26 noviembre 2021

Te echo tanto de menos

Echo de menos tu voz, echo de menos tu risa, echo de menos tu parloteo, tu apoyo incondicional a cada paso que di. Echo de menos tus besos, esa ráfaga de amor que convertía en eternos esos segundos en los que tus labios parecían ser incapaces de separarse de mi mejilla. Echo de menos no poder reposar una vez más, como tantas veces desde niño, mi cabeza en tu pecho para olvidarme de todos mis problemas durante unos instantes.
 
Echo de menos no poder llamarte por teléfono, algo tan idiota como eso, algo que un idiota como yo jamás consiguió hacer de manera continuada durante los años que ya no volverán. Me resulta insoportable algo tan banal como saber que nunca más podré empezar a cocinar y llamarte porque he olvidado alguno de los pasos de alguna de aquellas recetas que anoté en aquel verano que lo cambió todo, el verano del 99, cuando decidí romper con tantas cosas y marchar a Tenerife para irme de casa con la excusa de estudiar Astrofísica. A veces releo ese ajado cuaderno azul con el que te perseguí tantas mañanas de aquel caluroso verano sevillano para obligarte a poner números a tus "puñaditos" de sal, perejil o pimentón y me sorprendo sonriendo mientras te veo hoy, como si fuera ayer, dirigiendo con mano firme, inmune al desaliento o la queja, aquel caos que siempre fue nuestra familia. Y sí, hoy "mis lentejas", "mi cocido" y "mis patatas cocidas" son las tuyas. Clonadas. Desde entonces. Pero solo una vez hice coliflor rebozada, mi plato favorito. Fracasé. No era lo mismo. Todavía no me creo que jamás volveré a comer esa coliflor.
 
Echo de menos hacerte reír, mamá. Madre mía, cómo echo de menos hacerte reír. Por algún motivo, entre tantos hermanos, entre aquella tribu de nueve hijos que demandaban continuamente tu atención y tu cuidado, siempre me sentí especialmente querido por ti. Tal vez fue mi infancia enfermiza, esa que te obligó a pasarte noches y noches en vela cuidando de aquel niño enclenque que respiraba como Darth Vader pero soñaba con correr, como Gordillo, la banda del Benito Villamarín. Me gusta pensar que también tuvo algo que ver sentirte respetada, querida y cuidada en los tiempos que, ya como adulto, pasé junto a ti. Libre (seguramente de manera poco justa) de cargas y de responsabilidades familiares, cuando estaba contigo solo te disfrutaba y siempre tuve la sensación que tú hacías lo mismo conmigo.
 
No sé si les ha pasado a otros pero recuerdo cómo, cuando era niño, algunas noches imaginaba, antes de dormir, la posibilidad de tu muerte. La posibilidad de que no estuvieras, la posibilidad de tu ausencia. Recuerdo el dolor que sentía cuando mi imaginación se desbordaba y el escenario mental me superaba. Recuerdo el miedo, el pánico a que dejaras de estar. Nunca me pasó con papá pero eso es algo que nadie mejor que tú puedes entender, mamá. Aunque ya no puedas recordarlo. Mi infancia fuiste tú, tu presencia sanadora, tu cuidado y tu amor incondicional. Ese que nunca dejé de sentir en ningún momento de mi vida.
 
Sabes que siempre fui tremendamente crítico con la familia. Mucho. Con el concepto de familia como institución social y con la nuestra propia en particular (desde una absurda superioridad intelectual). La lucidez. Menudo gilipollas. Pero jamás te fallé en algo que, sin decírmelo directamente, siempre me dejaste claro que era importante para ti: en navidades, para nochebuena, tocaba viajar a Sevilla para pasar unos días en casa. Contigo. Por ti. Y así lo he hecho cada año, cada navidad, a pesar de que en el último lustro todo invitaba a dejar de volver. Hasta este año.
 
Este año no voy a ir a Sevilla en navidades, mamá. Por primera vez en mis 44 años no estaré el 24 de diciembre en el Aljarafe sevillano, en nuestra casa, contigo y con algunos de los hermanos, cenando pavo y champiñones. No voy a ver cómo nos callas a todos y nos echas del salón para ver el mensaje del Rey, ni cómo nos mandas cortar jamón para "los cuñados", ni cómo te fumas ese cigarrito anual que convertías en evento mientras te bebías ese anisete que solo te permitías en estas fechas. Ya no estaré presente cuando la noche empiece a alargarse y antes de irte a la cama nos adviertas 20 veces que tenemos que quitar el brasero (joder, mamá, para cuándo ibas a dejar de usar ese puto brasero) mientras algunos empezamos ya a viajar a otra dimensión en los brazos del alcohol.
 
Y no voy a ir porque tú tampoco ya estarás allí. Porque no soporto estar cuando tú ya no estás.
 
Voy a ir a verte antes de navidades. Y volveré después. Pero no en navidades. En navidades no pienso volver a una casa, la nuestra, que ya no es la tuya. Me resulta absolutamente insoportable.
 
El puto Alzheimer nos ha dejado sin ti. En tan poco tiempo. Estás pero no estás. En Sevilla tus hijas, mis hermanas, te cuidan y te van a ver (se merecen todo) pero yo solo puedo pensar qué pensarías si supieras que ya no vives en tu casa, en tu castillo aljarafeño, en ese piso que convertiste en tu fortaleza. En lo jodida que es la vida. En cómo todo se pudre... Como decía el otro.

Te echo tanto de menos.

16 abril 2021

Ni fachas ni reaccionarios, somos profesores de izquierdas

No es una acusación nueva, es un cliché recurrente que desde hace años me encuentro en redes sociales, foros y blogs cada vez que, tanto otros profesores como yo mismo, nos posicionamos como firmes defensores de un enfoque educativo centrado en la formación intelectual y académica de nuestros alumnos, en la adquisición de una serie de conocimientos relevantes que, una vez asimilados, les permitan no solo alcanzar una comprensión razonable de la sociedad en la que viven, de su historia, de su herencia cultural y científica, sino también tener esa mínima oportunidad que la formación reglada ofrece a todos de tener alguna opción (siempre viciada por el origen socioeconómico) de elección en el futuro laboral. 

De esta forma, cada vez que alguno de nosotros se posicionaba frente a un enfoque competencial de la educación reglada, patrocinado sin pudor por el Mercado y que vacía de sentido y profundidad a la Escuela, o se rebelaba turbado contra esa pueril educación emocional que, inspirándose en los principios putrefactos de la psicología positiva, asegura pretender convertir la felicidad del niño en el centro de la enseñanza cuando el fondo solo anhela imponer conductas y modos de vida porque no es más que un enfoque pedagógico fundamentado en un totalitario adiestramiento conductual, aparecían indefectiblemente ciertas críticas que apelaban a nuestra incapacidad de adaptarnos a la "Educación del siglo XXI" o denunciaban lo rancio y "viejuno" de nuestras posiciones intelectuales. Tiene cierto sentido, somos profesores de trinchera, no estamos como otros (como ellos) en las redes para construir una "marca personal". La mierda esa del branding no casa fácilmente con la dura realidad diaria de nuestra labor en esos centros públicos que jamás pisarán los hijos de algunos que nos critican.

Opresor de la tiza me llamó en una ocasión uno de esos vividores, siempre serviles con el poder político, funcionarios con plaza que con rapidez se percatan de lo bien que se puede vivir emancipándose de las aulas (y de su realidad prosaica, agotadora, de su cuota de fracaso diario) en el exilio dorado de algún centro de formación del profesorado. Tipos que terminan programando cursos intelectualmente anoréxicos para un público docente cautivo al que terminan mirando por encima del hombro por considerarlos profesores incapaces de llevar a la práctica (esa a la que ellos, curiosamente, renunciaron) esas cuatro ideas mal digeridas que permanecen en su memoria tras leer cuatro libros "de referencia" sobre pedagogía transformadora y radical

Solo hay una cosa más peligrosa en nuestro entorno docente que el tonto que no lee nada y opina de todo sin fundamento: el tonto que lee poco, lee mal, lee sin contexto y solo con el objetivo de confirmar su iluminación, para alimentar la vanidad de sentirse diferente al otro, solo para tener la capacidad de citar pobremente a los que verdaderamente pensaron críticamente sobre algo que él apenas es capaz de intuir pero que le permite disfrazarse intelectualmente de erudito en ciertos ámbitos pedagógicos que destilan tanta mediocridad como ínfulas de trascendencia.

Estas últimas semanas este tipo de acusaciones, que habitualmente permanecen subterráneas, limitadas a interacciones entre docentes anónimos y que pretenden deslegitimar cualquier crítica a la supuesta modernidad pedagógica que propugnan ciertos visionarios (siempre de la mano invisible del Mercado), han dado cierta vuelta de tuerca, han tomado una nueva dimensión.

Estos son solo dos ejemplos. Opiniones de trazo grueso provenientes de dos personas de las que jamás hubiera esperado niveles de argumentación tan precarios. El primer tuit es de Jordi Adell, doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación. El segundo es de César Rendueles, profesor universitario y autor de ensayos tan estimulantes como Sociofobia

  

No creo que tenga nada que ver con estos tuits errados y desafortunados de Jordi Adell y de César Rendueles (lo intuyo en el caso de Adell y lo tengo absolutamente claro en el caso de Rendueles, al que llevo leyendo muchos años) pero tengo la sensación de que estas dos opiniones (y tantas como estas) son consecuencia de la sorpresa e incomodidad que ha causado en el socialismo oficialista la aparición de un sólido y firme ruido crítico docente contra la nueva ley educativa procedente de profesores de Primaria y Secundaria que no tienen ningún complejo en admitir que son de izquierdas, que son votantes de partidos de izquierdas, pero que contemplan con enorme preocupación tanto algunos aspectos conceptuales de la nueva ley como los rumores que aparecen sobre la modificación del currículo que proyecta realizar el Gobierno.

Somos muchos los docentes que sentimos legítima indignación, rabia y sorpresa ante declaraciones como esta de la ministra Celaá:

"Ya no es suficiente el aprendizaje memorístico y acumulativo"

¿En serio, señora ministra? ¿De verdad cree que en nuestras clases nos limitamos a exigir a nuestros alumnos que aprendan de manera memorística, acumulativa y sin ningún sentido? ¿Y usted después se pondrá en manos de médicos que nunca aprendieron nada útil con nosotros? ¿Qué tiene que decirle a todos mis compañeros de promoción universitaria a los que, como astrofísicos, se rifaron en el extranjero mientras que aquí les fue imposible labrarse un futuro? ¿Que su problema era su "formación enciclopedista" y por eso en 20 años no han podido regresar a su país?

También somos muchos los docentes que leemos con media sonrisa declaraciones tan pretenciosas y estrambóticas como estas de César Coll (uno de los principales encargados de la modificación del actual currículo) a cuenta de lo que los alumnos deben saber o no:

"Lo importante no es saber mucho, sino saber lo que se sabe y lo que no se sabe. Y, sobre todo, tener herramientas para poder aprender lo que no se sabe cuando se tenga la necesidad de saberlo".

Señor Coll, está feo plagiar a Berlanga sin citarlo. Lo de no decir nada pareciendo que dices algo profundo para que nadie note el vacío real de lo que se está transmitiendo resulta cada vez más complicado de esconder. No estamos en los 90. Muchos expertos educativos deberían leer y releer a Sokal con humildad.

En el imaginario pedagógico se ha instalado que cuando un docente fracasa con el método tradicional de enseñanza lo que fracasa es el método, pero cuando fracasa un docente innovador usando metodologías activas, ese fracaso es debido a un mal enfoque del proceso de enseñanza. De esta forma, en el caso del docente tradicional, el método es el problema y será su resistencia al cambio lo que lo convertirá en culpable y mal profesional. En el caso del docente innovador el método nunca se impugna y será disculpado si continúa profundizando en el cambio pedagógico.

Los medios que escriben con pretendida profundidad sobre Educación han conseguido inocular en la sociedad esta idea: no importa que el docente fracase y que su labor no repercuta en un aprendizaje real de sus alumnos si lo hace con el método "cool" que han convertido en dogma. Un docente inútil tradicional siempre servirá como "hombre de paja" para atacar a la vieja Escuela. Lo curioso es que un docente inútil innovador también servirá para lo mismo: no ha sido capaz de deconstruirse lo suficiente como para alcanzar el nirvana de la Nueva Educación.

Todo esto significa dos cosas: hay un método tradicional de enseñar que prioriza la transmisión de conocimientos, sin ignorar ni desdeñar la dificultad que supone aprender, que nunca podrá vencer porque nadie ensalzará sus éxitos y sus fracasos serán expuestos con saña. Y por otro lado, hay una innovación educativa que nunca podrá perder porque sus éxitos serán difundidos y glorificados sin mesura pero nadie la responsabilizará jamás de sus fracasos.

Los socialistas han vuelto a recurrir a los mismos expertos educativos de siempre para reconstruir el mismo proyecto pedagógico que ya fracasó hace 30 años y que (será lo que dirán) terminará fracasando de nuevo por culpa de los mismos de siempre: los profesores. Es lo que tienen las utopías educativas débiles construidas en departamentos universitarios ajenos a la realidad social: no tienen ninguna posibilidad de éxito pero están perfectamente diseñadas para que sus creadores puedan eludir su responsabilidad en el naufragio.

Creo que algunos en el poder creyeron que tras sufrir a la peor derecha en términos educativos de la democracia (Wert y la LOMCE), la izquierda docente crítica iba a quedarse callada ante los disparates pedagógicos de la izquierda oficialista por el peligro que suponen los partidos políticos de derecha cuando son los responsables de organizar la Educación. Pero claro, para ello tendrían que haber optado por defender lo que el PSOE de manera cobarde (una vez más), con el decepcionante y triste silencio de su socio de gobierno (Unidas Podemos), ha vuelto a hurtar al debate público: bajadas de ratio en Primaria y Secundaria, disminución de las horas lectivas de los docentes, exigencia de una enseñanza más personalizada y un verdadero control de las irregularidades y anomalías que provoca en el sistema educativo español la existencia de una enseñaza concertada parasitaria de lo público y pilar incontestable de la segregación socioeconómica y de la degradación de la enseñanza pública.

No, no somos fachas ni reaccionarios. Y lo sabéis. Tal vez eso sea lo que más nerviosos os pone a algunos. Somos profesores de izquierdas. Y para darnos lecciones de compromiso ideológico igual tendríais que demostrar que vuestra trayectoria laboral e ideológica en los claustros de los centros en los que dais clases (¿dais clases?) es tan coherente como las nuestras. Somos perfectamente conscientes de que coincidimos en el diagnóstico de los problemas de nuestro sistema educativo con muchos compañeros conservadores. Y sabemos que utilizáis esa supuesta contradicción contra nosotros. Pero esa contradicción no existe. Muchos de ellos (a diferencia de otros que parecen ser "de los nuestros") trabajan codo con codo con nosotros, dan clases todos los días, se preocupan por sus alumnos y merecen nuestro respeto. Nuestras soluciones ideológicas a los problemas educativos nunca coincidirán exactamente con las suyas. Es más, sabemos que en otro contexto nos tendremos que enfrentar a ellos cuando sus ilegítimas aspiraciones de clase les obliguen a defender chiringuitos educativos privados sufragados con dinero público. Pero hoy día peleamos contra un mismo enemigo: ese asfixiante discurso pedagógico mediáticamente institucionalizado que pretende diluir la importancia intelectual de la Escuela y que se promociona socialmente como progresista cuando su germen ideológico es un cínico neoliberalismo tan superficialmente victimista como profunda y repugnantemente elitista.

03 abril 2021

Sobre la dificultad de enseñar y el esfuerzo que supone aprender

Como profesor (de ciencias, en mi caso), una de las cuestiones básicas que rápidamente debes comprender para que tus clases sean medianamente útiles es darte cuenta de la importancia y la potencia que tienen las (equivocadas) ideas previas que tienen nuestros alumnos de la ESO y Bachillerato respecto a por qué se producen ciertos fenómenos naturales (caída de los cuerpos, estaciones, percepción de la luz...) o el significado de magnitudes como el peso, la aceleración, el calor o la temperatura.
 
Tan equivocada resulta esa creencia racionalista de que definiendo estricta y claramente los conceptos y después utilizándolos en problemas-tipo el alumno medio debe empezar a manejar con soltura intelectual esos conocimientos como pretender que cada alumno puede construir esos conocimientos de manera individual (o colectiva) a través de un "hacer" huero que algunos consideran que convierte en prácticamente innecesaria la transmisión de saberes.
 
El profesor debe usar esas ideas previas, manosearlas, retorcerlas lo máximo posible, llevarlas a contradicción irresoluble. Los estudiantes no van a abandonarlas fácilmente ni por una definición estricta ni por una fórmula matemática. Serán incluso capaces de compaginar lo que ya pensaban previamente con la resolución de los problemas que plantees a poco que no te impongas la necesidad continua de reforzar el aprendizaje de esos conceptos. Profundiza en esas contradicciones que conllevan, provoca intelectualmente a tus alumnos, que se rían de sí mismos, que se sorprendan ante la inconsistencia de lo que pensaban que era una verdad absoluta. Solo así, lentamente, una mayoría comenzará a asimilar que esa idea previa carece de sentido y a tener la posibilidad de sustituirla por esa nueva que pretendes explicarles.
 
¿Y después? Lo cierto es que es mucho más fácil para muchos de ellos comprender, aceptar y recordar que lo que pensaban era un error que aprender, interiorizar y entender la complejidad de aquello que daban por sentado y que ha resultado ser mucho más complicado que lo que pensaban. Porque esto segundo supone un esfuerzo personal de aprendizaje que hay que estar realmente dispuesto a realizar.
 
Es decir, la prosaica realidad nos muestra que si lo haces muy bien como profesor tu mayor triunfo será conseguir que tus alumnos sean capaces de renunciar a prejuicios profundamente asentados en sus cabezas (ya incluso a esas edades). Que empiecen a dudar, a hacerse preguntas. Si además consigues que entiendan el porqué de su error previo y el significado real de aquello que explicas, tu trabajo como docente será realmente bueno. En serio. Muy bueno. Aunque no hayan construido un mural con cartulinas repletas de información copiada la tarde anterior de Wikipedia.
 
Cuando hablamos de enseñar no solo se trata de que los alumnos aprendan lo que no saben sino también de que entiendan lo equivocados que están respecto a lo que creen saber y que asuman lo mucho que desconocen. Este planteamiento educativo, ajeno por completo a esa errónea dicotomía entre "ciencias o letras" (que a veces todavía se alimenta en nuestros centros educativos), conlleva entender que solo se puede opinar de algo cuando se tiene cierto conocimiento científicamente consensuado sobre ello, y que además, resulta muy beneficioso adquirir un vocabulario adecuado para expresar las ideas propias con suficiente profundidad.
 
Respetar el conocimiento no significa someterse a ningún poder tecnocrático. Al contrario, significa hacerte con las herramientas adecuadas para enfrentarte a ese cuñadismo pseudocientífico en el que vivimos sumergidos y que pretende imponer sus puntos de vista sin que nadie le pueda confrontar. En el fondo, su objetivo fundamental es someter la opinión del que humildemente admite cierta ignorancia sobre un tema particular a la suya, para elevarse sobre él e imponerle su voluntad, sus sesgos cognitivos e incluso su maximalismo ideológico. 
 
"La temperatura no mide el calor de los cuerpos","el frío no existe","los cuerpos no tienen ni calor ni frío"... Tus alumnos sonríen, se sorprenden, alucinan fugazmente con los ejemplos, te dicen que esa misma tarde "meterán la mano en el congelador" para explicarles a sus padres que el congelador no les "da" frío ninguno, que es su propia mano la que está transmitiendo calor, perdiendo energía y que, al moverse más despacio las partículas que la forman, disminuye finalmente su temperatura y por eso "sienten" frío. Un alumno se sube a la mesa del profesor y tira al mismo tiempo un hoja de papel y una goma. Está completamente seguro seguro de que la goma caerá más rápido porque pesa más. Sus compañeros piensan lo mismo pero, ¿seguro que será así? ¿La velocidad de caída depende de la masa de un cuerpo? Mete en dos cajas iguales un "tocholibro" y un bolígrafo, ciérralas adecuadamente y déjalas caer desde la misma altura para observar cuál llega antes al suelo... ¿Curioso, no? ¿Qué es una reacción química sino una reorganización de los átomos existentes dentro de sustancias que desaparecen para construir nuevas sustancias con nuevas propiedades? ¿Cuando cambias de amigos y creas nuevos grupos desapareces como persona o eres la misma persona construyendo nuevas relaciones completamente diferentes a las anteriores? ¿Desparecen entonces lo átomos de cada elemento químico en una reacción?...  ¿Pueden tus alumnos convertirse en partículas de una sustancia en diferentes estados de la materia según la energía que van adquiriendo?: 
 
— "Vamos a convertirnos en un grupo de partículas. Ahora sois partículas de un gas, ¿cómo os moveríais?"
 
— "¡¡Cada uno "a su bola", profe, somos partículas-zombi y nos vamos chocando entre nosotros y con las paredes!! " (y lo hacen, vaya que si lo hacen...). 
 
En ese momento, mientras el aula hierve, mientras los haces pensar, mientras ellos se ríen y empiezan a desmadrarse, mientras intentas explicarles la realidad a través de ejemplos que les pueden servir para visualizar fenómenos naturales complejos, mientras intentas construir imágenes mentales que les permitan acceder a un nuevo nivel de conocimientos tú, como profesor, debes controlar el ritmo educativo de esa aula, surfear la ola emocional que tú mismo brevemente has provocado, bajar las revoluciones, reducir tus expectativas y tus ensoñaciones, recordar que el evento solo es útil como herramienta puntual, pararlo todo y convertir en lenguaje científico esas analogías, impedir que el aprendizaje se diluya en lo anecdóticamente experiencial, promover la adquisición de un vocabulario que les permita a tus alumnos la próxima vez no tener que jugar para entender sino apoyarse en lo ya conocido para profundizar. No te crezcas, no empieces a pensar en ese hilo de Twitter que mañana vas a escribir explicando al mundo ese nuevo método revolucionario, esa gamificación, esa actividad colaborativa, ese nuevo proyecto con el que tus alumnos parecen haber caído en tus redes y parecen haber sido capaces de aprender mucho mejor que todas las generaciones previas de alumnos (y mucho mejor, claro, que todos los alumnos de tus compañeros). Porque lo más jodido de todo esto, de nuestro día a día laboral docente, es aprender a convivir con cierto nivel de fracaso diario, asumir que muchos olvidarán mañana lo que aprendieron hoy, que a poco que te descuides recordarán lo bien que se lo pasaron el otro día en tu clase haciendo algo diferente pero si profundizas (¿quieres profundizar?), comprobarás que algunos no recordarán hoy ya casi nada de lo que ayer parecieron entender tan bien. Pero que esto no te lleve al desánimo ni al derrotismo, en absoluto, recuerda que tu labor es de zapa, que eres uno más de todos esos docentes que van a ayudar a la formación intelectual de esos alumnos, que debes aportarles cada día un nuevo refuerzo a lo que parecieron aprender ayer, un nuevo granito de arena que sumar a su formación, seguir enseñando con interés, dedicación, profesionalidad y cierta modestia. Porque el trabajo bien hecho siempre suma aunque no luzca, aunque se note y se valore mucho menos de lo que a todos nos gustaría. 
 
En mi opinión, los profesores de Física y Química (aquí, brevemente, me centro explícitamente en mi materia para clarificar mi tesis) no valoramos del todo la enorme dificultad que entraña entender (y explicar a esos niveles educativos, por tanto) conceptos como posición, espacio, desplazamiento, velocidad o aceleración en 2º y 3º ESO. Que cualquier explicación es necesariamente limitada, que jamás una fórmula permite acercarse a la comprensión real de estos conceptos. Tal vez por eso desconfío tanto de los que alegremente pretenden sustituir la explicación por el hacer, o de los que defienden la integración de conocimientos en proyectos interdisciplinares que siempre quedan preciosos sobre el papel pero que, en general, limitan la profundización real de un alumno en los conocimientos de una materia. Son los mismos que suelen minusvalorar (por "tradicional") la importancia de un profesor dándole vueltas, una y otra vez, a un solo concepto, a una idea, con un ejemplo tras otro, con un enfoque y después con otro diferente, dentro de una actividad o mediante una analogía, solo para ir consiguiendo, con enorme esfuerzo, ver cómo se van encendiendo, una a una, las miradas de casi todos sus alumnos cuando alcanzan por fin a intuir (nunca todos de la misma manera) algo de aquello que se está trabajando. 
 
Es mi experiencia, primero como alumno, ahora como profesor: en el mejor de los casos (es decir, con un buen profesor que es capaz de conectar con sus alumnos), el alumno nunca termina de comprender todo lo que se le explica en el aula. Ni falta que hace. Los docentes deben dominar la materia que enseñan pero ello no los capacita inmediatamente para el "arte de enseñar". Han de ser capaces de ponerse en el lugar del otro, del alumno al que presentan por primera vez esos conocimientos tan complejos que para él, adulto e instruido, ya son tan simples. Este es el motivo fundamental por el que para nuestros adolescentes la enseñanza presencial es imprescindible: solo el profesor que mientras explica es capaz de interpretar los silencios, las miradas e incluso la respiración de sus alumnos será capaz de resultarles de utilidad. La exigencia intelectual no está reñida con la atención a la diversidad de un aula plural en la que muchos alumnos realmente intentan comprender lo que explicas pero ello les supone un enorme esfuerzo (que jamás se debe minusvalorar). Y tal vez por eso considero tan importante el silencio en el aula, ese silencio que provoca la atención plena de los alumnos cuando un profesor capta su atención y les explica, ese silencio tan equivocadamente interpretado, denostado y despreciado por tantos en la actualidad. 
 
No existe alternativa alguna a ese silencio (comprometido con su aprendizaje) de los alumnos cuando un profesor explica un concepto nuevo en clase usando todas las herramientas de comunicación de las que dispone. Solo ese silencio activo es promesa de un aprendizaje real. Tras la explicación, tras ese momento de confianza del alumno hacia su profesor, será el momento de las dudas, de la (re)construcción del conocimiento a través de sus (precarias) preguntas y nuestras (pobres) respuestas. Será la hora del (rico) balbuceo intelectual, del intercambio de ideas. Es evidente que ese silencio del alumno proviene, idealmente, de su plena disposición hacia el aprendizaje. Si ese silencio nace del miedo, emana del (absurdo) desprecio adolescente hacia el adulto que pretende enseñarle algo o, simplemente, surge del desinterés, nunca será un silencio productivo. 
 
La posibilidad de aprendizaje real llegará después. En primer lugar en soledad, cuando el alumno se enfrente a lo que ha creído intuir que entiende perfectamente en clase y termine dándose cuenta de que no es así, de que no es capaz ni de reproducir ni de construir esos conocimientos por sí mismo. Después volverá a clase, volverá a su profesor, con preguntas, con inquietudes: "profe, contigo en clase lo entiendo todo pero después, en casa, no soy capaz de hacer nada". Los adolescentes siempre tienden al relato exagerado, falto de matices pero también inteligentemente exculpatorio. Lo que parece un halago también supone una descarga de responsabilidad, supone un problema recurrente que el docente debe saber reconocer y manejar en las siguientes clases. También se debe entender como una de esas reflexiones lúcidas adolescentes que transmite con nitidez la dificultad real que supone aprender.
 
Lo cierto es que, en el mejor de los casos, el aula apenas supone una posibilidad para el alumno. Solo eso. La posibilidad de un aprendizaje real. Una intuición. La intuición de que comprende lo que explica un buen profesor. La intuición de que tiene sentido lo explicado, de que con ello podrá crecer. Aprender. Y de que a medida que profundice en ese aprendizaje más posibilidades tendrá de compartirlo con sus compañeros, de convertirlo en materia de discusión intelectual, en una experiencia colectiva. El aula no es suficiente. Nunca lo fue. Pero es la clave de todo. El aula nos abre la primera puerta a un aprendizaje diferente. Será después (a veces mucho después) cuando el interés y el esfuerzo de cada alumno por darle sentido a lo intuido terminarán por darle valor a nuestra labor.

28 marzo 2021

"Mirar": una obligación moral docente

Hace unas semanas una compañera, amiga y excelente orientadora de mi instituto, me comentaba de manera jocosa que parecía tener un imán para que me vinieran los alumnos a contarme problemas personales que en algunas ocasiones les afectan profundamente y en otras tan solo provocan situaciones pasajeras de caos emocional que nosotros, como adultos, solo podríamos calificar como irrelevantes pero que la adolescencia distorsiona y hay que saber respetar y manejar con cierto tacto. Me hizo reflexionar sobre por qué me sucede eso. Y sobre cómo a mí no me cuesta nada, en mi día a día docente, compatibilizar mi preocupación personal por mis alumnos con la exigencia intelectual que intento proyectar desde mis clases, una exigencia que planteo desde hace años en mi discurso público a través de la defensa explícita del conocimiento como motor de la Escuela y de mi crítica hacia ciertos planteamientos de innovación pedagógica que considero letales para nuestros estudiantes.
 
En este punto me parece necesario dejar patente que, en mi opinión, el objetivo fundamental de la Escuela debe ser la formación intelectual y cultural de nuestros jóvenes y no su bienestar emocional. Es decir, la adquisición de unos conocimientos básicos que no solo les permitan convertirse en adultos con posibilidad de construir un criterio propio con fundamento (ideal), sino también forjarse una carrera profesional que no dependa por completo de sus orígenes socioeconómicos (pragmatismo). Y de ahí mi defensa cerrada de la Escuela pública. Una defensa que algunos olvidan. 
 
Pero esa formación académica (que supone esfuerzo y un gran compromiso del alumno con sus estudios) no es sencilla para muchos adolescentes. Tanto por sus capacidades como por los condicionantes socioculturales, socioeconómicos, sociofamiliares y coyunturales que afectan profundamente a sus vidas. En Secundaria y Bachillerato damos clases a personas muy jóvenes que ya no son niños (no hay mayor error para un docente que tratarlos como tal) pero que están muy lejos aún de ser adultos. Protoadultos, en ocasiones luminosos e inquietantemente lúcidos, otras veces insoportablemente pretenciosos y victimistas. Siempre en permanente construcción de un yo social precario e inestable, dependiente de todo tipo de opiniones y juicios extremos propios de la edad.
 
Todos hemos sido adolescentes en los mismos institutos y conocemos de primera mano la crueldad que acompaña a muchas de las relaciones que se construyen en esas edades, la repulsiva (y granítica) jerarquización social que se establece y la construcción de absurdos enfrentamientos personales. Con los años, ya como adultos, desde la lejanía temporal, tendemos a relativizar la jungla social adolescente e incluso a romantizarla, a considerarla como una etapa de aprendizaje personal, sin atender a los detalles, al daño provocado, al dolor sentido. Olvidamos el sufrimiento de muchos mientras unos pocos, en cambio, tienden a exagerarlo para seguir alimentando su marca personal social.
 
El acoso escolar es mucho más complejo de detectar y evaluar de lo que a la opinión pública le gustaría. Suele estar repleto de matices, de grises, de tiempos muertos, de ambigüedades. A todos nos encanta juzgar a posteriori, y mucho más cuando el relato te lo ofrecen compactado en una crónica periodística o montado en una película con la música adecuada. Pero lo realmente jodido (y mucho más complicado) es bajar un escalón y pretender valorar, paliar e impedir el dolor provocado por los "microacosos" diarios que tantos alumnos sufren en el día a día de sus vidas escolares.
 
¿Cuándo decidimos como sociedad que a un adolescente por ser diferente, no ser "popu", ser gordo, ser flaco, tener gafas, leer, llevar demasiadas veces la misma ropa, ser buen estudiante (o no serlo y además no pertenecer al grupo socialmente adecuado), ser introvertido o ser un friki se le iba a poder humillar, putear y despreciar? Y ni siquiera estoy hablando de homofobia, racismo o machismo (palabras mayores, más drámáticas, más miserables). No, la pregunta es cuándo y por qué decidimos asumir que chicos y chicas de estas edades, a los que obligamos a convivir en un mismo espacio durante años, deben sufrir estas vivencias como una especie de "rito de paso madurativo" dentro de nuestras escuelas e institutos. Está claro que lo pase fuera no lo podemos controlar pero, ¿lo que pasa dentro tampoco?
 
Creo que es necesario reflexionar sobre nuestro papel como profesores en el control y contención de los acosos y de los microacosos escolares que se producen en nuestros institutos. Considero que jugamos un papel clave para minimizar su impacto en las vidas de nuestros alumnos y que no siempre estamos a la altura. Me explico.
 
Somos profesores. Nuestro objetivo fundamental es enseñar, implicar a los alumnos en su aprendizaje, que adquieran conocimientos, que estén suficientemente preparados para los siguientes cursos. Pero si nos cansamos de decir (porque es verdad) que nuestra labor está en las antípodas del youtuberismo docente, toca asumir las consecuencias: damos clases a adolescentes y tenemos la obligación, como Escuela, de que su aprendizaje se desarrolle en un espacio lo más libre posible de los condicionantes sociales que surgen por la imposición de su coincidencia física. Si como sociedad los obligamos a reunirse en nuestras aulas es nuestra obligación protegerlos de los aspectos más negativos de esa interacción.
 
Cada curso, desde hace años, suelto la misma chapa el primer día a todos mis grupos: "solo hay una cosa peor que faltarme al respeto a mí como profesor: faltarle el respeto a vuestros compañeros. En mis clases no hay ninguna pregunta tonta pero siempre hay tontos que se ríen de las preguntas". En esa doble advertencia intento resumir mi absoluto rechazo a cualquier intento de control emocional por parte de unos pocos del clima social de mi aula. Como docentes nos toca asumir una responsabilidad moral que va mucho más allá de ser brillantes explicando nuestras materias. Y que en ningún caso es incompatible con la exigencia académica. Tenemos que obligarnos a "mirar" a nuestros alumnos. Y hay compañeros que "miran", compañeros incapaces de "mirar" y otros (demasiados) que eligen no hacerlo. 
 
¿A qué me refiero con lo de "mirar"? En el fondo todo docente sabe perfectamente de lo que hablo. Aunque le joda y prefiera que no se lo recuerden. "Mirar" a nuestros alumnos significa pararte a interaccionar con ellos, convertirte en un adulto secundario de su vida en el que poder confiar para un situación puntual. "Mirar" significa no considerar irrelevantes unas lágrimas sin explicación, una respuesta extemporánea, una provocación gratuita. Significa preocuparte por las situaciones personales de tus alumnos (porque también determinan sus estudios). "Mirar" significa preguntarles por las causas de su bajo rendimiento y escucharlos sin juzgar (ni justificar). "Mirar" significa estar pendiente de sus interacciones sociales cuando caminas por los pasillos, no bajar la cabeza, no inhibirte de manera cobarde. "Mirar" significa no dejar pasar (y hacer como que no has escuchado nada) ninguna actitud o detalle machista, homófobo o racista para no meterte en problemas.
 
"Mirar" significa entrar por la puerta de tu instituto y entender que, durante cada minuto que pasas allí, parte de tu responsabilidad laboral es procurar que esos adolescentes no se hagan daño entre sí, que no profundicen dentro del espacio educativo en sus relaciones tóxicas. "Mirar" supone llegar a las evaluaciones y, al menos, conocer el nombre de tus alumnos antes de intentar balbucear una opinión sobre su bajo rendimiento. "Mirar" significa estar dispuesto a "perder" parte de ese tiempo del que no disponemos (porque nuestro ritmo laboral, a pesar de lo que piensan nuestros haters, es frenético) en conversar unos minutos con ese alumno para entender qué le está pasando.
 
"Mirar" significa estar dispuesto a cruzar puntualmente cierta fronteras peligrosas pero también supone aceptar nuestras naturales limitaciones profesionales (y renunciar a cualquier pretensión redentora). "Mirar" supone conocer crudas realidades personales y terribles situaciones familiares cuya solución escapa por completo de nosotros, entender que apenas podrás poner un parche temporal a la vida de ciertos chavales pero que intentar hacerlo supone una obligación moral ineludible. ¿Cómo dices? ¿Qué no es para lo que crees que te contrataron cuando sacaste la plaza? Hazles un favor. Haznos un favor. Hazte youtuber.
 
Eso sí, es primordial ser prosaico cuando "miramos" a nuestros alumnos: no solo ser capaz de trabajar desde cierta lejanía emocional sino también entender que hacerlo así es es lo más adecuado. Pocas cosas más equivocadas que el mesianismo docente. Pocas cosas más equivocadas que el sentimentalismo impostado. Nada más ruin que tratar de apropiarse del dolor de los alumnos para sufrir de manera vicaria por ellos. Solo hay algo peor que el docente que "no mira": el docente emocionalmente totalitario. Ese que te dice que "llora" en su casa por algún alumno. Que no puede dormir... Desconfía de él.