A veces es necesaria la autocrítica, la reflexión pausada. Las
redes sociales son un lugar privilegiado para analizar comportamientos humanos
y hace tiempo que vengo constatando una realidad: en cualquier ámbito
profesional nos irrita en sobremanera que vengan desde fuera a explicar(nos) o criticar(nos)
nuestro trabajo, salvo que vengan a darnos la razón y a asumir nuestra autoridad.
En tal caso, solemos aceptar los aplausos sin mucho problema. Y eso es algo que
resulta contradictorio.
¿Es razonable, deseable o útil que solo puedan opinar y dictar sentencia
sobre una materia en particular tan solo los profesionales implicados en dicha
materia diariamente? ¿Son ellos las únicas voces autorizadas? ¿No habría que
especificar sobre aquello de lo que se discute en relación a esa materia?
¿Queremos una tecnocracia o una democracia de ciudadanos informados? ¿Qué
pasaría si extrapolásemos esa idea a todos lo ámbitos? ¿Sólo deben hablar sobre
periodismo los periodistas o sobre política los políticos? ¿Deben ser los economistas
los únicos que tengan una voz autorizada para establecer las bases ideológicas
con las que construir el sistema de impuestos de un país?
Tal vez sea el periodismo un campo fértil para ampliar el
preámbulo de esta reflexión. ¿Es razonable que tipos como Francisco Marhuenda
(La Razón), David Alandete (El País) o Eduardo Inda (sus labores) puedan ser
considerados como profesionales con la autoridad intelectual necesaria para
establecer las bases de lo que debe ser la deontología del periodismo español?
Sé que esto que escribo puede resultar en principio
controvertido. Todos los días en los medios de comunicación aparecen cantamañanas que ejercen
de gurús visionarios ofreciendo soluciones peregrinas a problemas sociales
profundos, en un lacerante espectáculo intrusista que desprecia la experiencia
profesional. Pero seguro que este planteamiento inicial parecerá menos
subversivo (y le gustará menos a algunos de los que ahora se frotan las manos) al
profundizar en él. De momento sigamos haciéndonos preguntas. Para ello me
centro ya en mi actividad profesional, en la enseñanza: ¿es honesto afirmar que
todos los docentes, por el hecho de serlo, son expertos en educación y por
tanto voces lúcidas a las que escuchar con atención y respeto cuando se
discute sobre los problemas de la enseñanza en España? La respuesta es
sencilla: no, no es honesto. Porque no, no es verdad. Una gran parte de los
docentes ni siquiera se ha planteado con una mínima profundidad cómo construir
las bases de un sistema educativo público, equitativo y exigente en el que los
alumnos adquieran conocimientos (y con ello la capacidad de convertirse en
ciudadanos críticos). Todos conocemos a profesores que trabajan cada día en el
aula y cuya opinión sobre los alumnos, o sobre la actividad docente, o sobre la
organización de un centro educativo, o sobre la organización general del sistema
educativo no compartimos, no nos representa, nos resulta indiferente, nos
provoca rechazo o directamente nos da vergüenza ajena. No todos los que
enseñan cada día son voces interesantes ni autorizadas para hablar sobre la
enseñanza. Sí es verdad que conocen la realidad de las aulas (faltaría más, las
pisan cada día) pero ese hecho no implica automáticamente que de sus
experiencias sean capaces de extraer una sabiduría que vaya más allá de la
supervivencia profesional. Y todo esto es algo que desde nuestras trincheras
muchas veces, interesadamente, obviamos.
Vivimos tiempos en donde lo emocional impera y ese exceso de
sentimentalidad se ha extendido, inevitablemente, a unos profesionales hartos de la avalancha de
opiniones "externas", delirantes e interesadas, que les intentan
explicar cómo realizar su trabajo. Como consecuencia, de manera reactiva, casi
defensiva, se ha construido un discurso dentro de cierto sector del profesorado
que, a falta de las matizaciones necesarias, pretende trasladar a la sociedad el
mensaje de que nadie puede hablar de la educación, ni pedir cuentas a los profesores
sobre su labor porque estos son los únicos que poseen el bagaje necesario,
debido a su experiencia, para enjuiciar dicha labor y la de sus compañeros. Y
esa actitud, que linda con una arrogancia equivocada, genera una brecha y un
desafecto con unos alumnos, unos padres y una opinión pública incapaces ya de
aceptar (nos parezca eso mejor o peor) que el profesor tiene la razón en todo
momento y que todas las decisiones que toma son las mejores y las más adecuadas
para la formación de los alumnos
Entonces...
Habría que empezar por diferenciar dos planos. Por un lado
está cómo elige dar sus clases un profesor, qué estrategias de enseñanza elige
y cómo enfoca su labor diaria, ateniéndose siempre a las especificaciones
obligatorias que los currículos oficiales establecen. En ese ámbito (uno de los
que más cuestionados, curiosamente, desde fuera de la Escuela) debería
respetarse escrupulosamente la autonomía del docente, aceptar sus elecciones
metodológicas sin cuestionamientos externos y comprender el enorme valor que
tiene una educación pública en la que cada docente aporta su visión personal
sobre cómo debe diseñarse el aprendizaje de los alumnos. No existe una única
manera de enseñar válida, al igual que no existe una única forma adecuada de
aprender. Lo que sí existe es un enorme ruido social, alimentado por los
poderes económicos, en torno a esta cuestión metodológica. Se pretende
uniformizar el aprendizaje, asumiendo que la visión competencial neoliberal de
la educación (abrazada de manera incomprensible por ciertos sectores de una
izquierda desnortada) es la única posible, despreciando el valor del aprendizaje
de conocimientos como única vía real para un cuestionamiento crítico de la
sociedad en la que vivimos. He escrito sobre esto en otro lugar por lo que no me extenderé sobre ello.
Por otro lado, de manera más general, la sociedad española
debe enfrentarse de una vez a la cuestión educativa. Una vez superada la inercia inicial de aquella
democracia que hace 40 años conseguimos establecer, el relato de la educación
como motor de ascenso social, que tan bien funcionara durante dos décadas, está
hoy profundamente cuestionado. Es un relato que ha entrado en decadencia, que
ya no traspasa los muros de las casas de una clases populares que viven golpeadas
por una precariedad dolorosa y ven cómo sus hijos parecen abocados a unas vidas
aun más precarias que las suyas. Un cinismo, tan equivocado como comprensible, ha
hecho carne en ellas. Hay que dignificar la Escuela, revalorizar la cultura
como forma de crecimiento personal más allá de lo económico, conseguir que esa formación
inicial sea el cimiento real sobre el que edificar la vida laboral, la mejor manera
de disponer de diferentes opciones de futuro. Y al mismo tiempo esa Escuela
está obligada a ofrecer una manera (nunca será la única, claro) con la que
conseguir esos ropajes intelectuales mínimos con los que enfrentarse a una
compleja realidad política y social que los grandes poderes intentarán siempre
simplificar a su favor. Nada de lo que planteo es cuestión baladí. También están
en cuestión permanente aspectos claves como cuál debe ser la relación docente-alumno,
los derechos y deberes de unos y otros en los centros o la integración de la
Escuela en su entorno social. Y qué decir sobre la implantación de programas
bilingües como el de Madrid, construidos para segregar a los alumnos y diseñar
una educación de varias velocidades en la que los padres (de clase media) terminan
eligiendo el entorno social al que sus hijos se verán "expuestos" y
muchos docentes, funcionarios "habilitados", participan pasivamente
en la selección de los alumnos a los que darán clases. La Escuela, a diferencia
de lo que pretenden los vendemotos y sueñan los utópicos, no es tanto un agente
de cambio social sino una consecuencia, un espejo de la sociedad en la que se
construye. Y no encuentro manera alguna de considerar que en este
(re)planteamiento total de lo que debe significar la educación reglada en España
las voces de los docentes puedan (o deban) ser escuchadas con especial
consideración solo por provenir de dentro la Escuela. Serán valiosas (o no) por los argumentos que aporten.
Respecto a cualquier realidad sociopolítica (y la enseñanza
lo es, como lo es la economía o el periodismo) el acercamiento a ese segundo
plano que describo puede ser experiencial, teórico o ambos al mismo tiempo. No
podemos permitirnos asumir que lo experiencial se convierta automáticamente en
dogma porque hay un montón de profesionales de la enseñanza cuyas voces son
absolutamente inútiles en cualquier debate educativo con cierto nivel de
profundidad. Hay voces lúcidas de padres, periodistas, sociólogos o pedagogos preocupados
por la educación que deben ser tenidas en consideración, más allá de que lo que
defiendan parezca poner en cuestión, en un primer momento, nuestro prurito
profesional.
¿Qué determina finalmente que una opinión cualquiera deba
ser tenida en cuenta en un debate sobre la educación? La respuesta es evidente:
argumentos, datos, conocimiento de la realidad sobre la que se opina más allá
de lo anecdótico. Esa es la clave. Y lecturas. Se olvida demasiado ese
"pequeño" detalle. Para profundizar sobre lo que sea hay que leer mucho
sobre ello aunque, evidentemente, la experiencia sea clave para poder construir
un discurso realista. No se le puede negar a nadie la posibilidad de construir
una opinión fundamentada sobre cualquier asunto si le dedica el suficiente
tiempo a ello. Ese tiempo puede ser solo experiencial o solo teórico. Las voces
más interesantes suelen ser las que son capaces de mezclar ambos aspectos pero
es absurdo desdeñar lo que aportan por separado. Cada una en su ámbito, cada
una con su capacidad de contribuir al debate necesario.
De hecho, ¿no es ese uno de los objetivos más importante de
la educación? Con conocimientos, datos y una estructura mental/ideológica
(propia) en la que enmarcarlos pretendemos que los estudios reglados nos den a
todos la oportunidad de reflexionar y llegar a conclusiones sobre diversas cuestiones,
más allá de nuestra especialidad profesional. Existe una inclinación (inevitable,
tal vez) en todos los ámbitos profesionales por desdeñar opiniones no por los
argumentos esgrimidos sino por proceder de personas de fuera del gremio Es hora de discriminar y entender que ni todo
lo de viene de fuera es equivocado ni todo lo que proviene de dentro tiene
valor.
Todos vamos a terminar opinando sobre casi todo (lo queramos
o no). Defendamos la experiencia como un valor incontestable pero sin dejar de
lado la formación intelectual, las lecturas y la reflexión. Y solo después, sin
avergonzarnos de ello, dejemos que la ideología sea el filtro final a través
del cual construyamos nuestra cosmovisión.