Fue Luke cuando yo me pedía ser Han. Fue Kyle cuando yo me
pedía a Donovan. Fue Benji mientras yo me emocionaba haciendo de Oliver. Fuimos
juntos Indiana Jones luchando contra los Togui. Algunos años después asumimos a
Mulder como líder espiritual de la batalla contra la conspiración gubernamental
que nos ocultaba la verdad (mientras Mercedes, todo corazón, nos ayudaba a sufragar las pizzas).
Construimos fuertes de los clicks para defendernos de los indios, disfrutamos
juntos de aquellas noches de reyes con ilusión desbordante, montamos ligas de
chapas en las que a veces, todavía hoy, juego en sueños, creamos carreras con
esas mismas chapas en las que Marino Lejarreta se enfrentaba a un joven Perico
Delgado en busca de fortuna y gloria mientras sorteaban montañas de arena saltereñas
y escuchábamos de lejos, en la radio, el final de la jornada de liga. Sufrimos juntos
cuando de niños la noche se alargaba y el miedo nos atenazaba después de
escuchar a Pedro Pablo Parrado, casi dormirnos con José María García y volver a
despertar con aquel Polvo de estrellas de Carlos Pumares; asustados porque
Ricardo se diera cuenta de que la radio seguía encendida y nos dejara inmersos
en el silencio de la noche eterna. Crecimos siendo los pequeños de nueve
hermanos, viéndolas venir, observadores continuos de una familia que siempre se
nos antojó extraña, ajena, fuera de nuestra longitud de onda. Fuimos
espectadores estupefactos de la descomposición de un padre al que el paso del
tiempo arrasó y convirtió en presente construido por pasado y mosto. Vivimos la España de los 80 comiendo
tiburones comprados en “la borracha” para ver partidos de una selección que
siempre perdía. Y comenzamos los 90 como socios infantiles de un Betis tan solo
legendario en nuestras memorias sentimentales. Fuimos niños felices aunque, por
supuesto, siempre estuviéramos peleándonos. Nos convertimos en adolescentes con
el paso cambiado, incapaces de entendernos, creciendo desacompasados, sabiendo
que el otro estaba ahí, tan lejos aunque tan cerca, y convirtiéndonos en aliados,
junto a "las niñas", en una pequeña guerra civil familiar tan cruel como
irrelevante.
No podría explicar mi vida hasta los 22 años sin la
presencia de Migue, mi hermano pequeño, mi aliado, mi amigo, mi enemigo
ocasional. Todo termina girando en mi memoria en torno él, siempre está
presente de manera decisiva, interpretando un papel protagonista mientras él
mismo, a veces, creía ejercer de secundario. Incluso cuando la guerra fría
con mi padre terminó por explotar y su extraña equidistancia acabó por desquiciarme.
Hace ya muchos años de todo eso. Muchos. Hace no tantos, en
la oscuridad de esa terraza aljarafeña que ha asistido a tantas confidencias me
aseguró, sin mostrar duda alguna, que a pesar de todo lo que hubiera sucedido,
a pesar de todo lo que pudiéramos recordar, de los enfrentamientos, de las
incomprensiones o de los abandonos, no había nada en nuestro pasado que pudiera
reprocharme. Nada. Lo dijo tranquilo, como el que confirma una banalidad, como el
que asegura algo indiscutible. Sentí como mi cuerpo se relajaba. Los hermanos
pequeños nunca entenderán del todo la perspectiva que el tiempo nos da a los hermanos
mayores, esa perspectiva que nos hace dudar de todo lo que hicimos, de lo que
fuimos, de cómo nos comportamos con ellos... El tiempo se detuvo entonces, un
segundo, y de repente avanzó, ya para siempre. Nos habíamos hecho adultos,
nuestros caminos vitales nos habían llevado por caminos lejanos hasta ciudades
distantes, la puerta del pasado se cerraba para siempre y, sin
notarlo, nos estábamos despidiendo. Nuestras vidas separadas auguraban un
futuro que jamás nos depararía la intimidad de la que habíamos disfrutado, la
conexión emocional que habíamos tenido, la relación que nuestra infancia
construyó.
Hace dos días, el 12 de julio, mi hermano pequeño, Migue, se
convirtió en padre. De esta preciosa niña, la de la foto, mi sobrina. Olivia. Y
el padre es él, Migue. Increíble. Y estoy muy contento, mucho, muy feliz por él,
y también muy sorprendido. Y me río solo, a veces, pensando sobre ello. Porque
sé que ahora mismo él, a ratos, cuando se para, estará tan sorprendido como yo.
Pensando que sí, coño, que sí, que aquel niño, el de las gafas, el que quería
jugar a todas horas, el socio de mis trastadas, ese tipo siempre tan tranquilo,
es ahora el padre de esa criatura tan pequeña. Migue. Mi hermano pequeño. Tan
diferente a mí. Tan necesario. Creo que sabe lo mucho que lo quiero. Pero por
si acaso, por si más tarde vienen mal dadas, aquí se lo dejo escrito.