que les daba clases, se convirtieron en especiales, diferentes y entrañables

Tras el curso 2013/2014 ya no repetí, me marché. O decidieron que me marchara. Qué más da. Era lo lógico, lo que tenía que pasar y pasó. De todas maneras sigo defendiendo que nada mejor para un grupo de alumnos que no repetir con el mismo profesor, en la misma materia, durante varios años. Aparecen nuevas voces, surgen nuevas ideas y se abren nuevas puertas cuando se cambia de profesor. De manera que ellos, ya sin mí cerca, se fueron haciendo mayores. Cursaron  4º de ESO y 1º de Bachillerato mientras algunos iban quedándose atrás, otros se desviaban hacia el mundo de la Letras y yo gravitaba de centro en centro, haciendo lo que creo que mejor sé hacer: trabajar enseñando ciencia en unos niveles educativos determinantes para el futuro académico y laboral de los adolescentes.

De repente, en el verano de 2016, en uno de los peores momentos de mi vida laboral, el destino me llevaba de nuevo a ese pueblo de Madrid que pocos pueden poner en el mapa cuando se menciona en cualquier conversación. Y no solo regresaba al centro sino que tenía que volver a dar clases a muchos de ellos, a muchos de mis antiguos alumnos, ahora ya en 2º de Bachillerato. Nada más y nada menos que en la materia de Física. Con asombro y aprensión descubría, además, que eran casi 25 los chicos que la cursaban (una anomalía debida a las necesidades organizativas de un centro pequeño). Recuerdo el primer día que vi a algunos de ellos en esos primeros días de septiembre y cómo una de ellos exclamaba: "¡Pepe, qué alegría, estás igual!". Y lo decía feliz, confiada, contenta por volver a tenerme como profesor. Mientras, yo, consciente del horizonte que se abría, empezaba a angustiarme, a agobiarme: ¿sabría estar a la altura del reto que se me exigía? 

El curso ha sido largo y complicado. Los he visto sufrir, llorar, encabronarse, someterse, rebelarse, volver a sufrir, y a llorar. Pero sobre todo los he visto luchar. A casi todos. Luchar, una  y otra vez,  enfrentándose  a sus propias capacidades, desafiando a miserables determinismos socioeconómicos, enfrentándose a un sistema que los impulsa hacia otras labores y hacia otros estudios, que los quiere apartar de los estudios superiores, que ignora sus sueños y sus necesidades. Ellos sí se enfrentan en soledad, solo con sus armas, a la exigencia educativa. Muchos otros, cuando sufren, gracias a su posición socioeconómica, disponen de todo tipo de ayudas para superar las dificultades, mientras que ellos solo cuentan con su esfuerzo, con su cabezonería y con su grupo de amigos. No todos lo consiguieron. No todos fueron capaces de aprobar. Casi todos lo merecieron por su esfuerzo pero lamentablemente con eso no basta. Tendrán otras oportunidades y terminarán consiguiéndolo. Seguro.

Ahora ya, por fin, el curso está acabado. Y ellos, por fin, respiran. Ahí están, encima del escenario. Tan estupendos, tan jóvenes, tan felices, tan inconscientes. Uno a uno recogen las orlas de manos de sus dos excelentes tutoras. Profesoras de la enseñanza pública que durante todo el curso los cuidaron, guiaron y animaron para que no desfallecieran. Que un profesor u otro sea el tutor de un grupo de alumnos es producto del azar cuando se organiza el curso. Convertir la labor de tutor en una herramienta imprescindible para la superación del curso por parte de los alumnos es, en cambio, solo debido a la implicación del docente. Por ello, desde aquí, mi felicitación y mi respeto para ellas.

Yo les aplaudía desde mi asiento, sonreía, recordaba conversaciones, risas, broncas, clases complicadas, anécdotas impagables, mis momentos de equivocada impaciencia, sus momentos de equivocada frustración. Ellos, mientras, en sus discursos y en sus vídeos trasmitían un sincero cariño hacia su etapa educativa en el centro, preferían quedarse con lo bueno (lo ha habido) y dejar de lado lo malo (que también lo hubo).

Reitero mi orgullo. Por ellos. Por todos. Por los que aprobaron conmigo y por los que, desgraciadamente, no fueron capaces. Orgulloso de haberles dado clases porque en cada momento demostraron que, más allá de las dificultades, estaban dispuestos a seguirme para aprender. Y eso, curiosamente, lo complicaba todo. Hicieron de cada clase un reto ineludible para mí: tenía que estar a la altura de su compromiso y conseguir enseñarles, conseguir que comprendieran cada uno de los conceptos abstractos y extraordinariamente complejos que mi asignatura plantea a este nivel.

Al final de curso, medio en broma medio en serio, les comentaba que no recordaba curso más complicado que este en mis años de carrera docente. Es verdad. Creo que darles clases a ellos este año ha sido el reto más complicado de mi carrera docente. Y estoy muy satisfecho con el resultado. Modesto tal vez, anecdótico pensarán muchos, intrascendente dirán otros. En absoluto. Creo firmemente en que son las pequeñas batallas el espacio en el que más podemos aportar. Dar una oportunidad de futuro a los que todo lo tienen en contra, sin traicionarles, sin regalos, sin buenismos condescendientes es una de las vías que la enseñanza nos permite. Jamás le di tantas vueltas a cada una de mis clases. Ni dediqué más recreos a resolver dudas individuales que nunca hubieran podido tener espacio en las clases.

Pero ahí estamos todos ahora, en un teatro de pueblo, compartiendo su felicidad, celebrando su triunfo. El final de una etapa que les permite incorporarse a los estudios superiores, ir a la Universidad, equipararse a tantos a los que llegar hasta ahí no les supuso ni la mitad del esfuerzo que ellos necesitaron. Y no precisamente por capacidad intelectual. Yo les aplaudo, me río, me emociono, me relajo, por fin, y espero que ahora, que poco a poco mi recuerdo se diluirá en sus vidas, algo permanezca de lo que les intenté transmitir. Respecto a la importancia del pensamiento racional, del conocimiento, del saber y de la duda legítima.

Y espero que no se olviden de dónde vienen. De dónde surgieron. Ahora que volarán lo más lejos que puedan y que quieran. Que no olviden que ellos son carne de la enseñanza pública. De esa enseñanza pública que tantos machacan cada día. Que sin la enseñanza pública difícilmente se les hubiera abierto la ventana de oportunidad que ahora se les abre. Que fue la enseñanza pública la que ningún mérito les pidió, ni ninguna cuota, la que no miró sus apellidos, ni indagó en su origen social. Que fue su trabajo y el de sus profesores lo que les permitió llegar hasta dónde ahora están. Y hasta donde llegarán. La desmemoria y el infecto elitismo son el cáncer que devora a una educación pública que lucha contra los prejuicios de un clase media que olvidó sus orígenes. Ellos son el futuro, dicen. Pero yo, hoy, solo puedo alegrarme por su presente.

17 mayo 2017

Peligros y contradicciones de la nueva educación emocional

Dedicarte a la docencia durante 10 años ofrece cierta perspectiva. Pasar curso tras curso dentro las aulas de la enseñanza pública en Madrid, cada vez más complicadas y masificadas gracias a la doble segregación Concertada/Pública y Bilingüe/No Bilingüe, permite, si trabajas con los ojos abiertos y vives de manera activa tu profesión, construir un opinión sobre lo que enseñamos, cómo lo enseñamos y el contexto social y legislativo en el que podemos enseñar. Cuando curso tras curso cambias de centro y terminas comprobando que existen realidades inalterables cuyo origen es ese contexto socioeconómico y familiar del alumnado que menosprecia la Administración, eres aun más consciente de cómo el auge mediático de la innovación educativa y las nuevas pedagogías no son más que la manera con la que el sistema esconde sus vergüenzas e intenta imponer sus necesidades económicas a la escuela. No basta con la experiencia docente (que es imprescindible), creo firmemente que todo profesor que intente construir un argumentario fuerte sobre la educación y sus consecuencias está obligado a estar continuamente leyendo. Pero no hablo de leer sobre nuevas técnicas pedagógicas y cómo con ellas los alumnos alcanzarán ese insustancial y tiránico estado de absoluta felicidad, sino que hablo de leer sobre economía, política, filosofía y actualidad para realmente comprender el contexto real en el que trabaja cada día.

Una mirada curiosa e indagadora permite asegurar a todo el que sea honesto con la razón intelectual que, más allá de esa realidad determinista de origen socioeconómico y familiar que afecta decisivamente a la trayectoria educativa de los alumnos, no existen verdades absolutas en relación a las mejores maneras de enseñar. En cada centro no constreñido por proyectos educativos totalitarios y que permite libertad de método pedagógico a sus profesores se observa con facilidad cómo los mejores profesores, los que terminan calando en el alumno, aquellos que permanecerán en su memoria para siempre, nunca tienen un único perfil: no tienen por qué ser jóvenes ni mayores, ni innovadores tecnológicos ni representantes de la vieja escuela, ni han de ser obligatoriamente cercanos y empáticos, ni necesariamente distantes. Pero hay una constante que se cumple inevitablemente en todos ellos y que surge siempre que los alumnos hablan sobre ellos, sobre sus mejores profesores. Es una certeza transversal: esos profesores les enseñaron. Les enseñaron cosas. Aprendieron con ellos. Aprendieron conocimientos. Conocimientos que en los siguientes cursos les facilitaron la vida para aprender nuevos conocimientos. No hablan así de aquellos que fueron buenos o cariñosos con ellos, aunque eso lo valoren. A esos profesores los aprecian pero no suelen ser los que los marcan. De los que hablan con esa profunda admiración adolescente que solo surge en los momentos especiales son de los otros, de los que les enseñaron de verdad, de los que les abrieron las puertas de saber. Aunque solo fuese una rendija durante un solo curso. 

La enseñanza de contenidos (eso que algunos llaman "instrucción" de manera despectiva) es la única que, paradójicamente, deja espacio al alumno para la crítica y la rebelión. Para el uso de la razón y de la reflexión. No se puede enseñar nada desde la nada. No se puede aprender nada cuando la nada inunda las aulas. Por mucho que las "flipeemos". Solo desde una defensa expresa del conocimiento podemos defender una escuela realmente útil para la sociedad. Por eso hay que luchar contra ese mantra liberal que, desgraciadamente, los viejos y caducos partidos socialdemócratas europeos han terminado asumiendo como propio: "hay que poner la escuela al servicio de la sociedad". En absoluto. La escuela (pública) es un servicio de la sociedad a sus ciudadanos.

El alumno solo encontrará ese espacio de libertad en las escuelas si sus profesores no son elegidos por empresas, entidades religiosas o estados totalitarios. Es irónico que aquellos que defienden poner el dinero público en manos de empresas privadas u organizaciones religiosas para que eduquen a sus hijos según sus limitantes principios ideológicos son los mismos que lanzan cada día soflamas histéricas sobre el supuesto control ideológico de los alumnos por parte del Estado a través de los profesores funcionarios. Hay que no tener ni puñetera idea de cómo funcionan los IES y los colegios públicos para creerse algo así. La oposiciones y el anoréxico mercado laboral hacen que exista una enorme pluralidad de voces en la enseñanza. ¿Control ideológico de la información que le llega a los alumnos? ¿Control ideológico y moral de la labor docente?  No lo duden, si quieren encontrarlo saben dónde buscar: en la enseñanza privada y privada-concertada.

Actualmente vivimos inmersos en una nueva batalla por la "modernidad" de la educación. De momento apenas roza el día el día de las aulas pero se está convirtiendo en una clamor mediático que construye los cimientos para el asalto final del capitalismo al mundo de la enseñanza ¿Eres profesor? Pues o eres innovador o eres una rémora. Y por innovación hay que dejar de pensar en nuevas tecnologías. La cosa no va por ahí.  La "nueva" educación psicoafectiva, cuyos mayores defensores  se encuentran curiosamente en cierta clase media pijoprogre que ha convertido la crianza de los hijos en un proyecto vital totalitario, intenta modelar emocionalmente a los alumnos y (re)construirlos según valores pretendidamente positivos.

Lo que finalmente se busca son consumidores dóciles y trabajadores entrenados (el puto coaching) emocionalmente para tolerar la frustración. Consumidores poco exigentes, sin criterio propio, sin rabia. Trabajadores adiestrados (¿amaestrados?) en las competencias y habilidades que el mercado considera adecuadas y aprovechables. Sin conocimientos, sin posibilidades económicas de alcanzar estudios superiores de nivel, las clases populares (vamos, los pobres) vuelven a estar de nuevo condenadas. Pero eso sí, estarán "educados", "entrenados" no solo para soportar su miseria y "comprenderla", sino también para  justificarla. No sabrán nada de nada pero creerán que lo que les pasa es normal, natural. Y ese será el gran triunfo de la nueva educación, esa que promete hacerlos felices a todos tan solo mientras sean niños y adolescentes, para después abandonarlos en manos de un Mercado que pueda disponer de ellos "eficazmente". Y los siga formando durante toda su vida.

03 marzo 2017

Contra el desprecio del conocimiento

¿Cómo conseguir que un alumno comprenda que nada gana con focalizar su energía adolescente en negar el aprendizaje que le propone la escuela?
Vivimos en un tiempo en el que el antiintelectualismo se ha infiltrado en todas las capas sociales, el conocimiento se banaliza y la persona instruida en cualquier saber debe disfrazarse coloquialmente de "friki" para poder sobrevivir en su entorno social. Solo deslumbra el que alcanza el éxito, aunque sea debido a la futilidad más absurda. Lo racional ha perdido de nuevo la batalla, no solo contra lo emocional sino también contra una frivolidad hedonista que provoca arcadas. Se desprecia sin tapujos cualquier amago de conocimiento demostrado, de dato contrastado o de opinión argumentada. No hace falta saber, dicen. Y llevan años intentando trasladar ese lema, propio de imbéciles, a la escuela. Se denuesta la "transmisión de conocimientos" (¡anatema!) cuando es la única manera de ser leales con las nuevas generaciones, para que maticen su arrogante (y natural) adanismo adolescente con la comprensión de una historia previa a su vidas donde se ofrecieron muchas posibles soluciones a muchas de las preguntas y desafíos intelectuales y vitales a los que ellos se han de enfrentar. No se trata de acotar esas soluciones, sino de ampliar los horizontes de las posibles respuestas.

Potenciar la creatividad no puede convertirse en dilatar de manera dramática esa época de la infancia en la que se le aplaude de manera exagerada al niño cualquier actividad supuestamente artística u ocurrencia inesperada. Cuando para cada padre su hijo parece ser el más ingenioso, perspicaz y curioso de la manada. La enseñanza en la adolescencia nos obliga a hacerles comprender a los alumnos la importancia de conjugar el principio de realidad con el principio de deseo, desintoxicarles de equivocadas percepciones de esa realidad que hasta ahora, en muchos casos, ha estado supeditada a sus caprichos infantiles, y permitirles conocer sus limitaciones para aprender a trabajar sobre ellas, para mejorar y avanzar en su formación académica e intelectual. Pero claro, todo eso es demasiado prosaico para muchos padres que convirtieron a sus hijos en neojuguetes emocionales durante demasiado tiempo y no están preparados para ningún contratiempo, ni para que nadie les venga a decir que sus retoños no son esas lumbreras que ellos creyeron criar. Esos padres, las nuevas formas de ejercer la paternidad, los pijopadres de clase media y media alta se han convertido en una variable trascendente en la absurda deriva en la que está inmersa la educación en la actualidad. Su manera esencialista de entender la crianza se ha infiltrado sin solución en el debate educativo, y cualquiera de sus absurdas reivindicaciones (como la ridícula y sonrojante campaña "antideberes") encuentra rápidamente altavoces mediáticos financiados, en último lugar, por un sector privado ansioso por aumentar sus beneficios en el apetitoso ámbito de la educación reglada. ¿Quiénes son los que nunca aparecen en estos debates? Los padres de las clases populares. Cuyos hijos serían los verdaderamente perjudicados si estas distopías de perversa felicidad educativa se hiciesen realidad. Nadie los representa jamás en estas discusiones. Significativo.

Desde hace ya muchos años se identifica de manera deshonesta y artera "transmitir conocimiento" con una escuela decadente, del "siglo XIX", mientras que "potenciar la creatividad" del alumno, aunque nadie sepa exactamente qué significa eso, ni qué resultado real se obtiene de ello, supone transitar hacia una luminosa modernidad, hacia un cambio de paradigma pedagógico. Es triste constatar el fracaso de muchos de los profesores que intentan aplicar, en la dureza diaria de las aulas, los delirios de los gurús pedagógicos habituales en las charlas TED. En las redes y en sus discursos se muestran como fanáticos defensores de esas nuevas pedagogías, tan creativas y tan empáticas. Presumen de minusvalorar aprendizajes concretos de sus materias para priorizar las clases-evento (algunos incluso fardan en los periódicos de comer sandías en sus clases como forma de provocar extrañamiento en sus alumnos), que después difunden de manera compulsiva por redes sociales para satisfacer su vanidad y reforzar posiciones en la tribu. Tras el espejismo suele aparecer la cruda realidad, cuando se enfrentan a la aspereza diaria del aula de la enseñanza pública, a grupos de alumnos no seleccionados, sin motivación intrínseca, sin intereses manifiestos, disruptivos no por naturaleza sino, en general, por un  indecente determinismo socioeconómico (eso de lo que nunca les gusta hablar). Y demuestran su incapacidad docente. En el fondo, como la de gran parte del resto de su compañeros profesores. Porque en el día a día del aula es tremendamente complicado hacerlo bien. Incapacidad para empatizar. Incapacidad para conseguir aprendizajes significativos. Incapacidad incluso para mantener en sus aulas un clima de convivencia aceptable. Incapaces. Inútiles en su labor. He sido compañero de algunos de estos profes-gurús. He sido testigo de cómo intentaban implantar en sus horas de tutoría un sucedáneo de mindfulness mientras los alumnos se reían a sus espaldas y contaban cómo se dormían en esas clases y se descojonaban de la influencia intelectual del profesor en cuestión. Nada más ridículo que su fracaso diario. Pero no por el propio fracaso (el éxito nunca dependió tan solo de ellos), sino por las pretensiones y el desdén hacia otras prácticas "menos innovadoras" implícitos en sus discursos. Porque el problema de planteamientos maximalistas como los que defienden es que el fracaso no se contempla, no es posible. Porque ellos son rompedores, dinámicos, cercanos, líderes, guías, innovadores. Ellos son ese tipo de docente que yo describo como "profesor onanista": no dejan de hacer cursos, de "formarse", de preparar "dinámicas", actividades rompedoras... Solo tienen un problema, un obstáculo, un impedimento: la realidad. Sus alumnos, tras su clases, no muestran cambio significativo alguno. Y si, finalmente, su labor impacta de alguna manera en ellos, habría que delimitar si ello depende de sus técnicas pedagógicas o de su carisma. Y qué jodido resultaría tener que constatar que esa influencia, la del carácter, es lo trascendente. Porque echaría por tierra la construcción del nuevo imaginario pedagógico.

Durante lo últimos tiempos asistimos a una anómala y extraordinaria difusión mediática de todo tipo de prácticas pedagógicas alternativas que rozan el delirio. Un ejemplo de ellos es la serie de artículos que la periodista Ana Torres Menárguez publica en El País bajo el paraguas de "innovación educativa" y que, curiosamente  (no es casualidad, seguro) se publican en la sección de Economía del diario.  En ellos podemos encontrar lo que, en un primer momento, podemos considerar tan solo insensateces sin valor a las que nadie medianamente racional podría hacer mucho caso: "El profesor del siglo XXI tiene que enseñar lo que no sabe"; "el profesor ya no tiene valor como transmisor de información. Ahora lo que tiene que hacer es diseñar nuevas experiencias de aprendizaje"; "en la escuela se aprende a través de la memorización, sin pensar". Prácticamente cada día aparece un nuevo sabio dispuesto a aportarnos luz (difusa). Este, en el ABC: "el conocimiento en Lengua, Matemáticas, Ciencias y Humanidades está en Internet, los jóvenes tienen que hacer cosas prácticas en el colegio". El primer impulso del que conoce la educación desde dentro, desde las aulas de la educación obligatoria, es desdeñar afirmaciones idiotas como las anteriores. El primer impulso es la risa incrédula. Pero deberíamos andar con cuidado porque detrás de la proliferación de críticas a la docencia realista y pragmática que tiene resultados (por supuesto mejorables) y ha permitido posibilidades de futuro a miles de alumnos no se intuye un intento de mejora de lo existente, sino su sustitución por ensoñaciones intelectualmente propias del pensamiento mágico que, en el fondo, enmascaran el último intento del sector privado por dirigir y capitalizar la "modernización" pedagógica de nuestras aulas y nuestros profesores.

Yo soy profesor de la ESO y Bachillerato. Nunca seré uno de esos grandes profesores que promociona la Fundación Atresmedia. Afortunadamente. Tampoco hago videos de Youtube. Considero lo del flipped classroom una extraordinaria memez que, en muchos casos, provoca vergüenza ajena y que, en todo caso, aleja al alumno del elemento clave de la enseñanza presencial: la posibilidad de interpelar directamente a su profesor cuando no comprende algo. Creo que el Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP) puede resultar útil para aprendizajes concretos, pero resultan evidentes sus limitaciones para una formación profunda y reflexiva por el tiempo disponible para cada materia. Es clave entender que no existen soluciones mágicas en esto de la educación pero que, por supuesto, no se puede desdeñar el uso de nuevas estrategias de aprendizaje si resultan útiles, provengan de la corriente pedagógica que provengan. No conozco un solo profesor al que le preocupe su profesión que no modifique cada año sus clases buscando nuevas maneras de llegar a sus alumnos. Pero en estos tiempos oscuros resulta fundamental posicionarse y defender con enorme firmeza la importancia de los contenidos. Se está transmitiendo en la actualidad un absurdo y peligroso desprecio por la adquisición de conocimientos. Y en esa trinchera nadie me encontrará jamás. Yo doy clases. A la vieja usanza. Y transmito conocimientos (¡anatema!). Doy "clases magistrales" (bueno, ya me gustaría que fueran magistrales). Y lo haga mejor o peor soy consciente cada día de que es inevitable cierto nivel de fracaso. Porque yo fracaso. Todos los días. Desde hace años. Desde que empecé a dar clases. Incluso aunque las clases funcionen. Siempre hay algunos alumnos que se perderán por el camino. Que no entienden que aprender implica motivación y emoción, sí. Pero también esfuerzo. Y constancia. Pero es que, además de lo que hagamos mis alumnos y yo, también existe el contexto socioeconómico y familiar en el que se desarrolla la vida del alumno. Y ese factor tiene una importancia esencial, acrecentada por los recortes, los aumentos de ratios y la segregación sociológica que provocan programas como el bilingüismo en Madrid. Porque el fracaso educativo es una realidad que no va a desaparecer. Pero no afecta a todos por igual. No afecta por igual a los hijos de la clase media que a los hijos de las clases populares. Y no es casualidad. Y esa es la lucha a la que yo he decidido dedicar mi vida laboral. No soy un mercenario ni tampoco me considero tan solo un profesional de la educación pública. Si hacen bien su trabajo entiendo a los primeros y respeto a los segundos. El cementario educativo está repleto de bobaliconas vocaciones sentimentalmente equivocadas.  Yo soy un convencido. Un entusiasta. Creo realmente en la importancia de mi labor, a pequeña escala, en la vida de los cientos de adolescentes a los que ya di clases. Cada loco con su tema.

Espero que mis alumnos, en el futuro, me recuerden con cariño. Que consideren que siempre los respeté y que siempre estuve ahí para ayudarles en su formación. Me obsesiona eso. Que sean conscientes de que les enseñé lo que tenían que saber en ese momento clave de sus estudios. Pero sobre todo espero que me recuerden por haberles transmitido la necesidad de aprender conocimientos, de saber muchas cosas, de muchas materias (no solo de la mía), de estar atentos a la realidad, de no dejarse seducir por los atajos. Porque solo con información y el conocimiento de voces diferentes y datos contrastados se puede desarrollar un pensamiento crítico. Lo demás es una enorme mentira disfrazada de buenas intenciones.