15 julio 2022

Esta clase es muy importante

No creo ser un profesor extraordinario. Tampoco memorable. O al menos no memorable de la manera con la que el cine, la literatura y las ensoñaciones de algunos han  pervertido el imaginario social. Pero tampoco tengo duda alguna de que soy un profesor tremendamente útil para mis alumnos. Ya lo he escrito alguna vez pero creo necesario repetirlo: jamás de niño, ni en la adolescencia, ni en los primeros años de la universidad, me planteé una sola vez ser profesor. No tengo pudor en reconocer que voy más allá y, tal vez por mi propio recorrido vital, siempre me provocan cierta desconfianza aquellos que dicen haber sentido el aullido de la vocación desde que eran niños o adolescentes: ¿cómo se puede mirar al futuro pensando en un yo que no existe pero que da clases a los que hoy son como tú? Dejando de lado la anécdota (no deja de ser un prejuicio absurdo porque me he encontrado algunos buenos docentes que dicen haber querido serlo desde que eran pequeños) sigo recordando con extraordinario cariño a aquel chaval que fui y que soñaba, según la noche, con ser un astrofísico en un observatorio perdido del mundo o con hacer rugir a las gradas del Benito Villamarín tras marcar un gol decisivo y legendario con mi Betis. Después, mientras quemaba etapas vitales, también quise hacer cine. Y escribir.  Y estudiar Filosofía tras terminar la carrera de Física y haberme especializado en Astrofísica. Y...

Más allá de los sueños (del que ya no soy) seguí transitando por la vida y, tras desechar la idea de ser investigador científico, llegó la posibilidad de convertirme en docente de Secundaria y Bachillerato. Y ahí saltó la sorpresa: desde que entré en un aula en aquel septiembre de 2006 supe que había encontrado mi lugar en el mundo (laboral), que había sido capaz de conseguir un trabajo que realmente me entusiasma, me llena, en el que me siento útil cada día, al servicio de un derecho social tan básico como es la formación de los más jóvenes. Realmente disfruto con la responsabilidad laboral que tengo. ¿Tiene que ver todo esto algo con la dichosa vocación docente (que para algunos viene a ser una especie de sacerdocio pedagógico)? Venid a contarme otro cuento. Tratad de venderle esa milonga a los que os quieran comprar vuestros pueriles discursos pedagógicos, que siempre tratan de dejar fuera de foco lo sociolaboral en pos de un esencialismo que coloca sobre los hombros de cada docente el peso de todas las fallas del sistema. Es un trabajo. Lo repito: es un trabajo. Y cada mañana, cuando suena la alarma del despertador para ir a trabajar no siento ningún gozo en mi corazón sino una muy razonable cólera por ese despertar abrupto.

En los más de 15 años que llevo dando clases he tratado limitar e incluso asfixiar algunas de las cualidades de carácter que, siendo honesto, parece que poseo para llegar a mis alumnos y conseguir que me escuchen y atiendan a mis explicaciones con cierto interés, ya sea por aprender o como única manera de aprobar. Esa es una de las grandes responsabilidades que todo docente tiene: evitar que su carisma (si cuenta con él, claro) someta a esos adolescentes que lo respetan, impedir que su capacidad de fascinación termine comiéndose su labor diaria, intentar no terminar convertido en personaje, en gurú con público adolescente cautivo, en coach con ínfulas, con más ganas y deseo de epatar y trascender que de enseñar ese "humilde" contenido que ese día, esa clase, esos alumnos tienen que empezar a aprender para ir completando su necesaria formación académica. Convencerse cada día, cada clase, cada minuto de esa clase, que no hay nada más importante que conseguir que ese alumno, el del fondo, también sea capaz de entender eso que hoy está explicando.

Desconfía de todos aquellos profesores que aseguran que no les importa el temario y que a estas edades (en la ESO se escucha mucho) es mucho más importante que los alumnos aprendan "otras cosas". En el fondo, tras esa preocupación impostada por priorizar la gestión de las emociones en el aula, se esconden profesores enfermos de egotismo que no soportan "aburrir" en clase a sus alumnos con la enseñanza sistemática de los contenidos de su materia y alimentan su narcisismo con la exagerada atención que reciben de unos adolescentes que compiten equivocadamente por su interés adulto.

Mientras escribo los estoy viendo. Sé de lo que hablo. Estaban en cada claustro de cada instituto en el que trabajé. Pero resulta absolutamente necesario introducir un matiz a lo escrito porque puede llevar a equívoco: ser profesor de adolescentes es realmente jodido. Solo el que les ha dado clases sabe la extraordinaria dificultad que supone hacerlo, ser consciente de lo que cualquier error de trato o académico con ellos supone, lo difícil que es ganarse su confianza y lo tremendamente sencillo que es perderla. Por eso, ningún docente de Secundaria puede eludir la construcción de un clima de confianza, respeto y afecto con sus grupos de alumnos. Y eso nos obliga (sí, nos obliga) a atender a nuestros alumnos también en relación a sus emociones, a su situación personal, a cómo se siente en cada momento del curso. Por supuesto, eso supone dedicar parte de las clases que hagan falta a la resolución de conflictos o a la aclaración de equívocos que, si no se solucionan, terminarán emponzoñando el proceso de enseñanza-aprendizaje. Pero aquí la clave, lo más importante, es por qué debemos hacer eso, con qué objetivo. Y ese porqué, en mi opinión, es el opuesto del que propugnan los que dicen que "lo importante no es el temario sino que sean capaces de aprender otras cosas". Qué error. Qué tremenda equivocación. Nuestro deber moral y profesional como profesores de la enseñanza pública de un sistema educativo infrafinanciado y socialmente segregador es conseguir paliar y atenuar los problemas personales, familiares y económicos para que ese alumno siga estudiando, siga aprendiendo, siga esforzándose por sacar adelante sus estudios, más allá de las condiciones iniciales de las que partía, para que así tenga una oportunidad (siempre viciada) de futuro. Es decir, la Escuela debe atender a lo "personal" siempre con el objetivo fundamental de facilitar que ese alumno pueda seguir formándose y "aprobando" mientras va adquiriendo unos conocimientos que le permitirán mirar a su alrededor de una manera más crítica. Al final, convertir la Escuela en una especie de (pésima) asistencia social sin objetivo académico a los que no ayuda es, precisamente, a esos alumnos a los que se pretende proteger mientras se los incapacita social y académicamente para tener una oportunidad real de futuro. 

No existen recetas mágicas que permitan mejorar la labor docente. Yo mismo he escrito una serie de consejos para nuevos docentes que considero que deberían ayudar a todo el que empieza en esto, pero en el fondo no están tan alejados de la realidad los que consideran que la docencia tiene más de arte que de técnica. Muchos profesores en activo y pedagogos podrían establecer, en un marco de colaboración leal (que nunca nadie construye), unas líneas de acción que permitieran tanto al futuro docente como al que ya ejerce como tal mejorar, por un lado, la didáctica específica de su materia (eso que tanto se echa en falta) y, por otro, la gestión realista y prosaica de grupos humanos tan particulares como los formados por niños y adolescentes. Y aun así, no habría garantía alguna de éxito. Ninguna. Con el tiempo, cuando recordamos a aquellos que consideramos que fueron nuestros mejores profesores, cuando eliminamos de la ecuación equivocadas consideraciones personales y nos centramos en su capacidad para enseñar y nuestra  capacidad para aprender con ellos, surgen una serie de cuestiones inconmensurables que siempre entrelazan su carisma y su dedicación con su erudición y su control sobre aquello que enseñaban.

Nos quieren enseñar a ser mejores profesores. La idea no parece mala. Después está la realidad. Se destinan ingentes recursos económicos a anoréxicos cursos de formación que extienden la jornada docente con pobres resultados. Igual es hora de denunciar a tantos "formadores de profesores" que, aunque nunca dieron clase en un aula de Secundaria o tan pronto como pudieron se exiliaron de ellas, ofrecen formaciones banales que intentan hacer pasar por rompedoras y alternativas a lo tradicional sin ofrecer una sola prueba de que lo que proponen mejore nada. Y voy más allá. Porque en muchas de las rompedoras e innovadoras formaciones que se imparten es imposible eludir cómo el Mercado se va haciendo cada vez más influyente en las mismas Te lo explico, por si no lo entiendes: si detrás de tu "formación rompedora" y de tu crítica constante a las dinámicas clásicas de las aulas reales de la enseñanza pública está un Banco o una fundación privada permíteme que dude tanto de lo que me dices como, finalmente, de tu honestidad intelectual e ideológica cuando me aseguras que solo lo haces por el bien de los alumnos.

No hay mayor honestidad ni mejor muestra de afecto y respeto hacia nuestros alumnos adolescentes de hoy que dejarlos suficientemente preparados académicamente para encarar el aprendizaje de nuestra materia (o las que se entrelacen con ella) el curso siguiente. A partir de ahí, a partir de ese mínimo irrenunciable, todo lo que podamos añadir a la formación personal e intelectual de esos alumnos será el regalo que un docente entregado a su profesión les hará a esos jóvenes. Aquí es donde mi crítica al enfoque competencial de la educación se hace más rabiosa, al ver cómo se pretende convertir a los saberes en meros instrumentos (herramientas inanes) para obtener ciertas habilidades (evanescentes) cuando todo el sistema educativo debería estar enfocado justamente a lo contrario, a la adquisición de unos conocimientos básicos que permitan a los más jóvenes comprender el mundo que los rodea con cierta profundidad.

Nada mejor para ilustrar de manera concreta estas reflexiones generales sobre Educación que mi crítica a cierta deriva pedagógica en la que veo inmersa la enseñanza de mi materia, Física y Química. Y sé que pisaré algún charco, pero es lo que pienso: los profesores que renuncian de forma general a la instrucción directa para tratar de conseguir que los adolescentes aprendan los complejos y abstractos rudimentos de estas ciencias en la ESO están cometiendo la peor de las deslealtades posibles con ellos. Con estos profesores, los alumnos suelen ser incapaces de discernir lo que realmente está pasando. A diferencia de cuando sufren con los malos profesores que utilizan la instrucción directa (en cuyo caso son perfectamente conscientes de que no están aprendiendo nada), esos alumnos terminan el curso con unas notas excelentes y con una (equivocada) sensación de que controlan la materia. Hasta que en 3º ESO o 4º ESO (o 1º Bach.) se enfrentan en algún momento a la abstracción compleja que el nivel educativo exige y que el enfoque competencial ya no es capaz de enmascarar. Ahí se dan de bruces con la realidad y solo los más capaces o los que pueden pagar un profesor particular (¡ay la equidad!) tienen la posibilidad de enjuagar los déficits de conocimientos previos. No me lo tenéis que contar. Lo he visto. Alumnos que en 4ºESO no habían trabajado en profundidad el concepto de desplazamiento o aceleración ni sabían interpretar una gráfica de movimiento o formular pero me contaban lo bien que se lo habían pasado y las muy buenas notas que habían sacado con proyectos (cartulineros) y trabajos cooperativos en cursos anteriores. Cuando llegan a Bachillerato con esa base formativa las consecuencias todavía son peores.

Termino con una anécdota. Todos los profesores sabemos que tenemos tics en el aula, latiguillos que repetimos con mayor frecuencia de la que nos gusta reconocer. Cada año, al final de curso, cuando la relación con mis alumnos llega a su momento de mayor fluidez y la cercanía y el afecto mutuo es más que evidente, suelen decirme que una de las cosas que más los estresa de mí (y, al mismo tiempo, a muchos ya los divierte) es que entro en el aula a todo tren, arrasando, gritando mi "hola, hola" habitual mientras con cara seria (esa que a medida que avanza el curso va convirtiéndose en media sonrisa imposible de ocultar porque ya sé que ellos saben lo que voy a decir) les advierto: "¡vamos, vamos, que esta clase es muy importante!".

Esta clase es muy importante.

En el fondo nunca les he mentido. Porque así me tomo yo mi profesión. Esa es mi manera de enfocar la docencia. Cada clase es importante, es trascendente; no habrá otra como ella. Esa clase puede ser a primera, antes del recreo o a última. Me es absolutamente indiferente. Esa clase es muy importante. Mucho. Es la mejor oportunidad que tendrán esos alumnos para aprender con profundidad una serie de conocimientos a los que la gran mayoría de ellos jamás podrían acceder sin mi intermediación. Y lo pagamos entre todos. Con nuestros impuestos. Cómo no va a ser importante. Ellos lo merecen.