En la veintena, una vez liberado del yugo familiar, tuviste tu explosión social, brillando como pocos, libre, el más libre, emulando a tus venerados malditos literarios y cinematográficos; en la treintena, tu luz se fue apagando sin que te dieses cuenta apenas de ello, enfrascado como estabas en tu odisea diaria, informativa, literaria y cinematográfica, que no generaba ninguna producción propia pero que te permitía elevarte sobre tus amigos y familiares, levitar sobre sus anhelos y frustraciones vulgares, juzgarlos desde la atalaya de tu soberbia, tú, que habías sido casi el único de los hermanos dispuesto siempre a escuchar y respetar al de al lado. Te fuiste exiliando voluntariamente de la realidad, alejándote de todos o de casi todos hasta que la realidad, ya en la cuarentena, con la crisis, llegó para darte la hostia y despertarte de tus ensoñaciones.
Sin trabajo, sin dinero, apenas con un ápice de dignidad, pediste asilo en la casa de mamá... Maldita la hora, tío, la que liaste, cómo lo emponzoñaste todo mientras te adentrabas ensimismado en la oscuridad final de tu laberinto, en su tramo más cruel y miserable. Cómo jodiste tu vida, Juanma. La tuya y la de todos nosotros, la de tu familia, que a pesar de los desplantes, a pesar de chocar una y otra vez contra el muro de tu soberbia y de tu alcoholismo, lo intentó siempre, de todas las maneras posibles. Fracasando sistemáticamente. Fracasando de todas las maneras posibles. Cuando pienso en lo mucho que nos hemos perdido de risas, conversaciones y encuentros familiares en la última década debido a la sombra oscura que desde tu laberinto proyectabas sobre todos nosotros solo me entran ganas de llorar.
En 2021 llegó tu Korsakoff. Es incluso retorcido, si lo piensas, que la enfermedad mental que tu alcoholismo te deparó fuera precisamente la que te permitió olvidar todo lo que había sucedido en esta última década en la que te habías hundido en la miseria moral. Ahora solo recordabas (o reconstruías ficciones fiables de él) tu pasado previo, de cuando no eras esa peor versión de ti mismo en la que te convertiste. A veces, pensar en esto me reconforta algo. Aunque mientras tú recordabas solo retazos de la mejor parte de tu vida nosotros vivíamos inmersos en el cenagal creado por tu vida real. Llegó el tiempo de las residencias y de los esfuerzos de unos hermanos que, exhaustos, intentamos que la gestión de tus cuidados no terminase de romper los débiles lazos que aún nos mantenían unidos.
Pero no era suficiente, no, faltaba la traca final, faltaba el aderezo especial de los Almeidas: este verano, de repente, empezaste a no poder tragar. Nos llamaron. Te llevamos al hospital. Fue todo muy rápido. En un mes teníamos diagnóstico y próximo desenlace: un nuevo cáncer aparecía en la familia. No había solución posible. Los médicos ni siquiera trataron de endulzar un poco la realidad con algún intento de quimioterapia. Al parecer, ya ni nos merecemos la ilusión de una posible curación. Solo faltaba esperar el final. Meses, nos dijeron. Acertaron.
Te has muerto, Juanma. El 25 de diciembre, con 52 años, a casi un mes de cumplir los 53. De nuevo el #PutoCáncer. El tercer hermano que nos arrebata. Primero fue Mercedes, con 34 años. Después Mari, con 39 años. Ahora tú, con 52 años. Ya solo quedamos seis.
No te puedo engañar. No puedo olvidar esta última década, lo que hiciste sufrir a mamá con tu incapacidad para aceptar ninguna ayuda ante tu problema, ni la rabia y la frustración que me produjo verte caer tan bajo. Pero hace un par de meses, casi sin darme cuenta, no solo empecé a aceptar que te ibas a morir sino que también empecé a obligarme a recordar más allá del tiempo del apocalipsis, a recordarnos cuando éramos jóvenes, cuando ejercíamos de niñatos y nos creíamos inmortales. Empecé tímidamente a revolver en mi memoria, empecé a recuperar recuerdos, muchos de ellos silenciados y escondidos durante estos últimos años de continuos enfrentamientos. Y lentamente voy encontrándome de nuevo contigo, no con aquel en el que te convertiste, sino con ese otro, mucho más joven, al que tanto quise.
He vuelto a verte como fuiste, un tipo sensible, introvertido, que prefería observar al mundo a interactuar con él. Capaz de empatizar con todos y darles a cada uno de los que te rodeaban su espacio siempre que nadie te exigiese por ello demasiada cercanía emocional. Parecías siempre inmerso en una exasperada (y exasperante) búsqueda de independencia que, finalmente, fue el caldo de cultivo perfecto para dar salida a tu terrible soberbia final. Redescubro a ese hermano, seis años mayor que yo, que en algún momento consideré uno de mis mejores amigos y vuelvo a agradecer haberte tenido en mi vida.
Jamás podría explicar la construcción de mi yo adulto sin ti, sin tu presencia, tu influencia, tus conversaciones y tu guía. He pensado mucho en ello últimamente, cada vez que me quedaba solo, o justo antes de dormir, o cuando terminaba de hablar con alguno de los hermanos y la angustia colonizaba mi cabeza. Rememoro conversaciones, momentos, situaciones, risas, anécdotas que vivimos juntos, siempre con alcohol mediante, qué remedio, pero me sigue pareciendo un milagro lo que me regalaste: apenas con 18 años, absolutamente asfixiado con la vida familiar y completamente hambriento de una cultura a la que no lograba acceder, tú decidiste tratarme como el protoadulto que yo quería ser, sin la habitual prepotencia de los hermanos mayores, y alimentaste paciente y cariñosamente mis ansias de literatura, cine, política, filosofía...
Eso sí, aunque por entonces no solo no me importara sino que de manera imbécil pensara que era un acierto, siempre estableciste un muro entre nosotros y jamás permitiste que lo privado y la exposición de nuestros sentimientos formaran parte de nuestra vida en común. Sin darnos cuenta entonces, ahí empezamos a abonar nuestra ruptura personal, una ruptura que llegó varios años antes de tu caída a los infiernos, cuando dejé de creerme y aguantar ese pastiche infumable en el que se había convertido nuestra relación, que apenas duró realmente unos quince años.
Da igual, pienso en mis gustos cinematográficos, literarios o en mi atención desmesurada a los medios de comunicación y, lo quiera o no, resuenas con extraordinaria fuerza en cada una de mis obsesiones. Al final, soy quien soy por haber un día caminado detrás de ti, por haber caminado más tarde a tu lado y, finalmente, por haber decidido dejarte solo en tu camino.
Romper contigo fue una liberación. Qué pena. También una manera de reintegrarme en un mundo real que está habitado por personas que merecen nuestro cariño y comprensión, independientemente del respeto intelectual que nos merezcan cuando los miramos desde la prepotencia cultural. Es curioso. Eso, en el fondo, también lo aprendí de ti, de cómo te comportabas con los demás hace ya tantos años, cuando el que ejercía de prepotente era yo y tú atemperabas mi ímpetu juvenil. A ti se te olvidó. O el alcohol te lo arrebató.
Un
abrazo, Juanma.