Reflexionemos sobre uno de los aspectos de la generación net que, aunque se puede plantear como mito, es una realidad que marca un punto de inflexión clave en las relaciones familiares del siglo XXI dentro de las sociedades desarrolladas, ya que hasta ahora la tecnología (o la ausencia de ella) impedía su plena realización: estoy hablando del control de los padres (o del posible control, una decisión ética en la que después volveremos a incidir) sobre los jóvenes niños y adolescentes de la generación net.
Lo he conversado alguna vez con algunos grupos de alumnos de la ESO , cuando me ha tocado dejar de ser profesor y convertirme en “guardia de seguridad”, impedido de enseñar para que los alumnos que escogen religión (católica) ejerzan su “derecho” a recibir catequesis a costa del erario público. En estas largas clases les he preguntado de manera aséptica sobre el uso del móvil y de la red. Es muy curioso comprobar cómo mientras que los padres no dudan en dotar cuanto antes de teléfonos móviles a sus retoños, tienen muchas más dudas a la hora de permitirles el acceso libre a internet, tal vez precisamente porque a veces los jóvenes pueden escapar mejor del control parental en el ciberespacio que en el “mundo real”, y eso es algo que la sociedad no está dispuesta a permitir.
Los chicos no dudan en festejar con orgullo lo pronto que recibieron esos móviles y miran con extrañeza, como a seres extraños de otro mundo, a aquéllos que aún no los poseen con 12 años. Sólo ven sus beneficios, jamás se paran a pensar en los posibles perjuicios, en lo que pueden haber perdido, tal vez porque ellos no tienen otra época con la que comparar (un ejercicio necesario que los que tenemos más de treinta años sí podemos realizar). Los jóvenes asumen la tecnología de su época con naturalidad, y si ya son en general poco contestarios, menos lo serán con aquello que les permite estar continuamente comunicados con sus amigos y les sirve además como un elemento más de distinción socioeconómica: los teléfonos móviles. La generación net es la generación más interconectada de la historia. Jamás pierden el contacto entre ellos, en cualquier momento, en cualquier lugar. Mediante mensajes escritos, mediante mensajes hablados, mediante fotos, mediante llamadas perdidas… Se relacionan, se comunican, mantienen una “conversación infinita”, que nunca acaba ni puede acabar, y que hace que los lazos entre ellos crezcan y se fortalezcan si parar.
Pero hemos de analizar la cara b de esa constante comunicación. La tecnología nunca es perversa intrínsecamente, es su uso lo que en ocasiones la convierte en aterradora. Cuando observo a mis alumnos o cuando converso con mis amigos que recién empiezan a ser padres, constato en los adultos una tendencia casi patológica hacia el control. El problema de las nuevas tecnologías es que han abierto el canal de comunicación y cerrarlo es ya prácticamente imposible. Los móviles han conseguido que sea una ficción, un imposible, la soledad, la independencia, el aislamiento voluntario. Mientras que este hecho es una triste realidad para los adultos (algunos no pueden comprender e incluso les irrita que alguien no lleve el móvil consigo a todas horas o no conteste a las llamadas perdidas) que deciden ¿libremente? autoencerrarse en el panóptico digital, controlándose los unos a los otros, vigilándose, lo cierto es que es novedosa su imposición a los más jóvenes: desde que nacen están siendo vigilados constantemente, grabados, fotografiados, conviviendo con Truman en la ciudad de la imagen, sin que a nadie parezca preocuparle su derecho a la intimidad, que sus propios padres violan constantemente. Posteriormente, cuando los jóvenes empiezan sus socialización y salen a la calle es cuando los nuevos padres, olvidándose de sus propias infancias y dejándose llevar por los mitos que siempre confirman que los nuevos tiempos son los más peligrosos jamás vividos, equipan rápidamente a sus hijos con los teléfonos móviles para poder localizarlos en cualquier momento. Y esa necesidad de control no finalizará ya jamás.
No comparto con mucha gente de mi generación esa tonta nostalgia por nuestras infancias ochenteras. Esa nostalgia tiene más de recreación que de realidad. Lo mismo escuchábamos nosotros de nuestros padres y escucharán los hijos de nuestros hijos. Pero hay una cosa incontestable: cuando a finales de los ochenta o principio de los noventa cualquiera de mis amigos salía por la puerta de casa con 14 o 15 años, se adentraba en un mundo de independencia y libertad marcado y caracterizado por la necesaria ausencia del manto protector de los padres. Durante horas no había conexión con los adultos. Pero no es que no la hubiera fruto de decisiones personales, sino por una absoluta imposibilidad tecnológica. Gozábamos de una libertad (que era en ese sentido similar a la de generaciones anteriores) que no hacía falta valorar o preservar porque era inevitable. Eso ya no existe. Los jóvenes no lo tiene tan fácil para liberarse de sus adultos. No hace falta ir a los extremos que tanto gusta mostrar en los medios de comunicación respecto a los móviles equipados con GPS y demás artefactos que aún no se han popularizado. Pero la tendencia general es hacia un mayor control de la juventud. Tenemos más miedo y ese miedo lo queremos solventar con un mayor control. Se aceptan como verdades absolutas hipótesis jamás contrastadas de una mayor inseguridad en las calles. Muchos padres muestran una alegría casi sardónica al contar que sus hijos de 15 años no salen demasiado a la calle y se quedan encerrados en sus habitaciones con sus amigos jugando a la consola. Los espacios públicos se vacían, las relaciones cibernéticas crecen. Se están generando cambios en las formas de relación social delante de nuestros ojos. Y los padres han descubierto que pueden ser más flexibles con ciertas normas en relación a las salidas a la calle de sus hijos adolescentes a cambio de que éstos reporten informes constantes de su situación y estado. La comunicación constante entre hijos y padres puede estar creando una dependencia de información en estos últimos que anteriores generaciones de padres no tuvieron o no pudieron plantearse satisfacer. Y como de cualquier droga va a ser difícil desengancharse.
Será algo sobre lo que habrá que reflexionar. Los nuevos padres tendrán que encontrar lugares de encuentro con sus hijos, aprender a no estar conectados a pesar de que sea posible tecnológicamente, porque de lo contrario será mucho más complicada la maduración de los jóvenes net (y de los hijos de éstos en el futuro), porque es evidente que una excesiva protección impide la asunción de responsabilidades, y la presencia constante de los padres en el crecimiento de los hijos no parece que vaya a proporcionar el ambiente más adecuado para que éstos encuentren los espacios donde poder asumirlas.