13 diciembre 2014

Vergüenza

Resopla. Mientras lo hace en su cara se dibuja una extraña mezcla de rabia, vergüenza y cansancio existencial. El tren acaba de llegar a la estación. Abre la puerta y sale al andén, dispuesto a subir al próximo vagón de ese mismo tren para repetir de nuevo su discurso, para volver a humillarse mientras los demás bajamos la mirada y hacemos como que no lo escuchamos, mirando de manera distraída nuestros móviles o desviando nuestra atención hacia un punto ciego del espacio en el que nada hay y en el que en nada nos convertimos. Hace ya demasiado tiempo que viajar cada día en el metro de Madrid supone asistir a una o varias de estas performances: una mujer o un hombre, joven, de mediana edad o anciano, articula "el discurso de la miseria" frente un público cautivo que, incómodo, preferiría no escucharlo. De manera mecánica describe algún tipo de situación límite e infernal que lo obliga a pedir dinero para poder alimentar a sus hijos, a su pareja y a sí mismo. Pero conseguir que lo que se cuenta termine calando entre nosotros cada vez es más complicado. A pesar de que nadie lo mire directamente a la cara, a pesar de que parezca que se ignora su presencia, se nota que todos en el vagón estamos evaluando lo que se dice, cómo se dice, cómo viste quién lo dice, cómo se articula lo que se dice… Durante unos segundos somos los jueces de una perversa variante de “Los juegos del hambre” en la que decidimos si esa persona merece o no nuestro puto euro. Un breve intervalo de tiempo en el que descubrimos que más allá de ideologías de salón la realidad termina convirtiéndonos en basura, en unos mierdas, aunque pretendamos no serlo. En esta ocasión el tipo en cuestión posee un aura terrible de autenticidad y de necesidad. Con voz clara, sin concesiones al drama y de manera breve, pide comida o dinero. No funciona. Apenas consigue una moneda, un jodido euro en un vagón con más de veinte personas. Es lo que hay. Es lo que toca. Pero lo más patético, lo que más asco produce es saber que esa moneda depende tan sólo de la credibilidad de su discurso, de que un tipo sentado en un asiento del metro, después de haberse gastado 20 euros en comer y 6 euros en un whisky, decida ejercer la caridad con alguien en base a un juicio arbitrario, injusto y despreciable que determina que esa persona dice la verdad y merece ser ayudada. Nada de todo eso parece importar. El tipo coge el euro, da las gracias, camina por el vagón por si alguien más se equivoca pero nadie más levanta la mirada. Se acerca a la puerta de salida mientras el tren frena. Es entonces cuando puede dejar de actuar, cuando cree que nadie lo mira, casi de espaldas a todos. Es entonces cuando resopla. Cuando en su cara aparece esa extraña mezcla de rabia, vergüenza y cansancio existencial. Es entonces cuando sin ser consciente de ello, sin pretenderlo, a través de su gesto, ese tipo resume el momento histórico que vive este país. Y nos avergüenza.