Tal vez estemos asistiendo al
principio del fin de El País como el periódico que todos conocimos. Comienza a recordar
a ese Jiménez Losantos con el que tantos conectaban en la COPE, en los años de
Zapatero, porque a la gente le excitaba oír cada mañana su siguiente barbaridad,
la nueva barrabasada de un tipo que terminó devorado por los adjetivos. En
realidad esa atención mediática no es más que un canto de cisne, un camino sin
retorno. Una vez que pierdes el prestigio y la credibilidad, que tiras por el
desagüe tantos años de artificio perfectamente diseñado, solo queda la mofa, la
ira, el desprecio y el desdén final. Le pasó a Jiménez Losantos, cuando la gente
se cansó de tanta visceralidad interesada y llegó el choteo. Cuando sin que él
lo pretendiera mutó de periodista a personaje, a caricatura. Por ahí sigue.
Nadie le hace ya caso.
El País hace ya tiempo que dejó de ser referencia para nadie. Su línea editorial, la que durante tantos años marcó el rumbo sociológico de este país, ahora solo se lee con fruición para constatar la desquiciada deriva de un periódico que durante décadas trató de construir una imagen de mesura e imparcialidad, de distancia reflexiva, que finalmente ha cristalizado en un sectarismo rencoroso y endiosado, cuya pretensión de influencia provoca la risa y la indignación, la vergüenza ajena y el repudio intelectual. Sus editoriales han alcanzado el nivel de pitorreo que provocaban hace unos años las portadas de la ya extinta La Gaceta y cuyo testigo recogieron hace unos años las portadas de La Razón, cuando cada noche en Twitter el cachondeo se instalaba a la espera de que Marhuenda hiciera pública la última majadería de un periódico convertido en chirigota. El camino ya estaba marcado. El País lo siguió a pesar de las señales.
El País hace ya tiempo que dejó de ser referencia para nadie. Su línea editorial, la que durante tantos años marcó el rumbo sociológico de este país, ahora solo se lee con fruición para constatar la desquiciada deriva de un periódico que durante décadas trató de construir una imagen de mesura e imparcialidad, de distancia reflexiva, que finalmente ha cristalizado en un sectarismo rencoroso y endiosado, cuya pretensión de influencia provoca la risa y la indignación, la vergüenza ajena y el repudio intelectual. Sus editoriales han alcanzado el nivel de pitorreo que provocaban hace unos años las portadas de la ya extinta La Gaceta y cuyo testigo recogieron hace unos años las portadas de La Razón, cuando cada noche en Twitter el cachondeo se instalaba a la espera de que Marhuenda hiciera pública la última majadería de un periódico convertido en chirigota. El camino ya estaba marcado. El País lo siguió a pesar de las señales.
Toda deriva encuentra su final, el punto de inflexión a partir del cual ya no hay vuelta atrás y, como le pasara a Losantos, teóricamente en las antípodas ideológicas, la chirigota finalmente se transforma en irrelevancia cuando nadie puede ya asumir como verdad el relato de la realidad construido por el periódico de PRISA. El papel de El País en la actual crisis del PSOE ha superado cualquier expectativa. Sus ataques a Pedro Sánchez por no inmolarse dejando gobernar a Rajoy para que la maquinaria extractiva de las élites económicas del país continúe funcionando sobrepasa los límites de cualquier manual básico de decencia periodística. Somos testigos de los estertores finales de un periódico trascendental para entender a nuestro país. Sacrificado finalmente por Cebrián como último servicio a esas élites de poder a las que vendió su alma y su dignidad.
El País sobrevive a duras penas desde hace años gracias a la memoria de una parte de la sociedad (fundamentalmente mayor de 50 años) que lo sigue asociando con ese "intelectual colectivo" del que hablara Gregorio Morán. Durante años muchos fueron incapaces de asumir la orfandad que les provocaba alejarse del discurso prefabricado del grupo PRISA. Era excesiva la obligación de construir uno propio a través de voces fragmentarias. Demasiado esfuerzo para los que solo querían mantener una imagen de progre de salón crítico con la estética de la derecha cavernaria. Y disfrazaron su incapacidad para rebelarse mediante el elogio huero de ese periodismo nominalmente "serio y de calidad" que se convirtió en la marca de El País. Pero el problema persistía. Porque tras ese periodismo "serio y de calidad" el hedor se fue haciendo insoportable y el lector fiel no pudo seguir mirando hacia otro lado ante los posicionamientos sociales, políticos y económicos de un periódico al servicio de bastardos intereses empresariales. Después llegó la crisis, Y surgió Podemos, y llegaron los despidos, los vetos, el miedo y las contradicciones. El supuesto periodismo "serio y de calidad" se reveló como un periodismo mutilado, dócil con el poder y agresivo con las alternativas sociales que iban surgiendo. El País ha ido perdiendo su aura y su credibilidad al mismo ritmo que los bancos y los fondos de inversión se iban haciendo con PRISA con la aquiescencia de Cebrián.
El desastre económico al que abocó Cebrián a PRISA hizo que las costuras ideológicas de El País saltaran por los aires. La libertad de prensa es una de las grandes ficciones de las democracias capitalistas. La libertad de prensa no es más que libertad del gran capital para imponer su agenda y defender sus planteamientos Los editoriales del último año de El País deberían publicarse en una antología del disparate periodístico. Como muestra del suicidio de un periódico que un día fue referencia de un país y construyó el relato de un época. Tal vez entre todos los editoriales el más sonado ha sido el dedicado hace poco a Pedro Sánchez, ese "insensato sin escrúpulos".
Un editorial que el propio Comité
de Redacción del periódico ha criticado sin que Antonio Caño, actual director,
se dé por enterado. Doloroso para muchos ha sido también el atronador silencio
de todas esas plumas "de calidad" del diario, tan dispuestas siempre
a luchar por causas justas. Siempre que ello no les amenace el bolsillo, claro.
Ni una palabra de Millás, Muñoz Molina, Elvira Lindo, Azúa, Jabois...
El País ha implosionado. Más allá de lo que finalmente suceda con el PSOE, su apoyo editorial a un gobierno del PP de Rajoy por el bien de la "gobernabilidad de España" es la gota final que desborda el vaso de unos lectores que se encuentran desnortados, incapaces durante mucho tiempo de reconocer los indicios que mostraban la manipulación informativa de un medio que era su referencia intelectual, pero que ahora ya no tienen más opción que asumir, aunque sea de mala gana, que El País hace mucho tiempo que solo sirve como punta de lanza de los poderes económicos del país para que nada amenace al sistema desde la izquierda del arco parlamentario. El País es ya esa caricatura a la que aludí al comienzo. El País es una chirigota. Tratará de seguir influyendo en la sociedad española, intentará cada vez con mayor desesperación y menor disimulo imponer sus opiniones interesadas. Pero una vez descubierto el artificio muchos de sus lectores no podrán ya seguir dejándose engañar con la facilidad con la que antaño lo hicieron. A El País se le ha perdido el respeto y ha dejado de ser intocable. Ha tirado por la borda su prestigio convirtiéndose en un lodazal de informaciones y editoriales sin mesura ni decencia. Apenas unas pocas voces aisladas resisten el temporal. Este es el legado que deja Juan Luis Cebrián, el gran muñidor de nuestra democracia, el hombre tras la tramoya.
El País ha implosionado. Más allá de lo que finalmente suceda con el PSOE, su apoyo editorial a un gobierno del PP de Rajoy por el bien de la "gobernabilidad de España" es la gota final que desborda el vaso de unos lectores que se encuentran desnortados, incapaces durante mucho tiempo de reconocer los indicios que mostraban la manipulación informativa de un medio que era su referencia intelectual, pero que ahora ya no tienen más opción que asumir, aunque sea de mala gana, que El País hace mucho tiempo que solo sirve como punta de lanza de los poderes económicos del país para que nada amenace al sistema desde la izquierda del arco parlamentario. El País es ya esa caricatura a la que aludí al comienzo. El País es una chirigota. Tratará de seguir influyendo en la sociedad española, intentará cada vez con mayor desesperación y menor disimulo imponer sus opiniones interesadas. Pero una vez descubierto el artificio muchos de sus lectores no podrán ya seguir dejándose engañar con la facilidad con la que antaño lo hicieron. A El País se le ha perdido el respeto y ha dejado de ser intocable. Ha tirado por la borda su prestigio convirtiéndose en un lodazal de informaciones y editoriales sin mesura ni decencia. Apenas unas pocas voces aisladas resisten el temporal. Este es el legado que deja Juan Luis Cebrián, el gran muñidor de nuestra democracia, el hombre tras la tramoya.