22 mayo 2012

Sobre esquiroles lúcidos y camisetas verdes (mojadas)


El esquirol lúcido es uno de los peores enemigos internos al que debe enfrentarse el profesor cuando intenta construir una estrategia de movilización contra las políticas que atentan a la educación pública. El esquirol lúcido es absolutamente consciente de la gravedad de la situación en la que se encuentra la enseñanza pública, del punto de inflexión que las políticas actuales van a suponer para el futuro de miles de jóvenes de hoy y del futuro. El esquirol lúcido conoce de primera mano las injusticias que genera la doble red pública/concertada así como que, lentamente, a base de recortes, parches, decretos, instrucciones y enmiendas se está atacando desde todos los frentes el principio de igualdad de oportunidades en que debiera basarse una democracia, dejando morir desangrada por cientos de heridas supurantes a la otrora orgullosa educación pública, la que fuera emblema de una sociedad que salía del oscurantismo de la dictadura y quería encaminarse con esperanza hacia el futuro, apoyándose en una enseñanza igualitaria y gratuita (gracias a los impuestos) de niños, adolescentes y jóvenes que, en poco tiempo, se convirtieron en los que hoy nos sanan como médicos, construyen como ingenieros, imparten clases como profesores o descubren como científicos. El esquirol lúcido no participa jamás en la ingrata tarea de organizar asambleas, informar a compañeros, distribuir información por las redes sociales o elaborar estrategias. Su capacidad intelectual y cultural le permite estar al tanto de todo lo que va sucediendo y, por ende, de encontrar siempre alguna razón por la que finalmente no debe juntarse a la infantería que, con sus propias dudas y contradicciones, es consciente de la necesidad de actuar y participar secundando las huelgas. El esquirol lúcido asienta su argumentación sobre dos o tres recias ideas construidas siempre desde una posición de seguridad laboral (nunca será un interino) que le permiten no terminar de ensuciarse las manos (ni perder su tiempo, ni su dinero) con huelgas a las que predice nulo futuro. A diferencia de otras especies de esquirol no se escuda en el miedo (esquirol pusilánime), ni en el dinero (esquirol ruin), ni en la necesidad de los recortes (esquirol ideológico), ni en su propio adocenamiento intelectual (esquirol inane). El esquirol lúcido es consciente de que debería, por dignidad y justicia, secundar las huelgas, por lo que suele aceptar superficialmente las críticas que provoca su, en principio, incomprensible posición. Pero contraataca refugiándose en abstractos ético-estéticos basados en la necesidad de ser más contundentes con las acciones a realizar, y como esa necesidad no es satisfecha con días puntuales de huelga, predice el fracaso de las acciones propuestas, profecía autocumplida que él mismo se encarga de ayudar a que se cumpla acudiendo finalmente el día de huelga a trabajar, como un esquirol más, mientras los demás (idiotas idealistas, según su postura) se dejan los cuernos volviendo a fracasar en las calles. Inteligente y cínico, ejerce de profeta y advierte lúcidamente que todo esto no servirá de nuevo para nada y tan sólo servirá para seguir haciendo el juego a la Administración (aunque asume al mismo tiempo que su propia postura es la que más beneficia a esa Administración, contradicción ésta que no parece quitarle el sueño). El esquirol lúcido se refugia en la utopía de una huelga indefinida que, como nunca llega, impide contrastar la verosimilitud de sus afirmaciones, pero mientras tanto ejerce de peligroso agente desmovilizador en los claustros de profesores ya que su opinión suele ser escuchada y respetada, por lo que su decisión anunciada de no participar en las huelgas permite encontrar la excusa final a muchos otros (que suelen sufrir una acusada anorexia intelectual) que tan sólo esperan la ocasión perfecta para escabullirse de sus responsabilidades ciudadanas. En general, el esquirol lúcido de manual nunca secunda ninguna huelga, pero su bando aumenta de número gracias a muchos profesores que se ven tentados por esa opción en alguna ocasión. Así, equivocando el objetivo de sus iras, de sus frustraciones, eligen erróneos compañeros de viaje que le acompañan encantado por el mar de las excusas esquirolas que se ponen encima de la mesa a la hora de tomar el más miserable de todos los cafés tomados en un instituto: el del día de la huelga, cuando la ausencia de alumnos permite cobrar al esquirol sin dar un palo al agua. 

Por último merece la pena detenerse en un tipo de esquirol que antes no he mencionado. Podríamos denominarlo el esquirol  hipócrita. A los de este tipo reconozco que no los puedo soportar, tal es el grado de indecencia que sus acciones suponen. Son los profesores que en el día de huelga van a trabajar, sin vergüenza alguna, enfundados en su camiseta verde, comprometidos ellos que son, o que quieren parecer, claro, como queriendo distinguirse del resto de esquiroles y crear una nueva clase que genere mayor simpatía, sin entender que lo único que producen es mayor aversión. El esquirol hipócrita o indignadito (porque no llega a indignado) supone egoísta y miserablemente que es el único con problemas económicos, familiares o personales, considera que no puede permitirse perder un solo día de sueldo (o varios) y aún manteniendo artificialmente un discurso crítico hacia los recortes asume que los demás tenemos que entender que su contribución a la causa es manifestarnos públicamente su apoyo mediante la dichosa camiseta, mientras también se ocupa de desmovilizar aduciendo cuando se le presiona, que las huelgas no son la salida a nuestros problemas… ¡Sin aportar jamás alguna alternativa creíble que no pertenezca a sus mundos de Yupi! Igual, si se tercia, no llueve y no le viene muy mal, se paseará por la tarde por la calle en la manifestación de turno (siempre en las numerosas, porque en las que permiten semanal o mensualmente que la lucha no decaiga ni aparece ni se le espera). El esquirol hipócrita asume con desparpajo que él también está luchando a su manera, aunque nunca le encontrarás jugándose un euro de su bolsillo o un ápice de su seguridad laboral mediante algún acto subversivo contra aquellos que asfixian la educación pública. A lo más que llegará será a hacer encendidas y pueriles defensas abstractas del valor de la enseñanza pública y en su perfil de Facebook colgará lacitos verdes, vídeos empalagosos y demás chuminadas con las que cree contribuir a la causa.

Hoy era un día de huelga en la educación pública. Y huelga significa paralizar el funcionamiento normal de una actividad laboral para reivindicar aquello que los trabajadores consideran justo. En esta ocasión además significaba la confluencia de la defensa de unos derechos laborales determinados con la defensa de un derecho social que se nos escapa de las manos. Da igual que hoy un profesor hiciera huelga por un motivo, por otro o por ambos. Lo que es impresentable es que sabiendo la que nos está cayendo encima hoy demasiados hayan decidido ir a (no) trabajar.

11 mayo 2012

¡¡Menos fútbol y más educación!!

Llegamos tarde a la concentración. Otra más, de nuevo, en la calle Alcalá, frente a la Consejería de Educación, con nuestras camisetas verdes. Ahora también enfrentados al Ministerio, cuya sede se sitúa junto a la de la Consejería, formando una fachada interminable, como una metáfora de la extraordinaria fuerza del aquellos contra los que nos enfrentamos. Ahora ellos han redoblado sus fuerzas pero en cambio nosotros nos diluimos y cada vez somos menos los que asistimos a estas concentraciones. Justo cuando llegamos la marea verde, a la que tristemente apenas se la puede catalogar como ola, ha sido arrinconada por la policía en un lado de la calle, liberando al asfalto de su presencia. De lejos, mientras aceleramos el paso, aparece un autobús descapotable con colores rojiblancos que avanza hacia nosotros de manera pausada. Los pitidos y los gritos comienzan a aumentar de volumen, no sé todavía por qué, pero comienzo a correr para llegar cuanto antes junto a mis compañeros. Al tiempo ellos, de manera pacífica, se saltan tímidamente el mínimo cordón policial e invaden unos metros la calzada, justo cuando el autobús, ocupado por un grupo de niñatos contentos, alborotados y excitados, futbolistas que han hecho felices a tantos madrileños atléticos, pasaba por ella. Soy futbolero, me encanta este deporte, me gusta mucho verlo por televisión, soy capaz incluso de ver partidos infantiles y juveniles o de pararme unos minutos en la calle para seguir las evoluciones de unos chavales que disfrutan del balón como tantas veces hice yo de niño. Su felicidad y su celebración no debieran oponerse a nuestras reivindicaciones. Pero algo sucede, y a su paso dejo salir mi rabia, mi ira, mi frustración, por ver que otra vez volvemos a ser tan pocos, por constatar que nada parece ya movilizar a tantos profesores acomodados en sus rutinas diarias y que parecen haber agotado su capacidad de indignación (nunca su capacidad de sumisión), por observar que los vagones de metro ya no estaban coloreados de verde como tantas veces sino de rojiblanco, repletos de gente que no duda en romper su rutinas para festejar pero que siempre encuentra una excusa para no salir a la calle a reivindicar y reclamar los derechos que les están robando… porque estoy jodido, porque estoy fastidiado, porque empiezo a estar harto de estar siempre harto, de manera que junto a mis compañeros grito, vocifero, utilizando hasta el último aliento de mis asmáticos pulmones: “¡¡Menos fútbol y más educación!!… ¡¡Menos fútbol y más educación!!... ¡¡Menos fútbol y más educación!!... Mientras lentamente el autobús circula por delante de nosotros, veo nítidamente las caras de tantos de los jugadores que conozco, gritándonos ellos a su vez, tal vez creyendo erróneamente que los aclamamos. Distingo a uno que me mira desde el principio, o eso creo, tal vez sea Koke, o no, parece intentar comprender lo que les decimos, lo que yo le grito mirándole ya directamente mientras lo señalo; él deja de gritar y de agitar su bufanda unos segundos, parece prestarme toda su atención, parece comprender, capta el mensaje y me asiente con la cabeza, tal vez jocosamente, casi seguro, como con pena, por mí, por nosotros, por los tristes, por los cansinos, como no podía ser de otra forma. Finalmente, el autobús se aleja definitivamente, camino a Sol, camino a los dominios de Aguirre, que los espera para exhibirse con ellos en el balcón de su palacio, frente a una plaza que hierve de pasión y expectación, invadida de nuevo pero por los motivos que parecen agradar a la Presidenta, dispuesta ella de nuevo a enfundarse en una camiseta de fútbol, a hacer sus chascarrilos con los jugadores, técnicos, dirigentes, a montar, en definitiva, su ya conocido espectáculo populista y campechano que tanto parece gustar a una gran parte de la sociedad madrileña.

Mientras miro como se aleja el autobús, dejo de gritar y de inmediato, sin poder evitarlo, al pararme a pensar un segundo, me echo a reír, a carcajadas, junto con algunos de los profesores. Qué tonto todo. Cuánta intensidad ridícula. Cuánta dignidad si no impostada sí artificial. Qué ridículos podemos ser cuando  nos ponemos tan solemnes. Menos fútbol y más educación… menuda chorrada, como si ése fuera nuestro problema, el problema de este país. Qué absurdos terminan siendo tantas veces esos momentos de pasión desbordada, colectiva o individual, que estamos acostumbrados a que la literatura y el cine mitifiquen. El exceso de intensidad en la vida siempre viene acompañado de un punto de ridiculez. La vida nunca es sólo drama. Nunca es sólo comedia. Eso sí, siempre termina siendo fordiana.