17 noviembre 2018

El apocalíptico integrado: una historia de la izquierda

En esa amalgama social a la que llamamos izquierda convivimos una enorme diversidad de personalidades con diferentes aspiraciones, necesidades, prioridades y emociones que terminan cristalizando en una masa de votantes extrañamente heterogénea, en la que aparecen desde esas pijas amantes de la homeopatía y los baños de bosque hasta esos viejos que apuran su vida ahogados en un machismo miserable mientras proclaman seguir siendo comunistas. Nada nos une con más fuerza a mucha de esa gente de izquierdas que elude el sufrimiento económico del día a día que la vanidad, cierta superioridad moral que no podemos nunca dejar de translucir, una manera de mirar al mundo con la que satisfacer nuestros egos y (sobre)valorar nuestros sesudos análisis sociopolíticos. Lo cierto es que esta actitud tan solo sirve para distanciarnos de esa realidad que creemos desentrañar tan lúcidamente, elevarnos sobre ella para no mancharnos y, de esta forma, impedir cualquier posibilidad real de acercarnos al dolor diario de ese pueblo, de esas clases populares a las que decimos defender e, incluso, de manera arrogante, representar. Hasta cuando votamos pretendemos distinguirnos, diferenciarnos, advertir a los demás, a los que deberían ser nuestros compañeros y a los que deberían ser nuestros enemigos que nuestro voto tal vez sea como el suyo o tal vez sea contrario a él (la verdad es que para algunos eso es lo de menos), pero que nosotros lo hacemos desde nuestra atalaya moral, desde una posición de superioridad intelectual, con la nariz tapada, con condescendencia, como mal menor, a sabiendas de que los que nos han de representar no estarán jamás a nuestra altura. Al final, lo único que dejamos claro es que, en ocasiones, para muchos de nosotros, nuestra posición (radical) es más estética que ética y que en el fondo no somos peligrosos. Y los que lo tienen que saber lo saben, claro. Y se descojonan.

Entre todo los tipos de miembros de nuestra tribu hay uno que últimamente me subyuga en particular, uno en el que no puedo dejar de pensar. He decidido llamarlo el apocalíptico integrado. En los últimos años me he encontrado personalmente con varios, también los he leído en redes y ensayos. Suele ser gente preparada, con lecturas, que ha reflexionado de manera cabal sobre política y sociedad; son tipos formados, cultos, intelectualmente atractivos, potentes, pero que no pueden evitar mirar por encima del hombro a todo lo que huela a intentos de reformismo, a mejoras parciales, a parches que ellos desdeñosamente califican como buenistas. Son aquellos a los que el Tony Judt de Algo va mal les provoca una urticaria mortal, al tiempo que la apelación a sus últimas ideas provoca la aparición de una sonrisa de desprecio en sus caras. Aprovechan cualquier error de la izquierda política representativa para reforzar sus tesis. Se alimentan emocionalmente de las contradicciones que han de asumir aquellos que, pretendiendo ser de izquierdas, detentan de manera precaria el poder. Han llegado a una conclusión que pretenden hacer pasar por "científica": no hay solución dentro del capitalismo. El capitalismo destruirá siempre cualquier alternativa que pretenda modificarlo o matizarlo sin eliminarlo. Sus  razones son de peso, sus argumentaciones impecables, sus diagnósticos inapelables. Desprecian cualquier intento de reforma aunque mejore parcialmente las condiciones de vida de los mas desfavorecidos; pertenecen a una élite intelectual fantasma a la que nadie presta atención pero que sobrevive políticamente alimentándose de sus propias expectativas. Ante cualquier circunstancia social siempre encontrarán un motivo para reafirmarse en su planteamiento radical original, ese que les permitirá diferenciarse, encontrar razones para el nuevo fracaso reformista, evaluar de manera condescendiente los resultados de ciertas políticas sociales y refugiarse en la ironía cobarde, en el sarcasmo estéril, sin aportar más solución que una fantasmagórica teoría del colapso como elemento regenerador de una sociedad enferma de capitalismo. Incapaces ya de vislumbrar esa implosión capitalista que predijeran Marx o Rosa Luxemburgo, ahora prefieren especular con un próximo colapso climático, con una naturaleza implacable que vendrá remediar nuestra incapacidad revolucionaria, una naturaleza esquilmada que derrotará al capitalismo a través de una crisis ecológica que la arrogante ciencia humana no será capaz ya de contener. 

Conversar con un apocalíptico integrado es siempre un placer. Leerlo siempre es una puerta abierta al conocimiento. Su bagaje cultural y su curiosidad le permiten no solo estar al tanto de lo que se pensó en el pasado sino también de lo que el actual presente convulso plantea. Lo que resulta sorprendente es que, en el fondo, poco de todo eso le importa. Ha decidido levitar en el vacío, no ensuciarse en el fango de la realidad, no tener que enfrentarse a ninguna contradicción. El apocalíptico integrado de izquierdas ha decidido detener el tiempo, salirse del mundo, no cree necesario ya involucrarse en ninguna lucha, solo resta esperar a ese horror que se avecina y que, en su inconsciencia, termina invocando en sus discursos. Se ha convertido en un milenarista absurdo a la espera del gran colapso social. Su horizonte de futuro solo contempla el fin del capitalismo a través del final de un planeta que, según ellos, siempre está al borde del abismo ecológico.
 
La radicalidad de su planteamiento intelectual haría pensar que, descartado un inútil activismo subversivo o terrorista, la vida de estos apocalípticos integrados se convertiría en una ascética espera de un final inevitable o en un desquiciado intento de proteger a los suyos de la convulsión social que acarrearía ese colapso ecológico que consideran inevitable, al estilo del protagonista de Take Shelter, la magnífica película de Jeff Nichols.
 
Pero no. Aquí aparece la paradoja. Sus vidas, extrañamente, no reflejan ninguna de sus convicciones: se casan, tienen hijos (a los que según ellos abocan a un futuro terrible), trabajan cada día como todos, se convierten en funcionarios, aceptan convenciones sociales conservadoras y degradantes, se relacionan con suegros fachas o liberales, participan del consumismo occidental, mantienen amistades con machistas y reaccionarios en nombre de lealtades inextricables... ¿Realmente desean que este mundo, como aseguran, se acabe? Y si no se va a acabar próximamente, ¿es honesto despreciar continuamente cualquier intento de construir socialdemocracias (siempre defectuosas) que mejoren las condiciones de vida de los más jodidos?
 
Reconozco que disfruto con ellos. Disfruto de su conversación, de sus agudos análisis de la realidad, admiro su inteligencia. A veces, incluso, en ciertos momentos de debilidad, envidio su calculada indiferencia hacia una realidad con la que nunca se ensucian, pero no puedo evitar poner siempre cierta distancia emocional con ellos, mantener cierta frialdad hacia ellos, procurarme cierta protección frente a unas ideas que parecen sugestivas pero que, finalmente, tan solo son enormemente cómodas. No puedo evitar que el fantasma del postureo aparezca ante mis ojos, que haya algo que nunca termine de encajar entre el discurso intelectual y la realidad vital. Al final, siempre termino encharcado en una de mis obsesiones, la coherencia, la puñetera coherencia.

21 agosto 2018

La huelga, esa piedra en el zapato del precariado


No recuerdo una sola gran huelga en los últimos 20 o 25 años que a los pocos días los grandes medios de comunicación no hayan empezado a demonizar de manera indecente y que la opinión pública, más o menos manipulada, no se haya vuelto contra ella con mayor o menor virulencia. Dio igual que fueran mineros, estibadores, controladores, profesores, taxistas o basureros. Poco importó que fueran trabajadores de la limpieza, de AENA, los del metro o los de astilleros. Cuando no fueron lo suficientemente trascendentes para ser mediáticamente criticadas, las huelgas tan solo fueron dolorosamente ignoradas.

Siempre parecen existir excusas para criticar cualquier lucha por los derechos de los trabajadores, todos las hemos escuchado alguna vez:

"No defienden sus derechos, defienden sus privilegios".

"Igual tienen razón pero la pierden por las formas, esa violencia es inaceptable".

"Si ellos tienen derecho a la huelga, ¿no tengo yo también derecho a llegar a la hora a mi trabajo?



Una y otra vez la solidaridad con los demás trabajadores es reprimida por un sistema caníbal y cínico que alimenta el enfrentamiento, potencia la singularidad e induce al aislamiento laboral. Últimamente, además, parece que hemos empezado a comprar con gusto malsano ese discurso destructivo. El precariado (sobre)vive en un infierno diario pero no aspira a cambiar el sistema sino a triunfar en él. Ese infierno aspiracional es el motor de un sistema laboral en el que se soporta la explotación y la humillación de empresarios indecentes en silencio, pero luego se reprocha la lucha de otros que solo pretenden no soportar o no alcanzar ese grado de sordidez laboral.

Tal vez una de las causas de que todo esto suceda es que casi nadie se asume como trabajador precario a jornada completa (el señuelo aspiracional), sino como alguien capaz de aceptar sin batalla unas condiciones laborales infames porque vive en una ensoñación perpetua, a la espera de dar el salto a otro nivel, a la espera de un futuro que, en demasiados casos, por pura estadística, nunca llegará.

No nos miramos los unos a los otros como trabajadores. La lucha por los derechos de unos debería ser la lucha por los derechos de todos. Nos miramos con rencor y envidia, con desconfianza, bien adiestrados por unos medios de comunicación siempre dispuestos a fijarse en lo anecdótico del contexto sociolaboral, nunca en lo sustancial, jamás en lo conflictivo.

Es de rigor analizar críticamente el silencio de cada uno de los colectivos que se han ido poniendo en (justa) huelga en relación a las huelgas de los otros colectivos. Vivimos en un tiempo de egotismo tan atroz que incluso las únicas huelgas necesarias parecen ser las nuestras. ¿Y las otras? ¿Nos paramos a pensar en las otras huelgas? ¿Nos solidarizamos con los demás trabajadores en esas huelgas? ¿Nos posicionamos públicamente con ellos sin rodeos?... A veces sí, al menos al principio… Pero que no nos jodan las vacaciones.

Jugamos a ser islas ridículamente independientes en un mar de canibalismo capitalista que se descojona de nosotros. Nos ignoramos, vivimos inmersos en una distopía posmoderna de empatía y emociones positivas, esas que jamás aplicamos al trabajador puteado de enfrente. Cuando la realidad nos mancha desaparecen las caretas. Que el otro se joda. Como nosotros.

Si terminas de leer esto igual piensas que no va contigo, claro. Que menudo coñazo. Estás por encima de estas mierdas, no te va a convencer de nada un puto hilo de Twitter o este post. Que tampoco es para tanto. Igual todavía eres joven. Igual hoy acabas de llegar a casa tras trabajar 10 horas de las que solo 6 aparecen en tu contrato. Estás reventado. Igual has decidido pedir comida por Uber o por Glovo. E igual, al ir a pedirla, has recordado que por fin los riders se han puesto en huelga. Te cabreas: "joder, ¿ni siquiera voy a poder comer por estos gilipollas?"

Pero no, esto no va contigo, claro.

26 mayo 2018

La Educación amenazada

De vez en cuando, los poderes del Mercado dejan filtrar sus verdaderas voces e intereses a través de los poderes políticos a su servicio. Esta noticia de El Mundo advierte sobre la "preocupación" de la Comisión Europea por la Educación en España. Resulta especialmente relevante este párrafo, y aun más interesante analizar la correlación de ideas que refleja:

  1. Muchos jóvenes tienen muy buena formación.
  2. Pero existe un problema: están sobrecualificados para lo que demanda el mercado laboral.
  3. ¿Solución? Hay que adecuar la Educación a las exigencias del mercado laboral.
Es decir, admiten sin titubear que la formación de estos jóvenes es válida, es "buena", pero claro, resulta "excesiva" ante lo que realmente el mercado laboral puede ofrecerles. Imbuida de ese cinismo neoliberal que representa el signo de nuestro tiempo, la Comisión Europea ni siquiera se preocupa por mencionar esa otra solución que todos vemos a esa "sobrecualificacion" que mencionan como problema: se podría intentar mejorar las condiciones del mercado laboral, adecuarlo a esa buena formación que citan, y así dar cabida a esa gente bien formada, pagándole unos salarios dignos y dándoles unas condiciones de trabajo que permitan cierta estabilidad y un proyecto de vida. Ni se lo plantean. Y ni se plantean que los ciudadanos que preferimos vivir en una sociedad que elija esa segunda posibilidad, frente al determinismo social que implica la primera, nos enfrentemos políticamente a sus deseos, a su visión. Se saben ganadores. Nos desprecian.

A pesar de todo sí hay una aspecto relevante, perverso, que prefieren ocultar cuando propugnan la necesidad de adecuar la Educación a ese mercado laboral precario que tenemos: no está resultando nada sencillo lidiar con las expectativas de aquellos que dedicaron años a conseguir una buena formación con la promesa de que ello significaría mejores puestos de trabajo y mejores salarios. En esta fase del capitalismo afectivo en la que vivimos, en la que las empresas han decidido parasitar las emociones de sus empleados como un instrumento más para mejorar la productividad, no se puede permitir tener a trabajadores críticos, molestos, enrabietados o reivindicativos. Que estén descontentos por el engaño social, por el tiempo y el dinero invertidos en una "buena" formación que nadie ahora les valora. Por eso abogan por cambiar la Educación. Porque esos trabajadores con esa disposición emocional (negativa) les sobran.

Siguiendo el hilo de lo que defiende la Comisión Europea uno solo se puede deducir que, en el fondo, el cambio educativo que defienden no sería para mejorar esa formación sino que su pretensión es rebajarla, diluirla, hacerla líquida... ¿Os suena? No hace falta que sepan tanto, no hace falta que tantos realicen estudios superiores, no es necesario pretender un conocimiento profundo de la realidad, lo que se necesita es que los jóvenes sean flexibles y dinámicos, dóciles en lo político y emprendedores en lo económico. ¿No escucháis de fondo los ecos de los discursos hueros de ciertos gurús educativos?

Somos nosotros, como ciudadanos, como padres, como docentes los que deberíamos pararnos a reflexionar sobre la Educación que queremos para todos. Y ese para todos es trascendente. La Escuela se transforma desde la Sociedad, y ahora mismo, sin que nosotros realmente estemos decidiendo nada (aunque muchos sí estén colaborando, consciente o inconscientemente), se está produciendo una transformación, un cambio de paradigma respecto a la Enseñanza. Y los agentes transformadores son las Empresas y el Mercado. Es cierto que ese cambio no parece terminar de llegar a las aulas, que en el día a día no parece afectarnos, pero se va haciendo carne en leyes y disposiciones, en criterios de evaluación que se les imponen a los profesores de muchas Comunidades Autónomas, o en la formación obligatoria que se les ofrece a todos los docentes. Si se está atento al discurso pedagógico dominante, al que cada día sirven de altavoces los grandes medios de comunicación, se observará cómo se ha construido una hipócrita y maniquea disyuntiva entre una enseñanza "tradicional" (trasnochada, autoritaria e ineficaz) y una enseñanza "moderna" (afectiva, creativa, centrada en el alumno, horizontal). Se realza todo lo que tiene de equivocado la primera, minusvalorando (o directamente despreciando) sus posibles virtudes, mientras que se ensalza todo lo positivo que se consigue mediante la segunda (aunque provenga de experiencias sesgadas y poco representativas), sin profundizar en sus aspectos más controvertidos.

Al final, todos tendremos que decidir si defendemos realmente esos discursos que mantenemos en público sobre la importancia de la Educación. Los padres tendrán que ir más allá de aquello que beneficia a corto plazo a sus hijos pero perjudica extraordinariamente a los hijos de otros (véase la enseñanza concertada o el bilingüismo en la enseñanza pública), y los docentes tendrán que abandonar esa postura hipócrita que les lleva a defender públicamente una educación inclusiva e igualitaria para todos y después convertirse en cómplices de programas educativos segregadores, o en cruzados irreflexivos de utopismos pedagógicos que son conscientes que nunca podrían implementar con éxito, de manera generalizada, en escuelas de entornos socioeconómicos problemáticos. Y cuando hablo de éxito hablo de conseguir unos resultados académicos y una formación efectiva que permitan convertir a la escuela en el ascensor social que una vez soñó ser. Sí, puede sonar prosaico, pero más jodida es la vida y las expectativas de futuro en los barrios pobres de nuestras ciudades. Pasaos por allí.

¿Realmente la nueva Educación competencial, lúdica y emocional que fomenta (y financia) el Mercado ofrecerá las mismas oportunidades a todos los jóvenes? Bajo la pirotecnia pedagógica con la que el Mercado nos abruma subyace una cuestión fundamental: ¿tienen los niños de todas las clases sociales el mismo derecho a "sobrecualificarse" y a buscar "su" oportunidad? ¿O ese pragmatismo formativo por el que aboga la Comisión Europea solo afectará a los de siempre? Entiendo las razones por las que a cierta izquierda romántica la música de la "canción educativa" que representan las nuevas pedagogías les entusiasme. Pero hay que escuchar la letra de la canción y, sobre, todo darse cuenta de quién escribe esa letra y qué busca con ello. Ya basta de falsas ingenuidades interesadas.

Mientras los profesores innovadores, esos que en las redes se autodenominan innoeducators, no me expliquen cómo es posible que su formación renovadora, sus proyectos educativos, sus premios a los mejores profesores y su crítica a la Escuela tradicional van a cambiar la Educación para cambiar el mundo; mientras no me expliquen cómo superar la contradicción que supone que su formación renovadora, sus proyectos educativos, sus premios a los mejores profesores y su crítica a la Escuela tradicional sean financiados y promovidos por el neoliberalismo más carroñero, por fondos de inversión especulativos o por empresas que parasitan a la Enseñanza y mueven continuamente los hilos para apropiarse de una parte cada vez más suculenta de la formación obligatoria, será difícil que su ímpetu de cambio resulte creíble. Mientras que la única consecuencia de sus planteamientos educativos sea convertir a la Escuela en una burbuja de "felicidad y creatividad" para unos niños y adolescentes que, después de atiborrarse de soma constructivista y colaborativo, serán arrojados del paraíso para convertirse en carne de cañón (flexible y sumisa) de un mercado laboral precarizado, será difícil que su relato transformador resulte mínimamente verosímil.

Cuando en las redes sociales aparecen esas etiquetas recurrentes sobre eventos formativos de innovación educativa suelo pararme a leer los mensajes relacionados con ellos.  Es perturbador compararlos entre sí, analizar su contenido, el extravagante entusiasmo que destilan. La gran mayoría de los que los escriben ejercen de apóstoles disciplinados de una revolución que pretenden imparable; sus consignas pedagógicas son incendiarias: vienen a arrasar con todo, a cambiarlo todo, a construir un nuevo mundo educativo. Siempre con buen rollo, eso sí, con una sonrisa en la boca, son felices todo el rato y no pueden dejar de demostrarlo. Incluso cuando trabajan los sábados y los domingos. No les importa. Después, al entrar en sus perfiles públicos en esas redes y leer con atención sus intervenciones escritas, uno se enfrenta al mayor de los abismos: el vacío. En general, el silencio sobre todo aquello que determina en la práctica el tipo de Educación que un país tiene es estremecedor. Y tan significativo. Lo social, lo político, lo ideológico  y lo económico no existe para ellos. Han construido una Escuela virtual, una Escuela-burbuja descontextualizada socialmente, un juguete con el que disfrutar de experiencias que les llenan como docentes, independientemente de las consecuencias reales que sus acciones educativas tendrán en sus alumnos a largo plazo. Se han aprovechado de la parálisis y la mediocridad de la Escuela tradicional para satisfacer la necesidad aspiracional de una nueva generación de padres desnortados.

Pero, cuidado, estos no son los peores, estos no son más que el rebaño fiel de los otros. ¿Y esos otros quiénes son? Son los líderes del movimiento renovador, los que lanzan las consignas que aquellos repiten, los que tienen cancha para difundir sus delirios educativos en los medios de comunicación, los que dan las charlas en escenarios oscuros repletos de sombras y pantallas. Esos a los que se les llena la boca con una Educación alternativa que debe priorizar la felicidad de los alumnos, fomentar su creatividad, descubrir el talento de cada uno de ellos; una Educación en la que lo más importante sea el "saber hacer" pero nunca el "saber", que destierre el aprendizaje de conocimientos, esa cosa tan obsoleta que todos podemos encontrar en Internet cuando queramos (aunque todos sepamos que eso jamás sucederá).

Me acerco a sus perfiles en las redes, me leo sus biografías laborales. Casi nunca encuentro colegios ni institutos en ellas. Sigo buscando. Terminan apareciendo. Más en su pasado que en su presente. Y nunca ya de una forma significativa. Hoy tan solo encuentro empresas. Y ambición, claro.

07 abril 2018

Campo de batalla: la Educación

A veces es necesaria la autocrítica, la reflexión pausada. Las redes sociales son un lugar privilegiado para analizar comportamientos humanos y hace tiempo que vengo constatando una realidad: en cualquier ámbito profesional nos irrita en sobremanera que vengan desde fuera a explicar(nos) o criticar(nos) nuestro trabajo, salvo que vengan a darnos la razón y a asumir nuestra autoridad. En tal caso, solemos aceptar los aplausos sin mucho problema. Y eso es algo que resulta contradictorio.

¿Es razonable, deseable o útil  que solo puedan opinar y dictar sentencia sobre una materia en particular tan solo los profesionales implicados en dicha materia diariamente? ¿Son ellos las únicas voces autorizadas? ¿No habría que especificar sobre aquello de lo que se discute en relación a esa materia? ¿Queremos una tecnocracia o una democracia de ciudadanos informados? ¿Qué pasaría si extrapolásemos esa idea a todos lo ámbitos? ¿Sólo deben hablar sobre periodismo los periodistas o sobre política los políticos? ¿Deben ser los economistas los únicos que tengan una voz autorizada para establecer las bases ideológicas con las que construir el sistema de impuestos de un país?

Tal vez sea el periodismo un campo fértil para ampliar el preámbulo de esta reflexión. ¿Es razonable que tipos como Francisco Marhuenda (La Razón), David Alandete (El País) o Eduardo Inda (sus labores) puedan ser considerados como profesionales con la autoridad intelectual necesaria para establecer las bases de lo que debe ser la deontología del periodismo español?

Sé que esto que escribo puede resultar en principio controvertido. Todos los días en los medios de comunicación aparecen cantamañanas que ejercen de gurús visionarios ofreciendo soluciones peregrinas a problemas sociales profundos, en un lacerante espectáculo intrusista que desprecia la experiencia profesional. Pero seguro que este planteamiento inicial parecerá menos subversivo (y le gustará menos a algunos de los que ahora se frotan las manos) al profundizar en él. De momento sigamos haciéndonos preguntas. Para ello me centro ya en mi actividad profesional, en la enseñanza: ¿es honesto afirmar que todos los docentes, por el hecho de serlo, son expertos en educación y por tanto voces lúcidas a las que escuchar con atención y respeto cuando se discute sobre los problemas de la enseñanza en España? La respuesta es sencilla: no, no es honesto. Porque no, no es verdad. Una gran parte de los docentes ni siquiera se ha planteado con una mínima profundidad cómo construir las bases de un sistema educativo público, equitativo y exigente en el que los alumnos adquieran conocimientos (y con ello la capacidad de convertirse en ciudadanos críticos). Todos conocemos a profesores que trabajan cada día en el aula y cuya opinión sobre los alumnos, o sobre la actividad docente, o sobre la organización de un centro educativo, o sobre la organización general del sistema educativo no compartimos, no nos representa, nos resulta indiferente, nos provoca rechazo o directamente nos da vergüenza ajena. No todos los que enseñan cada día son voces interesantes ni autorizadas para hablar sobre la enseñanza. Sí es verdad que conocen la realidad de las aulas (faltaría más, las pisan cada día) pero ese hecho no implica automáticamente que de sus experiencias sean capaces de extraer una sabiduría que vaya más allá de la supervivencia profesional. Y todo esto es algo que desde nuestras trincheras muchas veces, interesadamente, obviamos.

Vivimos tiempos en donde lo emocional impera y ese exceso de sentimentalidad se ha extendido, inevitablemente, a unos profesionales hartos de la avalancha de opiniones "externas", delirantes e interesadas, que les intentan explicar cómo realizar su trabajo. Como consecuencia, de manera reactiva, casi defensiva, se ha construido un discurso dentro de cierto sector del profesorado que, a falta de las matizaciones necesarias, pretende trasladar a la sociedad el mensaje de que nadie puede hablar de la educación, ni pedir cuentas a los profesores sobre su labor porque estos son los únicos que poseen el bagaje necesario, debido a su experiencia, para enjuiciar dicha labor y la de sus compañeros. Y esa actitud, que linda con una arrogancia equivocada, genera una brecha y un desafecto con unos alumnos, unos padres y una opinión pública incapaces ya de aceptar (nos parezca eso mejor o peor) que el profesor tiene la razón en todo momento y que todas las decisiones que toma son las mejores y las más adecuadas para la formación de los alumnos

Entonces...

Habría que empezar por diferenciar dos planos. Por un lado está cómo elige dar sus clases un profesor, qué estrategias de enseñanza elige y cómo enfoca su labor diaria, ateniéndose siempre a las especificaciones obligatorias que los currículos oficiales establecen. En ese ámbito (uno de los que más cuestionados, curiosamente, desde fuera de la Escuela) debería respetarse escrupulosamente la autonomía del docente, aceptar sus elecciones metodológicas sin cuestionamientos externos y comprender el enorme valor que tiene una educación pública en la que cada docente aporta su visión personal sobre cómo debe diseñarse el aprendizaje de los alumnos. No existe una única manera de enseñar válida, al igual que no existe una única forma adecuada de aprender. Lo que sí existe es un enorme ruido social, alimentado por los poderes económicos, en torno a esta cuestión metodológica. Se pretende uniformizar el aprendizaje, asumiendo que la visión competencial neoliberal de la educación (abrazada de manera incomprensible por ciertos sectores de una izquierda desnortada) es la única posible, despreciando el valor del aprendizaje de conocimientos como única vía real para un cuestionamiento crítico de la sociedad en la que vivimos. He escrito sobre esto en otro lugar por lo que no me extenderé sobre ello.

Por otro lado, de manera más general, la sociedad española debe enfrentarse de una vez a la cuestión educativa. Una vez superada la inercia inicial de aquella democracia que hace 40 años conseguimos establecer, el relato de la educación como motor de ascenso social, que tan bien funcionara durante dos décadas, está hoy profundamente cuestionado. Es un relato que ha entrado en decadencia, que ya no traspasa los muros de las casas de una clases populares que viven golpeadas por una precariedad dolorosa y ven cómo sus hijos parecen abocados a unas vidas aun más precarias que las suyas. Un cinismo, tan equivocado como comprensible, ha hecho carne en ellas. Hay que dignificar la Escuela, revalorizar la cultura como forma de crecimiento personal más allá de lo económico, conseguir que esa formación inicial sea el cimiento real sobre el que edificar la vida laboral, la mejor manera de disponer de diferentes opciones de futuro. Y al mismo tiempo esa Escuela está obligada a ofrecer una manera (nunca será la única, claro) con la que conseguir esos ropajes intelectuales mínimos con los que enfrentarse a una compleja realidad política y social que los grandes poderes intentarán siempre simplificar a su favor. Nada de lo que planteo es cuestión baladí. También están en cuestión permanente aspectos claves como cuál debe ser la relación docente-alumno, los derechos y deberes de unos y otros en los centros o la integración de la Escuela en su entorno social. Y qué decir sobre la implantación de programas bilingües como el de Madrid, construidos para segregar a los alumnos y diseñar una educación de varias velocidades en la que los padres (de clase media) terminan eligiendo el entorno social al que sus hijos se verán "expuestos" y muchos docentes, funcionarios "habilitados", participan pasivamente en la selección de los alumnos a los que darán clases. La Escuela, a diferencia de lo que pretenden los vendemotos y sueñan los utópicos, no es tanto un agente de cambio social sino una consecuencia, un espejo de la sociedad en la que se construye. Y no encuentro manera alguna de considerar que en este (re)planteamiento total de lo que debe significar la educación reglada en España las voces de los docentes puedan (o deban) ser escuchadas con especial consideración solo por provenir de dentro la Escuela. Serán valiosas (o no) por los argumentos que aporten.

Respecto a cualquier realidad sociopolítica (y la enseñanza lo es, como lo es la economía o el periodismo) el acercamiento a ese segundo plano que describo puede ser experiencial, teórico o ambos al mismo tiempo. No podemos permitirnos asumir que lo experiencial se convierta automáticamente en dogma porque hay un montón de profesionales de la enseñanza cuyas voces son absolutamente inútiles en cualquier debate educativo con cierto nivel de profundidad. Hay voces lúcidas de padres, periodistas, sociólogos o pedagogos preocupados por la educación que deben ser tenidas en consideración, más allá de que lo que defiendan parezca poner en cuestión, en un primer momento, nuestro prurito profesional.

¿Qué determina finalmente que una opinión cualquiera deba ser tenida en cuenta en un debate sobre la educación? La respuesta es evidente: argumentos, datos, conocimiento de la realidad sobre la que se opina más allá de lo anecdótico. Esa es la clave. Y lecturas. Se olvida demasiado ese "pequeño" detalle. Para profundizar sobre lo que sea hay que leer mucho sobre ello aunque, evidentemente, la experiencia sea clave para poder construir un discurso realista. No se le puede negar a nadie la posibilidad de construir una opinión fundamentada sobre cualquier asunto si le dedica el suficiente tiempo a ello. Ese tiempo puede ser solo experiencial o solo teórico. Las voces más interesantes suelen ser las que son capaces de mezclar ambos aspectos pero es absurdo desdeñar lo que aportan por separado. Cada una en su ámbito, cada una con su capacidad de contribuir al debate necesario.

De hecho, ¿no es ese uno de los objetivos más importante de la educación? Con conocimientos, datos y una estructura mental/ideológica (propia) en la que enmarcarlos pretendemos que los estudios reglados nos den a todos la oportunidad de reflexionar y llegar a conclusiones sobre diversas cuestiones, más allá de nuestra especialidad profesional. Existe una inclinación (inevitable, tal vez) en todos los ámbitos profesionales por desdeñar opiniones no por los argumentos esgrimidos sino por proceder de personas de fuera del gremio  Es hora de discriminar y entender que ni todo lo de viene de fuera es equivocado ni todo lo que proviene de dentro tiene valor.

Todos vamos a terminar opinando sobre casi todo (lo queramos o no). Defendamos la experiencia como un valor incontestable pero sin dejar de lado la formación intelectual, las lecturas y la reflexión. Y solo después, sin avergonzarnos de ello, dejemos que la ideología sea el filtro final a través del cual construyamos nuestra cosmovisión.