02 febrero 2025
Te sigo echando de menos
29 diciembre 2023
Perdido en su laberinto
En la veintena, una vez liberado del yugo familiar, tuviste tu explosión social, brillando como pocos. Libre, el más libre, emulando a tus venerados malditos literarios y cinematográficos. En la treintena, tu luz se fue apagando sin que te dieses cuenta apenas de ello, enfrascado como estabas en tu odisea diaria, informativa, literaria y cinematográfica, que no generaba ninguna producción propia pero que te permitía elevarte sobre tus amigos y familiares, levitar sobre sus anhelos y frustraciones vulgares, juzgarlos desde la atalaya de tu soberbia; tú, que habías sido casi el único de los hermanos dispuesto siempre a escuchar y respetar al de al lado. Te fuiste exiliando voluntariamente de la realidad, alejándote de todos o de casi todos hasta que la realidad, ya en la cuarentena, con la crisis, llegó para darte la hostia y despertarte de tus ensoñaciones.
Sin trabajo, sin dinero, apenas con un ápice de dignidad, pediste asilo en la casa de mamá... Maldita la hora, tío, la que liaste, cómo lo emponzoñaste todo mientras te adentrabas ensimismado en la oscuridad final de tu laberinto, en su tramo más cruel y miserable. Cómo jodiste tu vida, Juanma. La tuya y la de todos nosotros, la de tu familia, que a pesar de los desplantes, a pesar de chocar una y otra vez contra el muro de tu soberbia y de tu alcoholismo, lo intentó siempre, de todas las maneras posibles. Fracasando sistemáticamente. Fracasando de todas las maneras posibles. Cuando pienso en lo mucho que nos hemos perdido de risas, conversaciones y encuentros familiares en la última década debido a la sombra oscura que desde tu laberinto proyectabas sobre todos nosotros solo me entran ganas de llorar.
En 2021 llegó tu Korsakoff. Es incluso retorcido, si lo piensas, que la enfermedad mental que tu alcoholismo te provocó fuera precisamente la que te permitió olvidar todo lo que había sucedido en esta última década en la que te habías hundido en la miseria moral. Ahora solo recordabas (o reconstruías ficciones fiables de él) tu pasado previo, de cuando no eras esa peor versión de ti mismo en la que te convertiste. A veces, pensar en esto me reconforta algo. Aunque mientras tú recordabas solo retazos de la mejor parte de tu vida nosotros vivíamos inmersos en el cenagal creado por tu vida real.
Llegó el tiempo de las residencias y de los esfuerzos de unos hermanos que, exhaustos, intentamos que la gestión de tus cuidados no terminase de romper los débiles lazos que aún nos mantenían unidos.
Pero no era suficiente, no, faltaba la traca final, faltaba el aderezo especial de los Almeidas: este verano, de repente, empezaste a no poder tragar. Nos llamaron. Te llevamos al hospital. Fue todo muy rápido. En un mes teníamos diagnóstico y próximo desenlace: un nuevo cáncer aparecía en la familia. No había solución posible. Los médicos ni siquiera trataron de endulzar un poco la realidad con algún intento de quimioterapia. Al parecer, ya ni nos merecemos la ilusión de una posible curación. Solo faltaba esperar el final. Meses, nos dijeron. Acertaron.
Te has muerto, Juanma. El 25 de diciembre, con 52 años, a casi un mes de cumplir los 53. De nuevo el #PutoCáncer. El tercer hermano que nos arrebata. Primero fue Mercedes, con 34 años. Después Mari, con 39 años. Ahora tú, con 52 años. Ya solo quedamos seis.
No te puedo engañar. No puedo olvidar esta última década, lo que hiciste sufrir a mamá con tu incapacidad para aceptar ninguna ayuda ante tu problema, ni la rabia y la frustración que me produjo verte caer tan bajo. Pero hace un par de meses, casi sin darme cuenta, no solo empecé a aceptar que te ibas a morir sino que también empecé a obligarme a recordar más allá del tiempo del apocalipsis, a recordarnos cuando éramos jóvenes, cuando ejercíamos de niñatos y nos creíamos inmortales. Empecé tímidamente a revolver en mi memoria, empecé a recuperar recuerdos, muchos de ellos silenciados y escondidos durante estos últimos años de continuos enfrentamientos. Y lentamente voy encontrándome de nuevo contigo, no con aquel en el que te convertiste sino con ese otro, mucho más joven, al que tanto quise.
He vuelto a verte como fuiste: un tipo sensible, introvertido, que prefería observar al mundo a interactuar con él. Capaz de empatizar con todos y darles a cada uno de los que te rodeaban su espacio siempre que nadie te exigiese por ello demasiada cercanía emocional. Parecías siempre inmerso en una exasperada (y exasperante) búsqueda de independencia que, finalmente, fue el caldo de cultivo perfecto para dar salida a tu terrible soberbia final. Redescubro a ese hermano, seis años mayor que yo, que en algún momento consideré uno de mis mejores amigos y vuelvo a agradecer haberte tenido en mi vida.
Jamás podría explicar la construcción de mi yo adulto sin ti, sin tu presencia, tu influencia, tus conversaciones y tu guía. He pensado mucho en ello últimamente, cada vez que me quedaba solo, o justo antes de dormir, o cuando terminaba de hablar con alguno de los hermanos y la angustia colonizaba mi cabeza. Rememoro conversaciones, momentos, situaciones, risas, anécdotas que vivimos juntos, siempre con alcohol mediante, qué remedio, pero me sigue pareciendo un milagro lo que me regalaste: apenas con 18 años, absolutamente asfixiado con la vida familiar y completamente hambriento de una cultura a la que no lograba acceder, tú decidiste tratarme como el protoadulto que yo quería ser, sin la habitual prepotencia de los hermanos mayores, y alimentaste paciente y cariñosamente mis ansias de literatura, cine, política, filosofía...
Eso sí, aunque por entonces no solo no me importara sino que de manera imbécil pensara que era un acierto, siempre estableciste un muro entre nosotros y jamás permitiste que lo privado y la exposición de nuestros sentimientos formaran parte de nuestra vida en común. Sin darnos cuenta entonces, ahí empezamos a abonar nuestra ruptura personal, una ruptura que llegó varios años antes de tu caída a los infiernos, cuando dejé de creerme y aguantar ese pastiche infumable en el que se había convertido nuestra relación, que apenas duró realmente unos quince años.
Da igual, pienso en mis gustos cinematográficos, literarios o en mi atención desmesurada a los medios de comunicación y, lo quiera o no, resuenas con extraordinaria fuerza en cada una de mis obsesiones. Al final, soy quien soy por haber un día caminado detrás de ti, por haber caminado más tarde a tu lado y, finalmente, por haber decidido dejarte solo en tu camino.
Romper contigo fue una liberación. Qué pena. También una manera de reintegrarme en un mundo real que está habitado por personas que merecen nuestro cariño y comprensión, independientemente del respeto intelectual que nos merezcan cuando los miramos desde la prepotencia cultural. Es curioso. Eso, en el fondo, también lo aprendí de ti, de cómo te comportabas con los demás hace ya tantos años, cuando el que ejercía de prepotente era yo y tú atemperabas mi ímpetu juvenil. A ti se te olvidó. O el alcohol te lo arrebató.
Un
abrazo, Juanma.
23 agosto 2023
A veces me echo de menos
26 mayo 2023
Como profesores, somos el reflejo del alumno que fuimos
Como profesores, somos el reflejo de los alumnos que fuimos. Es algo que siempre he sentido con mayor intensidad cuando enseño Física, materia en la que soy especialista por formación, en cualquier nivel de la ESO y el Bachillerato.
Siempre he tenido buena memoria y,
además, me gusta ejercitar la evocación para recordar todo lo que pensaba y
decía cuando era más joven, no solo como un ejercicio d
e honestidad intelectual
hacia la interpretación de mi pasado sino también como una manera de no
desconectarme de las motivaciones y las sensaciones de mis alumnos adolescentes. Es evidente que,
a medida que uno se va haciendo mayor, cada vez es más complicado el ejercicio,
así como que resulta innegable que, aunque uno crea recordar nítidamente aquello
que sucedió o pensó hace ya tantos años, lo que hacemos es reconstruir el
pasado continuamente de la manera más amable posible para nuestro presente, con
el objetivo de sobrevivir en nuestro hoy sin que nuestro yo de ayer venga a
recordarnos ciertas traiciones vitales que aseguró que jamás cometería.
A pesar de estos condicionantes, creo recordar medianamente bien cómo enfoqué el aprendizaje de la Física cuando fui alumno, desde aquella primera versión absolutamente idealista de mi yo adolescente, en la que mientras aprendía los rudimentos de esta ciencia iba construyendo un posible yo futuro que ejercería la investigación científica (lo que me servía de motivación extra para esforzarme en comprender aquellas leyes que, de repente, daban sentido al universo), hasta aquella última versión de mí como estudiante, al final de una carrera universitaria al que llegué absolutamente extenuado, en la que sin haber perdido nunca del todo la pasión por conocer e indagar había ya extraviado por completo las ganas por emprender una carrera laboral relacionada con la investigación, lo que me llevó a distanciarme también de cierto compromiso con el aprendizaje.
Desde aquella pasión inocente, soñadora y algo naíf por la Física hasta el distanciamiento excesivamente crítico con ella por la realidad laboral que suponía la investigación al final del carrera universitaria, pasó casi una década en la que me hice adulto y construí los cimientos personales, ideológicos y morales de lo que hoy soy. A pesar de ciertas decepciones y una clara tendencia al diletantismo, y más allá del momento, muchas veces tardío y equivocado desde un punto de vista práctico en la vida universitaria pero siempre adecuado cuando fui adolescente, siempre mantuve como estudiante una constante cuando el aprendizaje de la Física me obligaba a pararme y a dedicar horas y horas a profundizar en su estudio para enfrentarme a los exámenes que llegaban: nunca disfruté por completo de la resolución de problemas (cada cual más enrevesado y desafiante) mientras que siempre disfruté intentando desentrañar las teorías científicas y sus consecuencias. Entender los porqués y profundizar en aquello que estudiaba justo cuando apenas disponía de tiempo para preparar los exámenes no fue nunca una buena decisión desde el punto de vista práctico, pero no era capaz de hacerlo de otra forma, a pesar de que era algo que debía haber siempre hecho algunas semanas y meses antes.
Recuerdo las riñas y las críticas, justificadas, a mi enfoque de aprendizaje por parte de mis mejores amigos de mi época universitaria, que tanto me ayudaron también cuando tuve que compaginar estudios y trabajo (un abrazo, mi cariño y mi agradecimiento para Dani, Juanma y Sergio). Nunca pude discutirles nada, seguramente tenían razón. Al menos en la universidad, al menos en ciertos momentos. Pero siempre dio igual. Nunca pude enfrentarme a la preparación de los exámenes solo repasando y haciendo una y otra vez una colección de problemas tipo que necesitaba conocer para aprobar. Quería algo más, pero nunca terminé por dedicar el tiempo suficiente para convertir esa pasión por el conocimiento en algo esencial y duradero a escala universitaria. Otros intereses como el cine, la literatura, la política o las tonterías protoadultas venían siempre a perturbar ese enfoque de aprendizaje que, a pesar de todo, sigo creyendo que es el más interesante y válido para aprender ciencia.
Todos los docentes saben que los primeros años, cuando uno empieza como profesor de Secundaria, tira de recursos propios, carisma y cercanía con los alumnos gracias a la propia juventud. También se aprovecha la experiencia transmitida por docentes más veteranos con los que se comparte departamento. Y, por supuesto, se han de dedicar horas, y horas, y horas a la preparación de las clases para no perder nunca el pie en el aula frente a 30 adolescentes. No hay mucho tiempo para nada más. Pero con el paso de los años, a medida que he ido afinando mi enfoque sobre cómo enseñar la Física y la Química en los distintos niveles educativos, también he dispuesto de más tiempo para reflexionar sobre la propia práctica docente. Y una de las pequeñas ramificaciones de esa reflexión, tal vez intrascendente en relación a los grandes temas, pero que a mí resulta tremendamente interesante, ha sido confirmar la intuición con la que abría este post: más allá de enfoques pedagógicos y metodológicos, la enseñanza que plantea cada docente de una asignatura siempre contiene una reminiscencia, un lazo invisible que la une con la relación que ese docente tuvo, como joven aprendiz, con aquello que hoy enseña. Y en la enseñanza de ciencias como la Física, me parece que la diversidad de profesorado en los departamentos aporta una riqueza fundamental a los alumnos que van pasando por distintos profesores en los diferentes niveles educativos.
Como ya se intuye por lo que he comentado, por mi propia experiencia con el aprendizaje de la Física en particular y de las ciencias naturales en general, me resulta insoportable avanzar sobre los conceptos teóricos sin provocar desafíos cognitivos a mis alumnos que les permitan ir más allá de las fórmulas y les obliguen a replantearse continuamente lo que creen ya conocer sobre aquello que trabajamos. Eso me hace convertir cada resolución de cada problema o cada explicación de un nuevo concepto (o simplemente de la unidad de una magnitud) en una especie de clase teórico-práctica que nos obliga a indagar en las consecuencias de esas teorías y conceptos que ellos ya creen conocer y manejar pero, en el fondo, apenas intuyen todavía su significado. Este enfoque, por supuesto, tiene un coste de oportunidad. Y ahí entran esos otros compañeros, mucho más prácticos que yo, que son capaces de no irse tanto por las ramas y, tal vez, ciertamente, profundizar menos en los conceptos de lo que a mí me gusta pero, a cambio, disponer de más tiempo para proponer problemas más desafiantes y más ricos con los que, finalmente, el alumno que se esfuerza también es capaz de alcanzar una comprensión profunda de los conceptos a partir de un enfoque didáctico diferente. O esos otros que prefieren entrelazar someras explicaciones teóricas con continuas prácticas de laboratorio que permiten al alumno no tanto trabajar el pensamiento abstracto pero sí vislumbrar las consecuencias reales de aquello que estudia.
Pero es fundamental no (auto)engañarse: no hay tiempo para todo y, por mucho que algunos se empeñen en eludir la realidad, el docente debe entender que cada decisión pedagógica y metodológica que toma supone, inmediatamente, cerrar las puertas a sus alumnos a otros planteamientos de aprendizaje que pueden ser igual de valiosos para ellos. De ahí la importancia que tiene ser humilde y que el docente, en lugar de construir ensoñaciones pedagógicas usando a sus alumnos como conejillos de indias, asuma la necesidad de integrar en su propuesta educativa algunas ideas de otras visiones didácticas de su materia.
Parece evidente y se puede extrapolar fácilmente de lo que escribo, que considero una pena (cuando no hay más remedio) y un error (cuando es evitable y no se evita por cuestiones de interés personal) que un alumno tenga más de dos cursos seguidos de la ESO y el Bachillerato al mismo profesor en una misma materia. Porque tras hablar con los que han sido mis compañeros de departamento de Física y Química todos estos años, o cuando leo a compañeros de otros institutos en las redes, he llegado a la conclusión de que, en general, sus enfoques didácticos, a veces tan dispares de los míos, tienen mucho valor porque representan no solo su visión de lo que debe ser la enseñanza de nuestra materia sino que también representan las necesidades de otros perfiles de alumnos que "no fueron yo" pero que ellos hacen carne a través de su forma de enseñar
Eso sí, no nos llevemos a engaños porque está en juego la calidad del aprendizaje de nuestros alumnos: no vale todo. En los últimos tiempos, se ha convertido en mediáticamente dominante un discurso educativo que, de facto, banaliza el conocimiento otorgando una preponderancia ridícula a lo experiencial en las aulas. Desde el balcón de mi materia, Física y Química, cuando cada curso alucino con la extraordinaria dificultad que supone para los alumnos de 2ºESO entender y asimilar la unidad de la aceleración, el m/s^2 (casi al mismo nivel de dificultad que tiene para los alumnos de Bachillerato comprender la ley de Lenz o la entropía), me exaspera ver cómo algunos pretenden convertir el necesario esfuerzo que supone aprender para ese joven alumno, guiado por su profesor, en una especie de castigo clasista donde ese mismo profesor deja de ser una ayuda para convertirse en un opresor.
De lo que yo hablo en este post es de la riqueza que aportan los matices didácticos en el enfoque de la enseñanza de una materia, de cómo la variedad de esos matices potencia el aprendizaje de nuestros jóvenes y de cómo el alumno que fuimos influye en el docente que somos hoy.
17 marzo 2023
Ha muerto un profesor. He perdido a un amigo
Siempre lo llamé Fernando pero su nombre de guerra, por el que era por todos conocido, era Yul.
El pasado sábado, mientras desayunaba, mientras intentaba organizar el final de las evaluaciones, me llegó un escueto mensaje de un amigo común informándome de que Fernando había muerto. Así, de golpe y porrazo, sin que nada ni nadie me preparara para ello, perdí a un amigo, a uno de los más importantes que he tenido en Madrid gracias a mi trabajo como profesor.
Fernando y yo nos conocimos en septiembre de 2009, cuando a ambos nos destinaron como interinos a la sección de un instituto en Colmenar de Oreja. Yo repetía porque había estado a gusto el curso anterior en el centro a pesar de lo lejos que me quedaba de casa y Fernando llegaba allí por primera vez. Inmediatamente congeniamos. Era como si nos conociésemos de toda la vida. Tampoco era muy difícil sentir eso con él. Puede sonar a cliché pero es la verdad: Fernando caía bien a todo el mundo. Jamás escuché a nadie hablar mal de él. Fernando era pura vida. Durante cada minuto de cada día transmitía un ansia irrefrenable por gozar con todo lo que hacía, ya fuera dar clases, disfrutar de los comics, del amor de las mujeres a las que tanto quiso o tocar esa bendita batería que tantas horas de pasión y alegría le brindó con cada uno de los grupos en los que estuvo. Fernando irradiaba felicidad, entusiasmo y frenesí vital. Fernando era un torrente de vida que nadie podía controlar, ni siquiera él mismo.
Fernando no tenía doblez, era un tipo sencillo que no soportaba la hipocresía, alguien que sin darse cuenta, sin hacer ningún esfuerzo, conseguía que todos los que estábamos cerca de él lo quisiésemos mucho de diferentes maneras. Y a él le sobraba corazón para devolvernos a cada uno de nosotros ese cariño.
A pesar de no tener ningún problema para socializar siempre me ha costado mantener a mis amistades en el tiempo cuando desaparecen de mi día a día pero eso, afortunadamente, no pasó con Fernando hasta muchos años después. Tras ese curso compartido en Colmenar de Oreja, seguimos viéndonos habitualmente y terminamos convirtiendo nuestros encuentros en una maravillosa rutina, temporalmente espaciada, a la que ambos acudíamos gustosos cuando uno emplazaba al otro tras varios meses sin vernos: "oye, toca ya verse". No hacía falta más. Ese mensaje significaba solo una cosa: el viernes siguiente quedábamos a las 4 o 5 de la tarde y, tras el café protocolario, yo me bebía todos los Jamesons que mi cuerpo aguantaba mientras él se dedicaba a sus gintonics y hablábamos, y nos reíamos, y seguíamos hablando sin parar durante horas y horas: de cine, de educación, de política, de nuestras familias. Y nos reímos tanto. Por algún motivo siempre hice reír a Fernando con mi forma de ser y de mirar al mundo mientras que él siempre me pareció una de esas personas especiales que la vida te pone por delante como ejemplo de cómo se puede llegar a gozar una amistad.
A medida que nos hacíamos mayores, mientras cada uno por su lado mantenía otras relaciones de amistad fundamentales, ambos sabíamos que teníamos un pequeño tesoro que solo compartíamos los dos, un espacio de amistad pura en el que cada uno deseaba de todo corazón que al otro le fuera lo mejor posible mientras hacíamos evolucionar nuestra amistad para también saber escucharnos cuando los momentos malos llegaron a nuestras vidas: la muerte de mi hermana Mari, algunos de sus fracasos de pareja, la situación dantesca que provocó mi hermano en mi familia, la muerte de su padre...
La pandemia nos descolocó. Como a tantos. Sobre todo a mí. Si ya me costaba antes quedar con los amigos, el no querer entrar en los interiores de los bares una vez superado el confinamiento me supuso empezar a posponer una y otra vez los encuentros con Fernando. Nunca se quejó. Nunca me reprochó nada. Normal. Al fin al cabo qué más daba, nos quedaba todo el tiempo del mundo. La última vez que lo vi fue antes del verano pasado. Quería presentarme a su hija, nacida en pleno confinamiento y a la que todavía no conocía. Esa tarde, esa última tarde que lo vi, no hubo alcohol, no hubo ningún desfase, solo paseamos durante varias horas por el parque poniéndonos al día de nuestras historias mientras su hija correteaba a nuestro alrededor y yo alucinaba viendo la fascinación que provocaba en su padre, mi amigo. Fernando había encontrado un nuevo amor, su hija, y se notaba que estaba dispuesto a gozar de él con la misma intensidad con la que había gozado de tantas cosas durante los años previos de su vida
En navidades me di cuenta de que hacía meses que no sabíamos nada el uno del otro. No le escribí ni lo llamé, como tantas veces lo pospuse, igual a la espera de que él, como otras veces, fuese el que me diese un toque y me convocase. Casi sin darme cuenta llegó marzo. Y cuando nada tenía que pasar llegó ese maldito sábado y el anuncio de su muerte. De repente, vivía en un mundo en el que ya no estaba Fernando. Así, sin filtros. No tengo muchos recuerdos de lo que hice ese día. Sí sé que lloré muchas veces.
Esta semana conseguí hablar con Marta, su pareja, una persona maravillosa a la que la vida le ha pegado una de esas hostias de las que es difícil recuperarse. Me contó que a finales del verano el #PutoCáncer había aparecido, que Fernando solo se lo había contado a los más cercanos y cómo, en menos de siete meses, había acabado con él. Me transmitió cierta paz e intuí cómo ya estaba intentando reconstruirse para tratar de seguir adelante por su hija, su hija y la de Fernando. Nunca sabrá el bien que me hizo ese ratito de conversación y cómo la necesitaba para empezar a metabolizar la ausencia de mi amigo. Pero algo me chocó. Tal vez por mi propia experiencia personal con la muerte de dos de mis hermanas aborrezco la apropiación indebida del dolor en la muerte de otros, y por eso espero que Marta sea capaz de evitar convertirse en el depósito emocional de las necesidades de todos los que hemos querido tanto a Fernando. Porque no hay ser humano que soporte transitar una y otra vez por la tristeza puntual exacerbada que a todos nos produce su ausencia y que todos los que hablamos con ella pretendemos, de una forma u otra, canalizar a través de ella.
Yo he querido mucho a Fernando. Pero mucho. Fue uno de esos amigos tardíos a los que uno encuentra ya en la vida madura. Siempre recordaré cuando celebramos el final de Aguirre en Madrid en 2015. Y jamás podré volver a usar de manera sarcástica lo de "basura infinita" para referirme a una película sin recordar cómo se reía, cómo se descojonaba con ese término cuando lo leía en mi resumen en el blog de las películas que había visto durante el año y cómo, finalmente, cada año, yo terminaba eligiendo una película a la que catalogar así, como "basura infinita", solo para poder reírme de ella después con él cuando nos veíamos.
El sábado por la noche, tras deambular todo el día como un zombi, escribí esto. Y creo que no hay mejor manera de acabar este post:
Esta va por ti, amigo. Por todas las que nos tomamos juntos, por todas las que ya no podremos volvernos a tomar, por todas las charlas y las risas compartidas. Hoy ha sido un día de mierda. Se te va a echar mucho de menos. Fuiste muy grande.