07 abril 2018

Campo de batalla: la Educación

A veces es necesaria la autocrítica, la reflexión pausada. Las redes sociales son un lugar privilegiado para analizar comportamientos humanos y hace tiempo que vengo constatando una realidad: en cualquier ámbito profesional nos irrita en sobremanera que vengan desde fuera a explicar(nos) o criticar(nos) nuestro trabajo, salvo que vengan a darnos la razón y a asumir nuestra autoridad. En tal caso, solemos aceptar los aplausos sin mucho problema. Y eso es algo que resulta contradictorio.

¿Es razonable, deseable o útil  que solo puedan opinar y dictar sentencia sobre una materia en particular tan solo los profesionales implicados en dicha materia diariamente? ¿Son ellos las únicas voces autorizadas? ¿No habría que especificar sobre aquello de lo que se discute en relación a esa materia? ¿Queremos una tecnocracia o una democracia de ciudadanos informados? ¿Qué pasaría si extrapolásemos esa idea a todos lo ámbitos? ¿Sólo deben hablar sobre periodismo los periodistas o sobre política los políticos? ¿Deben ser los economistas los únicos que tengan una voz autorizada para establecer las bases ideológicas con las que construir el sistema de impuestos de un país?

Tal vez sea el periodismo un campo fértil para ampliar el preámbulo de esta reflexión. ¿Es razonable que tipos como Francisco Marhuenda (La Razón), David Alandete (El País) o Eduardo Inda (sus labores) puedan ser considerados como profesionales con la autoridad intelectual necesaria para establecer las bases de lo que debe ser la deontología del periodismo español?

Sé que esto que escribo puede resultar en principio controvertido. Todos los días en los medios de comunicación aparecen cantamañanas que ejercen de gurús visionarios ofreciendo soluciones peregrinas a problemas sociales profundos, en un lacerante espectáculo intrusista que desprecia la experiencia profesional. Pero seguro que este planteamiento inicial parecerá menos subversivo (y le gustará menos a algunos de los que ahora se frotan las manos) al profundizar en él. De momento sigamos haciéndonos preguntas. Para ello me centro ya en mi actividad profesional, en la enseñanza: ¿es honesto afirmar que todos los docentes, por el hecho de serlo, son expertos en educación y por tanto voces lúcidas a las que escuchar con atención y respeto cuando se discute sobre los problemas de la enseñanza en España? La respuesta es sencilla: no, no es honesto. Porque no, no es verdad. Una gran parte de los docentes ni siquiera se ha planteado con una mínima profundidad cómo construir las bases de un sistema educativo público, equitativo y exigente en el que los alumnos adquieran conocimientos (y con ello la capacidad de convertirse en ciudadanos críticos). Todos conocemos a profesores que trabajan cada día en el aula y cuya opinión sobre los alumnos, o sobre la actividad docente, o sobre la organización de un centro educativo, o sobre la organización general del sistema educativo no compartimos, no nos representa, nos resulta indiferente, nos provoca rechazo o directamente nos da vergüenza ajena. No todos los que enseñan cada día son voces interesantes ni autorizadas para hablar sobre la enseñanza. Sí es verdad que conocen la realidad de las aulas (faltaría más, las pisan cada día) pero ese hecho no implica automáticamente que de sus experiencias sean capaces de extraer una sabiduría que vaya más allá de la supervivencia profesional. Y todo esto es algo que desde nuestras trincheras muchas veces, interesadamente, obviamos.

Vivimos tiempos en donde lo emocional impera y ese exceso de sentimentalidad se ha extendido, inevitablemente, a unos profesionales hartos de la avalancha de opiniones "externas", delirantes e interesadas, que les intentan explicar cómo realizar su trabajo. Como consecuencia, de manera reactiva, casi defensiva, se ha construido un discurso dentro de cierto sector del profesorado que, a falta de las matizaciones necesarias, pretende trasladar a la sociedad el mensaje de que nadie puede hablar de la educación, ni pedir cuentas a los profesores sobre su labor porque estos son los únicos que poseen el bagaje necesario, debido a su experiencia, para enjuiciar dicha labor y la de sus compañeros. Y esa actitud, que linda con una arrogancia equivocada, genera una brecha y un desafecto con unos alumnos, unos padres y una opinión pública incapaces ya de aceptar (nos parezca eso mejor o peor) que el profesor tiene la razón en todo momento y que todas las decisiones que toma son las mejores y las más adecuadas para la formación de los alumnos

Entonces...

Habría que empezar por diferenciar dos planos. Por un lado está cómo elige dar sus clases un profesor, qué estrategias de enseñanza elige y cómo enfoca su labor diaria, ateniéndose siempre a las especificaciones obligatorias que los currículos oficiales establecen. En ese ámbito (uno de los que más cuestionados, curiosamente, desde fuera de la Escuela) debería respetarse escrupulosamente la autonomía del docente, aceptar sus elecciones metodológicas sin cuestionamientos externos y comprender el enorme valor que tiene una educación pública en la que cada docente aporta su visión personal sobre cómo debe diseñarse el aprendizaje de los alumnos. No existe una única manera de enseñar válida, al igual que no existe una única forma adecuada de aprender. Lo que sí existe es un enorme ruido social, alimentado por los poderes económicos, en torno a esta cuestión metodológica. Se pretende uniformizar el aprendizaje, asumiendo que la visión competencial neoliberal de la educación (abrazada de manera incomprensible por ciertos sectores de una izquierda desnortada) es la única posible, despreciando el valor del aprendizaje de conocimientos como única vía real para un cuestionamiento crítico de la sociedad en la que vivimos. He escrito sobre esto en otro lugar por lo que no me extenderé sobre ello.

Por otro lado, de manera más general, la sociedad española debe enfrentarse de una vez a la cuestión educativa. Una vez superada la inercia inicial de aquella democracia que hace 40 años conseguimos establecer, el relato de la educación como motor de ascenso social, que tan bien funcionara durante dos décadas, está hoy profundamente cuestionado. Es un relato que ha entrado en decadencia, que ya no traspasa los muros de las casas de una clases populares que viven golpeadas por una precariedad dolorosa y ven cómo sus hijos parecen abocados a unas vidas aun más precarias que las suyas. Un cinismo, tan equivocado como comprensible, ha hecho carne en ellas. Hay que dignificar la Escuela, revalorizar la cultura como forma de crecimiento personal más allá de lo económico, conseguir que esa formación inicial sea el cimiento real sobre el que edificar la vida laboral, la mejor manera de disponer de diferentes opciones de futuro. Y al mismo tiempo esa Escuela está obligada a ofrecer una manera (nunca será la única, claro) con la que conseguir esos ropajes intelectuales mínimos con los que enfrentarse a una compleja realidad política y social que los grandes poderes intentarán siempre simplificar a su favor. Nada de lo que planteo es cuestión baladí. También están en cuestión permanente aspectos claves como cuál debe ser la relación docente-alumno, los derechos y deberes de unos y otros en los centros o la integración de la Escuela en su entorno social. Y qué decir sobre la implantación de programas bilingües como el de Madrid, construidos para segregar a los alumnos y diseñar una educación de varias velocidades en la que los padres (de clase media) terminan eligiendo el entorno social al que sus hijos se verán "expuestos" y muchos docentes, funcionarios "habilitados", participan pasivamente en la selección de los alumnos a los que darán clases. La Escuela, a diferencia de lo que pretenden los vendemotos y sueñan los utópicos, no es tanto un agente de cambio social sino una consecuencia, un espejo de la sociedad en la que se construye. Y no encuentro manera alguna de considerar que en este (re)planteamiento total de lo que debe significar la educación reglada en España las voces de los docentes puedan (o deban) ser escuchadas con especial consideración solo por provenir de dentro la Escuela. Serán valiosas (o no) por los argumentos que aporten.

Respecto a cualquier realidad sociopolítica (y la enseñanza lo es, como lo es la economía o el periodismo) el acercamiento a ese segundo plano que describo puede ser experiencial, teórico o ambos al mismo tiempo. No podemos permitirnos asumir que lo experiencial se convierta automáticamente en dogma porque hay un montón de profesionales de la enseñanza cuyas voces son absolutamente inútiles en cualquier debate educativo con cierto nivel de profundidad. Hay voces lúcidas de padres, periodistas, sociólogos o pedagogos preocupados por la educación que deben ser tenidas en consideración, más allá de que lo que defiendan parezca poner en cuestión, en un primer momento, nuestro prurito profesional.

¿Qué determina finalmente que una opinión cualquiera deba ser tenida en cuenta en un debate sobre la educación? La respuesta es evidente: argumentos, datos, conocimiento de la realidad sobre la que se opina más allá de lo anecdótico. Esa es la clave. Y lecturas. Se olvida demasiado ese "pequeño" detalle. Para profundizar sobre lo que sea hay que leer mucho sobre ello aunque, evidentemente, la experiencia sea clave para poder construir un discurso realista. No se le puede negar a nadie la posibilidad de construir una opinión fundamentada sobre cualquier asunto si le dedica el suficiente tiempo a ello. Ese tiempo puede ser solo experiencial o solo teórico. Las voces más interesantes suelen ser las que son capaces de mezclar ambos aspectos pero es absurdo desdeñar lo que aportan por separado. Cada una en su ámbito, cada una con su capacidad de contribuir al debate necesario.

De hecho, ¿no es ese uno de los objetivos más importante de la educación? Con conocimientos, datos y una estructura mental/ideológica (propia) en la que enmarcarlos pretendemos que los estudios reglados nos den a todos la oportunidad de reflexionar y llegar a conclusiones sobre diversas cuestiones, más allá de nuestra especialidad profesional. Existe una inclinación (inevitable, tal vez) en todos los ámbitos profesionales por desdeñar opiniones no por los argumentos esgrimidos sino por proceder de personas de fuera del gremio  Es hora de discriminar y entender que ni todo lo de viene de fuera es equivocado ni todo lo que proviene de dentro tiene valor.

Todos vamos a terminar opinando sobre casi todo (lo queramos o no). Defendamos la experiencia como un valor incontestable pero sin dejar de lado la formación intelectual, las lecturas y la reflexión. Y solo después, sin avergonzarnos de ello, dejemos que la ideología sea el filtro final a través del cual construyamos nuestra cosmovisión.

24 febrero 2018

La voz silenciada de los docentes

¿De quiénes hablan los partidos políticos cuando dicen que consultan a los profesores? ¿Con qué "expertos" deciden nuestro futuro Podemos, IU, Ciudadanos, PSOE y PP? ¿Por qué nunca hay consultas a los claustros de la enseñanza pública para conocer su opinión? ¿Por qué unos (la izquierda) creen que los sindicatos tradicionales representan nuestra opinión? ¿Han analizado la participación en las elecciones sindicales? ¿Por qué los otros (la derecha) consideran voces autorizadas para diseñar la educación a pedagogos y representantes de fundaciones privadas con intereses opacos? La enseñanza pública, en contra de lo que interesadamente ciertos sectores de los medios de comunicación quieren hacer ver, es enormemente plural. Conviven docentes con diferentes ideologías que somos capaces de soportarnos y casi siempre de entendernos. Es más, somos los primeros en reconocer lo bien que lo hacen algunos profesores de la "trinchera de enfrente" y lo mal que lo hacen algunos de los que, en teoría, son "de los nuestros". Porque vivimos en el aula cada día, cada semana, y sabemos que o nos apoyamos o no salimos adelante. Que nuestros alumnos no saldrán adelante sin la colaboración de todos sus profesores. Entonces, ¿por qué la mayoría de profesores creemos que jamás se nos escucha, que jamás se atiende a las verdaderas prioridades que nosotros entendemos que tiene la educación en España? No hablo de que decidamos nada (faltaría más) sino de que nuestra voz, la verdadera, se escuchase.

31 enero 2018

Un año de libros (2017)

Estos fueron los libros que leí por primera vez durante durante 2017. Fue un año con lecturas muy interesantes pero también con varias decepciones. Tras el peor otoño literario de mis últimos años (demasiadas cosas en la cabeza, demasiados libros empezados que no he terminado aun) la cosa quedó en esto: 
  • La cena (2010)Herman Koch. Novela.
  • Los (bienes) comunesJoan Subirats y César Rendueles. Ensayo (conversación política).
  • Los limites del deseo (2016)Esteban Hernández. Ensayo (política, economía).
  • La España vacía (2016)Sergio del Molino. Ensayo (sociología).
  • Contra la posmodernidad (2011)Ernesto Castro Córdoba. Ensayo (filosofía).
  • Escuela o barbarie (2017)Carlos Fernández Liria, Olga García Fernández y Enrique Galindo Fernández. Ensayo (educación)
  • Los cinco y yo (2017)Antonio Orejudo. Novela.
  • La ley de las aulas. La enseñanza española desde Franco hasta Wert (2016)Héctor G. Barnés. Ensayo (educación).
  • Teoría King Kong (2006)Virginie Despentes. Ensayo (feminismo)
  • Bajo el signo de la melancolía (2017)Santos Zunzunegui. Ensayo (cine).
  • Filmish (2017)Edward Ross. Novela gráfica. Ensayo (cine).
  • 2084, el fin del mundo (2015)Boualem Samsal. Novela.
  • La sociedad del cansancio (2012)Byung-Chul Han. Ensayo (filosofía).
  • La izquierda feng-shui (2017)Mauricio José Schwartz. Ensayo (pseudociencias).
  • El corazón de Livingstone (2014)Aurora Delgado. Novela.
  • Sociología del moderneo (2017)Iñaki Domínguez. Ensayo (sociología).
  • Storytelling (2008)Christian Salmon. Ensayo (sociología).
  • Howard Hawks, el camaleón de Hollywood (2017)Albert Galera. Ensayo (cine).
  • Centauros del desierto (1954)Alan Le May. Novela.
  • Economía y pseudociencia (2013)José Luis Ferreira. Ensayo (economía).
  • En defensa del populismo (2016)Carlos Fernández Liria. Ensayo (sociología).
  • Madres arrepentidas (2015)Orna Donath. Ensayo (feminismo).

27 enero 2018

Un año de cine (2017). Segunda parte

Aquí comparto la segunda tanda de películas que vi por primera vez durante 2017. Aclaro, mediante la palabra cine, las que vi en pantalla grande. Están ordenadas cronológicamente, según las fui viendo. 
  • La guerra del planeta de los simios (2017)Matt Reeves (cine). Broche final a una trilogía de cine de entretenimiento de gran calidad y enorme honestidad. César es ese héroe trágico que finalmente ha de enfrentarse a sus propias contradicciones, a sus miedos y a su rabia en una historia bien construida, emocionante, triste y con una música maravillosa del gran Michael Giacchino.
  • Figuras ocultas (2016)Theodore Melfi. De factura técnica rutinaria y dirección algo pobre la película se sostiene por la extraordinaria emoción que transmite ese grupo de mujeres negras de gran inteligencia enfrentadas dentro del mundo de la ciencia al machismo y al racismo, ese cóctel miserable que pudre nuestra sociedad. Excelentes interpretaciones en una película cuyo visionado provoca reflexión y nos recuerda la función social y educativa que también tiene el cine. Eso sí, siempre a la medida de Hollywood.
  • Amor tóxico (2015)Norberto del Val. Cine español de trincheras, realizado con pocos medios pero con enormes conocimientos. Además de con mucha mala leche y con mucha incorreción política. Su humor negro termina incomodando y, como ya indica el título, indaga en la toxicidad de las relaciones de pareja que establecemos. 
  • El bar (2017)Álex de la Iglesia- Contiene muy poco de lo mejor del director (el arranque de la historia, los movimientos de cámara, la fisicidad de los personajes, el dominio del espacio) y mucho de lo peor de su cine (inconsistencias narrativas, pérdidas dramáticas del ritmo, ese gusto por la extravagancia en el momento equivocado o la incapacidad de darles un final a historias que prometen más de lo que finalmente se obtiene). Decepcionante.
  • El círculo (2017) - James Ponsoldt. Un desastre sin paliativos. Qué cosa tan mala. Errada desde la misma concepción, consigue que una trama con enorme potencial (el mundo de las nuevas empresas tecnológicas y el lado oscuro de sus nuevas relaciones laborales e interpersonales) derive en un pestiño de dimensiones galácticas. No debe ser nada fácil lograr que una buena actriz como Emma Watson parezca imbécil la mayor parte del tiempo que deambula por la pantalla, sin saber muy bien qué hacer ni qué sentir. Eso sí, que Tom Hanks en su breve papel sea capaz de salvar los muebles y elevarse sobre el nivel medio de este bodrio habla extraordinariamente  bien de las tablas que ya tiene este excelente actor.
  • La mujer pantera (1942)Jacques Tourneur. Maravillosa muestra de lo mejor de un cine clásico de bajo presupuesto, sin pretensiones, imaginativo y libre, que arriesgaba con tramas sexuales y enfermizas como esta, que se colaban en segundo plano, enmascaradas tras cine convencional de género. Algunas de su secuencias, de corte expresionista, alcanzan la perfeción audiovisual. Muy recomendable.
  • El regreso de la mujer pantera (1944)Rober Wise y Gunter von Fritsch. Extraña secuela que retoma los personajes de la cinta anterior pero dentro de un nuevo contexto, alejándose del terror y del sexo, construyendo una especie de cuento gótico sobre la infancia y el difícil trance de dejar atrás la ensoñación de la niñez. Ha pasado el tiempo sobre ella.
  • Las furias (2016)Miguel del Arco. La familia es una fuente inagotable a la hora de construir historias porque indagar en ella es hacerlo en la construcción social más relevante de nuestras vidas. Si la historia, como es el caso, parte de lo particular para hablar de lo universal, las relaciones humanas mostradas nos sirven como espejo de las nuestras, nos duelen, nos hacen daño. La película, más allá de algunas innecesarias tentaciones manieristas en la fotografía, es potente, dura e intensa. Me gustó mucho.
  • El beso de la pantera (1982)Paul Schrader. Más alla de la hipnótica belleza sensual de Natassja Kinski la película es un absoluto despropósito. Todo lo que era planteado de manera delicada y sutil en la película clásica aquí termina convertido en algo ridículo y extravagante. Absolutamente innecesaria.
  • Guardianes de la galaxia 2 (2017)James Gunn. Más de lo mismo. Si bien la primera parte supuso un soplo de aire fresco en el sobrecargado universo marveliano, esta segunda parte parece nacer ya aburrida. Una vez agotada la propuesta gamberra de aquella solo queda en esta exprimir sin gracia a unos personajes sin evolución dramática, recurrir a chistes facilones y construir un nuevo final carente de lógica interna alguna pero eso sí, saturado de efectos especiales.
  • Queridísimos verdugos (1973)Basilio Martín Patino. Documental que te deja sin respiración, pegado a la pantalla, devorando no ya solo la crítica subterránea al franquismo, sino el espectáculo doliente de una España negra, visceral y pobre.
  • La momia (2017)Alex Kurtzman. Hollywood da signos de agotamiento y la audiencia ya no responde como antes a intentos de blockbusters extravagantes como este revival de los viejos monstruos de la Universal. Hasta hace bien poco la presencia de estrellas como Cruise y Crowe hubieran salvado de la debacle en taquilla a este bodrio, pero ya no lo consiguen. Hay siempre otra opción, claro: dejar de rodar bazofias como esta y ofrecer al espectador un divertimento que no ofenda a la inteligencia. Y un detalle más, que no se me olvide: el montaje, madre mía, el montaje...
  • Sully (2016)Clint Eastwood. Película sencilla, humana, sin pretensiones, que funciona sin algaradas y sirve para que Clint Eastwood, siguiendo la estela de sus viejos maestros, reivindique la figura del profesional que hace bien su trabajo, que ejerce de héroe contra su voluntad, enfrentándose incluso a la indecente maquinaria de la burocracia o la política. Cine con aroma a clásico al que, de todas maneras, se le notan las costuras ideológicas.
  • Al filo de los 17 (2016)Kelly Fremon. Los problemas de la adolescencia aparecen retratados inicialmente con frescura y sinceridad pero, a medida que el metraje avanza, la impostura y el artificio crecen. Comedia sentimental de iniciación que, como tantas en los últimos años, parte de premisas subversivas para cerrar su historia asumiendo los tópicos más conservadores. Es una tendencia que merecería la pena investigar.
  • La profesora (2016)Joan Hrebejk. La corrupción del comunismo en la antigua Checoslovaquia a través de las peripecias de la profesora de un colegio que poco a poco, a través de la manipulación y el chantaje, va consiguiendo que todos los padres de sus alumnos estén a su servicio para preservar las buenas notas de sus hijos. Atmósfera opresiva en una buena película que retrata con acierto la triste capacidad del ser humano para ser miserable.
  • El rocío es compartir (2012)Francisco Campos Barba. Basura infinita, cósmica. No hay palabras que hagan justicia a lo que sentí con el visionado de este engendro. Una reivindicación documental babosa, maniquea e hipócrita de la fiesta de El Rocío, que pretende dotar a una fiesta que desborda alcohol, clasismo y postureo de una trascendencia artificiosa a través de lo que el autor considera una realidad ya demostrada de antemano: que en esa fiesta la solidaridad y el hermanamiento entre personas diferentes es absoluta. Y un carajo. Como cine documental es un bodrio. Ideológicamente, un desvarío.
  • The Osiris child (2016)Shane Abbes. Una rareza de ciencia ficción que no oculta su espíritu de serie B pero que resulta entretenida. Juega a su favor el no abusar del CGI cutre habitual del cine de bajo presupuesto y recurrir a efectos especiales artesanales.
  • Piratas del Caribe: la venganza de Salazar (2017)Joachim Reomming y Espen Sandberg. La fórmula está agotada. Se ha exprimido hasta la última gota al que hace una década fuera un personaje carismático, Jack Sparrow. La decadencia del personaje solo es comparable a la del actor que lo encarna pero Disney es incapaz de renunciar a una franquicia maltrecha porque sigue generando ingentes cantidades de dinero. Al menos es (algo) menos aburrida que la anterior película de la saga.
  • Negación (2016)Mick Jackson. El famoso enfrentamiento entre la historiadora Deborah E. Lipstadt y el negacionista del holocausto judío, David Irving, a mediados de los 90, se convierte en una película judicial sin fuste, sin ritmo y con una pobre interpretacion de una actriz habitualmente solvente como Rachel Weisz. Una pena, pero las buenas intenciones no son suficientes para crear buen cine.
  • Nieve negra (2017)Martín Hodara. Contiene en su interior una buena película pero es incapaz de superar los continuos lastres de una trama disparatada (esa novia española...). Historia familiar tramposa  que deriva en un final bochornoso.
  • Revolt (2017)Joe Miale. Ciencia ficción de serie Z que no aporta absolutamente nada al trillado subgénero de la invasión alienígena de turno. Visualmente apañada.
  • Crudo (2016)Julia Ducournau. Enfermiza, oscura e inquitante metáfora del despertar al sexo adolescente a través del canibalismo. Aunque su visión resulte perturbadora no termina de cuajar en gran película debido a un tramo final indeciso en el que la historia está a punto de derrumbarse. A pesar de ello, recomendable.
  • Spielberg y Williams, el arte de la colaboración (2011)Robert Tranchtenberg. Documental que ahonda en la relación cinematográfica y personal entre dos de los gigantes del cine americano de los últimos 50 años. Su trabajo en común  perdurará para siempre en las memorias sentimentales de varias generacioness. Una gozada.
  • Milius (2013)Joey Figueroa y Zack Knutson. Retrato amable de la insólita carrera cinematográfica del director (Conan) y guionista (Apocalypse now) John Milius. A través del retrato de su poliédrica y arrolladora personalidad el documental analiza la revolución que supuso el nuevo cine americano de los 70 (nada que no haga mucho mejor el famoso libro de Peter Biskind, Moteros tranquilos, toros salvajes...) y su posterior decadencia.
  • The bad batch (2016)Ana Lily Amirpour. Pretenciosa y errada distopía postapocalíptica que bebe de las fuentes de Mad Max pero es incapaz de encontrar su propia voz, convirtiéndose en un batiburrillo de referencias inconexas y provocaciones gratuitas.
  • Blade Runner 2049 (2017)Dennis Villenueve (cine). Espléndida secuela de una maravillosa película. Visualmente es arrebatadora, con una belleza dolorosa que nos habla de un pasado perdido que no solo no se puede recuperar sino que, convertido en nostalgia totalitaria, imposibilita el presente y destruye la posibilidad de futuro. El dilema sobre lo que nos hace humanos sigue presente pero se abren nuevas puertas a través de ese replicante que sufre (y por tanto se humaniza) por el hecho de pensar que puede ser hijo de un humano. Los errores que pueda tener la película son ampliamente superados por sus aciertos y cuando las lágrimas en la lluvia se convierten en lágrimas en la nieve, mientras Deckard ve por primera vez a su hija con la música de Vangelis de fondo, el cine, ese arte, se hace extraordinario.
  • Spider-man homecoming (2017)Jon Watts. El trepamuros vuelve a casa, vuelve bajo el paraguas todopoderoso de Marvel y Disney, y el regreso le sienta bien, al menos superficialmente. Otra cosa es cuando rascas un poco y te encuentras con una película plana, insustancial, incluso a ratos aburrida, que esquiva todos los conflictos de Peter Parker y se queda tan solo con su lado más jugueton y adolescente. Tiene claro, es evidente, a qué publico se dirige.
  • Roug night (2017)Lucía Aniello. Las películas de juergas locas masculinas son un subgénero en sí mismo dentro del cine americano. No recuerdo prácticamente ninguna que supere, ni de lejos, el mínimo suficiente para ser considerada siquiera una película decente. Pues bien, ahora  (y es estupendo que así sea) llega el turno de historias con la misma temática pero con protagonistas femeninos. Pues eso. Hay que reconocer que esta película en cuestión es coherente con la trayectoria del género: es igual de patética que las protagonizadas por hombres.
  • Fe de etarras (2017)Borja Cobeaga. La polémica que generó su estreno en Netflix no benefició la recepción de una película que, tras las máscara de comedia, esconde una reflexión dolorosa sobre la futilidad de llevar hasta las últimas consecuencias unas ideas que nacen puras pero terminan solo sobreviviendo en el fango más infecto. La necesidad de una vida normalizada es uno de los torpedos de flotación más poderosos contra el mundo etarra que se hayan planteado. Da igual, es una película que no se ha querido comprender. No es de extrañar conociendo el país en el que vivimos.
  • The Meyerowitz stories (2017)Noah Baumbach. Uno de los directores indies más interesantes de la última década se atreve con esta historia familiar que se aleja algo de su territorio más habitual. La incomunicación y las frustraciones personales provocan envidias y malentendidos apenas superables por los fuertes lazos que se construyen en el seno familiar. Me gustó, pero no es ni de lejos mi preferida de Baumbach .
  • Ocho apellidos catalanes (2016)Emilio Martínez Lázaro. Perdido el impacto de la novedad se repiten fórmulas, clichés y giros de guion bochornosos en una película cuya puesta en escena recuerda más a un mal capítulo de la televisión española de los 90 que a una producción audiovisual moderna. Un par de chistes buenos, dos medias sonrisas y poco más. Lamentable.
  • The little hours (2017)Jeff Baena. Pintaba estupenda y se quedó en nada. Adaptación libre de El Decameron con un grupo de actrices y humoristas estupendas que termina convertida en una película insustancial lastrada por su construcción episódica.
  • Creative control (2015)Benjamin Dickinson. Cercana en su planteamiento a los mejores episodios de Black Mirror (aquellos que tratan sobre las consecuencias de las nuevas tecnologías en nuestras relaciones personales y sociales) dialoga también con la sobrevalorada Her, de Spike Jonze. La construcción de una inteligencia artificial que permita eliminar aquellos aspectos de tu pareja o de tu amante que no te satisfacen (también que permita escapar del rechazo) es el detonante de una reflexión inteligente sobre las despersonalización de las relaciones humanas y cómo la tecnología, que inicialmente palía los problemas, termina por agudizarlos. Interesante y recomendable.
  • Spielberg (2017)Susan Lacy. Un repaso menos minucioso de lo que debiera (sortea sin disimulo sus grandes fracasos) de la carrera cinematográfica de Spielberg, mostrando sus obsesiones, sus motivos recurrentes, la importancia de la familia en su vida y en sus películas, y evidenciando el enorme talento de uno de los directores más importantes de los últimos 50 años del cine americano. Enormemente creativo, con una técnica incomparable y una formidable capacidad en la direcion de actores. Otra cosa sería hablar de cómo ha desperdiciado ese talento durante tantos años.
  • Valerian (2017)Luc Besson. Intento de Besson de reverdecer los viejos laureles de El quinto elemento. Tan apabullante y creativa visualmente como aquella lo que aquí falla es la historia, confusa y sin gran interés, con unos personaje poco carismáticos con los que en ningún momento empatizas. Una pena.
  • El otro guardaespaldas (2017)Patrick Hughes. El punto de partida merece la pena: un guardespaldas en horas bajas ha de cuidar de un asesino aun más letal que él. Solo el humor irreverente salva a ratos una historia que se pierde en una subtrama irrelevante.
  • Brimstone (2016)Martin Koolhoven. Western psicológico y visceral que, de manera valiente, no elude las zonas más oscuras de una trama compleja sobre la pederastia, la religión y la enfermiza necesidad de controlar la vida de alguien. Película muy interesante, a pesar de la absurda subtrama que contiene para justificar su imbécil final.
  • The dark tower (2017)Nikolaj Arcel. Menudo desastre. Curiosamente lo que mejor funciona de la película es su inicio, la historia del niño con problemas psicológicos y familiares está muy bien planteada. El problema llega cuando lo fantástico aparece y todo se va al carajo. Pocas películas con presupuesto digno presentan los problemas que esta tiene de montaje, continuidad y ritmo.
  • Mother! (2017)Darren Aronofsky. Controvertida película a la que le han dado palos sin piedad y que a mí, curiosamente, me pareció excelente. Con una atmósfera malsana y mediante un crescendo narrativo que desemboca en una auténtica locura visual, esta (evidente) metáfora religiosa sobre la creación y el abuso de un mundo enfermo tiene otras lecturas sobre la creación artística  igual de ricas en su interior. Cine adulto para mentes abiertas.
  • Beyond skyline (2017)Liam O´Donell. Secuela tardía de una película sobre invasiones alienígenas que visualmente era brillante pero cuya trama y personajes dejaban mucho que desear. En este caso, en un alarde de coherencia digno de alabar, han hecho una película que es una chapuza total en todos lo aspectos. Para qué complicarse la vida.
  • The last jedi (2017)Rian Johnson (cine). Poco tengo que aportar desde un criterio puramente objetivo a una película de Star Wars. Las disfruto como el niño que fui, me sumerjo en ellas con emoción desbordada y las siento como parte de mi vida. En este caso, The last jedi me permitió reconciliarme con un personaje como Luke Saywalker, siempre demasiado naíf para mi gusto en la trilogía clásica. Me entusiasma la evolución de Luke, sus dudas, su vejez escéptica. Y como, a pesar de todo, asume su destino y finaliza su viaje del héroe. Me quedo con dos momentos, dos secuencias que valen oro: el reencuentro de Luke con Leia, tras tantos años, pura melancolía; y el final de Luke, con los dos soles en el horizonte, muriendo en paz. Y la música de esos dos momentos, la música de John Williams, reinterpretando de manera nostálgica dos de los mejores temas musicales de la saga. Pelos como escarpias.
  • La montaña entre nosotros (2017)Hany Abu-Assad. El cine ha mutado, es incuestionable. Y a quien más le afecta, curiosamente, es al cine de Hollywood. Esta película hace 20 años hubiera sido un exitazo, al borde del evento, y ahora pasa absolutamente desapercibida, no interesa a casi nadie. Una historia de amor entre adultos maduros interpretada por actores con carisma. Da igual, la taquilla no responde. La taquilla es millenial, nos guste o no. Y, en el caso de películas como esta, tan predecibles y convencionales, la verdad, no perdemos tanto.
  • Kingsman 2, el círculo de oro (2017)Matthew Vaughn. Tiene el habitual problema de las secuelas, en lugar de derivar los personajes hacia nuevas tramas que impliquen una evolución personal, se limita a repetir el esquema del éxito anterior y a volver a hacer todo igual, con una única novedad: más explosiones, más ruido, más efectos especiales. Absolutamente prescindible salvo por una cosa: disfrutar de una Julianne Moore espléndida, a la que se le nota lo bien que se lo pasa con su breve papel de mala malísima.
  • Bright (2017)David Ayer. La television (Netflix) es el refugio del cine heredero de aquél que en los 80 arrasara. Significativo. Tenemos a pareja de policias (hombres) salvando la ciudad (o el mundo, qué más da), mostrándose una lealtad inquebrantable (a pesar de sus diferencias) mientras sueltan sus chascarrillos y derrochan (o no) carisma. Que la trama de siempre ahora se desarrolle en un mundo alternativo inverosimil repleto de orcos, elfos y hadas no importa lo más mínimo porque todo huele a viejo, a rancio, a naftalina. El tiempo, que es implacable.
  • The babysitter (2017) - McG. Película de bajo presupuesto de las que produce Netflix para rellenar su catálogo. Divertimento adolescente con el que te ríes algo, te aburres mucho y olvidas en muy poco tiempo.
  • It (2017)Andres Muschietti. Para un espectador como yo, que no he leído la novela de Stephen King en la que se basa, la película no es más que un producto de cierta calidad que trata de pasar por cine de terror (aunque de eso hay más bien poco) una película de intriga adolescente. El desarrollar la historia en los años 80 no es más que una vuelta de tuerca más al coñazo del revival ochentero en el que llevamos inmersos unos años (y lo que nos queda).