¿Cómo
conseguir que un alumno comprenda que nada gana con focalizar su energía
adolescente en negar el aprendizaje que le propone la escuela?
Vivimos en un
tiempo en el que el antiintelectualismo se ha infiltrado en todas las capas
sociales, el conocimiento se banaliza y la persona instruida en cualquier saber
debe disfrazarse coloquialmente de "friki" para poder sobrevivir en
su entorno social. Solo deslumbra el que alcanza el éxito, aunque sea debido a
la futilidad más absurda. Lo racional ha perdido de nuevo la batalla, no solo
contra lo emocional sino también contra una frivolidad hedonista que provoca
arcadas. Se desprecia sin tapujos cualquier amago de conocimiento demostrado,
de dato contrastado o de opinión argumentada. No hace falta saber, dicen. Y llevan
años intentando trasladar ese lema, propio de imbéciles, a la escuela. Se
denuesta la "transmisión de conocimientos" (¡anatema!) cuando es la
única manera de ser leales con las nuevas generaciones, para que maticen su
arrogante (y natural) adanismo adolescente con la comprensión de una historia
previa a su vidas donde se ofrecieron muchas posibles soluciones a muchas de
las preguntas y desafíos intelectuales y vitales a los que ellos se han de
enfrentar. No se trata de acotar esas soluciones, sino de ampliar los horizontes
de las posibles respuestas.
Potenciar la
creatividad no puede convertirse en dilatar de manera dramática esa época de la
infancia en la que se le aplaude de manera exagerada al niño cualquier
actividad supuestamente artística u ocurrencia inesperada. Cuando para cada
padre su hijo parece ser el más ingenioso, perspicaz y curioso de la manada. La
enseñanza en la adolescencia nos obliga a hacerles comprender a los alumnos la
importancia de conjugar el principio de realidad con el principio de deseo, desintoxicarles
de equivocadas percepciones de esa realidad que hasta ahora, en muchos casos,
ha estado supeditada a sus caprichos infantiles, y permitirles conocer sus
limitaciones para aprender a trabajar sobre ellas, para mejorar y avanzar en su
formación académica e intelectual. Pero claro, todo eso es demasiado prosaico
para muchos padres que convirtieron a sus hijos en neojuguetes emocionales durante
demasiado tiempo y no están preparados para ningún contratiempo, ni para que
nadie les venga a decir que sus retoños no son esas lumbreras que ellos
creyeron criar. Esos padres, las nuevas formas de ejercer la paternidad, los pijopadres de
clase media y media alta se han convertido en una variable trascendente en la absurda
deriva en la que está inmersa la educación en la actualidad. Su manera
esencialista de entender la crianza se ha infiltrado sin solución en el debate
educativo, y cualquiera de sus absurdas reivindicaciones (como la ridícula y sonrojante campaña "antideberes")
encuentra rápidamente altavoces mediáticos financiados, en último lugar, por un
sector privado ansioso por aumentar sus
beneficios en el apetitoso ámbito de la educación reglada.
¿Quiénes son los que nunca aparecen en estos debates? Los padres de las clases populares.
Cuyos hijos serían los verdaderamente perjudicados si estas distopías de
perversa felicidad educativa se hiciesen realidad. Nadie los representa jamás en estas discusiones. Significativo.
Desde hace ya
muchos años se identifica de manera deshonesta y artera "transmitir
conocimiento" con una escuela decadente, del "siglo XIX",
mientras que "potenciar la creatividad" del alumno, aunque nadie sepa
exactamente qué significa eso, ni qué resultado real se obtiene de ello, supone
transitar hacia una luminosa modernidad, hacia un cambio de paradigma
pedagógico. Es triste constatar el fracaso de muchos de los profesores que intentan
aplicar, en la dureza diaria de las aulas, los delirios de los gurús
pedagógicos habituales en las charlas TED. En las redes y en sus discursos se
muestran como fanáticos defensores de esas nuevas pedagogías, tan creativas y
tan empáticas. Presumen de minusvalorar aprendizajes concretos de sus materias
para priorizar las clases-evento (algunos incluso fardan en los periódicos de
comer sandías en sus clases como forma de provocar extrañamiento en sus
alumnos), que después difunden de manera compulsiva por redes sociales para
satisfacer su vanidad y reforzar posiciones en la tribu. Tras el espejismo suele
aparecer la cruda realidad, cuando se enfrentan a la aspereza diaria del aula
de la enseñanza pública, a grupos de alumnos no seleccionados, sin motivación
intrínseca, sin intereses manifiestos, disruptivos no por naturaleza sino, en
general, por un indecente determinismo
socioeconómico (eso de lo que nunca les gusta hablar). Y demuestran su
incapacidad docente. En el fondo, como la de gran parte del resto de su
compañeros profesores. Porque en el día a día del aula es tremendamente
complicado hacerlo bien. Incapacidad para empatizar. Incapacidad para conseguir
aprendizajes significativos. Incapacidad incluso para mantener en sus aulas un
clima de convivencia aceptable. Incapaces. Inútiles en su labor. He sido
compañero de algunos de estos profes-gurús. He sido testigo de cómo intentaban
implantar en sus horas de tutoría un sucedáneo de mindfulness mientras los alumnos se reían a
sus espaldas y contaban cómo se dormían en esas clases y se descojonaban de la
influencia intelectual del profesor en cuestión. Nada más ridículo que su
fracaso diario. Pero no por el propio fracaso (el éxito nunca dependió tan solo
de ellos), sino por las pretensiones y el desdén hacia otras prácticas
"menos innovadoras" implícitos en sus discursos. Porque el problema
de planteamientos maximalistas como los que defienden es que el fracaso no se
contempla, no es posible. Porque ellos son rompedores, dinámicos, cercanos,
líderes, guías, innovadores. Ellos son ese tipo de docente que yo describo como
"profesor onanista": no dejan de hacer cursos, de
"formarse", de preparar "dinámicas", actividades
rompedoras... Solo tienen un problema, un obstáculo, un impedimento: la
realidad. Sus alumnos, tras su clases, no muestran cambio significativo alguno.
Y si, finalmente, su labor impacta de alguna manera en ellos, habría que delimitar
si ello depende de sus técnicas pedagógicas o de su carisma. Y qué jodido
resultaría tener que constatar que esa influencia, la del carácter, es lo
trascendente. Porque echaría por tierra la construcción del nuevo imaginario
pedagógico.
Durante lo últimos tiempos asistimos a una anómala y extraordinaria difusión mediática de todo tipo de prácticas pedagógicas alternativas que rozan el delirio. Un ejemplo de ellos es la serie de artículos que la periodista Ana Torres Menárguez publica en El País bajo el paraguas de "innovación educativa" y que, curiosamente (no es casualidad, seguro) se publican en la sección de Economía del diario. En ellos podemos encontrar lo que, en un primer momento, podemos considerar tan solo insensateces sin valor a las que nadie medianamente racional podría hacer mucho caso: "El profesor del siglo XXI tiene que enseñar lo que no sabe"; "el profesor ya no tiene valor como transmisor de información. Ahora lo que tiene que hacer es diseñar nuevas experiencias de aprendizaje"; "en la escuela se aprende a través de la memorización, sin pensar". Prácticamente cada día aparece un nuevo sabio dispuesto a aportarnos luz (difusa). Este, en el ABC: "el conocimiento en Lengua, Matemáticas, Ciencias y Humanidades está en Internet, los jóvenes tienen que hacer cosas prácticas en el colegio". El primer impulso del que conoce la educación desde dentro, desde las aulas de la educación obligatoria, es desdeñar afirmaciones idiotas como las anteriores. El primer impulso es la risa incrédula. Pero deberíamos andar con cuidado porque detrás de la proliferación de críticas a la docencia realista y pragmática que tiene resultados (por supuesto mejorables) y ha permitido posibilidades de futuro a miles de alumnos no se intuye un intento de mejora de lo existente, sino su sustitución por ensoñaciones intelectualmente propias del pensamiento mágico que, en el fondo, enmascaran el último intento del sector privado por dirigir y capitalizar la "modernización" pedagógica de nuestras aulas y nuestros profesores.
Yo soy profesor de la ESO y Bachillerato. Nunca seré uno de esos grandes profesores que promociona la Fundación Atresmedia. Afortunadamente. Tampoco hago videos de Youtube. Considero lo del flipped classroom una extraordinaria memez que, en muchos casos, provoca vergüenza ajena y que, en todo caso, aleja al alumno del elemento clave de la enseñanza presencial: la posibilidad de interpelar directamente a su profesor cuando no comprende algo. Creo que el Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP) puede resultar útil para aprendizajes concretos, pero resultan evidentes sus limitaciones para una formación profunda y reflexiva por el tiempo disponible para cada materia. Es clave entender que no existen soluciones mágicas en esto de la educación pero que, por supuesto, no se puede desdeñar el uso de nuevas estrategias de aprendizaje si resultan útiles, provengan de la corriente pedagógica que provengan. No conozco un solo profesor al que le preocupe su profesión que no modifique cada año sus clases buscando nuevas maneras de llegar a sus alumnos. Pero en estos tiempos oscuros resulta fundamental posicionarse y defender con enorme firmeza la importancia de los contenidos. Se está transmitiendo en la actualidad un absurdo y peligroso desprecio por la adquisición de conocimientos. Y en esa trinchera nadie me encontrará jamás. Yo doy clases. A la vieja usanza. Y transmito conocimientos (¡anatema!). Doy "clases magistrales" (bueno, ya me gustaría que fueran magistrales). Y lo haga mejor o peor soy consciente cada día de que es inevitable cierto nivel de fracaso. Porque yo fracaso. Todos los días. Desde hace años. Desde que empecé a dar clases. Incluso aunque las clases funcionen. Siempre hay algunos alumnos que se perderán por el camino. Que no entienden que aprender implica motivación y emoción, sí. Pero también esfuerzo. Y constancia. Pero es que, además de lo que hagamos mis alumnos y yo, también existe el contexto socioeconómico y familiar en el que se desarrolla la vida del alumno. Y ese factor tiene una importancia esencial, acrecentada por los recortes, los aumentos de ratios y la segregación sociológica que provocan programas como el bilingüismo en Madrid. Porque el fracaso educativo es una realidad que no va a desaparecer. Pero no afecta a todos por igual. No afecta por igual a los hijos de la clase media que a los hijos de las clases populares. Y no es casualidad. Y esa es la lucha a la que yo he decidido dedicar mi vida laboral. No soy un mercenario ni tampoco me considero tan solo un profesional de la educación pública. Si hacen bien su trabajo entiendo a los primeros y respeto a los segundos. El cementario educativo está repleto de bobaliconas vocaciones sentimentalmente equivocadas. Yo soy un convencido. Un entusiasta. Creo realmente en la importancia de mi labor, a pequeña escala, en la vida de los cientos de adolescentes a los que ya di clases. Cada loco con su tema.
Durante lo últimos tiempos asistimos a una anómala y extraordinaria difusión mediática de todo tipo de prácticas pedagógicas alternativas que rozan el delirio. Un ejemplo de ellos es la serie de artículos que la periodista Ana Torres Menárguez publica en El País bajo el paraguas de "innovación educativa" y que, curiosamente (no es casualidad, seguro) se publican en la sección de Economía del diario. En ellos podemos encontrar lo que, en un primer momento, podemos considerar tan solo insensateces sin valor a las que nadie medianamente racional podría hacer mucho caso: "El profesor del siglo XXI tiene que enseñar lo que no sabe"; "el profesor ya no tiene valor como transmisor de información. Ahora lo que tiene que hacer es diseñar nuevas experiencias de aprendizaje"; "en la escuela se aprende a través de la memorización, sin pensar". Prácticamente cada día aparece un nuevo sabio dispuesto a aportarnos luz (difusa). Este, en el ABC: "el conocimiento en Lengua, Matemáticas, Ciencias y Humanidades está en Internet, los jóvenes tienen que hacer cosas prácticas en el colegio". El primer impulso del que conoce la educación desde dentro, desde las aulas de la educación obligatoria, es desdeñar afirmaciones idiotas como las anteriores. El primer impulso es la risa incrédula. Pero deberíamos andar con cuidado porque detrás de la proliferación de críticas a la docencia realista y pragmática que tiene resultados (por supuesto mejorables) y ha permitido posibilidades de futuro a miles de alumnos no se intuye un intento de mejora de lo existente, sino su sustitución por ensoñaciones intelectualmente propias del pensamiento mágico que, en el fondo, enmascaran el último intento del sector privado por dirigir y capitalizar la "modernización" pedagógica de nuestras aulas y nuestros profesores.
Yo soy profesor de la ESO y Bachillerato. Nunca seré uno de esos grandes profesores que promociona la Fundación Atresmedia. Afortunadamente. Tampoco hago videos de Youtube. Considero lo del flipped classroom una extraordinaria memez que, en muchos casos, provoca vergüenza ajena y que, en todo caso, aleja al alumno del elemento clave de la enseñanza presencial: la posibilidad de interpelar directamente a su profesor cuando no comprende algo. Creo que el Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP) puede resultar útil para aprendizajes concretos, pero resultan evidentes sus limitaciones para una formación profunda y reflexiva por el tiempo disponible para cada materia. Es clave entender que no existen soluciones mágicas en esto de la educación pero que, por supuesto, no se puede desdeñar el uso de nuevas estrategias de aprendizaje si resultan útiles, provengan de la corriente pedagógica que provengan. No conozco un solo profesor al que le preocupe su profesión que no modifique cada año sus clases buscando nuevas maneras de llegar a sus alumnos. Pero en estos tiempos oscuros resulta fundamental posicionarse y defender con enorme firmeza la importancia de los contenidos. Se está transmitiendo en la actualidad un absurdo y peligroso desprecio por la adquisición de conocimientos. Y en esa trinchera nadie me encontrará jamás. Yo doy clases. A la vieja usanza. Y transmito conocimientos (¡anatema!). Doy "clases magistrales" (bueno, ya me gustaría que fueran magistrales). Y lo haga mejor o peor soy consciente cada día de que es inevitable cierto nivel de fracaso. Porque yo fracaso. Todos los días. Desde hace años. Desde que empecé a dar clases. Incluso aunque las clases funcionen. Siempre hay algunos alumnos que se perderán por el camino. Que no entienden que aprender implica motivación y emoción, sí. Pero también esfuerzo. Y constancia. Pero es que, además de lo que hagamos mis alumnos y yo, también existe el contexto socioeconómico y familiar en el que se desarrolla la vida del alumno. Y ese factor tiene una importancia esencial, acrecentada por los recortes, los aumentos de ratios y la segregación sociológica que provocan programas como el bilingüismo en Madrid. Porque el fracaso educativo es una realidad que no va a desaparecer. Pero no afecta a todos por igual. No afecta por igual a los hijos de la clase media que a los hijos de las clases populares. Y no es casualidad. Y esa es la lucha a la que yo he decidido dedicar mi vida laboral. No soy un mercenario ni tampoco me considero tan solo un profesional de la educación pública. Si hacen bien su trabajo entiendo a los primeros y respeto a los segundos. El cementario educativo está repleto de bobaliconas vocaciones sentimentalmente equivocadas. Yo soy un convencido. Un entusiasta. Creo realmente en la importancia de mi labor, a pequeña escala, en la vida de los cientos de adolescentes a los que ya di clases. Cada loco con su tema.
Espero que mis alumnos, en el futuro, me recuerden con cariño. Que consideren que siempre los respeté y que siempre estuve ahí para ayudarles
en su formación. Me obsesiona eso. Que sean conscientes de que les enseñé lo que tenían que saber en ese momento clave de sus estudios. Pero sobre todo espero que me recuerden por haberles transmitido la
necesidad de aprender conocimientos, de saber muchas cosas, de muchas materias
(no solo de la mía), de estar atentos a la realidad, de no dejarse seducir por
los atajos. Porque solo con información y el conocimiento de voces diferentes
y datos contrastados se puede desarrollar un pensamiento crítico. Lo demás es una enorme mentira disfrazada de buenas intenciones.