Mi padre era un tipo culto, muy culto. También bastante conservador.
Intentaba asumir como propios ciertos tics progresistas que finalmente, incapaz
de asimilarlos, solo le servían como coartada para presentarse ante los demás como
liberal, cuando realmente su rigidez intelectual era una prueba inefable de ese
intelectualismo nacionalcatólico (no practicante) criado en las faldas del
franquismo. Había un detalle de su trayectoria ideológica que, antes o después,
siempre aparecía en cualquier diatriba política: él había votado al PSOE en el 82, él no
se movía (decía) por ideologías maximalistas, él era flexible y si ya no
apoyaba a los socialistas era porque lo habían decepcionado. Lo decía tan
tranquilo, ignorando sin pudor las miserias políticas de aquellos a los que ya
por entonces no dejaba de votar. Mientras tanto, compró durante toda su vida el
ABC, escuchó con avidez las tertulias políticas radiofónicas de los medios de
derecha y votó una vez tras otra al PP mientras su vida discurría con placidez,
fiel a una visión del mundo "confortablemente" conservadora. Pero eso
sí, siempre mantuvo vivo en público el recuerdo de aquel voto en el 82 a Felipe
González, un voto ya convertido en leyenda, descontextualizado históricamente, sin
referencia alguna al miedo pasado con el intento del golpe de estado de Tejero,
ni al estado de ánimo de un país que, tras la tensión sufrida, intentaba
definitivamente tirar hacia delante con una democracia que solo podía
identificarse con la renovación que significaba aquel PSOE. De esta manera ese
voto a Felipe González en 1982 se convirtió así, para siempre, en su barco de
salvación, en su justificación final, en su "ley de Godwin" particular, el arma definitiva con la que podía defender de manera
ventajista su posicionamiento ideológico, eminentemente conservador, sin
ensuciarse nunca con el fango de las políticas económicas y sociales que
defendían aquellos a los que apoyaba con sus votos. Al fin y al cabo ya no
podía hacer otra cosa porque, decía, "yo a estos, a los socialistas, a la
izquierda, ya los apoyé una vez y me fallaron, no fueron lo que esperaba, ya no
me engañan más...".
En los tiempos acelerados que vivimos, y con una legislatura
que parece que ha nacido muerta, empiezo a observar una actitud muy parecida a
la de mi padre en ciertos simpatizantes y votantes de Podemos. Su voto a
Podemos parece haber sido tan iluminador para ellos como aquel voto mítico al
PSOE de mi padre. Como si algunos, en un arrebato místico, impelidos por una
obligación moral imposible de eludir, casi como haciendo un favor a los jodidos
de España, hubiesen votado a la formación morada solo debido al asfixiante
hedor provocado por la corrupción, la mediocridad y el fracaso del putrefacto sistema
bipartidista español. Pero ahora, pocos meses después, sin que nada haya
cambiado, sin que haya un solo atisbo de que los viejos partidos de la casta se
hayan regenerado lo más mínimo (parecen más que nunca enrocados en sus estructuras de
poder partidista al servicio de los poderes económicos), es como si estuviesen
poco a poco cimentando las bases de un relato personal que les permitiese
liberarse de ese gran error. El voto a Podemos en las últimas elecciones puede
ser el voto más fácilmente interpretable de nuestra democracia desde aquellas
elecciones del 82. Si entonces se votó al PSOE como la única forma de terminar
de arrancar y consolidar la democracia en España, los cinco millones de votos a
Podemos y sus confluencias significaron un grito de rabia ciudadana destinado a
finiquitar las putrefactas estructuras políticas del bipartidismo que habían
terminado por fagocitar a nuestra democracia poniéndola al servicio de los
poderes financieros. En nuestro país la Gran Crisis al final solo tuvo unos claros perdedores: los asalariados, los parados, los pobres. Los de siempre. Pero
en muy poco tiempo, parapetados tras la manipulación grosera de los medios de
comunicación, de la casta mediática, de los perros carroñeros de cierto periodismo español liderado por El País y su perro fiel, Metroscopia, ciertos
votantes de Podemos muestran un indisimulable deseo de renunciar a ese cambio
sustancial del sistema que dijeron defender, añorando el redil bipartidista y
miserable del que apenas hace unos meses escaparon. Añoran volver poder votar
al PSOE, ese partido de extremo centro capaz de renunciar a sus esencias teóricas
para pactar con Ciudadanos, el Podemos de derechas construido al servicio del Ibex 35, o incluso, los más puros y
castos, volver a votar a IU o a partidos anticapitalistas. Pretenden regresar a
la lucha en la que realmente se sienten cómodos: la del discurso, la pose y el
postureo. La batalla de salón con contrincantes imaginarios, ese reducto
privado progresista (o revolucionario) que tanta gente de izquierda confundió
hace años con el escenario de la batalla real, la que se desarrolla en las
calles, en las plazas, en los puestos de trabajo y en los despachos donde se
validan la políticas económicas que hicieron de manera abyecta cada vez más
ricos a unos pocos mientras los de siempre quedaban a merced de los vaivenes de
un Mercado en el que realmente jamás participaron.
Es absolutamente bochornoso intuir en ciertas conversaciones
cómo algunos votantes de Podemos buscan encontrar excusas absurdas para poder justificar
el abandono de la batalla. En el fondo, como le sucediera a mi padre, necesitan
construir un artificio intelectual que les permita regresar a terreno conocido,
a su lugar natural. Una cosa es construir discursos vacuos contra la derecha y
el neoliberalismo criticando la corrupción intrínseca al sistema, y otra es
aceptar que la llegada al poder de otra gente (¿de la gente?) realmente
significaría un terremoto social cuyas consecuencias podrían, a corto plazo,
afectarles a ellos y a su situación económica. Generarles miedo, indefensión
contra la máquina capitalista y los mercados. En el fondo, para ellos, Podemos
ya ha cumplido su misión: incomodar al sistema obligándole a ser más discreto,
menos evidente, más taimado. Ahora debiera tocar pactar, adaptarse y someterse.
Como siempre. Por eso se quejan de la arrogancia de Pablo Iglesias, de la
inflexibilidad de Podemos, de que pretendan imponer al PSOE un gobierno proporcional
(¡pero esto qué es!). No se paran a pensar realmente lo que dicen, no quieren
ver que por mucha indignación que imposten su argumentación es basura, no se
sostiene, es tan demagógica como los editoriales de El País de donde la
consiguen. Es el PSOE el partido que impide intentar un gobierno relativamente
de izquierdas por primera vez en la España moderna. Que enmascara su traición tras un
pacto con un partido de centroderecha que serviría para desalojar del poder al
otro partido de centroderecha. Porque hay que ver lo que cunde el centro
político en nuestro país. Todo le cabe. Que todo cambie para que todo siga
igual. Esa es la aspiración de todos los partidos que quieren llegar al poder
desde ese asfixiante centro ideológico en el que la (in)decencia política sucumbe.
Mi padre votó una vez al PSOE y políticamente le salió
tremendamente rentable. Pudo votar a la derecha toda su vida y encima practicar
el postureo social. Una parte de los votantes de Podemos parece querer seguir
su senda: utilizar su voto a Podemos el 20D como coartada para volver a votar a
los partidos de la casta el resto de su vida con el pretexto de que ellos lo
intentaron y aquello no funcionó. Sin que ni siquiera haya existido la
posibilidad de fracaso.
No sé lo que pasará. Todo indica que habrá nuevas elecciones
o gran coalición y que el sistema conseguirá por fin un gobierno afín a sus
intereses (que nunca serán los nuestros). Yo les dejo un mensaje a ese votante de Podemos que reniega antes de intentarlo: "disfruta de tu
tranquilidad dentro del sistema, campeón. Te la has ganado".