26 enero 2009

¿Cuál es el límite?

A ningún lector habitual de prensa le pueden ya sorprender las promociones y regalos que, cada día, los periódicos españoles se empeñan en ofrecer. Las nuevas generaciones, tras lo visto los últimos años, deben considerar que el periódico es esa antigualla de papel malo que te regalan por comprar en el quiosco vajillas, películas, cuberterías, vasos de cristal, todo tipo de colecciones de libros, coleccionables,mp3, camisetas... Al poco de llegar a Madrid recuerdo mi sorpresa (aún no se había atrofiado mi capacidad de asombro) con una promoción de La Razón por la que cada mañana, al comprar el diario, te daban un cajita de cartón con un croissant...

En las últimas semanas, inmersos en una crisis que afecta especialmente la venta de la prensa tradicional, hemos observado como los grandes diarios se han lanzado desesperadamente a fidelizar a sus compradores habituales. Películas que hace unos años (o meses) nos las hubieran ofrecido a 5, 6 0 7 euros como si fuera una oferta especial, ahora directamente las regalan (como hacen el ABC o El Mundo), o prácticamente las regalan (los casos de El País o Público).

Pero no basta, las portadas traseras de los diarios aparecen cada día trufadas de pequeños cupones que ya nadie arranca y que recuerdan a los distraídos, las colecciones y promociones antiguas que siguen su marcha y de las que casi nadie se acuerda.

Y claro, entre tanta oferta, ofrecer algo diferente puede parecer complicado, pero para eso están los encargados de marketing de los periódicos, que no dejan de estrujarse el cerebro para conseguir encontrar alguna fuente complementaria de ingresos. Aunque a veces los resultados sean cuando menos sorprendentes o surrealistas , por no decir, directamente, de mal gusto.

Aquí tenemos lo que ofrece EL Mundo desde hace unos meses


Un lector distraído que (de manera sana) no se pare demasiado en la página de las esquelas, al encontrarse con esto no tiene otra que exclamar: ¡lo han conseguido! ¡Línea directa con los muertos! ¡Línea directa con el cielo (o con el infierno... no, eso no, que ya no existe, que lástima…), y uno lo ve ahí, abalanzándose sobre su móvil, para mandar un SMS a algún conocido fenecido; y encabronándose porque no le responden... ¡qué mala educación tienen los muertos!

Si este distraído lector mirara la página con más detenimiento encontraría la solución a tamaño disparate.


Vamos, que aquí de lo que se trata es de hacer negocio como sea, y una vez que se ha perdido la ética desde hace años con los anuncios de prostitución, ahora se recurre a esta nueva vía, aunque sea muerta.

No sé, ¿A nadie más le parece un poquito de mal gusto? ¿Condolencias por un muerto a través de un miserable mensaje de móvil? Seguro que por Internet ya circula alguno tipo que puedes reenviar a varios familiares al tiempo, para no quebrarte la cabeza. Como en fin de año. Qué triste.

Y menos ruin, aunque no por eso menos lastimoso es el siguiente cuponcito que lleva días apareciendo en la contraportada de El País.



No les basta con las películas, las vajillas, las cuberterías, los gps, los mp3 y los coleccionables, no, además te regalan el café. Vamos, que te compras La Razón de antaño y El País de ahora y te vas desayunado a trabajar con café y croissant.

Ya sé que pueden promocionar la venta de los diarios como les dé la gana, pero uno de los argumentos que siempre han esgrimido los defensores de la prensa de pago frente a la gratuita o anoréxica, era la respetabilidad que le otorgaba su propia asunción de ser el cuarto poder, el control de las sociedades democráticas.

Pero el respeto parece que se pierde un tanto cuando un ve a la gente salir del quiosco después de comprar un par de periódicos sin poder mirarse a los pies de las cosas que acarrea, y casi sin mirar las portadas de los periódicos porque están desenvolviendo alguno de los cachivaches promocionados.

Y, ojo, yo seguiré aprovechándome de ellos para completar mi filmoteca a precio de risa. Pero que no se engañen, una vez que se acostumbra al comprador a una forma de consumo donde lo que parece que menos importa es el producto que realmente se quiere vender, a ver cómo lo desacostumbras. Porque es evidente que este modelo no puede funcionar porque es imposible que a la larga sea rentable debido a la gran competencia. Pero por otro lado no se puede eliminar o reducir sin más porque tienes a los yonkis enganchados a los "regalos", exigiendo además, que sus dosis sean novedosas y sorprendentes, porque ya no se enganchan a cualquier cosa. Menuda espiral autodestructiva.

18 enero 2009

Periodismo de altura

Leído hoy en El Mundo, edición Madrid, pág 26, a toda página:

Tregua unilateral de Israel
  • Hamas rechaza la medida si no incluye la retirada del Ejército israelí
  • Tel Aviv advierte de que responderá a todo ataque del grupo islamista
Tregua unilateral... el significado de tregua en el Drae nos habla de cese de hostilidades por determinado tiempo entre los enemigos que están en guerra... ¿Qué narices tiene que ver eso con lo que podemos leer en el interior del artículo que declara Olmert, primer ministro israelí?:

"Los objetivos se han cumplido en su totalidad..."

¿De qué tregua nos hablan? Si se han cumplido los objetivos que se tenían marcados al comenzar la ofensiva militar, ¿no estamos ante el fin de dicha ofensiva debido a una victoria total? Y si lo que hay es una tregua, ¿la otra parte no tendría que estar de acuerdo?...

Y lo del subtítulo ya es de traca: "Hamas rechaza la tregua"... ¿Eso qué quiere decir? ¿que rechaza que los israelíes dejen de atacarlos? Vamos, que los palestinos, remedando a Gila, llaman por teléfono a los israelíes, y les dicen que no, que de eso nada, que no los pueden dejar de matar a no ser que además se marchen de la zona... Los israelíes, consternados, les contestarían que eso es lo que hay, que no se van a ir pero que van a dejar de bombardearlos y matarlos, que ya se han cargado a los que querían y que ahora toca aparentar humanidad y todo ese rollo que se han pasado por el forro de los cojones durante el tiempo que les ha venido en gana, que lo entiendan, pero los palestinos, muy enfadados y molestos, que no, que no, que si no os vais tenéis que seguir matándonos...

De locos.

Aquí no hay una guerra, no hay dos partes porque la desproporción es brutal, pero como el que lee prensa a diario sabe que nada es dejado al azar y que los titulares son la mejor y más directa forma de manipulación de las noticias, parece necesario denunciar a El Mundo y a su chabacana y miserable deformación de la información mediante este titular.

04 enero 2009

Historias de fútbol

En la frontera de Lavapiés, ya en La Latina, se encuentra el bar al que acudo en peregrinación desde hace más de seis años, siempre que los compromisos sociales me lo permiten, para ver los partidos del Madrid. Es un bar cualquiera, típico de esta ciudad, de los que habitualmente despotrico, sin nada especial, sin ningún erotismo, donde de pie apoyado en la barra disfruto de una pasión que transversalmente recorre mi vida desde niño. Siempre llevo conmigo el periódico o alguna revista para evitar en el descanso conversaciones que no quiero mantener o risas que no quiero compartir. Lo sé, es raro, tal vez han sido los años o la costumbre, pero la cuestión que desde hace ya mucho tiempo, desde que abandoné el hogar de mis padres y perdí la posibilidad de compartir las tardes de fútbol (previas incluidas) con mis hermanos y mi padre, me gusta ver el fútbol solo, o al menos en silencio, sin comentarios inoportunos, sin interpelaciones molestas, sin valoraciones pretenciosas de los que creen saber mucho de fútbol, sin fastidiosos exabruptos que tener que comentar o reír. De fútbol no se sabe, no se debería hablar demasiado y desde luego tampoco debiera deprimir o enfurecer a los adultos más allá del momento del partido (los niños y sus pasiones desbordadas son otra historia; yo mismo fui uno de ellos). El fútbol es puro sentimiento, sólo eso: pasión, estética, sufrimiento, épica; gloria o fracaso. Y nada mejor que el silencio para disfrutarlo, escuchando la narración del partido por la tele o la radio en casa o, en el bar, escuchando las conversaciones o gritos de otros sin entrar al trapo.

Más de seis años viendo fútbol de manera periódica en este bar, sin amigos que perturben, dan para mucho. Sirve incluso para estudiar nuestro comportamiento social, cómo funcionamos en grupo e individualmente. Para generar complicidades extrañas con personas que por motivos diversos también acuden al bar en soledad a ver a su equipo, y con los que basta un saludo con la mirada o una palabra suelta para que poco a poco vayan convirtiéndose en personajes necesarios que interpretan su papel en el plató en el que se desarrolla este ritual semanal. Para observar con curiosidad desplazamientos raciales, no necesariamente racistas, respecto a la ubicación de los clientes en el bar: el local siempre ha tenido dos pantallas a ambos lados de una barra cuadricular en la que, aleatoriamente, según el orden de llegada, se iban colocando los diferentes parroquianos habituales. En mi caso, como buen animal de costumbres, pasase lo que pasase, una vez que me decidí por una de las dos pantallas, siempre acudía (y acudo) a ella, encontrando mi espacio vital delante de ella para ver con comodidad el partido. Con el paso de los años, y de manera gradual, casi sin notarlo, he terminado rodeado de toda la facción inmigrante que acude al bar y tiene al Madrid como su equipo de cabecera, auténticos y fervorosos aficionados a él que sienten a su equipo como si hubiesen nacido en el barrio de Chamartín. Mientras, al otro lado de la barra, en torno a la otra pantalla se han hecho fuertes los blancos, los autóctonos, los parroquianos de siempre, los habituales del bar de toda la vida, generándose poco a poco una división racial que, no por inofensiva, deja de ser significativa.

Las anécdotas en estos seis años han sido variadas, algunas entrañables, otras curiosas y divertidas. Contaré dos que se mantienen con fuerza en mi memoria y siempre me hacen sonreír mentalmente cuando las recuerdo:

--Era el último partido de la liga de Capello (la de hace dos años), que enfrentaba al Madrid con el Mallorca en casa, y en el que el equipo blanco, tras estar toda la liga por detrás del Barcelona y después de una remontada repleta de victorias inverosímiles en los últimos minutos de cada partido, se presentaba líder. Sólo tenía que ganar ese partido y era campeón de liga. En el descanso perdía. No recuerdo si era 0-1 o 0-2. El bar estaba repleto, yo estaba apoyado en la barra, con mi whisky, tenso. En la segunda parte el Madrid terminó remontando y proclamándose campeón de liga. Aquello era un delirio, el éxtasis en un bar de Madrid, por la cosa más idiota del mundo, sí, pero y qué. Pura felicidad gratuita. Terminó el partido y mientras aplaudía y saltaba de puro júbilo, observé a un tipo, muy alto y delgado, negro como el tizón, vestido con una túnica blanca que iba a juego con el pequeño gorrito que coronaba su cabeza darse la vuelta delante mía con lo ojos vidriosos por la emoción, mientras me alargaba la mano con fuerza para chocarla con la mía, una mano que doblaba con creces el tamaño de la mía y que apretó con énfasis mientras desde arriba bajaba hasta mí para darme algo parecido a un abrazo al tiempo que chapurreaba un español incomprensible que mezclaba, en su alegría, con palabras en su propio idioma inaccesibles para mí. Un par de segundos, tan sólo, después los dos volvimos a mirar cómo se abrazaban los jugadores del Madrid, pagamos nuestras consumiciones y salimos del bar cada uno por su lado. Lo más curioso de esta historia es que un año después, en mayo de este año, en el partido que significaba la consecución de la liga de Schuster, un tipo que vestía igual que el del año anterior, igual de alto e igual de negro, estuvo delante mía durante las dos horas del encuentro. Al finalizar, y entre las palmas generalizadas se dio la vuelta y me estrechó su mano con fuerza. Lo miré a los ojos intentando confirmar si era el mismo tipo que el año anterior, un segundo no más, después, claro, cada uno siguió su camino.

--Una tarde de liga cualquiera, un domingo cualquiera, un partido del Madrid cualquiera. La estrategia espacial determina que un cubano mulato que no para de hablar, explicando a todos los que no queremos escucharlo cómo debiera ser la alineación del Madrid, cómo debería jugar, a quién hay que echar y qué tipo de sistema utilizar, coincida con un maduro patriarca gitano de ademanes distinguidos, con un porte especial, que en principio se mantiene apartado en silencio, viendo el partido de pie sin apoyo alguno de barra o banqueta, y con un subsahariano negro, un metro noventa, enorme, regordete y aspecto bonachón, con el pelo rizado y teñido de rubio, que comienza a conversar con el gitano y el cubano de jugadores, tácticas, historias de otros tiempo futboleros y demás parafernalias que acompañan siempre a las discusiones sobre fútbol. Un autóctono más bien bajito, blanco, con el pelo largo y una revista en la mano para que nadie se le acerque a hablar en el descanso los mira divertido. La estampa no deja de ser curiosa: el cubano, el gitano y el subsahariano discuten con nervio y tensión, tremendamente molestos por lo que el Madrid les está ofreciendo esa tarde, cabreados pero a la expectativa de ese gol que transforme las críticas en halagos. Integración a través del fútbol, pasajera sí, tal vez, pero al menos algo que los une un rato, más allá de los vanos intentos de lo hipipogres de Lavapiés y sus bares exóticos.

Esta tarde el chaval subsahariano, el negro con el pelo teñido, no estaba, sí el gitano. En el descanso una mano me ha tocado el hombro y al levantar (mucho) la cabeza apareció ante mis ojos, ofreciéndome su mano mientras me preguntaba por el resultado del partido. Sonriendo se lo he dicho mientras el patriarca le quitaba (literalmente) el espacio a un chaval que había ido al servicio para ofrecérselo con gestos exagerados al negro, mientras le decía algo así como “moreno, moreno, ponte aquí que hay sitio… a ver lo que hacemos en la segunda parte porque esto no tiene buena pinta…

Yo he bajado los ojos a mi revista y he seguido escuchándolos.